GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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18.05.2013 Views

asombro, la rajita se abrió un poco y por allí salió nadando una réplica diminuta y frágil del caballito. Casi no podía yo dar crédito a mis ojos, pero tan pronto como el primer bebé estuvo fuera de la bolsa y colgando en el agua clara, otro vino a unírsele, y otro, y otro, hasta llegar a veinte los caballitos microscópicos que flotaban como una nubecilla de humo en torno a su gigantesco progenitor. Aterrado por la posibilidad de que los otros adultos se comieran a los bebés, me apresuré a organizar un segundo acuario y trasladé a él lo que tiernamente tomaba por una madre con sus hijos. Mantener agua fresca en dos acuarios resultó ser una tarea aún más hercúlea, y empecé a sentirme bestia de carga; pero estaba decidido a aguantar hasta el jueves, día en que Teodoro venía a tomar el té, para enseñarle mis adquisiciones. —Aja —dijo, asomándose a los tanques con interés profesional—, son verdaderamente interesantísimos. Desde luego, según los libros hay caballitos de mar en esta zona, pero yo no, eh…, esto…, yo no los había visto hasta ahora. Le mostré la madre con su enjambre de bebés. —No, no —dijo—. No es la madre, es el padre. Al pronto pensé que me estaba tomando el pelo, pero en seguida me explicó que la hembra ponía los huevos y, una vez fecundados por el macho, éste se los metía en aquella bolsa incubatriz especial, y allí maduraban y se abrían, de modo que lo que yo había tomado por orgullosa madre, era en realidad un orgulloso padre. Pronto el trabajo de mantener mi cuadra de caballitos de mar aprovisionada de alimento marino microscópico y agua fresca se hizo demasiado gravoso, así que con todo el dolor de mi corazón tuve que llevarlos al mar y soltarlos. Fue Kokino quien, además de engrosar mi colección con animales procedentes de sus redes, me enseñó uno de los sistemas de pesca más novedoso que yo había conocido. Un día me lo encontré en la orilla, metiendo en su desvencijada barquita una lata de gasolina llena de agua salada. En el fondo de la lata reposaba una sepia de gran tamaño y expresión muy cariacontecida. Kokino le había atado un cordel por donde se unía la cabeza con el corpachón en forma de huevo. Le pregunté adonde iba, y me dijo que a pescar sepias. Me extrañó mucho, porque en la barca no había ni sedales ni redes, ni un tridente siquiera. ¿Con qué pensaba coger sepias? —Con amor —fue su enigmática respuesta. Pensé que como naturalista era mi deber estudiar todos los sistemas de captura de animales, así que le pregunté si podía acompañarle para conocer aquel misterioso procedimiento. Sacamos la barca a la ensenada azul, hasta tener por debajo un par de brazas de agua clara como el cristal. Allí Kokino tomó el extremo del largo cordel que había atado a la sepia y se lo ató cuidadosamente al dedo gordo de un pie; luego cogió la sepia y la arrojó por la borda. Ella quedó a flote por breves instantes, mirándonos con expresión de incredulidad, y en seguida, escupiendo chorros de agua, se alejó con una serie de tirones bruscos, arrastrando el cordel tras de sí, y desapareció en la azul profundidad. El cordel corrió despacio por encima de la borda, y al fin se tensó hasta el dedo de Kokino. El encendió un cigarrillo y se revolvió el rojo pelo. —Bueno —dijo, dirigiéndome una ancha sonrisa—: vamos a ver lo que puede el amor. Tomó los remos y llevó la barca despacio y con suavidad sobre las aguas, deteniéndose una y otra vez para mirar con intensa concentración el cordel atado a su dedo. De repente dio un gruñido, dejó que los remos se plegaran a los costados de la barca como las alas de una mariposa y empezó a recoger la línea. Yo me incliné sobre la borda, escudriñando atentamente el agua clara hacia el extremo de la tensa línea negra. Por fin allá abajo se hizo visible algo borroso; Kokino recogió el cordel más deprisa y apareció la sepia. Al aproximarse vi con asombro que no era una sepia sino dos, que venían trabadas en apasionado abrazo. Rápidamente Kokino las trajo al costado y de un tirón seco las echó al fondo de la barca. Tan entretenida estaba la sepia macho con su adorada que ni siquiera la súbita transición de su ambiente acuático al aire exterior pareció preocuparla lo más mínimo; tenía agarrada a la

hembra con tal fuerza, que Kokino tardó cierto tiempo en desasirla y echarla a la lata de agua salada. La originalidad de aquella forma de pesca me la hizo muy simpática, aun bajo la oscura sospecha de que tal vez fuera poco deportiva. Venía a ser como coger perros a base de pasearse con una perra en celo atada a una correa larga. En una hora cogimos cinco machos de sepia dentro de un sector relativamente reducido de la bahía, y me sorprendió mucho que hubiera esa densidad de población en tan pequeño espacio, porque era un animal al que rara vez se veía, a menos que se saliera a pescar de noche. Durante todo ese tiempo la hembra representó su papel con una especie de indiferencia estoica, pero aun así me pareció que merecía una recompensa, por lo cual rogué a Kokino que la soltase, cosa que hizo muy de mala gana. Le pregunté cómo sabía que la hembra estaba en situación de atraer a los machos, y él se encogió de hombros. —Es la época —dijo. Entonces, ¿en esa época se podía poner cualquier hembra al extremo de un cordel y obtener resultados? —Sí —asintió Kokino—. Pero pasa como con las mujeres: hay hembras que son más atractivas que otras, y con esas se consiguen mejores resultados. La cabeza me daba vueltas ante la idea de tener que dilucidar los méritos relativos de dos hembras de sepia. Era una verdadera lástima que no se pudiera emplear aquel sistema con otros animales. Habría sido estupendo, por ejemplo, echar por la borda una hembra de caballito de mar atada a una hebra de algodón y recogerla después en medio de una enmarañada corte de machos apasionados. Que yo supiera, Kokino era el único practicante de aquella peculiar modalidad de pesca, porque jamás vi a otro pescador emplearla, y de hecho aquellos a quienes se la mencioné ni siquiera habían oído hablar de ello y tendían a acoger mi relato con estridente incredulidad. Aquella costa desflecada próxima a la villa era particularmente rica en fauna marina, y la escasa profundidad de las aguas favorecía mis trabajos de captura. Había conseguido engatusar a Leslie para que me hiciera un bote, que facilitó grandemente mis investigaciones. Aquella embarcación, casi circular, de quilla plana y con pronunciada escora a estribor, había recibido el nombre de «Bootle-bumtrinket» ∗ y, después de la burra, era mi posesión más preciada. Llenando el fondo de tarros, latas y redes, y provisto de un paquete de comestibles, me hacía a la mar en el «Bootle-bumtrinket» en compañía de mi tripulación: Widdle, Puke y Roger, y de vez en cuando el mochuelo Ulises, si le apetecía venir. Pasábamos los días calurosos, asfixiantes, explorando remotas ensenadas y archipiélagos rocosos e incrustados de algas. Corrimos muchas aventuras curiosas en aquellas expediciones. Una vez encontramos media hectárea de fondo marino cubierta por un gran banco de liebres de mar, animales de cuerpo oviforme y color púrpura, con un pulcro volante plisado por el borde y dos extrañas protuberancias en la cabeza que, efectivamente, guardaban extraordinaria semejanza con las largas orejas de una liebre. Por centenares se deslizaban sobre las rocas y la arena, dirigiéndose todas hacia el sur de la isla. No se tocaban ni manifestaban el menor interés unas por otras, por lo que supuse que no se trataba de una reunión de apareamiento, sino de alguna forma de migración. En otra ocasión, un grupo de delfines lánguidos, corpulentos y bondadosos nos descubrió anclados en una pequeña ensenada y, presumiblemente atraídos por la simpática combinación de anaranjado y blanco con que estaba pintado el «Bootle-bumtrinket», se pusieron a jugar a nuestro alrededor entre saltos y chapuzones, acercando sus caras sonrientes hasta el costado del bote y lanzándonos suspiros hondos y apasionados por sus respiraderos. Uno jovencito, más atrevido que los mayores, llegó incluso a pasar por debajo del bote, y sentimos el roce de ∗ De Bootle, nombre de un personaje literario famoso por su corpulencia, y bum, «trasero», alusivo todo ello a la redondez de la embarcación (N. del T.).

asombro, la rajita se abrió un poco y por allí salió nadando una réplica diminuta y frágil del<br />

caballito. Casi no podía yo dar crédito a mis ojos, pero tan pronto como el primer bebé estuvo<br />

fuera de la bolsa y colgando en el agua clara, otro vino a unírsele, y otro, y otro, hasta llegar a<br />

veinte los caballitos microscópicos que flotaban como una nubecilla de humo en torno a su<br />

gigantesco progenitor. Aterrado por la posibilidad de que los otros adultos se comieran a los<br />

bebés, me apresuré a organizar un segundo acuario y trasladé a él lo que tiernamente tomaba<br />

por una madre con sus hijos. Mantener agua fresca en dos acuarios resultó ser una tarea aún<br />

más hercúlea, y empecé a sentirme bestia de carga; pero estaba decidido a aguantar hasta el<br />

jueves, día en que Teodoro venía a tomar el té, para enseñarle mis adquisiciones.<br />

—Aja —dijo, asomándose a los tanques con interés profesional—, son verdaderamente<br />

interesantísimos. Desde luego, según los libros hay caballitos de mar en esta zona, pero yo no,<br />

eh…, esto…, yo no los había visto hasta ahora.<br />

Le mostré la madre con su enjambre de bebés.<br />

—No, no —dijo—. No es la madre, es el padre.<br />

Al pronto pensé que me estaba tomando el pelo, pero en seguida me explicó que la<br />

hembra ponía los huevos y, una vez fecundados por el macho, éste se los metía en aquella<br />

bolsa incubatriz especial, y allí maduraban y se abrían, de modo que lo que yo había tomado<br />

por orgullosa madre, era en realidad un orgulloso padre.<br />

Pronto el trabajo de mantener mi cuadra de caballitos de mar aprovisionada de alimento<br />

marino microscópico y agua fresca se hizo demasiado gravoso, así que con todo el dolor de<br />

mi corazón tuve que llevarlos al mar y soltarlos.<br />

Fue Kokino quien, además de engrosar mi colección con animales procedentes de sus<br />

redes, me enseñó uno de los sistemas de pesca más novedoso que yo había conocido.<br />

Un día me lo encontré en la orilla, metiendo en su desvencijada barquita una lata de<br />

gasolina llena de agua salada. En el fondo de la lata reposaba una sepia de gran tamaño y<br />

expresión muy cariacontecida. Kokino le había atado un cordel por donde se unía la cabeza<br />

con el corpachón en forma de huevo. Le pregunté adonde iba, y me dijo que a pescar sepias.<br />

Me extrañó mucho, porque en la barca no había ni sedales ni redes, ni un tridente siquiera.<br />

¿Con qué pensaba coger sepias?<br />

—Con amor —fue su enigmática respuesta.<br />

Pensé que como naturalista era mi deber estudiar todos los sistemas de captura de<br />

animales, así que le pregunté si podía acompañarle para conocer aquel misterioso<br />

procedimiento. Sacamos la barca a la ensenada azul, hasta tener por debajo un par de brazas<br />

de agua clara como el cristal. Allí Kokino tomó el extremo del largo cordel que había atado a<br />

la sepia y se lo ató cuidadosamente al dedo gordo de un pie; luego cogió la sepia y la arrojó<br />

por la borda. Ella quedó a flote por breves instantes, mirándonos con expresión de<br />

incredulidad, y en seguida, escupiendo chorros de agua, se alejó con una serie de tirones<br />

bruscos, arrastrando el cordel tras de sí, y desapareció en la azul profundidad. El cordel corrió<br />

despacio por encima de la borda, y al fin se tensó hasta el dedo de Kokino. El encendió un<br />

cigarrillo y se revolvió el rojo pelo.<br />

—Bueno —dijo, dirigiéndome una ancha sonrisa—: vamos a ver lo que puede el amor.<br />

Tomó los remos y llevó la barca despacio y con suavidad sobre las aguas, deteniéndose<br />

una y otra vez para mirar con intensa concentración el cordel atado a su dedo. De repente dio<br />

un gruñido, dejó que los remos se plegaran a los costados de la barca como las alas de una<br />

mariposa y empezó a recoger la línea. Yo me incliné sobre la borda, escudriñando<br />

atentamente el agua clara hacia el extremo de la tensa línea negra. Por fin allá abajo se hizo<br />

visible algo borroso; Kokino recogió el cordel más deprisa y apareció la sepia. Al aproximarse<br />

vi con asombro que no era una sepia sino dos, que venían trabadas en apasionado abrazo.<br />

Rápidamente Kokino las trajo al costado y de un tirón seco las echó al fondo de la barca. Tan<br />

entretenida estaba la sepia macho con su adorada que ni siquiera la súbita transición de su<br />

ambiente acuático al aire exterior pareció preocuparla lo más mínimo; tenía agarrada a la

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