GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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que ella le devolvía, exprimiéndose el cerebro en busca de temas de conversación de suficiente altura intelectual. Sven se tragó entero un pedazo de tostada y tosió violentamente. Sus ojos se llenaron de lágrimas. —Me encantan las tostadas —jadeó—. Me entusiasman. Pero siempre me pasa lo mismo. Le hicimos tomar más té, y al cabo se extinguieron sus paroxismos. Entonces se echó hacia delante, con las enormes manos cruzadas sobre el regazo, blancas como el mármol sobre el espantoso dibujo de los bombachos, y clavó en Mamá una mirada interrogante. —¿Será usted… —preguntó ilusionado—, será usted, por casualidad, aficionada a la música? —Bueno… —titubeó Mamá bastante sorprendida, y evidentemente bajo la terrible sospecha de que, si decía que sí, a lo mejor Sven le pedía que cantase—, sí me gusta la música, cómo no, pero…, pero no sé tocar nada. —Me figuro —dijo Sven, como con pocas esperanzas— que no le apetecería que le interpretara alguna cosa. —Ah, sí, sí, ya lo creo —dijo Mamá—. Me agradaría mucho oírle. Sven le sonrió con amor, cogió el acordeón y lo abrió; lo extendió como una oruga, y del instrumento salió un ruido semejante al final de un rebuzno de asno. —Tiene un poco de aire de mar dentro —dijo Sven, dándole unas palmaditas cariñosas. Se lo colocó mejor sobre el ancho pecho, dispuso cuidadosamente sobre las teclas sus dedos gruesos como salchichas, cerró los ojos y empezó a tocar. Era una melodía muy complicada y muy rara. Sven mostraba en su feo rostro tal expresión de arrobamiento, que yo me moría de risa y tuve que morderme los carrillos para no explotar. Mamá escuchaba muy tiesa, con gesto de cortesía congelada, como un director de fama mundial obligado a escuchar un recital de silbato. Por fin la melodía se acabó, con un final abrupto y discordante. Sven exhaló un suspiro de puro deleite, abrió los ojos y dirigió una sonrisa a Mamá. —¡Qué bonito es Bach! —dijo. —¡Ah, sí! —dijo Mamá con entusiasmo bien simulado. —Me alegro de que le guste —dijo Sven—. Le voy a tocar otra cosa. Y durante toda una hora nos tuvo allí atrapados, tocando una pieza tras otra. Cada vez que Mamá iniciaba algún movimiento buscando la huida, Sven alzaba una manaza, como deteniendo una fila de tráfico imaginario, y con gesto malicioso decía: «La última»; y Mamá respondía con una trémula sonrisa y volvía a sentarse. De modo que fue grande nuestro alivio cuando el resto de la familia regresó del pueblo. Larry y Sven bailotearon uno alrededor del otro, rugiendo como un par de toros e intercambiando abrazos apasionados, y luego Larry se lo llevó a su cuarto y allí estuvieron horas y horas encerrados. De vez en cuando nos llegaban sus sonoras risotadas. —¿Qué tal es? —preguntó Margo. —Pues, hija, si te he de decir la verdad, no lo sé —respondió Mamá—. No ha hecho más que tocar desde que llegó. —¿Tocar? ¿Tocar qué? —preguntó Leslie. —El aristón, o como se llame eso —dijo Mamá. — ¡Dios santo! ¡No los soporto! —exclamó Leslie—. Espero que no se dedique a tocar por toda la casa. —No, no, seguro que no —se apresuró a decir Mamá, pero el tono con que lo dijo delataba escasa convicción. Justo en ese momento volvía a salir Larry a la veranda. —¿Dónde está el acordeón de Sven? —preguntó—. Quiere tocar una cosa. —¡Santo cielo! ¿Lo ves? Te lo he dicho —dijo Leslie. —Espero que no se pase todo el rato tocando el acordeón, hijo —dijo Mamá—. Ya nos ha tenido una hora aguantándolo, y a mí me ha dado un dolor de cabeza terrible. — ¡Pues claro que no se va a estar todo el rato tocando! —dijo Larry irritado, cogiendo el acordeón—. Sólo quiere interpretarme una canción. ¿A vosotros qué os ha tocado?

—Unas músicas rarísimas —dijo Mamá—. De ese compositor…, tú sabes quién es…, de Paj, o como se diga. Decir que el resto del día fue atosigante es poco. El repertorio de Sven parecía inagotable, y cuando, en el transcurso de la cena, se empeñó en pintarnos la hora del rancho en una fortaleza escocesa a base de dar vueltas y vueltas alrededor de la mesa al son de una de las más inarmónicas reels escocesas, yo vi que las defensas de la familia se desmoronaban. Hasta Larry puso cara de cierta preocupación. Roger, que era espontáneo y directo en su trato con los seres humanos, resumió la opinión que le merecía la actuación de Sven echando atrás la cabeza y aullando con desconsuelo, cosa que normalmente sólo hacía al oír el himno nacional. Pero a los tres días de tener a Sven con nosotros ya estábamos más o menos hechos a su acordeón, y encantados con su persona. Aquel hombre rezumaba una especie de bondad inocente que hacía imposible enfadarse con él, hiciera lo que hiciera, como no se enfada uno con un bebé porque se moje los pañales. En seguida se hizo querer de Mamá, porque resultó ser un cocinero entusiasta, que iba a todas partes con un enorme cuaderno con pastas de cuero, donde anotaba las recetas. Mamá y él se pasaban la vida en la cocina enseñándose mutuamente a hacer sus platos predilectas y el resultado eran comidas de tal volumen y esplendor que todos empezamos a sentirnos empachados y un poco caídos. Había transcurrido una semana desde su llegada cuando una mañana Sven se dejó caer por la habitación que yo orgullosamente llamaba mi estudio. En aquella villa inmensa teníamos tal sobreabundancia de habitaciones, que yo había conseguido que Mamá me asignara un cuarto donde poder meter todos mis animales. Mi zoo era por entonces bastante extenso. Estaba Ulises, el autillo, que pasaba todo el día posado en la galería de encima de la ventana, fingiéndose tronco de olivo en descomposición, y de vez en cuando, con mirada de infinito desdén, regurgitando una píldora al papel de periódico extendido en el suelo. El contingente de perros se había elevado a tres con la llegada de un par de chuchetes que una familia campesina me había regalado por mi cumpleaños, y a quienes, por su comportamiento absolutamente indisciplinado, se habían dado los nombres de Widdle y Puke ∗ . Había filas y filas de tarros, unos con ejemplares en alcohol, otros con animales microscópicos. Y había también seis acuarios que albergaban todo un muestrario de tritones, ranas, culebras y sapos. Mis colecciones de mariposas, escarabajos y libélulas se apilaban en cajas con tapa de vidrio. Me asombró que Sven manifestara un interés profundo y casi reverente por mi colección. Encantado de que alguien mostrara entusiasmo por el zoo de mis amores, le hice un tour minucioso y se lo enseñé todo, incluso (tras tomarle juramento de silencio) mi familia de diminutos escorpiones color chocolate, que había introducido en casa de tapadillo. Una de las cosas que más le impresionaron fue la campana subacuática de la araña, frente a la cual permaneció en silencio, contemplando con sus ojazos azules muy abiertos cómo la araña atrapaba la comida y la subía a la cupulita. Tan grande era su interés, que, sin demasiada confianza, sugerí que quizá le gustara que pasáramos algún rato juntos en los olivares, y así podría enseñarle algunos de aquellos animales en sus ambientes naturales. —¡Qué amable eres! —me dijo, y su cara feota se iluminó—. ¿Seguro que no será una molestia para ti? No, le aseguré que no sería ninguna molestia. —Pues a mí me haría mucha ilusión —dijo Sven—. Me haría muchísima ilusión. Conque, desde aquel día hasta el final de su estancia, desaparecíamos de la villa después del desayuno y pasábamos un par de horas en los olivares. El día de la partida de Sven —se marchaba en el barco de la tarde— le dimos un almuerzo de despedida, e invitamos a Teodoro. Contentísimo de tener un nuevo oyente, Sven le dio inmediatamente un recital de media hora de Bach al acordeón. ∗ Que significan «pis» y «vómito» (N. del T.).

que ella le devolvía, exprimiéndose el cerebro en busca de temas de conversación de<br />

suficiente altura intelectual. Sven se tragó entero un pedazo de tostada y tosió violentamente.<br />

Sus ojos se llenaron de lágrimas.<br />

—Me encantan las tostadas —jadeó—. Me entusiasman. Pero siempre me pasa lo mismo.<br />

Le hicimos tomar más té, y al cabo se extinguieron sus paroxismos. Entonces se echó<br />

hacia delante, con las enormes manos cruzadas sobre el regazo, blancas como el mármol<br />

sobre el espantoso dibujo de los bombachos, y clavó en Mamá una mirada interrogante.<br />

—¿Será usted… —preguntó ilusionado—, será usted, por casualidad, aficionada a la<br />

música?<br />

—Bueno… —titubeó Mamá bastante sorprendida, y evidentemente bajo la terrible<br />

sospecha de que, si decía que sí, a lo mejor Sven le pedía que cantase—, sí me gusta la<br />

música, cómo no, pero…, pero no sé tocar nada.<br />

—Me figuro —dijo Sven, como con pocas esperanzas— que no le apetecería que le<br />

interpretara alguna cosa.<br />

—Ah, sí, sí, ya lo creo —dijo Mamá—. Me agradaría mucho oírle.<br />

Sven le sonrió con amor, cogió el acordeón y lo abrió; lo extendió como una oruga, y del<br />

instrumento salió un ruido semejante al final de un rebuzno de asno.<br />

—Tiene un poco de aire de mar dentro —dijo Sven, dándole unas palmaditas cariñosas.<br />

Se lo colocó mejor sobre el ancho pecho, dispuso cuidadosamente sobre las teclas sus<br />

dedos gruesos como salchichas, cerró los ojos y empezó a tocar. Era una melodía muy<br />

complicada y muy rara. Sven mostraba en su feo rostro tal expresión de arrobamiento, que yo<br />

me moría de risa y tuve que morderme los carrillos para no explotar. Mamá escuchaba muy<br />

tiesa, con gesto de cortesía congelada, como un director de fama mundial obligado a escuchar<br />

un recital de silbato. Por fin la melodía se acabó, con un final abrupto y discordante. Sven<br />

exhaló un suspiro de puro deleite, abrió los ojos y dirigió una sonrisa a Mamá.<br />

—¡Qué bonito es Bach! —dijo.<br />

—¡Ah, sí! —dijo Mamá con entusiasmo bien simulado.<br />

—Me alegro de que le guste —dijo Sven—. Le voy a tocar otra cosa.<br />

Y durante toda una hora nos tuvo allí atrapados, tocando una pieza tras otra. Cada vez que<br />

Mamá iniciaba algún movimiento buscando la huida, Sven alzaba una manaza, como<br />

deteniendo una fila de tráfico imaginario, y con gesto malicioso decía: «La última»; y Mamá<br />

respondía con una trémula sonrisa y volvía a sentarse.<br />

De modo que fue grande nuestro alivio cuando el resto de la familia regresó del pueblo.<br />

Larry y Sven bailotearon uno alrededor del otro, rugiendo como un par de toros e<br />

intercambiando abrazos apasionados, y luego Larry se lo llevó a su cuarto y allí estuvieron<br />

horas y horas encerrados. De vez en cuando nos llegaban sus sonoras risotadas.<br />

—¿Qué tal es? —preguntó Margo.<br />

—Pues, hija, si te he de decir la verdad, no lo sé —respondió Mamá—. No ha hecho más<br />

que tocar desde que llegó.<br />

—¿Tocar? ¿Tocar qué? —preguntó Leslie.<br />

—El aristón, o como se llame eso —dijo Mamá.<br />

— ¡Dios santo! ¡No los soporto! —exclamó Leslie—. Espero que no se dedique a tocar<br />

por toda la casa.<br />

—No, no, seguro que no —se apresuró a decir Mamá, pero el tono con que lo dijo<br />

delataba escasa convicción.<br />

Justo en ese momento volvía a salir Larry a la veranda.<br />

—¿Dónde está el acordeón de Sven? —preguntó—. Quiere tocar una cosa.<br />

—¡Santo cielo! ¿Lo ves? Te lo he dicho —dijo Leslie.<br />

—Espero que no se pase todo el rato tocando el acordeón, hijo —dijo Mamá—. Ya nos ha<br />

tenido una hora aguantándolo, y a mí me ha dado un dolor de cabeza terrible.<br />

— ¡Pues claro que no se va a estar todo el rato tocando! —dijo Larry irritado, cogiendo el<br />

acordeón—. Sólo quiere interpretarme una canción. ¿A vosotros qué os ha tocado?

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