GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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noventa por ciento de sus gritos como producto de la exageración. De tanto en tanto, cuando<br />
soltaba un alarido más fuerte que los demás e imploraba el auxilio de San Spiridion, todos los<br />
parientes chillaban por solidaridad e imploraban también la intervención del santo. La<br />
cacofonía resultante, dentro de aquel minúsculo espacio, había que oírla para creerla.<br />
De pronto Katerina se agarró aún más fuerte al cabecero, con todos los músculos de sus<br />
morenos brazos en tensión. Se retorció, encogió las piernas y las abrió al máximo.<br />
—¡Ya viene! ¡Ya viene! ¡Bendito sea San Spiridion! —gritaron a coro todos los<br />
parientes—, y yo observé que en medio del amasijo enredado de vello púbico de Katerina<br />
aparecía una cosa blanca y redonda, algo así como la parte más esférica de un huevo. Tras un<br />
momento de pausa, Katerina volvió a apretar y exhaló un quejido ahogado; y cuál no sería<br />
entonces mi pasmo al ver que de dentro le salía la cabeza del niño como sale un conejo de una<br />
chistera, rápidamente seguida del cuerpo rosáceo y estremecido. La cara y los miembros de la<br />
criatura eran arrugaditos y delicados como pétalos de rosa, pero lo que más me impresionó<br />
fue que fuera tan diminuta y estuviera tan perfectamente formada. Adelantose la comadrona<br />
vociferando plegarias e instrucciones a Katerina, y recogió al niño de entre sus muslos<br />
ensangrentados. Pero en ese momento sucedió una cosa que me irritó muchísimo, y fue que<br />
todo el corro de parientes, impacientes por ver el sexo del recién nacido, dio un paso al frente,<br />
con lo cual me perdí la escena siguiente del drama, pues todo lo que alcancé a ver fueron las<br />
anchas y extraordinariamente rellenas posaderas de dos de las tías más gordas de Katerina.<br />
Cuando conseguí abrir un túnel entre sus piernas y sus voluminosas faldas y situarme otra<br />
vez en primera fila, ya la comadrona —entre exclamaciones de gozo de todos los presentes—<br />
había declarado que el niño era varón y había cortado el cordón umbilical con una navaja<br />
grande y muy vetusta que se sacó de un bolsillo. Una de las tías se abalanzó al frente, y entre<br />
la comadrona y ella ataron el cordón. Luego, mientras la tía sostenía aquel pedazo de carne<br />
berreón y tembloroso, la comadrona metió el manojo de trapos en el cubo y procedió a lavar<br />
al niño. Hecho esto, llenó el vaso de vino y, tras darle un par de sorbos a Katerina, se echó el<br />
resto a la boca y se puso a escupir vino desde sus encías desdentadas sobre toda la cabeza del<br />
niño, haciendo al mismo tiempo la señal de la cruz sobre el cuerpecito. Luego se lo apretó<br />
contra el pecho y se volvió con fiereza a la multitud de parientes.<br />
— ¡Venga, venga! —chilló—. Ya está. Ya ha llegado. Fuera, fuera.<br />
Riendo y parloteando con excitación, los parientes salieron en tropel e inmediatamente se<br />
pusieron a beber vino y a felicitarse unos a otros como si todos hubieran sido agentes directos<br />
del feliz natalicio. En el cuartito mal ventilado, que tan fuerte olía a sudor y a ajos, Katerina<br />
yacía exhausta sobre la cama y débilmente intentaba bajarse la bata para cubrir su desnudez.<br />
Me acerqué al borde de la cama y la miré.<br />
—Yasu, Gerry mío —-dijo, y esbozó una blanca caricatura de su brillante sonrisa normal.<br />
Allí tendida, parecía increíblemente vieja. La felicité cortésmente por el nacimiento de su<br />
primer hijo, y luego le di las gracias por la burra. Ella volvió a sonreír.<br />
—Sal afuera —me dijo—. Te darán vino.<br />
Salí del cuartito y corrí tras la comadrona, porque estaba ávido de ver cuál sería el<br />
siguiente paso en su tratamiento del niño. Detrás de la casa había extendido un mantel de lino<br />
blanco sobre una mesita, y allí le puso. Seguidamente cogió unos grandes rollos de lienzo que<br />
tenía preparados de antemano, como una venda muy ancha, y ayudada por una de las tías más<br />
ligeras y sobrias procedió a enrollarlo todo alrededor del cuerpo diminuto del bebé,<br />
deteniéndose cada dos por tres para asegurarse de que conservaba los brazos pegados a los<br />
costados y las piernas juntas. Lenta y metódicamente le fue liando y dejándole más tieso que<br />
un centinela de la guardia, hasta que sólo le quedó la cabeza fuera de aquel capullo de vendas.<br />
Intrigadísimo, le pregunté por qué liaba al niño.<br />
—¿Por qué? ¿Por qué? —dijo, agitando las grises cejas sobre sus ojos lechosos de<br />
cataratas, que me miraban fieramente—. Porque si no se lía al niño no le crecerán los<br />
miembros derechos. Tiene los huesos blandos como manteca. Si no se le liara los miembros le