GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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18.05.2013 Views

tiempo que él se enderezaba y se volvía a mirarla con asombro, hizo una hermosa pirueta y le coceó limpiamente con ambas patas traseras en la boca del estómago. Larry cayó sentado como un saco, se puso blanco y se dobló llevándose las manos al estómago y emitiendo extraños ronquidos. Yo no me asusté por él sino por Sally, porque comprendí que le caería encima la más terrible de las represalias en cuanto mi hermano se recobrara. Precipitadamente la desaté y le golpeé la grupa con la vara, hasta verla desaparecer al galope entre los olivos. Luego corrí a casa y comuniqué a Mamá que Larry había sufrido un accidente. La familia en pleno, incluido Spiro, que llegaba en ese momento, salió corriendo al olivar, donde Larry se retorcía aún entre fuertes resuellos e hipidos. —Pero Larry, hijo —dijo Mamá, desencajada—, ¿qué has hecho? —Atacado… —boqueó Larry entre hipido e hipido—… sin motivo… está loca… rabiosa probablemente… reventado el apéndice… Entre Leslie por un lado y Spiro por el otro le transportaron a paso lento hasta la villa; Mamá y Margo se agitaban a su alrededor, manifestando inútiles condolencias. Ante una crisis de tal magnitud, con la familia de por medio, había que conservar la sangre fría para evitar la catástrofe. Corrí con pies ligeros a la puerta de la cocina, y allí, jadeante pero con aire inocente, informé a la muchacha de que iba a pasar todo el día fuera de casa y le pregunté si me podía dar algo de comer. Ella metió en una bolsa de papel media barra de pan, unas cebollas, aceitunas y un trozo de carne fiambre y me lo dio. Fruta sabía que podía conseguirla de cualquiera de mis amigos campesinos. Con esa munición de boca salí zumbando por el olivar en busca de Sally. Al fin la encontré a un kilómetro de distancia, paciendo en una suculenta extensión de hierba. Al cabo de varios intentos infructuosos logré encaramarme a su lomo, y, cascándole el trasero con un palo, me la llevé al trote lo más lejos de la villa que pude. Tenía que volver a casa a la hora del té porque se esperaba la visita de Teodoro. A mi regreso encontré a Larry envuelto en mantas y tendido en el sofá. Le estaba dando a Teodoro una gráfica descripción de lo sucedido. —Y en ese momento, sin que por mi parte mediara la menor provocación, arremete contra mí echando espuma por la boca, como la carga de la Brigada Ligera —y, al verme entrar en la habitación, se interrumpió para lanzarme una mirada asesina—. ¡Ah, conque has decidido volver! Y, si no es indiscreción, ¿qué has hecho con ese enemigo público en forma de burro? Repliqué que Sally estaba bien guardada en su establo, y que, afortunadamente, el incidente no había producido malos efectos sobre ella. Larry me traspasó con la mirada. —¡Cuánto me alegro! —dijo cáusticamente—. Evidentemente, el que yo esté aquí tirado con el bazo reventado por tres sitios no tiene mayor importancia. —Le he traído… hum… esto… un pequeño… eh… un pequeño regalo —dijo Teodoro, y me hizo entrega de una réplica de su caja de recolección, hasta con tubos y una red fina de muselina. No podría haber deseado nada más delicado; le di las gracias profusamente. —Debes ir a darle también las gracias a Katerina, hijo —dijo Mamá—. En realidad no quería desprenderse de Sally, ¿sabes? —Me sorprende —dijo Larry—. Yo habría apostado a que la llenaría de gozo quitársela de encima. —Pero será mejor que no vayas ahora mismo a ver a Katerina —dijo Margo—. Está a punto de salir de cuentas. Intrigado por tan insólita expresión, pregunté qué quería decir eso de «salir de cuentas». —Que va a tener un niño —dijo Mamá. —A la vista de cómo estaba en la boda —dijo Larry—, lo extraño es que no lo tuviera en la sacristía. —¡Larry, querido! ¡Que está Gerry delante! —exclamó Mamá. —¡Pero si es verdad! —dijo Larry—. En la vida he visto una novia más embarazada vestida de blanco.

Dije que me parecía mejor ir a darle las gracias a Katerina antes de que tuviera el niño, porque después estaría seguramente muy ocupada. De mala gana Mamá consintió, y a la mañana siguiente monté a Sally y partí por el olivar en dirección a Gastouri. Roger me seguía al trote y jugaba a un juego que habían inventado entre él y la burra, y que consistía en que de cuando en cuando Roger se le tiraba y le mordisqueaba los talones sin apretar, entre furiosos gruñidos, a lo cual respondía Sally dando un airoso respingo e intentando cocearle en las costillas. Al rato llegamos a la casita blanca, ante la cual se extendía un espacio de tierra apisonada, perfectamente enmarcado por un círculo de latas viejas y herrumbrosas llenas de flores. Mucho me sorprendió ver que no éramos los únicos visitantes del día. En torno a una mesita estaban sentados varios caballeros de edad, que, inclinados sobre vasos de vino, charlaban con mucho movimiento de sus ondeantes bigotazos manchados de nicotina. A la puerta de la casa, ávidamente asomadas al único ventanillo que daba luz al interior, se arracimaba una cuña compacta de parientas de la familia, todas parloteando y gesticulando a la vez. De dentro de la casa salía una sucesión de alaridos taladrantes, intercalados con gritos de auxilio al Todopoderoso, a la Virgen María y a San Spiridion. De todo aquel vocerío y actividad colegí que había llegado en mitad de una riña de familia. La guerra intrafamiliar era muy corriente entre los campesinos. Yo siempre la encontraba muy deleitable, porque hasta la disputa más trivial se llevaba adelante con inflexible determinación hasta apurar las últimas gotas del drama; la gente se insultaba por los olivares y los hombres se perseguían periódicamente unos a otros, cañas en ristre. Até a Sally y me dirigí a la puerta de la casa, preguntándome cuál sería el motivo de la pelea esta vez. La última de la zona que yo recordaba había durado una enormidad (tres semanas), y todo había empezado porque un chiquito le dijo a un primo suyo que su abuelo hacía trampas jugando a las cartas. Me abrí paso empujando con denuedo entre el nudo de gente que bloqueaba la entrada, y al fin me colé dentro, para encontrarme con que la estancia entera estaba atestada de parientes de Katerina, pegados hombro con hombro como el público de un partido de fútbol. En época muy temprana de mi vida había descubierto yo que lo que había que hacer en tal situación era tirarse a cuatro patas y gatear. Eso hice, y por ese sistema llegué felizmente hasta la primera fila del círculo de parientes que rodeaba la gran cama de matrimonio. Entonces vi que lo que estaba pasando era mucho más interesante que una pelea familiar. Katerina estaba tendida en la cama, con una bata de estampado barato remangada hasta más arriba de sus grandes senos hinchados. Con las dos manos asía fuertemente el cabecero de latón; su vientre se estremecía y congestionaba como una especie de blanco montículo dotado de vida propia, y ella no paraba de encoger las piernas y chillar, girando la cabeza de un lado a otro, con el rostro bañado en sudor. Cerca de ella, junto a la cama, y evidentemente al mando de las operaciones, estaba una mujer pequeñita, sucia y consumida que era como una brújula, y que en una mano tenía un cubo lleno de agua de pozo. Allí introducía a intervalos regulares un manojo de trapos asquerosos, y con él enjuagaba la cara y los muslos de Katerina. Sobre la mesilla había un jarro lleno de vino y un vaso, y, cada vez que la vieja ponía fin a las abluciones, echaba una gota de vino en el vaso y se lo hacía tragar a Katerina, tras de lo cual lo llenaba hasta el borde y lo vaciaba ella, presumiblemente porque, en su condición de comadrona, necesitaba hacer acopio de energías tanto como la propia parturienta. Me felicité mentalmente por no haberme dejado desviar de mi camino a casa de Katerina por varias cosas interesantes que había visto. Si, por ejemplo, me hubiera parado a trepar hasta un nido que estaba segurísimo de que era de urracas, probablemente me habría perdido toda aquella emocionante escena. Cosa curiosa, estaba tan acostumbrado a los alaridos con que los campesinos manifestaban su indignación por las circunstancias más triviales, que no llegué a asociar los gritos en falsete de Katerina con la idea de dolor. Era evidente que padecía dolores: tenía la cara lívida, arrugada y aviejada, pero yo desconté automáticamente el

tiempo que él se enderezaba y se volvía a mirarla con asombro, hizo una hermosa pirueta y le<br />

coceó limpiamente con ambas patas traseras en la boca del estómago. Larry cayó sentado<br />

como un saco, se puso blanco y se dobló llevándose las manos al estómago y emitiendo<br />

extraños ronquidos. Yo no me asusté por él sino por Sally, porque comprendí que le caería<br />

encima la más terrible de las represalias en cuanto mi hermano se recobrara. Precipitadamente<br />

la desaté y le golpeé la grupa con la vara, hasta verla desaparecer al galope entre los olivos.<br />

Luego corrí a casa y comuniqué a Mamá que Larry había sufrido un accidente. La familia en<br />

pleno, incluido Spiro, que llegaba en ese momento, salió corriendo al olivar, donde Larry se<br />

retorcía aún entre fuertes resuellos e hipidos.<br />

—Pero Larry, hijo —dijo Mamá, desencajada—, ¿qué has hecho?<br />

—Atacado… —boqueó Larry entre hipido e hipido—… sin motivo… está loca… rabiosa<br />

probablemente… reventado el apéndice…<br />

Entre Leslie por un lado y Spiro por el otro le transportaron a paso lento hasta la villa;<br />

Mamá y Margo se agitaban a su alrededor, manifestando inútiles condolencias. Ante una<br />

crisis de tal magnitud, con la familia de por medio, había que conservar la sangre fría para<br />

evitar la catástrofe. Corrí con pies ligeros a la puerta de la cocina, y allí, jadeante pero con aire<br />

inocente, informé a la muchacha de que iba a pasar todo el día fuera de casa y le pregunté si<br />

me podía dar algo de comer. Ella metió en una bolsa de papel media barra de pan, unas<br />

cebollas, aceitunas y un trozo de carne fiambre y me lo dio. Fruta sabía que podía conseguirla<br />

de cualquiera de mis amigos campesinos. Con esa munición de boca salí zumbando por el<br />

olivar en busca de Sally.<br />

Al fin la encontré a un kilómetro de distancia, paciendo en una suculenta extensión de<br />

hierba. Al cabo de varios intentos infructuosos logré encaramarme a su lomo, y, cascándole el<br />

trasero con un palo, me la llevé al trote lo más lejos de la villa que pude.<br />

Tenía que volver a casa a la hora del té porque se esperaba la visita de Teodoro. A mi<br />

regreso encontré a Larry envuelto en mantas y tendido en el sofá. Le estaba dando a Teodoro<br />

una gráfica descripción de lo sucedido.<br />

—Y en ese momento, sin que por mi parte mediara la menor provocación, arremete<br />

contra mí echando espuma por la boca, como la carga de la Brigada Ligera —y, al verme<br />

entrar en la habitación, se interrumpió para lanzarme una mirada asesina—. ¡Ah, conque has<br />

decidido volver! Y, si no es indiscreción, ¿qué has hecho con ese enemigo público en forma<br />

de burro?<br />

Repliqué que Sally estaba bien guardada en su establo, y que, afortunadamente, el<br />

incidente no había producido malos efectos sobre ella. Larry me traspasó con la mirada.<br />

—¡Cuánto me alegro! —dijo cáusticamente—. Evidentemente, el que yo esté aquí tirado<br />

con el bazo reventado por tres sitios no tiene mayor importancia.<br />

—Le he traído… hum… esto… un pequeño… eh… un pequeño regalo —dijo Teodoro, y<br />

me hizo entrega de una réplica de su caja de recolección, hasta con tubos y una red fina de<br />

muselina. No podría haber deseado nada más delicado; le di las gracias profusamente.<br />

—Debes ir a darle también las gracias a Katerina, hijo —dijo Mamá—. En realidad no<br />

quería desprenderse de Sally, ¿sabes?<br />

—Me sorprende —dijo Larry—. Yo habría apostado a que la llenaría de gozo quitársela<br />

de encima.<br />

—Pero será mejor que no vayas ahora mismo a ver a Katerina —dijo Margo—. Está a<br />

punto de salir de cuentas.<br />

Intrigado por tan insólita expresión, pregunté qué quería decir eso de «salir de cuentas».<br />

—Que va a tener un niño —dijo Mamá.<br />

—A la vista de cómo estaba en la boda —dijo Larry—, lo extraño es que no lo tuviera en<br />

la sacristía.<br />

—¡Larry, querido! ¡Que está Gerry delante! —exclamó Mamá.<br />

—¡Pero si es verdad! —dijo Larry—. En la vida he visto una novia más embarazada<br />

vestida de blanco.

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