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GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón

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Llegaba trotando una hormiga (a mí siempre me parecía que iban tarareando por lo bajo<br />

mientras hacían sus cosas): podía ser una de las pequeñitas negras y presurosas, o una de las<br />

grandes rojas solitarias que recorrían a trompicones la comarca, con el abdomen rojo<br />

apuntado hacia el cielo, no se sabía por qué, como un cañón antiaéreo. Fuera de la especie que<br />

fuera, si por azar traspasaba el borde de uno de los pocitos descubría inmediatamente que las<br />

paredes inclinadas eran tan deleznables que en seguida empezaba a resbalarse hacia el fondo<br />

del embudo. Ante eso la hormiga daba media vuelta y trataba de salir del hoyo, pero la tierra o<br />

arena se desprendía en pequeñas avalanchas bajo sus patas. La llegada de una de aquellas<br />

avalanchas al fondo del embudo era la señal que ponía en acción a la larva. De pronto la<br />

hormiga se veía bombardeada por una rápida ráfaga de arena o tierra, que la cabeza de la larva<br />

disparaba a velocidad increíble desde el fondo del hoyo. Bombardeada y con el suelo<br />

cediendo bajo sus pies, la hormiga perdía su agarre y rodaba ignominiosamente hasta abajo.<br />

Entonces, como un rayo, salía de la arena la cabeza de la larva de hormiga león, una cabeza<br />

aplastada y hormiguil, armada de un par de enormes mandíbulas curvas, a manera de hoces.<br />

Cerrábanse las mandíbulas sobre el cuerpo de la desdichada hormiga, y la larva volvía a<br />

enterrarse en la arena, arrastrando a su tumba a la presa, que desaparecía pataleando y<br />

debatiéndose. Juzgando que las larvas de hormiga león jugaban con desigual ventaja sobre un<br />

animal tan serio y bobalicón como la hormiga, no me daba ningún remordimiento desenterrar<br />

a las que encontraba y llevármelas a casa, y tenerlas encerradas en jaulitas de muselina hasta<br />

que se hicieran adultas, para añadirlas a mi colección si resultaban ser de una especie<br />

desconocida para mí.<br />

Un día tuvimos una de aquellas tormentas repentinas en las que el cielo se ponía azulnegro<br />

y los rayos dibujaban sobre él filigranas de plata. Después llegó la lluvia en goterones<br />

gruesos y pesados, calientes como la sangre. Cuando pasó la tormenta, el cielo quedó lavado<br />

hasta el color azul claro de un huevo de acentor, y la tierra mojada exhalaba aromas<br />

suculentos, casi gastronómicos, como de bizcocho de frutas o pastel de pasas; y los troncos de<br />

olivo despedían vapor al secarse al sol, y parecía que cada tronco ardía. A Roger y a mí nos<br />

gustaban aquellas tormentas de verano. Era divertido chapotear en los charcos y notar que la<br />

ropa se te iba empapando cada vez más de lluvia cálida. Roger, además, se entretenía bastante<br />

ladrando a los rayos. En aquella ocasión, cuando la lluvia cesó pasábamos junto a las selvas<br />

de arrayán, y me metí en ellas, pensando en la posibilidad de que la tormenta hubiera hecho<br />

salir a algún animal que normalmente estuviera resguardado del calor del día. Y en efecto, en<br />

una rama de arrayán había dos gruesos caracoles de color miel y ámbar, que suavemente<br />

patinaban el uno hacia el otro, meneando las antenas con gesto provocativo. Yo sabía que lo<br />

normal era que pasaran lo más caluroso del verano en estado de estivación: se adherían a una<br />

rama conveniente, hacían una delgada puerta como de papel para tapar la boca de la concha, y<br />

se replegaban a lo más profundo de sus circunvoluciones, protegiendo así la humedad de su<br />

cuerpo del calor abrasador del sol. Obviamente, aquella tormenta súbita les había despertado y<br />

les había puesto alegres y románticos. Observé que se acercaban hasta tocarse con las antenas.<br />

Entonces se detuvieron, y estuvieron largo rato mirándose muy serios a los ojos. Luego uno<br />

cambió ligeramente de posición, para poder pasar junto al otro. Cuando ya estaba al lado de<br />

él, ocurrió una cosa que me hizo dudar de mis propios ojos. De su costado, y casi<br />

simultáneamente del costado del otro caracol, salieron disparados sendos a modo de darditos<br />

blancos, frágiles y diminutos, unido cada uno a un fino cordel del mismo color. El dardo del<br />

caracol uno se hundió en el costado del caracol dos y desapareció, y el dardo del caracol dos<br />

hizo lo propio con el caracol uno. Quedaron, pues, en paralelo, enlazados por dos cordelitos<br />

blancos, como dos curiosos veleros amarrados uno al otro. Eso en sí ya era asombroso, pero<br />

aún faltaban cosas más raras. Los cordeles parecían acortarse poco a poco, aproximando entre<br />

sí a los caracoles. Mirándoles desde tan cerca que casi les tocaba con la nariz, llegué a la<br />

portentosa conclusión de que cada caracol estaba recogiendo su cuerda mediante algún<br />

increíble mecanismo interno, atrayendo de esa manera al otro hasta que los dos quedaron<br />

fuertemente apretados. Yo sabía que debían estar apareándose, pero sus cuerpos se habían

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