GERALD DURRELL - Fieras, alimañas y sabandijas - Galeón
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Capítulo 3. Las selvas del arrayán<br />
Unos ochocientos metros al norte de la villa, el olivar se enrarecía hasta dar paso a una<br />
extensión de veintitantas hectáreas de terreno más bajo y llano. Allí no había olivos;, sólo<br />
grandes selvas verdes de arrayán, dispersas por una pradera seca y pedregosa, únicamente<br />
decorada por los extraños candelabros de los cardos, con sus destellos de intenso azul<br />
eléctrico, y el voluminoso y deleznable bulbo de las escilas. Era aquél uno de mis cotos de<br />
caza más apreciados, porque albergaba una extraordinaria diversidad de insectos. Allí, a la<br />
sombra densamente aromática de los arrayanes, nos sentábamos Roger y yo a ver pasar el<br />
nutrido desfile de animalillos; a ciertas horas del día el ramaje estaba tan concurrido como la<br />
calle mayor de un pueblo.<br />
Las selvas de arrayán estaban llenas de mantis de unos siete centímetros de longitud,<br />
provistas de alas de un color verde encendido. Se balanceaban en las ramas sobre sus finas<br />
patas, alzando en ademán de hipócrita plegaria sus brazos erizados de temibles púas, girando<br />
en todas direcciones su carita puntiaguda de ojos bulbosos y pajizos; como a amargadas y<br />
angulosas solteronas en un cóctel, no se les escapaba ningún detalle. Si una mariposa de la col<br />
o una argynnis aterrizaba en las bruñidas hojas del arrayán, la mantis se le acercaba con la<br />
mayor cautela, casi imperceptiblemente, deteniendo su avance de cuando en cuando para<br />
balancearse levemente, suplicando a la mariposa que la tomara por una hoja rizada por el<br />
viento.<br />
Una vez vi cómo una mantis acechaba y se arrojaba sobre una mariposa macaón que<br />
meditaba y tomaba el sol moviendo ligeramente las alas. Pero en el último momento la mantis<br />
perdió pie, y en lugar de atrapar al macaón por el cuerpo, como era su intención, le cogió por<br />
un ala. El macaón salió de su trance abruptamente, y aleteó con tanta fuerza que consiguió<br />
alzar en vilo los cuartos delanteros de la mantis. Otros pocos golpes de ala vigorosos, y el<br />
macaón salió volando escorado, con gran disgusto de la mantis, en cuyas garras quedó un<br />
pedazo grande de ala, que ella se sentó a comerse con filosófica resignación.<br />
Debajo de las piedras desperdigadas entre los cardos habitaba una fauna<br />
sorprendentemente variada, a pesar de la dureza del terreno, recocido por el sol y tan caliente<br />
que casi se habrían podido escalfar huevos en él. Allí vivía un animal que siempre me ponía<br />
carne de gallina: un ciempiés aplastado de unos cinco centímetros de largo, con un espeso<br />
fleco de patas largas y puntiagudas a cada lado del cuerpo. Era tan plano que cabía por la<br />
rendija más estrecha, y desarrollaba una velocidad tremenda: diríase que más que correr<br />
resbalaba por el suelo, como un canto rodado sobre el hielo. Escutigeromorfos se llamaban<br />
aquellos seres, y desde luego ningún otro nombre habría evocado mejor aquella forma<br />
particularmente repulsiva de locomoción.<br />
Entre las piedras había unos agujeros abiertos en la tierra dura, del tamaño de una moneda<br />
de media corona o mayores. Estaban tapizados de seda, y de la boca salía una tela de araña<br />
que cubría un círculo de ocho centímetros de diámetro. Eran las madrigueras de las tarántulas,<br />
unas arañas grandes y gordas de color chocolate con marcas color crema y canela. Con las<br />
patas extendidas abarcaban una superficie como la de un platillo de taza; el cuerpo venía a ser<br />
como media nuez pequeña. Las tarántulas eran extraordinariamente vigorosas, rápidas y<br />
crueles en la caza, y daban muestras de poseer una notable inteligencia para el mal. Casi<br />
siempre cazaban de noche, pero alguna vez se las veía de día entre los cardos, que recorrían<br />
velozmente en busca de presas. Lo normal era que al verte se escabulleran y se perdieran en<br />
seguida entre el arrayán, pero una vez me encontré con una tan abstraída en lo que hacía que<br />
pude observarla desde muy cerca.<br />
Estaba a un par de metros de su madriguera, subida hasta media altura de un cardo azul, y<br />
desde allí, agitando las patas de delante, oteaba los alrededores de una manera que no podía<br />
por menos de recordar la imagen del cazador que trepa a un árbol para ver si hay caza en las