Cuentos sacroprofanos.pdf
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iguase su sexo, no se atrevió Dora a encaramarse sobre su estela; pero -excepto la terrible gimnasia de los numerosos estilitas que eran estatuas vivas de la penitencia, bronceados por el sol implacable-, Dora practicó cuantas mortificaciones puede concebir la fantasía soñando un ideal de martirio. Mordazas y cadenas de hierro; abrojos y espinas a raíz de la carne; ayunos y abstinencias de agua, hasta que se le pegase a las fauces la seca lengua y su aliento fuese como el del can que ha corrido mucho; caminatas sobre las destrozadas rodillas; disciplinas, lecho de guijarros, manjares desazonados adrede..., todo lo apuró la arrepentida, sin saciar sus anhelos de padecer y padecer más y más. Y no eran las torturas materiales lo que en las horas de tinieblas convertían sus ojos en dos arroyos de lágrimas. Era la nostalgia de su hogar, la memoria de su compañero, a quien quería con incontrastable amor, tal vez más desde que le había afrentado secretamente. Sabedor el demonio de estas
aflicciones de Dora, solía tomar la figura del esposo ausente, llegarse a ella diciéndole los requiebros y dulzuras que solía cuando se hallaban juntos, suplicarle que volviese a su lado, que la falta estaba perdonada y expiada de sobra...; pero antes quería Dora caerse muerta que aparecerse ante los ojos del que amaba y había ofendido. Acostumbraban en el monasterio ordenar al que creían joven penitente los oficios más humildes, y un día el abad mandó a Dora que fuese con los camellos a buscar trigo a la ciudad, y que si no podía volverse antes de anochecido, se quedase a dormir en un molino próximo a la puerta de Roseta. Obedeció Dora, y faltándole tiempo, quedóse en el molino. A pesar de maceraciones y ayunos, Dora, con el pelo ensortijado que volvía a crecer, aún parecía un mancebo como unas flores; y habiéndola visto una cortesana del barrio de Racotis, se entró en el molino a requerir al que por monje tenía. Rechazada la mujerzuela, quedó picada
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iguase su sexo, no se atrevió Dora a encaramarse<br />
sobre su estela; pero -excepto la terrible<br />
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estatuas vivas de la penitencia, bronceados por<br />
el sol implacable-, Dora practicó cuantas mortificaciones<br />
puede concebir la fantasía soñando<br />
un ideal de martirio.<br />
Mordazas y cadenas de hierro; abrojos y espinas<br />
a raíz de la carne; ayunos y abstinencias de<br />
agua, hasta que se le pegase a las fauces la seca<br />
lengua y su aliento fuese como el del can que<br />
ha corrido mucho; caminatas sobre las destrozadas<br />
rodillas; disciplinas, lecho de guijarros,<br />
manjares desazonados adrede..., todo lo apuró<br />
la arrepentida, sin saciar sus anhelos de padecer<br />
y padecer más y más. Y no eran las torturas<br />
materiales lo que en las horas de tinieblas convertían<br />
sus ojos en dos arroyos de lágrimas. Era<br />
la nostalgia de su hogar, la memoria de su<br />
compañero, a quien quería con incontrastable<br />
amor, tal vez más desde que le había afrentado<br />
secretamente. Sabedor el demonio de estas