Cuentos sacroprofanos.pdf
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Y con la aparición radiante de la mujer, los persas creyeron que descendían al mundo de los genios de la luz o las celestes Peris, que revelan la belleza de la existencia inmortal. Entre tanto, el monarca bienhechor vivía recluido en los jardines de su palacio, en un recinto cerrado y misterioso, donde no penetraba nadie. Era, en el fondo de agreste bosquecillo, una pobre cabaña igual a la de los leñadores y carboneros, con techo de paja y piso terrizo. Allí, desnudo bajo el ardiente sol, ceñidos los riñones con una cuerda de cáñamo, comiendo desabridas raíces que él mismo recogía, bebiendo el agua de un pantano, llevaba el poderoso Yemsid la austera existencia del penitente. Cuando se presentaba en público, le escoltaban mil soldados ninivitas, con corazas de plata, y le precedían doce elefantes blancos, con caparazones de púrpura. Pero en el retiro de su cabaña, después de haber saturado de dichas y placeres a sus súbditos, Yemsid se sometía voluntariamente a crueles maceraciones, y ni aún
sabía el color de las pupilas de las innumerables esclavas hermosísimas que velaban todas las noches, encendida la perfumada lámpara, ungida de nardo y almizcle, en las cámaras interiores de palacio, esperando a su dueño. Y como llevase ya muchos años de tan extraña vida, una tarde, a la hora en que el sol se oculta, apareciósele el Mal Principio, Arimán en persona, y le interrogó: -¿Por qué te sujetas a tantas privaciones, Yemsid, mientras colmas de deleite y alegría a tus vasallos? -Ahora lo sabrás, Maldito... -contestó desdeñosamente el rey-. Lo sabrás para gloria mía y afrenta tuya. Es que he querido dejar a los demás hombres las satisfacciones pasajeras y terrenales, y reservarme la dicha de ser el único de mi imperio que vive espiritualmente. Para ellos, el efímero recreo de los sentidos y de la imaginación, los perfumes, los acordes de la música, los suspiros de la poesía, las caricias de la mujer; para mí, la armonía de los planetas al
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Y con la aparición radiante de la mujer, los<br />
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Entre tanto, el monarca bienhechor vivía recluido<br />
en los jardines de su palacio, en un recinto<br />
cerrado y misterioso, donde no penetraba<br />
nadie. Era, en el fondo de agreste bosquecillo,<br />
una pobre cabaña igual a la de los leñadores y<br />
carboneros, con techo de paja y piso terrizo.<br />
Allí, desnudo bajo el ardiente sol, ceñidos los<br />
riñones con una cuerda de cáñamo, comiendo<br />
desabridas raíces que él mismo recogía, bebiendo<br />
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Yemsid la austera existencia del penitente.<br />
Cuando se presentaba en público, le escoltaban<br />
mil soldados ninivitas, con corazas de plata,<br />
y le precedían doce elefantes blancos, con<br />
caparazones de púrpura. Pero en el retiro de su<br />
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a crueles maceraciones, y ni aún