Cuentos sacroprofanos.pdf
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tejidos muertos. El medio es atroz... Ni pensarlo. La superiora calló; pero sus ojos mortificados, marchitos, vagaron por el grupo de las monjas, entre las cuales muchas eran robustas y jóvenes. Aquellos ojos graves y elocuentes parecían decir: "¿No hay alguien que ofrezca su carne por amor de Jesucristo?" El silencio de la superiora fue contagioso: las hermanas, trémulas, sobrecogidas, no respiraban siquiera. De pronto, una de ellas se destacó del círculo, y haciendo ademán de recogerse las mangas, exclamó con voz vibrante: -¡Yo, señor doctor; yo, servidora! ¡Sor Bibiana, que si de algo temblaba era de gozo! ¡Por fin! Aquello era lo soñado, el dolor súbito, intenso, sublime, el valor sin medida, la voluntad condensada en un rayo; aquello el martirio, y allí, sostenida en el aire por brazos de ángeles, invisible para todos, para ella clara y resplandeciente, estaba la corona que descendía de los cielos entreabiertos!
Rodeaban a Bibiana sus compañeras santamente afrentadas y envidiosas; la superiora la abrazó murmurando bendiciones, y el médico, inclinándose respetuosamente, descubrió el brazo blanco, mórbido, virginal, de una gran pureza de líneas, y buscó el sitio en que había de coger la firme carne. Y cuando, hecha la ligadura, al primer corte del acero, al brotar la sangre, se fijó en el rostro de la monja, que acababa de rehusar el cloroformo, notó en la paciente una expresión de extática felicidad y escuchó que sus labios puros murmuraban al oído del operador, con la efusión del reconocimiento y la suavidad de una caricia: -¡Gracias! ¡Gracias! "El Imparcial", 11 octubre 1897. Los hilos Mucho se comentó la repentina "zambullida" de un hombre tan joven, festejado, rico, e ilustre
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Rodeaban a Bibiana sus compañeras santamente<br />
afrentadas y envidiosas; la superiora la<br />
abrazó murmurando bendiciones, y el médico,<br />
inclinándose respetuosamente, descubrió el<br />
brazo blanco, mórbido, virginal, de una gran<br />
pureza de líneas, y buscó el sitio en que había<br />
de coger la firme carne. Y cuando, hecha la ligadura,<br />
al primer corte del acero, al brotar la<br />
sangre, se fijó en el rostro de la monja, que acababa<br />
de rehusar el cloroformo, notó en la paciente<br />
una expresión de extática felicidad y escuchó<br />
que sus labios puros murmuraban al<br />
oído del operador, con la efusión del reconocimiento<br />
y la suavidad de una caricia:<br />
-¡Gracias! ¡Gracias!<br />
"El Imparcial", 11 octubre 1897.<br />
Los hilos<br />
Mucho se comentó la repentina "zambullida"<br />
de un hombre tan joven, festejado, rico, e ilustre