Una familia peregrina en el Primitivo (Alvaro "abaco"). - Camino de ...

- ¡Niño, sal del encuadre que voy a fotografiar un peregrino…! – Mi hijo, avispado
donde los haya, le responde con un gesto de suficiencia: - Pues mira, has tenido
oportunidad de fotografiar a dos en lugar de a uno, pero la has perdido, guapa...
La muñeca en cuestión se da cuenta que ha metido la pata, intenta pedir disculpas
pero José David ya no la oye, ha desaparecido de allí y a los pocos segundos lo
encontramos más abajo, junto a los crematorios. Buena salida, la del chaval, qué
narices…
Somos conscientes de que en aquel lugar no vamos a poder ver con tranquilidad la
puesta de sol por lo que, haciendo caso al consejo de un buen amigo con quien he
hablado hace un par de días por teléfono, nos vamos de allí en dirección a la playa da
Mar de Fora, donde podremos disfrutar del espectáculo sin tanta y tan variada
compañía.
Volvemos sobre nuestros pasos y a la entrada del pueblo vemos el cartel que indica su
dirección, enfilamos el sendero que nos conduce hacia la playa, donde llegamos al
cabo de quince o veinte minutos. Son las ocho y media de la tarde, el sol todavía está
alto, queda un buen rato hasta que se oculte, por lo que nos dedicamos a disfrutar de
este momento, mi hijo a jugar con la arena y las olas y nosotros, sentados y cogidos
de los hombros, a disfrutar de la tarde. Ya se lo contaremos a Anita cuando volvamos,
aunque nos duele un poco que no esté aquí, con nosotros, sabemos que ella estará
pasándolo bien donde quiera que se encuentre, no es nadie la cría…
Descubrimos un pequeño manantial de agua dulce semi escondido entre las rocas del
acantilado que desemboca en la playa, la arena se traga el pequeño torrente en
cuanto llega a ella, apenas es un hilillo como el que pueda salir de una botella, pero
nos choca ver un arroyo tan cerca de la playa, está visto que Galicia es todo un pozo
de sorpresas.
De pronto, vemos un grupo de delfines que va y viene a muy pocos metros de
nosotros, cerquita de la playa, y nos entretenemos un buen rato viendo sus saltos,
entradas y salidas en el agua, es la primera vez que Ana y José David ven delfines. A
ratos se separan unos cincuenta metros unos de otros, luego se vuelven a unir y van
entrando y saliendo del agua en formación, como si fueran el equipo olímpico de
natación sincronizada, tantas y tantas veces lo habrán ensayado que les sale a la
perfección.
Por fin, llegamos al momento culminante, el sol comienza a esconderse detrás del
horizonte, estamos los tres sentados en la arena, cogidos de la mano, lo vamos
observando con atención y seguimos su lento movimiento como si fuera el minutero
de un reloj, hasta que se oculta por completo y la playa queda en una ligera
penumbra. Nuestro Camino ha terminado, dicen que en Fisterra acaba el Camino, sin
embargo, lo que yo siento en mi interior es una gran tristeza y congoja, quiero
reemprender el Camino otra vez, no quiero dejar de sentirme peregrino. Ana y yo nos
miramos a los ojos sin decirnos nada, no hace falta, ambos sabemos lo que piensa
cada uno en estos momentos. Hay que empezar a preparar nuestro próximo Camino,
no debemos permitir que la tristeza nos invada y nos domine…
Comienza a hacer fresquito y nos alejamos a buen paso de la playa, en dirección al
albergue. Cuando llegamos, nos encontramos a Anita cenando con unas peregrinas
brasileiras, ésta niña no atasca, hace amigos por todas partes. Nos cuenta muy
acelerada que había ido con Lola a la playa do Rostro, “la playa de la carita, papá”, la
muy bruja no pierde ripio, ha tenido incluso mejor panorámica que nosotros.
Hablamos con Bejo y quedamos citados a las diez en la terraza de O Centolo, subimos
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