El arte de no amargarse la vida - El mundo del "manitas "
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padre. Sirvió a los que tenía al lado y le pasó la botella a su hijo al otro lado de la mesa. Stephen la agarró y se dispuso a llenar su copa. De repente, se dio cuenta de que no podía mantener el pulso, la botella le temblaba en la mano y sólo pudo llenar un tercio del vaso. El resto fue a parar al mantel, que quedó teñido por una espesa mancha rojo oscuro. Todos enmudecieron, pero su padre, rápido, exclamó: —¡Copas en alto! ¡Por Stephen! —y todos brindaron al unísono disimulando su preocupación por la falta de coordinación del chico. Aquella misma noche, el padre de Hawking, que era médico, hizo prometer a su hijo que acudiría a hacerse unas pruebas a Londres. Y es que, durante aquel año final de licenciatura, Stephen había empezado a experimentar extrañas dificultades motoras que iban en aumento: se tropezaba con los muebles, hablaba con menor claridad y le costaba acertar con la llave en la cerradura. A las pocas semanas, los médicos le anunciaron que tenía una enfermedad muy rara, esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Este problema genético produce la degeneración de toda la musculatura voluntaria del cuerpo y suele conducir a la muerte en dos o tres años. Recién
acabada su licenciatura, con toda la vida por delante, Hawking supo que estaba sufriendo una parálisis irreversible y que su vida iba a acabar muy pronto. El mismo Stephen Hawking explica que, de todos modos, fue a Cambridge a iniciar su doctorado, pero cayó en una depresión muy profunda. Durante varias semanas, se encerró en el cuarto de su residencia universitaria. Sus padres, sus amigos y sus profesores intentaban ayudarle, pero el muchacho se negaba a ver a nadie. Estaba pasando por las típicas fases del duelo. Se preguntaba: «¿Por qué me sucede esto a mí?». Se enfadó con el mundo por su crueldad e incluso se negaba a creer en su diagnóstico. Su mundo interior era una tormenta de miedo y ansiedad, con grandes olas de rabia y desesperación. Pero una mañana helada de aquel invierno inglés, Hawking se levantó de la cama, y con profundas ojeras bajo los ojos, se miró al espejo, y dijo: «¡Basta!». Y no se lo dijo al universo..., ni a los médicos... ni a su enfermedad. Se lo dijo a sí mismo, ¡a su mente! Aquel joven estudiante se juró a sí mismo que no iba a desaprovechar los pocos años que le quedaban quejándose. Iba a hacer algo valioso y a disfrutar del proceso. Mucho tiempo después, él mismo explicó que
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