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esposa. Había opuesto una resistencia simbólica a los franceses. Si algo le interesaba, no era precisamente la política, sino el virtuosismo vocal de los castrados en la ópera local. Perezoso y desmoralizado por el dominio extranjero o papal, navegaba a través de la vida, y su único propósito einfar l'ora, es decir, matar el tiempo. Se ofrecían dos caminos principales a los directores: podían exportar el gobierno republicano a Italia septentrional y convertirla en una república hermana, a semejanza de la República de Batavia fundada recientemente en Holanda; o podían considerar que Italia septentrional era un país degenerado, y por lo tanto nada más que un peón al que podía sacrificarse cínicamente alrededor de la mesa de paz. Desalentados por los pesimistas informes de sus agentes, los directores deseaban adoptar la segunda opción. A la pregunta «¿Hay que imponer el régimen republicano en Italia?», el ministro de Relaciones Exteriores Delacroix respondió que no. El general Clarke explicó a los directores que los serviles italianos no estaban maduros para la libertad, idea en la cual coincidían también muchos italianos: el economista lombardo Pietro Vetri opinaba que su pueblo era demasiado atrasado políticamente «para ser digno del reino de la virtud». Pero Napoleón adoptó una posición distinta. Si los italianos tenían defectos, la causa era que se los había sometido durante mucho tiempo. Era cierto que Venecia se había hundido en una decadencia incorregible, con su elenco de nobles, su «población tonta y cobarde», pero en otros lugares Napoleón comprobó que las virtudes que habían florecido otrora no estaban muertas —por lo menos en los escritores, los abogados y los estudiosos— y era posible alentarlas para que se manifestasen nuevamente. Más aún, Napoleón creía que había que alentarlas, pues veía que Europa entera estaba enredada en una gran guerra ideológica. Milán debía convertirse en república, o volvería a ser enemiga de Francia. Después de adoptar esta actitud general, Napoleón se apresuró a informar a los directores los más mínimos signos favorables. Vio con aprobación que en Milán existía un club republicano de ochocientos socios, todos abogados y comerciantes. En octubre de 1796 percibió signos de un movimiento popular en los Estados Papales más septentrionales: «Ya conciben el renacimiento de la antigua Italia.» Napoleón pensaba que podían aprovechar la experiencia revolucionaria francesa, pero a diferencia de los franceses, los italianos no necesitaban superar obstáculos, y éste era un impedimento muy definido. Napoleón creía que la libertad y la igualdad podían conquistarse únicamente a través de una prueba de virilidad, y la mejor prueba de virilidad era el valor bajo el fuego. De modo que en octubre de 1796 convocó a los voluntarios italianos a luchar contra los austríacos. La respuesta fue positiva: enroló a 3.700 hombres en una «legión lombarda», y los envió a combatir junto a sus hermanos de armas franceses en el frente del Adigio. Napoleón presentó a la legión una bandera que recordaba a la tricolor: roja, blanca y verde —el verde era desde hacía mucho tiempo un color milanos—. Más aún que las 170 banderas enemigas que él capturó, ésta fue la bandera más importante de la campaña italiana de Napoleón, pues dos generaciones más tarde las bandas roja, blanca y verde habrían de convertirse en la bandera de una Italia libre. En una serie de cartas bien razonadas que reflejaban diez años de pensamiento político, Napoleón formuló sus opiniones a los directores. A causa de sus victorias, porque había obligado a Austria a concertar la paz, y sobre todo porque sus argumentos eran positivos, mientras que los que esgrimían los directores eran negativos, Napoleón se salió con la suya. Se le otorgó lo que era casi una libertad de acción total en el ex ducado de Milán, y así él se preparó para organizar una nueva república. ¿Cómo llamarla? Rechazó la denominación de República Lombarda, porque los lombardos habían sido invasores extranjeros, y la de República Italiana porque Francia estaba en paz con cuatro estados más de Italia. medianoche del 18, concluyó el viaje de trece días, y Napoleón se apeó frente a la entrada principal de las Tullerías. Los centinelas creyeron que eran oficiales que traían despachos, y les permitieron el paso. A la puerta de las habitaciones de la emperatriz, en la planta baja, Caulaincourt llamó, y el portero suizo se acercó a la ventana con su camisón. Le desagradó el aspecto de esas figuras desaliñadas, protegidas por abrigos de piel, una alta y delgada con una barba de dos semanas, la otra robusta, con los ojos hinchados, tocada con un sombrero de piel. Llamó a su esposa, que puso una lámpara bajo la nariz de Caulaincourt, lo reconoció y permitió que los dos hombres entrasen. Pero todavía nadie había identificado al hombre más bajo. En realidad, Napoleón era como un intruso en su propio palacio. Abrió la puerta que conducía al salón de María Luisa; y entonces la dama de compañía que estaba de guardia, al ver a dos figuras de inquietante aspecto, lanzó un grito y se adelantó corriendo para cerrar la puerta del dormitorio. Entonces, llegó el portero suizo y los lacayos se reunieron alrededor de las figuras enfundadas en pieles, y examinaron de la cabeza a los pies al hombre de menor estatura. De pronto, uno de ellos exclamó: «¡Es el emperador!» Caulaincourt dice que la alegría fue indescriptible, y que «no podían contener su regocijo». Así regresó Napoleón de Rusia a su hogar. Hortense fue una de las primeras que acudió presurosa a las Tullerías. Le preguntó, como hicieron todos los restantes amigos íntimos, si el desastre de la retirada desde Moscú era tan grave como decían las páginas del Moniteur. Napoleón replicó con tristeza: «Todo lo que dije es cieno.» «Pero —exclamó Hortense—, no fuimos los únicos que sufrimos, y sin duda nuestros enemigos también soportaron graves pérdidas.» «Sin duda —dijo Napoleón—, pero eso no me consuela.»

emperatriz y una de madame de Montesquieu, con el informe que ella había elevado al monarca de Roma.» Durante la campaña Napoleón había seguido muy de cerca los progresos de su hijo, y sobre todo su dentición; ahora, se sintió tan complacido de recibir las dos cartas que las leyó a Caulaincourt, y al fin preguntó entusiasmado: «¿No es cierto que tengo una esposa excelente?». Cuando entró en Prusia, Napoleón comenzó a inquietarse otra vez. Los caricaturistas políticos estaban preparando para la impresión esas siniestras caricaturas que habrían de llamar la atención de la Guardia que regresaba; una línea de soldados maltrechos, parecidos a espectros, avanzando penosamente sobre la nieve, sin armas, y a cierta altura sobre ellos, en lugar del águila imperial, un buitre sarnoso. Napoleón sabía que se conspiraba para destruirlo. Dijo que los prusianos estaban dispuestos a entregarlo a los ingleses, y es evidente que evocó cierta escena de la historia medieval. «Caulaincourt, ¿imagina qué parecería usted en una jaula de hierro, en la plaza principal de Londres?». Caulaincourt, un cortesano nato, replicó: «Sire, si eso significara compartir su suerte, no me quejaría». «No es cuestión de quejarse, sino de algo que puede suceder en cualquier momento, y de la figura que usted mostraría en esa jaula, encerrado como un infortunado negro a quien dejan librado a las moscas, después de untarlo con miel». Ante esa tétrica imagen, Napoleón comenzó a agitarse con lo que parece haber sido una risa histérica. Durante un cuarto de hora completo estuvo riendo. Después, otra vez consciente del peligro real que afrontaba, se serenó. La «jaula de hierro» reaparecería después, en 1815. Día tras día y noche tras noche continuó el agotador viaje sobre la nieve. Se detenían únicamente una hora al día. El 14 salieron de la nieve, y los patines se rompieron. Napoleón se trasladó a una calesa, y después a un lando. Con estos vehículos alcanzaron más velocidad. Cruzaron el Rin en barco, y el día 16 desembarcaron en Maguncia. Napoleón se sintió muy complacido de pisar nuevamente suelo francés. Caulaincourt no recordaba haberlo visto nunca tan animado. Ese día apareció en el Moniteur el vigésimo noveno Boletín de Napoleón. Allí Napoleón no ocultó en absoluto sus terribles pérdidas, aunque atribuyó la culpa al invierno precoz, y esperó ansiosamente para comprobar cómo se recibía ese texto. Los franceses, acostumbrados durante catorce años a las victorias, por lo menos en tierra, se sintieron desconcertados e impresionados. Muchos ya estaban llorando la pérdida de un hijo, un padre o un marido. Comprendieron que, después de todo. Napoleón no era infalible o invencible. Se conmovió la fe que habían depositado en él, pero ése fue el límite de su consternación. Continuaba siendo el emperador y el héroe de los franceses, y de un modo o de otro cuidaría de ellos. En el caso de los enemigos de Napoleón la reacción fue diferente. Talleyrand comentó: «Es el principio del fin.» En la Curia, en las sacristías de Italia, en los salones de Viena, se observaban sonrisas cómplices, y Lucien Bonaparte habló por muchos fanáticos como él cuando dijo de Napoleón: «No debemos maldecirlo, pues veo acumularse sobre su cabeza las nubes de la ira celestial, de la cual brotará inevitablemente el rayo que lo abatirá si persevera en sus iniquidades». De nuevo en Francia, Napoleón no veía el momento de regresar a París para ver a su esposa y su hijo, y retomar las riendas del gobierno. A la luz de una vela estudiaba cada etapa, cada cuarto de etapa, cada cuarto de hora, cada minuto. Redujo al mínimo cada escala. Tal fue su velocidad que el día 18 el eje delantero del lando se partió, y tuvieron que continuar en un cabriolé abierto hasta Meaux, donde el maestro de postas les prestó su propia y lenta silla de dos ruedas. En este vehículo continuaron al galope y atravesaron el Are de Triomphe du Carrousel —privilegio reservado para Napoleón— antes de que los centinelas pudiesen detenerlos. Cuando el reloj daba el último cuarto antes de la Serbelloni, influyente amigo de Napoleón, apoyó el nombre de República Transalpina, «pues todos los sentimientos y todas las esperanzas de esta República ahora están depositados en Francia». Napoleón consideró que ese nombre implicaba excesiva dependencia, y en definitiva eligió la denominación usada por los antiguos romanos: República Cisalpina. Napoleón elaboró su constitución basándose en la de Francia. Todos los hombres debían tener los mismos derechos. El ejecutivo estaría formado por cinco directores, y la legislatura por dos cámaras con cuarenta o sesenta ancianos y ciento veinte jóvenes. Napoleón designó a los primeros directores y a los primeros miembros de las Cámaras; después, se los elegiría por votación. El 29 de junio de 1797 nació la República Cisalpina libre e independiente. En una alocución dirigida al pueblo. Napoleón definió sus intenciones: «Con el fin de consolidar la libertad y con el único propósito de promover vuestra felicidad, he ejecutado una tarea que hasta aquí se había realizado sólo por ambición y amor al poder... Divididos y agobiados tanto tiempo por la tiranía, no podríais haber conquistado vuestra propia libertad; abandonados a vuestros recursos durante unos pocos años, no habrá poder sobre la tierra que tenga fuerza suficiente para arrebatarla de vuestras manos». La República Cisalpina tuvo tanto éxito que los ex Estados Papales, encabezados por Bolonia, solicitaron incorporarse. Con el consentimiento de los directores, Napoleón lo permitió, y en julio de 1797 esos estados se unieron a Milán, y de ese modo duplicaron la extensión y la población de la República Cisalpina. Genova se encontró aislada entre la Francia republicana y la nueva República Cisalpina; su gobierno aristocrático comenzó a tambalearse. Napoleón se ocupó especialmente de alentar al pueblo a derribarlo del todo para terminar con un régimen que durante tres siglos había oprimido a Córcega. Aplaudió cuando los genoveses quemaron su Libro d'0ro —una nómina de las familias cuya sangre era lo bastante azul como para gobernar— y arrojaron al mar las cenizas. A mediados de 1797 Napoleón creó en Genova el segundo de los estados italianos que fundó: la República Ligur.Al promover el republicanismo, Napoleón insistió en los elementos positivos y constructivos de la nueva estructura, y trató de sofrenar el prejuicio que a veces acompañaba a las nuevas instituciones. El 19 de junio de 1797 escribió a los genoveses: Ciudadanos, he sabido con profundo desagrado que la estatua de Andrea Doria fue derribada en un momento de pasión. Andrea Doria fue un gran marino y estadista; la aristocracia era la libertad de su tiempo. Europa entera envidia a vuestra ciudad el magnífico honor de haber sido la cuna de este hombre famoso. No dudo de que os apresuraréis a restaurar su estatua. Os ruego que inscribáis mi nombre como contribuyente al pago de los gastos. Nuevamente a finales de 1797 Napoleón tuvo que reprender a los genoveses: Excluir a todos los nobles de las funciones públicas sería una chocante injusticia; estaríais haciendo lo que ellos hicieron otrora... cuando el pueblo de un Estado, pero sobre todo de un pequeño Estado, se acostumbra a condenar sin escuchar, y a aplaudir discursos sólo porque son apasionados; cuando llaman virtud a la exageración y la furia, delitos a la equidad y la moderación, la ruina de ese Estado está próxima. De este modo, Napoleón no sólo aportó a Italia septentrional los principios y las instituciones de la República Francesa sino que hizo todo lo posible para asegurar que se aplicasen con moderación. Entretanto, se desarrollaban las conversaciones de paz en Austria, y Napoleón, que ahora asumía un nuevo papel como diplomático, tenía que defender a sus nacientes repúblicas en un nuevo escenario, el de las relaciones internacionales. En Leoben, la posición de los directores era que Francia debía conseguir que Austria cediese a Bélgica, antes posesión austríaca, pero conquistada por Francia en 1795, y la frontera del Rin. Eran los dos elementos esenciales, y a cambio de eso bien

esposa. Había opuesto una resistencia simbólica a <strong>los</strong> franceses. Si algo le<br />

interesaba, no era precisamente la política, sino el virtuosismo vocal de <strong>los</strong><br />

castrados en la ópera local. Perezoso y desmoralizado por el dominio extranjero o<br />

papal, navegaba a través de la vida, y su único propósito einfar l'ora, es decir,<br />

matar el tiempo.<br />

Se ofrecían dos caminos principales a <strong>los</strong> directores: podían exportar el<br />

gobierno republicano a Italia septentrional y convertirla en una república hermana,<br />

a semejanza de la República de Batavia fundada recientemente en Holanda; o<br />

podían considerar que Italia septentrional era un país degenerado, y por lo tanto<br />

nada más que un peón al que podía sacrificarse cínicamente alrededor de la mesa<br />

de paz. Desalentados por <strong>los</strong> pesimistas informes de sus agentes, <strong>los</strong> directores<br />

deseaban adoptar la segunda opción. A la pregunta «¿Hay que imponer el régimen<br />

republicano en Italia?», el ministro de Relaciones Exteriores Delacroix respondió<br />

que no. El general Clarke explicó a <strong>los</strong> directores que <strong>los</strong> serviles italianos no<br />

estaban maduros para la libertad, idea en la cual coincidían también muchos<br />

italianos: el economista lombardo Pietro Vetri opinaba que su pueblo era<br />

demasiado atrasado políticamente «para ser digno del reino de la virtud».<br />

Pero <strong>Napoleón</strong> adoptó una posición distinta. Si <strong>los</strong> italianos tenían defectos, la<br />

causa era que se <strong>los</strong> había sometido durante mucho tiempo.<br />

Era cierto que Venecia se había hundido en una decadencia incorregible, con su<br />

elenco de nobles, su «población tonta y cobarde», pero en otros lugares <strong>Napoleón</strong><br />

comprobó que las virtudes que habían florecido otrora no estaban muertas —por lo<br />

menos en <strong>los</strong> escritores, <strong>los</strong> abogados y <strong>los</strong> estudiosos— y era posible alentarlas<br />

para que se manifestasen nuevamente. Más aún, <strong>Napoleón</strong> creía que había que<br />

alentarlas, pues veía que Europa entera estaba enredada en una gran guerra<br />

ideológica. Milán debía convertirse en república, o volvería a ser enemiga de<br />

Francia.<br />

Después de adoptar esta actitud general, <strong>Napoleón</strong> se apresuró a informar a <strong>los</strong><br />

directores <strong>los</strong> más mínimos signos favorables. Vio con aprobación que en Milán<br />

existía un club republicano de ochocientos socios, todos abogados y comerciantes.<br />

En octubre de 1796 percibió signos de un movimiento popular en <strong>los</strong> Estados<br />

Papales más septentrionales: «Ya conciben el renacimiento de la antigua Italia.»<br />

<strong>Napoleón</strong> pensaba que podían aprovechar la experiencia revolucionaria francesa,<br />

pero a diferencia de <strong>los</strong> franceses, <strong>los</strong> italianos no necesitaban superar obstácu<strong>los</strong>,<br />

y éste era un impedimento muy definido. <strong>Napoleón</strong> creía que la libertad y la<br />

igualdad podían conquistarse únicamente a través de una prueba de virilidad, y la<br />

mejor prueba de virilidad era el valor bajo el fuego. De modo que en octubre de<br />

1796 convocó a <strong>los</strong> voluntarios italianos a luchar contra <strong>los</strong> austríacos. <strong>La</strong> respuesta<br />

fue positiva: enroló a 3.700 hombres en una «legión lombarda», y <strong>los</strong> envió a<br />

combatir junto a sus hermanos de armas franceses en el frente del Adigio.<br />

<strong>Napoleón</strong> presentó a la legión una bandera que recordaba a la tricolor: roja, blanca<br />

y verde —el verde era desde hacía mucho tiempo un color milanos—.<br />

Más aún que las 170 banderas enemigas que él capturó, ésta fue la bandera<br />

más importante de la campaña italiana de <strong>Napoleón</strong>, pues dos generaciones más<br />

tarde las bandas roja, blanca y verde habrían de convertirse en la bandera de una<br />

Italia libre.<br />

En una serie de cartas bien razonadas que reflejaban diez años de pensamiento<br />

político, <strong>Napoleón</strong> formuló sus opiniones a <strong>los</strong> directores.<br />

A causa de sus victorias, porque había obligado a Austria a concertar la paz, y<br />

sobre todo porque sus argumentos eran positivos, mientras que <strong>los</strong> que esgrimían<br />

<strong>los</strong> directores eran negativos, <strong>Napoleón</strong> se salió con la suya. Se le otorgó lo que era<br />

casi una libertad de acción total en el ex ducado de Milán, y así él se preparó para<br />

organizar una nueva república.<br />

¿Cómo llamarla? Rechazó la denominación de República Lombarda, porque <strong>los</strong><br />

lombardos habían sido invasores extranjeros, y la de República Italiana porque<br />

Francia estaba en paz con cuatro estados más de Italia.<br />

medianoche del 18, concluyó el viaje de trece días, y <strong>Napoleón</strong> se apeó frente a la<br />

entrada principal de las Tullerías.<br />

Los centinelas creyeron que eran oficiales que traían despachos, y les<br />

permitieron el paso. A la puerta de las habitaciones de la emperatriz, en la planta<br />

baja, Caulaincourt llamó, y el portero suizo se acercó a la ventana con su camisón.<br />

Le desagradó el aspecto de esas figuras desaliñadas, protegidas por abrigos de piel,<br />

una alta y delgada con una barba de dos semanas, la otra robusta, con <strong>los</strong> ojos<br />

hinchados, tocada con un sombrero de piel. Llamó a su esposa, que puso una<br />

lámpara bajo la nariz de Caulaincourt, lo reconoció y permitió que <strong>los</strong> dos hombres<br />

entrasen.<br />

Pero todavía nadie había identificado al hombre más bajo. En realidad,<br />

<strong>Napoleón</strong> era como un intruso en su propio palacio. Abrió la puerta que conducía al<br />

salón de María Luisa; y entonces la dama de compañía que estaba de guardia, al<br />

ver a dos figuras de inquietante aspecto, lanzó un grito y se adelantó corriendo<br />

para cerrar la puerta del dormitorio.<br />

Entonces, llegó el portero suizo y <strong>los</strong> lacayos se reunieron alrededor de las<br />

figuras enfundadas en pieles, y examinaron de la cabeza a <strong>los</strong> pies al hombre de<br />

menor estatura. De pronto, uno de el<strong>los</strong> exclamó: «¡Es el emperador!»<br />

Caulaincourt dice que la alegría fue indescriptible, y que «no podían contener su<br />

regocijo».<br />

Así regresó <strong>Napoleón</strong> de Rusia a su hogar. Hortense fue una de las primeras<br />

que acudió presurosa a las Tullerías. Le preguntó, como hicieron todos <strong>los</strong><br />

restantes amigos íntimos, si el desastre de la retirada desde Moscú era tan grave<br />

como decían las páginas del Moniteur. <strong>Napoleón</strong> replicó con tristeza: «Todo lo que<br />

dije es cieno.» «Pero —exclamó Hortense—, no fuimos <strong>los</strong> únicos que sufrimos, y<br />

sin duda nuestros enemigos también soportaron graves pérdidas.» «Sin duda —dijo<br />

<strong>Napoleón</strong>—, pero eso no me consuela.»

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