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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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verdes simbolizaban <strong>los</strong> derechos «naturales» del hombre. Al principio permitía que<br />

perdurase la forma tradicional de gobierno; pero reemplazaba a <strong>los</strong> funcionarios<br />

municipales cuando eran favorables a Austria. Abolía <strong>los</strong> diezmos y <strong>los</strong> impuestos<br />

federales. Celebraba festivales republicanos, sobre todo el Día de la Bastilla, con<br />

desfiles y banquetes; mediante la difusión de <strong>los</strong> dos periódicos del ejército, ambos<br />

republicanos, alentaba a <strong>los</strong> italianos a fundar sus propios órganos en un país que<br />

jamás había conocido la libertad de prensa.<br />

<strong>La</strong> actitud de <strong>Napoleón</strong> frente a la Iglesia tendía a eliminar la injusticia y la<br />

superstición, al tiempo que inducía a <strong>los</strong> sacerdotes a mantenerse al margen de la<br />

política y a «conducirse de acuerdo con <strong>los</strong> principios del Evangelio». Por ejemplo,<br />

en la ciudad papal de Ancona, <strong>Napoleón</strong> comprobó, desalentado, que <strong>los</strong> judíos<br />

tenían que usar un sombrero amarillo y la estrella de David, y vivir en un gueto<br />

cerrado con llave por la noche; también <strong>los</strong> musulmanes de Albania y Grecia eran<br />

tratados como ciudadanos de segunda clase. <strong>Napoleón</strong> eliminó inmediatamente<br />

estas injusticias.<br />

Comprobó que era menos fácil definir la superstición. El pueblo de Ancona tenía<br />

una venerable estatua de la Madonna, y decíase que derramaba lágrimas ante la<br />

invasión francesa. <strong>Napoleón</strong> ordenó que llevasen la estatua al cuartel general.<br />

Examinó <strong>los</strong> ojos, que según afirmaba la gente se abrían y cerraban mediante un<br />

mecanismo disimulado, pero no pudo hallar nada. Ordenó que la Madonna fuese<br />

devuelta a su santuario, pero cubierta. Retuvo la diadema enjoyada y <strong>los</strong> collares<br />

de perlas. <strong>Napoleón</strong> ordenó que estas joyas fuesen divididas entre el hospital local<br />

y la asignación de dotes a <strong>los</strong> pobres. Después cambió de idea —una actitud rara<br />

en él— y ordenó que devolviesen las joyas a la estatua.<br />

<strong>Napoleón</strong> aclaró bien que a pesar de que había nacido en Córcega era francés,<br />

y para destacar la idea había eliminado la «u» de su apellido original. Pero trató a<br />

<strong>los</strong> italianos, y sobre todo a <strong>los</strong> eruditos y <strong>los</strong> intelectuales, con una simpatía<br />

desusada en <strong>los</strong> franceses cultos. Durante el sitio de Mantua ofreció salvoconductos<br />

a quince científicos y escritores para salir de la ciudad sitiada. Cuando saqueó a la<br />

rebelde Pavía, preservó las casas de todos <strong>los</strong> profesores universitarios, entre ellas<br />

las de Volta y Spallanzani.<br />

Encargó cuadros, medallas y alegorías republicanas al pintor milanos Andrés<br />

Appiani, y le cedió una casa requisada a <strong>los</strong> franciscanos, una propiedad que valía<br />

40.000 libras milanesas. Ordenó llamar al fisiólogo Scarpa y le formuló a boca de<br />

jarro la extraña pregunta: «¿Cuál es la diferencia entre un vivo y un muerto?», a lo<br />

cual Scarpa replicó: «El muerto no despierta.» Otorgó una pensión a Cesarotti,<br />

traductor de Ossian, y entregó un hermoso telescopio a la ciudad de Brescia. Fue a<br />

Piétole, donde había nacido Virgilio, y liberó de impuestos a la comuna. Francia era<br />

la gran nación, pero <strong>los</strong> italianos podían compartir espiritualmente su grandeza, de<br />

modo que al invitar a Oriani, autor de libros de astronomía, a visitar la ciudad de<br />

París, <strong>Napoleón</strong> dijo: «Todos <strong>los</strong> hombres de genio, todos <strong>los</strong> que se han<br />

distinguido en la república de la literatura, son franceses, no importa dónde hayan<br />

nacido.» Los italianos siempre se han mostrado dispuestos a admirar a un general<br />

victorioso, y saludaron a <strong>Napoleón</strong> como a un Escipión, un Aníbal, un Prometeo,<br />

incluso un Júpiter. Un campesino, que deseaba casarse pero no podía hacerlo<br />

porque lo prohibía su padre, caminó <strong>los</strong> 230 kilómetros de Bolonia a Milán para<br />

rogar a <strong>Napoleón</strong> que anulase el veto paterno. De acuerdo con Ernst Arndt, un<br />

joven escritor alemán que visitó Milán: «De Graz a Bolonia la gente habla sólo de<br />

una persona.<br />

Tanto <strong>los</strong> amigos como <strong>los</strong> enemigos convienen en que Bonaparte es un gran<br />

hombre, un amigo de la humanidad, el protector de <strong>los</strong> pobres y <strong>los</strong> infortunados.<br />

En todas las versiones la gente dice que él es el héroe; le perdonan todo, excepto<br />

que haya enviado obras de arte de Italia a Francia.» Este último punto exige una<br />

explicación.<br />

Era un principio de la República Francesa que las obras de arte que habían<br />

pertenecido a reyes, a <strong>los</strong> nobles y a las comunidades religiosas, se convirtieran en<br />

propiedad del pueblo francés. Los cuadros de Stadholder, en Holanda, habían sido<br />

«Es mejor un enemigo manifiesto que un aliado dudoso», comentó<br />

fi<strong>los</strong>óficamente <strong>Napoleón</strong>. Confiaba en que con su nuevo ejército de 226.000<br />

hombres podría enfrentarse eficazmente a <strong>los</strong> rusoprusianos.<br />

Pero también consideraba absolutamente vital impedir que Austria siguiese el<br />

ejemplo de Prusia, y se uniese a <strong>los</strong> rusos. <strong>La</strong> base de la política exterior de<br />

<strong>Napoleón</strong> desde 1810 había sido la alianza con Austria. Más que nunca se hacía<br />

imperativo fortalecerla, y <strong>Napoleón</strong> consagró a esta tarea sus principales energías.<br />

<strong>Napoleón</strong> había visto por última vez al emperador Francisco en Dresde, en<br />

mayo de 1812. Encontró a un hombre frío, estirado y tímido, con dos aficiones: la<br />

jardinería y la producción de su propia cera para sellar. <strong>Napoleón</strong> no pudo<br />

seducirlo, como había seducido a Alejandro en Tilsit, y más de una vez se oyó a<br />

Francisco que murmuraba con admiración: «Das ist ein ganzer Kerlh (Es un hombre<br />

excelente). Al igual que <strong>Napoleón</strong>, Francisco temía la expansión rusa, y sobre todo<br />

que Alejandro, en su carácter de jefe de la Iglesia Ortodoxa, le quitase a sus<br />

subditos rumanos. Pero Francisco también era un absolutista convicto y confeso,<br />

que se estremecía ante la mera mención de <strong>los</strong> derechos del pueblo; por lo tanto,<br />

él y <strong>Napoleón</strong> nada tenían en común en el plano de la ideología. Más aún, María<br />

Ludovica de Módena, la segunda esposa de Francisco, provenía de una región de<br />

Italia que antes había sido austríaca, pero ahora estaba ocupada por <strong>Napoleón</strong>.<br />

Como es natural, María Ludovica profesaba antipatía a <strong>Napoleón</strong>, deseaba que<br />

Austria recuperase Módena, y en diciembre de 1812 se incorporó a la sociedad<br />

vienesa antifrancesa denominada Amis de la vertu.<br />

Si María Ludovica era uno de <strong>los</strong> obstácu<strong>los</strong> que se alzaban entre <strong>Napoleón</strong> y<br />

Francisco, el nexo principal sin duda era María Luisa. <strong>La</strong> mayor de <strong>los</strong> hijos de<br />

Francisco tenía ahora veintiún años, pero era aniñada para su edad; se mostraba<br />

aún más tímida que su padre, e incluso más hipocondríaca que Josefina. Cuando<br />

viajaba, solía solicitar a un perfecto desconocido que le tomase el pulso, y le<br />

preguntaba ansiosa: «¿Tengo fiebre?» En cambio, era sincera. «No puedo soportar<br />

estas descaradas lisonjas —escribió en su diario después de una fiesta de gala en<br />

Cherburgo—, especialmente cuando coinciden con la verdad, y sobre todo cuando<br />

dicen lo bella que soy. Me agrada una sola forma de elogio, cuando el emperador o<br />

mis amigos me dicen: "Estoy encantado contigo"».<br />

<strong>Napoleón</strong> pudo decírselo con mucha frecuencia. Opinaba que María Luisa era<br />

una esposa excelente y —el mayor elogio que él podía ofrecer— una persona que<br />

se atenía a principios. Aunque de ningún modo había olvidado a Josefina —fue a<br />

Malmaison después de su regreso de Moscú—, se enamoró de María Luisa poco<br />

después del matrimonio, y continuó amándola. Comprendía el hecho de que ella<br />

tenía veintidós años menos que él, y la inducía a que asistiera a bailes y fiestas,<br />

incluso sin él. Pero tenía conciencia de su faceta sensual, y en otros aspectos se<br />

mostraba más rigurosamente corso que lo que había sido el caso con Josefina.<br />

Ningún hombre, salvo dos secretarios de suma confianza, podían entrar en las<br />

habitaciones de la emperatriz sin un permiso especial del propio <strong>Napoleón</strong>, y una<br />

dama de compañía debía estar siempre con ella cuando recibía lecciones de música<br />

y dibujo; «no quería que ningún hombre, no importaba cuál fuese su posición,<br />

pudiera vanagloriarse de haber permanecido dos segundos a solas con la<br />

emperatriz». <strong>Napoleón</strong> tuvo que escribirle en cierta ocasión para expresarle su<br />

profundo desagrado porque ella había recibido al archicanciller mientras aún estaba<br />

en la cama: «Es un acto muy impropio cuando se trata de una mujer menor de<br />

treinta años».<br />

El hijo de <strong>Napoleón</strong> tenía un año y medio cuando el padre regresó de Moscú.<br />

Era un niño de muy buena apariencia, vivaz y desarrollado para su edad. Como<br />

observó una dama de compañía, María Luisa «temía tanto lastimarlo que no se<br />

atrevía tan siquiera a abrazarlo o acariciarlo».<br />

Pero <strong>Napoleón</strong>, que se sentía cómodo con <strong>los</strong> niños, lo mimaba, lo sentaba<br />

sobre sus rodillas, le hacía muecas para provocar su risa, y le mostraba el libro de<br />

imágenes de la Biblia, obra de Royaumont, que había sido su favorito cuando era<br />

niño. Tenía conciencia de que el pequeño <strong>Napoleón</strong> era algo que su padre nunca

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