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17.05.2013 Views

ansiaba «arrancar de su cuerpo hasta el último retazo de chifón, tus pantuflas, todo, y después, como en el sueño que te relaté... alzarte y encerrarte, ¡aprisionarte en mi corazón! ¿Por qué no puedo hacerlo? Las leyes de la naturaleza dejan mucho que desear». Josefina había advertido en París que Napoleón tenía un carácter posesivo, pero estaba tan mal preparada para un sentimiento posesivo de esa intensidad como los generales austríacos lo estaban para el juego de la guerra que Napoleón utilizaba. Un acento de alarma puede percibirse en su carta a Thérésia Tallien: «Mi marido no me ama, me adora. Creo que enloquecerá». Napoleón mostró orgullosamente su esposa a los italianos. Entre las batallas y después de las campañas conseguía que ella asistiera a cenas de gala, realizara giras por las ciudades principales, donde se la agasajaba en la Ópera, y exhibiese sus innumerables vestidos parisienses en los bailes elegante. Pero Josefina no hablaba italiano como Napoleón, y de todos modos juzgaba provincianos a los milaneses. Escribió a sus amigos de París que estaba hastiada, y que deseaba retornar con ellos. Durante una de esas tediosas giras, en Genova, Josefina conoció a un pintor de veinticinco años, un nativo de Toulouse llamado Antoine Gros. Gros poseía la apostura morena y meridional de Hippolyte Charles; era alumno del famoso David, y dijo a Josefina que su ambición en la vida era pintar a Napoleón. Josefina, a quien agradaba cumplimentar a los jóvenes, sobre todo cuando tenían ardientes ojos oscuros, invitó a Gros a compartir su carruaje durante el viaje de regreso a Milán. Allí le presentó a su marido. Napoleón también simpatizó con Gros, y aceptó posar para su propio retrato, y le asignó una habitación en su palacio. Pero Napoleón nunca disponía de tiempo para posar. Estaba ocupado conduciendo a sus tropas a la batalla —Gros, un niño mimado, no deseaba seguirlo hasta allá— o reunido con destacados italianos, o dictaba cartas, órdenes y directivas. Apenas tenía tiempo para sentarse a comer. Josefina le rogó muchas veces, y sin duda comentó que los restantes generales de su ejército ya habían ordenado pintar sus retratos, pero Napoleón contestaba siempre que estaba demasiado atareado para posar. Finalmente, Josefina decidió aprovechar el amor que Napoleón le profesaba. Después del almuerzo, a la hora del café en el salón, lo invitó a posar para el retrato sentado sobre sus rodillas. Como ella había previsto, Napoleón aceptó. Gros tenía preparadas la tela y la paleta, e inmediatamente comenzó a trazar las primeras líneas del retrato. El segundo y el tercer día, mientras servían el café después del almuerzo, Napoleón se sentó sobre las rodillas de Josefina, inmóvil y sereno por una vez en sus atareadas veinticuatro horas; gracias a estas sesiones desusadas Gros pintó el cuadro más famoso de la campaña de Italia: Napoleón descubierto, con una bandera en la mano avanzando sobre el puente de Arcóle. Después de firmar las condiciones preliminares de la paz en Leoben, Napoleón pudo gozar de uno de los frutos de la victoria: la presencia de los suyos. Vivía entonces en Mombello, cerca de Milán, un palacio de amplios salones embaldosados e íntimos salones barrocos. Allí Napoleón recibió a Joseph, a quien había designado embajador en Roma con 60.000 francos anuales. Llegaron Lucien y Jéróme y Louis, quien, con Lannes, había sido el primer soldado francés que cruzó el Po, así como las hermanas de Napoleón. Éste disfrutó al prodigar a todos las cosas buenas de la vida, las mismas que no habían tenido durante los últimos años en Córcega. Recordó incluso a sus hijastros, y envió a Eugéne un reloj de oro y a Hortense otro de esmalte recamado con finas perlas. Letizia fue la última en llegar a esta reunión de familia. El primer día de junio, Napoleón salió a caballo para ir al encuentro de su madre, del mismo modo que había recibido a Josefina un año antes a las puertas de Milán, y allí la multitud vitoreó a «la madre del libertador de Italia». Mientras Napoleón la abrazaba Letizia murmuró: «Hoy soy la madre más feliz del mundo.» También para Napoleón ese momento adquirió un valor inapreciable; después de todos los peligros que ellos habían afrontado en Córcega, y de todos los Cuando llegó la primavera, las esperanzas de Napoleón florecieron al mismo tiempo que los árboles del jardín de las Tullerías. Formuló unas opiniones optimistas de María Luisa: «Es más inteligente que todos mis ministros»; del rey de Roma: «Es el más apuesto hijo de Francia»; de Francisco: «Siempre depositaré mucha confianza en el sentido de familia de mi suegro». En abril, ocho días antes de salir para el frente, Napoleón dijo al architesorero Lebrón: «Con respecto a Austria, no hay motivos de ansiedad. Existen las relaciones más íntimas entre las dos cortes». Hacia finales de abril Napoleón se reunió con su ejército en las planicies de Leipzig, donde los campos de centeno y avena lindaban con los huertos, entonces en plena floración. El 2 de mayo, cerca de la aldea de Lützen, Napoleón con ciento diez mil hombres atacó a un ejército rusoprusiano de setenta y tres mil. Durante veinte años en el campo de batalla nunca se había arriesgado tanto como aquel día; encabezó personalmente una carga contra Blücher, con la espada desenvainada, a la cabeza de dieciséis batallones de la Joven Guardia. Conquistó la victoria en Lützen y empujó al enemigo más allá del Elba, lo siguió, obtuvo una victoria aún más importante en Bautzen, y expulsó a sus antagonistas al otro lado del Oder. Sólo la falta de caballería le impidió destruir por completo al ejército disperso. Pero durante las tres semanas hizo lo que se había propuesto hacer: obligar a los prusianos a retornar a su propio país, y limpiar de invasores a Alemania. Napoleón había confiado en que Francisco se atendría a su alianza y enviaría a un ejército contra los rusoprusianos; pero Francisco no envió tropas; según afirmó, todas sus fuerzas habían sido destruidas durante la retirada de Moscú, pero le aseguró que estaba formando un ejército, porque deseaba mediar entre Napoleón y sus enemigos, y «la voz de un mediador fuerte tendrá más peso que la de uno débil». Napoleón olfateó dificultades y propuso que él y Francisco se reuniesen. Pero Francisco no mostró mucha disposición en mantener una conversación de hombre a hombre, o en cumplir las obligaciones del tratado. En cambio, traspasó todo el asunto a su ministro de Relaciones Exteriores, el conde Clemens Metternich. Los Metternich eran una familia de la nobleza menor de Coblenza, en la Renania: es decir alemanes, no austríacos. En 1794 Francia había ocupado la orilla izquierda del Rin, y los franceses se apoderaron de las grandes propiedades de los Metternich, entre ellas el famoso viñedo de Johannisberg, y habían liberado a los seis mil campesinos «sujetos a la gleba». Esa pérdida personal era el hecho fundamental de la política de Clemens Metternich. En su condición de noble, identificaba a la expansión francesa con el jacobinismo: «Robespierre hacía la guerra a las casas de los nobles. Napoleón hace la guerra a Europa... Es el mismo peligro, pero en más amplia escala», y en su carácter de firme creyente en la raza teutónica, se proponía lograr que Napoleón devolviese todo lo que había obtenido en Europa —incluyendo las propiedades de los Metternich— al antiguo Imperio teutónico. Cuando Napoleón supo que Francisco había decidido esconderse detrás de Metternich, comprendió que el invierno durante el cual había prodigado atenciones al emperador austríaco había sido trabajo perdido. Sin embargo, las lecciones recibidas a lo largo de su propia vida hubieran debido advertir a Napoleón. Se había convertido en amigo íntimo de Alejandro, pero eso no impidió que Alejandro cediese ante la emperatriz madre, los nobles y la corte; había establecido cierta amistad con Pío y firmado un nuevo Concordato, pero eso no impidió que Pío cediese a las presiones del cardenal Pacca. Por tercera vez esperó demasiado de la amistad de un hombre débil. Napoleón no era lo bastante cínico, lo suficiente psicólogo. Creía que en la Europa del siglo XIX, al igual que en Córcega y en el drama clásico, la amistad, la cálida relación humana entre un hombre y otro, ese vínculo tan apreciado por él, era una base segura para la política. El mediador Metternich comenzó proponiendo un armisticio entre Francia y Prusia. Napoleón aceptó el armisticio, que le daría tiempo para reforzar su

podría ser: un rey legítimo. Cierto día, el actor Taima fue a cenar, y la niñera presentó al pequeño, pero en lugar de abrazarlo, Napoleón lo puso sobre sus rodillas y le aplicó varias palmadas juguetonas. «Taima —dijo—, dígame qué estoy haciendo... ¿No lo adivina? ¡Caramba, estoy castigando a un rey!» Y si el niño mostraba signos de temor, Napoleón le decía: «¿Qué significa esto? Un rey no debe atemorizarse». Napoleón ordenó que todos los objetos del dormitorio, incluso el orinal utilizado por su hijo, fuesen fabricados en oro y plata. Cuando el niño estaba aprendiendo a caminar, Napoleón mandó que se acolchasen las habitaciones hasta la altura de noventa centímetros, no fuese que el pequeño cayera y se golpease la cabeza contra la pared. Ordenó que se organizase una biblioteca especialmente impresa de cuatro mil volúmenes, «las mejores obras de todas las ramas del saber», y un juego de vajilla de Sévres con imágenes sugestivas: las cataratas del Niágara, la batalla de las Pirámides, la erupción del Etna, etc. Finalmente, Napoleón proyectó un palacio para su hijo. Decidió que fuera construido sobre la colina de Chaillot, con vistas, más allá del Sena, a las instalaciones de la Escuela Militar, un inmenso palacio con una fachada de trescientos metros de longitud, dos tercios de la medida de Versalles. Comenzó las garantías para comprar el solar. Un tonelero llamado Gaignier tenía una casita en un rincón de la colina, y subía constantemente el precio. Napoleón rehusó pagar. Entonces le aconsejaron que expropiase la casa con el argumento de la utilidad pública. «Déjenla donde está —ordenó Napoleón—, como monumento a mi respeto por la propiedad privada.» De modo que, salvo la choza del tonelero, se limpiaron los terrenos de Chaillot para construir después el gran palacio. Cuatro días después de regresar de Moscú Napoleón ordenó a un consejero que buscase «todos los libros, edictos, folletos, manuscritos o crónicas relacionados con el procedimiento que se ha aplicado desde los tiempos de Carlomagno para coronar al heredero del trono». Al identificar al nieto de Francisco con la corona francesa. Napoleón abrigaba la esperanza de consolidar todavía más la amistad con el monarca austríaco, y como sabía que Francisco era un católico convencido, Napoleón decidió pedir al Papa que coronase al niño. A su tiempo convino un arreglo general con Pío, y el 25 de enero escribió a Francisco: «Hermano y querido suegro, habiendo tenido ocasión de ver al Papa en Fontainebleau, y después de conferenciar varias veces con Su Santidad, hemos llegado a un acuerdo en relación con los asuntos de la Iglesia. Al parecer, el Papa quiere residir en Avifión. Envío a Su Majestad el Concordato. Acabo de firmarlo con él...» Hay algo casi ingenuo en la prisa con que Napoleón escribe a Francisco, es como si dijera «Ahora que todo está regularizado, seamos amigos íntimos». Dos meses más tarde, bajo el influjo de la tendencia francófoba del cardenal Pacca, Pío anuló el nuevo Concordato, y Napoleón tuvo que desechar el plan de una coronación papal. Pero pronto concibió una idea todavía mejor. Cuando llegase el momento de reanudar la campaña, designaría regente de Francia a María Luisa. Se emitió en este sentido un senadoconsulto, y en el curso de una sencilla ceremonia en el Elíseo, María Luisa juró gobernar en beneficio de Francia. Presidiría el Consejo de Estado y el Senado y los domingos concedería audiencia. Napoleón escribió a Francisco: «Ahora, la emperatriz es mi primer ministro», y Francisco replicó que se sentía «conmovido por esta nueva señal de confianza de mi augusto yerno». A lo largo del invierno Napoleón indujo a María Luisa a escribir a papa Franjáis detalles de los progresos de su nieto y comentarios amistosos de este sesgo: «El emperador te muestra mucho afecto; no pasa día sin que me diga cuánto simpatiza contigo, sobre todo después de verte en Dresde.» El día de Año Nuevo Napoleón envió a Francisco un juego de vajilla de Sévres, adornado con imágenes de Fontainebleau y de los restantes palacios, y todos los meses María Luisa enviaba a su difícil madrastra los artículos de última moda, por un valor de mil francos. peligros que él había rozado en los campos de batalla de Italia, estaban reunidos, sanos y salvos. Aunque en teoría Joseph era el jefe de la familia, en la práctica Napoleón asumió ese papel. Él prohibió a Pauline casarse con Stanislas Fréron, hallado culpable de graves delitos políticos; y la autorizó a contraer matrimonio con un joven oficial que la había amado desde el tiempo en que luchó valerosamente junto a Napoleón en Tolón: el ayudante general Victoire Emmanuel Leclerc, un hombre de veinticinco años, cabellos rubios, figura apuesta, heredero de un acomodado comerciante de harina. A los diecisiete años Pauline continuaba siendo una joven alocada, «sin más compostura que una escolar, hablando inconexamente, riendo por nada y de todo». Napoleón y sus hermanos unieron fuerzas para asignarle una hermosa dote de 40.000 francos. Napoleón había preferido contraer matrimonio civil con Josefina, y como dijo a Desaix, un oficial amigo, creía que Jesucristo era «sólo un profeta más». Pero pensaba que el matrimonio era más sólido gracias a la solemne ceremonia, y sabía cuánta importancia asignaba Letizia a los ritos de la Iglesia. De modo que logró que Pauline tuviese una boda católica en el oratorio de San Francisco, el 14 de junio de 1797. El mismo día consiguió que la Iglesia bendijese la unión de su hermana mayor, Marie Anne —que prefería el nombre de Elisa— y Félix Baciocchi, un gris pero digno corso con quien se había casado en matrimonio civil seis semanas antes. En el marco de estas celebraciones, su propio matrimonio con Josefina debió soportar el escrutinio de la familia Buonaparte. No mereció la aprobación de sus miembros. A los sobrios isleños les desagradaba esa dama ingeniosa y frivola; su sentido de la economía se ofendía ante los innumerables vestidos nuevos, diseñados con un máximo de elegancia y un mínimo de material; el conservadurismo de esta familia se sentía alterado por los tocados, unas veces con muérdago, otras con flores en un turbante; el sentido de lo que era propio para las amigas de París que ella había llevado a Italia para aliviar su hastío, por ejemplo madame Hamelin, que cierta vez, para ganar una apuesta había recorrido la mitad de París ataviada con un vestido sin pechera. Incluso si hubieran podido ignorar dicha conducta en vista de la bondad y la gentileza de Josefina, había algo que no podían dejar de lado: la presencia del teniente Hippolyte Charles del primer regimiento de húsares, con sus botas de cuero rojo y borlas y la capa con aplicaciones de piel de zorro, cambiando miradas y sonrisas con Josefina. Todos los Buonaparte mostraron signos de su desagrado, cada uno a su modo; Letizia tratando a Josefina con fría cortesía, Pauline sacándole la lengua siempre que Josefina la miraba. Sin duda, Napoleón se entristeció cuando vio que su familia no simpatizaba con Josefina. Pero poco después la familia se dispersó. En realidad, Letizia permaneció sólo dos semanas antes de ir a vivir a la casa Buonaparte, en Ajaccio, reparada y amueblada especialmente por orden de Napoleón. También Hippolyte Charles fue una presencia menos frecuente; ascendido a capitán, durante un tiempo volvió a su regimiento. Napoleón y Josefina permanecieron juntos; ese verano en Mombello, o en la residencia del Dogo, en Passeriano, vivieron una luna de miel tardía. Josefina aún no amaba a su riguroso, posesivo y enamorado marido, pero Napoleón tenía amor suficiente para ambos. Si la reunión de Napoleón con Josefina y con su familia representó el fruto más grato de la victoria, el más duradero fue su reorganización de Italia. Al expulsar a los austríacos, Napoleón había ejecutado sólo una parte de su tarea; la otra era llevar a Italia los beneficios de la República. Napoleón emprendió esta labor con un entusiasmo que fue la expresión externa de su intensa adhesión a los Derechos del Hombre, y con una profunda simpatía hacia el pueblo cuyo idioma había sido su propia lengua materna. Después de liberar de los austríacos una ciudad, Napoleón plantaba un árbol en la plaza principal; era uno de los llamados «árboles de la libertad», y sus hojas

podría ser: un rey legítimo. Cierto día, el actor Taima fue a cenar, y la niñera<br />

presentó al pequeño, pero en lugar de abrazarlo, <strong>Napoleón</strong> lo puso sobre sus<br />

rodillas y le aplicó varias palmadas juguetonas. «Taima —dijo—, dígame qué estoy<br />

haciendo... ¿No lo adivina? ¡Caramba, estoy castigando a un rey!» Y si el niño<br />

mostraba signos de temor, <strong>Napoleón</strong> le decía: «¿Qué significa esto? Un rey no debe<br />

atemorizarse».<br />

<strong>Napoleón</strong> ordenó que todos <strong>los</strong> objetos del dormitorio, incluso el orinal utilizado<br />

por su hijo, fuesen fabricados en oro y plata. Cuando el niño estaba aprendiendo a<br />

caminar, <strong>Napoleón</strong> mandó que se acolchasen las habitaciones hasta la altura de<br />

noventa centímetros, no fuese que el pequeño cayera y se golpease la cabeza<br />

contra la pared. Ordenó que se organizase una biblioteca especialmente impresa de<br />

cuatro mil volúmenes, «las mejores obras de todas las ramas del saber», y un<br />

juego de vajilla de Sévres con imágenes sugestivas: las cataratas del Niágara, la<br />

batalla de las Pirámides, la erupción del Etna, etc. Finalmente, <strong>Napoleón</strong> proyectó<br />

un palacio para su hijo. Decidió que fuera construido sobre la colina de Chaillot, con<br />

vistas, más allá del Sena, a las instalaciones de la Escuela Militar, un inmenso<br />

palacio con una fachada de trescientos metros de longitud, dos tercios de la medida<br />

de Versalles. Comenzó las garantías para comprar el solar. Un tonelero llamado<br />

Gaignier tenía una casita en un rincón de la colina, y subía constantemente el<br />

precio.<br />

<strong>Napoleón</strong> rehusó pagar. Entonces le aconsejaron que expropiase la casa con el<br />

argumento de la utilidad pública. «Déjenla donde está —ordenó <strong>Napoleón</strong>—, como<br />

monumento a mi respeto por la propiedad privada.» De modo que, salvo la choza<br />

del tonelero, se limpiaron <strong>los</strong> terrenos de Chaillot para construir después el gran<br />

palacio.<br />

Cuatro días después de regresar de Moscú <strong>Napoleón</strong> ordenó a un consejero que<br />

buscase «todos <strong>los</strong> libros, edictos, folletos, manuscritos o crónicas relacionados con<br />

el procedimiento que se ha aplicado desde <strong>los</strong> tiempos de Carlomagno para coronar<br />

al heredero del trono». Al identificar al nieto de Francisco con la corona francesa.<br />

<strong>Napoleón</strong> abrigaba la esperanza de consolidar todavía más la amistad con el<br />

monarca austríaco, y como sabía que Francisco era un católico convencido,<br />

<strong>Napoleón</strong> decidió pedir al Papa que coronase al niño. A su tiempo convino un<br />

arreglo general con Pío, y el 25 de enero escribió a Francisco: «Hermano y querido<br />

suegro, habiendo tenido ocasión de ver al Papa en Fontainebleau, y después de<br />

conferenciar varias veces con Su Santidad, hemos llegado a un acuerdo en relación<br />

con <strong>los</strong> asuntos de la Iglesia.<br />

Al parecer, el Papa quiere residir en Avifión. Envío a Su Majestad el Concordato.<br />

Acabo de firmarlo con él...» Hay algo casi ingenuo en la prisa con que <strong>Napoleón</strong><br />

escribe a Francisco, es como si dijera «Ahora que todo está regularizado, seamos<br />

amigos íntimos».<br />

Dos meses más tarde, bajo el influjo de la tendencia francófoba del cardenal<br />

Pacca, Pío anuló el nuevo Concordato, y <strong>Napoleón</strong> tuvo que desechar el plan de una<br />

coronación papal. Pero pronto concibió una idea todavía mejor. Cuando llegase el<br />

momento de reanudar la campaña, designaría regente de Francia a María Luisa. Se<br />

emitió en este sentido un senadoconsulto, y en el curso de una sencilla ceremonia<br />

en el Elíseo, María Luisa juró gobernar en beneficio de Francia. Presidiría el Consejo<br />

de Estado y el Senado y <strong>los</strong> domingos concedería audiencia. <strong>Napoleón</strong> escribió a<br />

Francisco: «Ahora, la emperatriz es mi primer ministro», y Francisco replicó que se<br />

sentía «conmovido por esta nueva señal de confianza de mi augusto yerno».<br />

A lo largo del invierno <strong>Napoleón</strong> indujo a María Luisa a escribir a papa Franjáis<br />

detalles de <strong>los</strong> progresos de su nieto y comentarios amistosos de este sesgo: «El<br />

emperador te muestra mucho afecto; no pasa día sin que me diga cuánto simpatiza<br />

contigo, sobre todo después de verte en Dresde.» El día de Año Nuevo <strong>Napoleón</strong><br />

envió a Francisco un juego de vajilla de Sévres, adornado con imágenes de<br />

Fontainebleau y de <strong>los</strong> restantes palacios, y todos <strong>los</strong> meses María Luisa enviaba a<br />

su difícil madrastra <strong>los</strong> artícu<strong>los</strong> de última moda, por un valor de mil francos.<br />

peligros que él había rozado en <strong>los</strong> campos de batalla de Italia, estaban reunidos,<br />

sanos y salvos.<br />

Aunque en teoría Joseph era el jefe de la familia, en la práctica <strong>Napoleón</strong><br />

asumió ese papel. Él prohibió a Pauline casarse con Stanislas Fréron, hallado<br />

culpable de graves delitos políticos; y la autorizó a contraer matrimonio con un<br />

joven oficial que la había amado desde el tiempo en que luchó valerosamente junto<br />

a <strong>Napoleón</strong> en Tolón: el ayudante general Victoire Emmanuel Leclerc, un hombre<br />

de veinticinco años, cabel<strong>los</strong> rubios, figura apuesta, heredero de un acomodado<br />

comerciante de harina. A <strong>los</strong> diecisiete años Pauline continuaba siendo una joven<br />

alocada, «sin más compostura que una escolar, hablando inconexamente, riendo<br />

por nada y de todo». <strong>Napoleón</strong> y sus hermanos unieron fuerzas para asignarle una<br />

hermosa dote de 40.000 francos.<br />

<strong>Napoleón</strong> había preferido contraer matrimonio civil con Josefina, y como dijo a<br />

Desaix, un oficial amigo, creía que Jesucristo era «sólo un profeta más». Pero<br />

pensaba que el matrimonio era más sólido gracias a la solemne ceremonia, y sabía<br />

cuánta importancia asignaba Letizia a <strong>los</strong> ritos de la Iglesia. De modo que logró que<br />

Pauline tuviese una boda católica en el oratorio de San Francisco, el 14 de junio de<br />

1797. El mismo día consiguió que la Iglesia bendijese la unión de su hermana<br />

mayor, Marie Anne —que prefería el nombre de Elisa— y Félix Baciocchi, un gris<br />

pero digno corso con quien se había casado en matrimonio civil seis semanas<br />

antes.<br />

En el marco de estas celebraciones, su propio matrimonio con Josefina debió<br />

soportar el escrutinio de la familia Buonaparte. No mereció la aprobación de sus<br />

miembros. A <strong>los</strong> sobrios isleños les desagradaba esa dama ingeniosa y frivola; su<br />

sentido de la economía se ofendía ante <strong>los</strong> innumerables vestidos nuevos,<br />

diseñados con un máximo de elegancia y un mínimo de material; el<br />

conservadurismo de esta familia se sentía alterado por <strong>los</strong> tocados, unas veces con<br />

muérdago, otras con flores en un turbante; el sentido de lo que era propio para las<br />

amigas de París que ella había llevado a Italia para aliviar su hastío, por ejemplo<br />

madame Hamelin, que cierta vez, para ganar una apuesta había recorrido la mitad<br />

de París ataviada con un vestido sin pechera. Incluso si hubieran podido ignorar<br />

dicha conducta en vista de la bondad y la gentileza de Josefina, había algo que no<br />

podían dejar de lado: la presencia del teniente Hippolyte Charles del primer<br />

regimiento de húsares, con sus botas de cuero rojo y borlas y la capa con<br />

aplicaciones de piel de zorro, cambiando miradas y sonrisas con Josefina. Todos <strong>los</strong><br />

Buonaparte mostraron signos de su desagrado, cada uno a su modo; Letizia<br />

tratando a Josefina con fría cortesía, Pauline sacándole la lengua siempre que<br />

Josefina la miraba.<br />

Sin duda, <strong>Napoleón</strong> se entristeció cuando vio que su familia no simpatizaba con<br />

Josefina. Pero poco después la familia se dispersó. En realidad, Letizia permaneció<br />

sólo dos semanas antes de ir a vivir a la casa Buonaparte, en Ajaccio, reparada y<br />

amueblada especialmente por orden de <strong>Napoleón</strong>. También Hippolyte Charles fue<br />

una presencia menos frecuente; ascendido a capitán, durante un tiempo volvió a su<br />

regimiento.<br />

<strong>Napoleón</strong> y Josefina permanecieron juntos; ese verano en Mombello, o en la<br />

residencia del Dogo, en Passeriano, vivieron una luna de miel tardía. Josefina aún<br />

no amaba a su riguroso, posesivo y enamorado marido, pero <strong>Napoleón</strong> tenía amor<br />

suficiente para ambos.<br />

Si la reunión de <strong>Napoleón</strong> con Josefina y con su familia representó el fruto más<br />

grato de la victoria, el más duradero fue su reorganización de Italia. Al expulsar a<br />

<strong>los</strong> austríacos, <strong>Napoleón</strong> había ejecutado sólo una parte de su tarea; la otra era<br />

llevar a Italia <strong>los</strong> beneficios de la República.<br />

<strong>Napoleón</strong> emprendió esta labor con un entusiasmo que fue la expresión externa<br />

de su intensa adhesión a <strong>los</strong> Derechos del Hombre, y con una profunda simpatía<br />

hacia el pueblo cuyo idioma había sido su propia lengua materna.<br />

Después de liberar de <strong>los</strong> austríacos una ciudad, <strong>Napoleón</strong> plantaba un árbol en<br />

la plaza principal; era uno de <strong>los</strong> llamados «árboles de la libertad», y sus hojas

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