La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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acompañase a Josefina desde París. Finalmente eligió a Joachim Mural, de la<br />
caballería: un hombre de cabel<strong>los</strong> rizados y ojos azules, hijo de un posadero, fiel a<br />
<strong>Napoleón</strong> y a <strong>los</strong> uniformes deslumbrantes, y a una conserva de uvas, membrillo y<br />
peras, una especialidad de su Guayana nativa que la madre le enviaba<br />
regularmente, y que él guardaba en un gran recipiente de piedra.<br />
El 6 de mayo, fecha de la llegada de Murat a París, <strong>Napoleón</strong> deslizó la mano en<br />
el bolsillo interior de su chaqueta, como hacía muchas veces durante el día, para<br />
sacar y besar la miniatura de Josefina. Esta vez descubrió que se había roto el<br />
vidrio que la cubría. <strong>La</strong> gente del Mediterráneo es supersticiosa, y <strong>los</strong> corsos más<br />
que la mayoría. De acuerdo con la versión de su ayudante de campo Marmont,<br />
<strong>Napoleón</strong> palideció «terriblemente». «Marmont —dijo—, mi esposa está muy<br />
enferma o me es infiel».<br />
Pocos días más tarde <strong>Napoleón</strong> recibió una carta de Murat que le informaba que<br />
Josefina no se sentía bien. Todos <strong>los</strong> síntomas sugerían un embarazo. Estaba<br />
descansando en el campo y no podía viajar inmediatamente a Italia. <strong>Napoleón</strong><br />
osciló entre la alegría ante la esperanza de ser padre y la preocupación por<br />
Josefina. «No permanezcas en el campo. Ve a la ciudad. Trata de divertirte.<br />
Créeme, mi alma padece más intensamente que nunca por saber si estás enferma<br />
y triste. Ansio saber cómo llevas a tus hijos. Seguramente eso te confiere un<br />
aspecto majestuoso y respetable, y creo que debe de ser muy divertido».<br />
Hacia finales de mayo <strong>Napoleón</strong> era el amo de Lombardía, y se lo festejaba<br />
dondequiera que iba. Sus generales lo pasaban bien —sobre todo Berthier, quien se<br />
había enamorado de Giuseppina Visconti, una dama italiana—. Sólo <strong>Napoleón</strong> se<br />
sentía muy mal porque Josefina aún no había llegado. Según decía ella misma,<br />
estaba muy enferma para viajar. <strong>Napoleón</strong>, desesperadamente solo y agobiado por<br />
la inquietud necesitaba verla. «Consigúeme un permiso de favor de una hora —<br />
escribió a Josefina—. En cinco días estaré en París, y regresaré a mi ejército el<br />
duodécimo día. Sin ti de nada sirvo aquí. Dejo a otros la búsqueda de la gloria y el<br />
servicio a la patria, este exilio me ahoga, cuando mi bienamada sufre y está<br />
enferma no puedo calcular fríamente el modo de derrotar al enemigo... Mis<br />
lágrimas bañan tu retrato, sólo él me acompaña siempre».<br />
Los directores se negaron a conceder a <strong>Napoleón</strong> el permiso de favor —no era<br />
precisamente en París donde él podía aportarles cuarenta millones de francos—, y a<br />
medida que pasaron <strong>los</strong> días del junio italiano, cada uno con su triunfo militar,<br />
<strong>Napoleón</strong> continuó esperando a Josefina. Advirtió que en sus cartas ella hablaba<br />
menos de la mala salud, y comenzó a buscar otra explicación acerca de la causa de<br />
su ausencia. «Es mi desgracia no haber llegado a conocerte bastante bien, y la tuya<br />
haber creído que yo me parecía a <strong>los</strong> restantes hombres de tu salón.» A veces<br />
sentía que ella sencillamente se mostraba indiferente a él: «¿Debería acusarte? No.<br />
Tu conducta es la que marca tu destino. Tan amable, tan bella, tan gentil, ¿estás<br />
destinada a ser el instrumento de mi desesperación?».<br />
En otras ocasiones <strong>Napoleón</strong> temía que Josefina estuviese enamorada de otro.<br />
«¿Tienes un amante?», preguntaba a veces. «¿Te has encaprichado de un mocoso<br />
de diecinueve años? Si es así, tienes motivo para temer el puño de Ótelo».<br />
<strong>La</strong> única prueba de que disponía <strong>Napoleón</strong> para creer que Josefina estaba<br />
enamorada de otro hombre era el tono de sus cartas y el hecho de que no se<br />
reunía con él. Era sólo una de varias explicaciones que concibió durante las<br />
semanas de soledad, pero en definitiva era la válida.<br />
El hombre en cuestión era el teniente Hippolyte Charles, del primer regimiento<br />
de húsares.<br />
Hippolyte Charles era el noveno hijo de un tendero establecido cerca de<br />
Valence, y tenía tres años menos que <strong>Napoleón</strong>. Medía un metro sesenta y cinco,<br />
tenía la piel muy oscura, <strong>los</strong> ojos azules, <strong>los</strong> cabel<strong>los</strong> negro azabache y patillas. Era<br />
bastante buen soldado —de lo contrario no habría sido oficial del ejército francés—,<br />
y en una ocasión se lo mencionó en <strong>los</strong> despachos. Pero impresionaba a la gente no<br />
tanto por sus cualidades parciales como por su «bonito rostro y la elegancia de un<br />
ayudante de peluquero».<br />
Según estaban, dijo, eran inaceptables; Metternich el mediador tenía la<br />
obligación de acercar a las dos partes. Pero pronto fue evidente que Metternich no<br />
se proponía lograr el acercamiento entre ambas partes; había venido, no como<br />
mediador, sino como portavoz de sus enemigos.<br />
Y lo que es más, no estaba dispuesto a negociar. De hecho estaba exigiendo<br />
que al día siguiente de dos victorias, <strong>Napoleón</strong> renunciara a tres cuartas partes de<br />
las conquistas realizadas desde 1800. Y decía que si <strong>Napoleón</strong> decidía oponerse y<br />
Austria declaraba la guerra, tendría que luchar contra tres grandes potencias<br />
continentales. Antes siempre había conseguido limitar a dos el número de<br />
enemigos. Tres contra uno en efecto dificultaría mucho las cosas. Más aún, la<br />
guerra —si se llegaba a eso— sobrevendría en momentos en que la campaña<br />
española, durante mucho tiempo desalentadora, había llegado a ser catastrófica.<br />
Los ingleses habían estado volcando tropas sobre España; el 21 de junio de 1813 el<br />
duque de Wellington ganó la batalla de Vitoria y ahora estaba empujando al<br />
mariscal Soult hacia Francia.<br />
Pero <strong>Napoleón</strong> contemplaba el panorama más allá de la situación militar.<br />
Advertía que el Imperio, un nuevo orden que expresaba <strong>los</strong> derechos del hombre,<br />
soportaba el reto del antiguo orden, manifestación del privilegio y las glorias de<br />
antaño; Francisco, «un esqueleto que ocupa el trono gracias al mérito de sus<br />
antepasados» y Metternich, ex propietario de hombres que eran casi siervos,<br />
decidido a retrasar el desarrollo social y político de Europa. A <strong>los</strong> ojos de <strong>Napoleón</strong>,<br />
el Imperio era también la expresión de la gloria de Francia. <strong>La</strong>s ideas francesas, las<br />
vidas francesas, el esfuerzo francés, habían construido el Imperio. Por lo tanto, era<br />
una cuestión de honor para Francia, y para él mismo, gobernante electo de Francia,<br />
defender el Imperio. Concebía a Europa occidental como un patrimonio mantenido<br />
en fideicomiso que ningún hombre tenía el derecho de despilfarrar. De modo que,<br />
si bien necesitaba la paz, <strong>Napoleón</strong> creía que era un error concertar la paz a<br />
cualquier precio.<br />
Por consiguiente, en lugar de aceptar <strong>los</strong> términos de Metternich, <strong>Napoleón</strong><br />
trató de negociar. Dijo que cedería Iliria aAustria, un territorio prometido como<br />
recompensa por la ayuda que le había prestado contra Rusia en 1812, y algo más<br />
como complemento. Concedería a Rusia parte, pero no la totalidad, de Polonia.<br />
Pero eso era todo. Ceder más era deshonroso.<br />
Metternich afirmó que las propuestas de <strong>Napoleón</strong> eran inaceptables. Como<br />
creía que Metternich no tenía derecho de hablar en nombre de Rusia y Prusia,<br />
además de su propio país, <strong>Napoleón</strong> propuso que se celebrasen conversaciones<br />
entre las cuatro potencias para discutir un arreglo. Metternich aceptó. Celebrarían<br />
un congreso y abordarían <strong>los</strong> problemas. Cuando Metternich salió del palacio<br />
Marcolini, <strong>Napoleón</strong> dijo: «Debemos mantener expedito el camino de la paz».<br />
Pese al tratado. <strong>Napoleón</strong> envió a Caulaincourt como enviado ante el congreso,<br />
que se reunió en Praga. Aún abrigaba la esperanza de llegar a arreg<strong>los</strong> separados y<br />
menos desventajosos con cada uno de sus enemigos. Pero Metternich demostró<br />
nuevamente una brillante habilidad diplomática. Impidió que Caulaincourt hablase<br />
con <strong>los</strong> enviados prusianos o rusos, y por lo tanto que modificase las condiciones<br />
originales.<br />
<strong>Napoleón</strong> se negó a aceptarlas y el 12 de agosto de 1813 Austria declaró la<br />
guerra a Francia.<br />
Eso era precisamente lo que Metternich había estado esperando mientras<br />
estaba en el palacio Marcolini. Lejos de mediar, había formulado exigencias tan<br />
exageradas que, según creía, <strong>Napoleón</strong> sin duda tendría que rechazarlas. De ese<br />
modo podría consolidar la endeble Coalición, afirmando ante Europa que <strong>Napoleón</strong><br />
era un hombre ambicioso. Metternich declaró que <strong>Napoleón</strong> estaba consumido por<br />
la ambición y que, antes que renunciar a la gloria que había conquistado con tanto<br />
esfuerzo, lograría que el mundo entero se desplomase alrededor de las ruinas de su<br />
propio trono. Esta acusación fue repetida por todos <strong>los</strong> estadistas de la Coalición.<br />
<strong>La</strong> ambición se convirtió en el punto central de su propaganda. Por una parte,