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siguiente. Fue un esfuerzo casi sobrehumano. Napoleón concentró nuevamente sus fuerzas en La Favorita, y otra vez tomó la iniciativa, y así no sólo derrotó a los 17.000 hombres de Provera, sino que hizo prisioneros a la mayoría. Entretanto, Joubert se había apoderado de 7.000 prisioneros más del ejército en retirada de Alvinzi, y Wurmser se vio obligado a retirarse detrás de los muros de Mantua, donde al mes siguiente Napoleón lo obligó a capitular. Los directores deseaban que Napoleón fusilase a Wurmser, un francés que había tomado las armas contra Francia, pero Napoleón, que respetaba el coraje de Wurmser, ignoró la orden, y le permitió regresar a Austria. Para muchos, el espectáculo de Wurmser y sus oficiales desmoralizados y medio muertos de hambre, despojados de banderas, cañones y hombres, comenzando a recorrer fatigados el camino que lleva aViena, fue la imagen de la derrota total de Austria en Italia. Napoleón deseaba cruzar los Alpes para llegar a las puertas de Viena. Pero antes debía abordar otra tarea: Pío VI y sus cardenales detestaban a la República Francesa. A pesar de la expedición punitiva de Napoleón el año precedente, simpatizaban francamente con Austria y habían convenido a Roma en un centro de actividades de los emigrados. Napoleón recibió órdenes de los directores de marchar hacia el sur por segunda vez y castigar al Papa. Napoleón acogió con agrado la iniciativa, pero por otra razón: protegería su retaguardia cuando llegase el momento de que él entrase en Austria. De modo que el 1 de febrero Napoleón partió, y recorrió las ciudades papales: Bolonia, Faenza, Forli, Rímini, Ancona y Macerara. Encontró escasa resistencia. Cierto día, Lannes, que mandaba el cuerpo de avanzada, tropezó con varios centenares de hombres de la caballería papal. Acompañaban a Lannes sólo unos pocos oficiales de Estado Mayor, pero Lannes galopó hacia el enemigo. «¡Alto!» ordenó. Se detuvieron. «¡Desmonten!» Desmontaron. «¡Entreguen las armas!» Y con gran asombro de Lannes, obedecieron. Allí los hicieron prisioneros a todos. Después de ocupar los Estados Papales, Napoleón podía imponer las condiciones que le pareciesen más convenientes. Uno de los directores, el jorobado La Revelliére, era un ateo cuya pasión se encendía con sólo mencionar el nombre del Papa. Pretendía que Napoleón depusiera a Pío VI. Incluso los romanos creían que su Papa sería derrocado, pues afirmaban que el número seis traía mala suene: Sextus Tarquinus, sextusNero, sextus etiste, Sempersub sextis perdita Romafitit. Cuando llegó aTolentino para reunirse con el enviado papal, Napoleón comprobó que tenía que adoptar una decisión cruel. Por una parte estaba el deseo de los directores de destruir el gobierno papal, y por otra los hechos. Pío VI, que tenía entonces sesenta y nueve años, era un anciano mal aconsejado pero inofensivo, con las usuales manías papales: mimaba a un sobrino inepto y a la bonita esposa del sobrino, y le agradaba erigir obeliscos. Mantenía unidos a un conjunto de pequeños estados que de no ser por él se hubieran acuchillado mutuamente. Durante un milenio el Papa había sido una pane esencial del equilibrio italiano del poder. Si deponía a Pío, Napóles se apoderaría de Italia central; y Napóles, sometida a la neurótica y casi histérica María Carolina, hermana de María Antonieta, era un enemigo de Francia aún más enconado que Roma. Napoleón decidió que no derrocaría al Papa. En cambio, lo obligaría a cerrar sus puertos a todas las marinas hostiles, y le arrebataría tres de los Estados Papales más treinta millones en oro. Lo debilitaría sin destruirlo, y trataría de conquistar su amistad. Para alcanzar este propósito tenía que apelar a cieña duplicidad. Escribió a Pío: «Mi ambición es que se me denomine el salvador, no el destructor de la Santa Sede», y en los informes al Directorio, para beneficio del ojo malévolo de La Revelliére, Napoleón afirmó que Pío era «un viejo zorro». «Mi opinión es que Roma, una vez privada de Bolonia, Ferrara, Romana y treinta millones, ya no existe. La vieja máquina se derrumbará por sí misma.» Por el tratado de Tolentino, Napoleón consiguió lo que deseaba: seguridad en el norte, sin descalabrar el rompecabezas político italiano. acto, casi siempre a Berthier, que después, por lo que parecía, explicaba con más detalle a los correos la breve decisión de Napoleón. A veces, el emperador ordenaba a los correos que se acercaran, formulaba preguntas y después los despedía personalmente, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a asentir con un tranquilo "Bien" o los alejaba con un gesto». Napoleón había ganado sus primeros laureles en las montañas de Italia. En Abuldr había utilizado como aliado al mar. Después, había obtenido sus victorias decisivas, por ejemplo Austerlitz y Jena, sobre terreno montañoso o por lo menos ondulado, donde podía ensayar fintas, girar, sorprender y atacar de flanco. Pero el terreno alrededor de Leipzig no ofrecía esa ventaja topográfica. Era una llanura, donde podían verse todos los movimientos y no había espacio para sutilezas. Aprovechando una ligera elevación. Napoleón estableció su centro en la Colina del Patíbulo, con el ala izquierda sobre el río Parthe, al norte de Leipzig, y la derecha sobre el río Pleiss, al sur. Tenía 177.000 hombres contra los 257.000 de los aliados. Planeó atacar primero al ejército austríaco de Schwarzenberg, hacia el sur, y después a los austroprusianos de Blücher, hacia el norte. La batalla comenzó la mañana del 16 de octubre, con dos mil cañones que libraron el duelo de artillería más gigantesco jamás visto. Durante los últimos seis años Napoleón había desarrollado una mortífera táctica, que consistía en acercar todo lo posible los cañones para abrir un hueco por donde entraban la caballería y la infantería. Ahora vio cómo los cañones formaban largas líneas para hacer precisamente lo mismo; y exclamó: «¡Al fin han aprendido algo!» Cuando los cañones volaron las líneas francesas, Schwarzenberg atacó en cuatro columnas. Napoleón hizo lo que se había negado a hacer en Borodino: envió a la Vieja Guardia. Pero en la enconada lucha que siguió ni siquiera ella logró romper la línea austríaca. Entretanto, Napoleón vio que Blücher llegaba desde el norte, antes de lo previsto, y comenzaba a atacar la izquierda francesa dirigida por Ney y Marmont. Ahora, todas las fuerzas de Napoleón estaban comprometidas simultáneamente, y los hombres luchaban valerosamente, como de costumbre. El general Poniatowski, al frente de los lanceros polacos, conquistó el bastón de mariscal. El general de Latour-Maubourg, que dirigió la caballería de la Vieja Guardia, perdió una pierna, arrancada por una granada, y cuando su ordenanza lo compadeció, interrumpió secamente al hombre: «En adelante, tendrás que lustrar una sola bota». Pero el coraje no bastaba. En ese terreno llano una batalla se convenía en el equivalente de una gresca campesina, y el peso y el número importaba más que la habilidad o el heroísmo individual. Al atardecer, Napoleón pasó revista a sus pérdidas: 26.000 hombres muertos o heridos. Al día siguiente, domingo 17, los dos ejércitos estaban tan agotados que se limitaron al mutuo bombardeo. Y hacia el final de la tarde Napoleón soportó una fuerte impresión; vio a lo lejos, sobre el horizonte, largas filas de soldados en marcha. Al sur, el general ruso Bennigsen a la cabeza de 50.000 hombres; al norte, Bernadotte con 60.000 hombres más. La madrugada del lunes, cuando aún estaba oscuro. Napoleón trasladó su cuartel general más al norte, a un molino de tabaco, un terreno elevado; desde allí podría observar los movimientos de esas tropas frescas. Bernadotte atacó primero, y en medio del combate, tres mil sajones que servían con Napoleón, y que se mostraron menos fieles que su rey, desertaron para pasarse al enemigo. De nuevo Napoleón envió a la Vieja Guardia, y él mismo encabezó a cinco mil hombres de la caballería contra los suecos y los sajones traidores, y tuvo la satisfacción de dispersarlos. El combate fue aún más duro ese día que el anterior, pero los franceses estaban fatigados, y sus enemigos, frescos. Hacia el anochecer Napoleón había perdido otros veinte mil hombres y las municiones escaseaban. Se hizo evidente que por primera vez en su vida, y en una batalla en que él intervenía personalmente, no había logrado el triunfo. De mala gana. Napoleón decidió retirarse. Esa noche pasó a Leipzig, y comenzó a dirigir el paso de sus tropas por el único puente que aún quedaba. A lo largo de
que lo hubiesen rescatado del río». Las ropas empapadas agravaron la diarrea, contraída por haber consumido guisado de cordero con exceso de ajo; y en lugar de perseguir a los austríacos hasta las gargantas del Elba, Napoleón tuvo que guardar reposo un día. De todos modos, Dresde fue una victoria importante: con ciento veinte mil hombres había derrotado a un ejército aliado de ciento setenta mil. «He capturado veinticinco mil prisioneros —escribió a María Luisa—, treinta banderas y muchos cañones. Te los envío...». Pero sus generales, en lugar de capturar banderas, las perdían. Oudinot fue derrotado en Gros-Beeren. Macdonaid por Blücher a orillas del Katzbach, Vandamme en Kulm. Napoleón se arrojó sobre Blücher pero, como escribió a su ministro de Relaciones Exteriores, «cuando el enemigo supo que yo estaba con el ejército, huyó con la mayor prisa posible en todas direcciones. No hubo modo de encontrarlo; apenas disparé uno o dos cañonazos». Durante gran parte de septiembre Napoleón recorrió su extensa línea, reagrupando, reprendiendo, alentando a sus mariscales, y siempre obligado a conseguir de una división el trabajo de dos o tres. Las circunstancias se volvían cada vez más contra él. Los reclutas más recientes habían padecido desnutrición en la infancia, cuando escaseaba el pan, y comenzaban a enfermar por millares. Cuando Napoleón reprochó a Augereau que no mostraba la temeridad que había sido su característica diecisiete años antes en Castiglione, el mariscal de cincuenta y seis años replicó: «Sire, seré el Augereau que fui en Castiglione cuando me deis los soldados que entonces tenía». Napoleón, que odiaba la guerra defensiva, concibió a principios de octubre un nuevo plan: marcharía sobre Berlín, y después de tomarla, invadiría Polonia para aislar a los rusos. Cuando propuso la idea a sus mariscales, Ney, Murat, Berthier y Macdonaid, éstos se opusieron enérgicamente, y cuando Napoleón insistió, se sumieron en un silencio ominoso. Ciertamente, dadas las circunstancias, era un plan temerario y aventurado que, si fracasaba, pondría en peligro al ejército entero. Napoleón, cuyo cuartel general estaba entonces en Düben, permaneció dos dolorosos días sentado en un sofá, sin prestar atención a los despachos que se apilaban sobre la mesa, dedicado a dibujar distraídamente mayúsculas sobre hojas de papel, agobiado por la duda, pues no atinaba a determinar si debía ceder a la sorda rebelión de sus mariscales opuestos a la marcha sobre Berlín. Finalmente, el 14 de octubre, decidió desechar el plan. Como los aliados ya estaban cercándolo, Blücher por el norte, Schwarzenberg por el sur, con la intención de flanquear Dresde, Napoleón ordenó a sus tropas que retrocediesen unos cien kilómetros hacia el noroeste, en dirección a Leipzig. Allí se detendría para combatir; ahora estaba en juego nada menos que su Imperio. Napoleón llegó a Leipzig el 14 de octubre. A medida que llegaban nuevos reclutas. Napoleón les entregaba solemnemente sus águilas. «¡Soldados! Allá está el enemigo. ¿Juráis morir antes que soportar que Francia sea insultada?» Palabras sencillas, dice un oficial joven, pero a causa de la voz vibrante de Napoleón, de la mirada penetrante y el brazo extendido y enérgico, palabras que conmovían de un modo indecible. Y la respuesta era el grito entusiasta: «¡Sí, lo juramos!». Napoleón instaló su cuartel general al sureste de la ciudad, sobre un ligera elevación llamada Colina del Patíbulo. Se llevó al campo de rastrojo una mesa de tamaño mediano requisada de una granja, y se le agregó una silla. Cerca ardía un enorme fuego. El tiempo era tormentoso, de modo que el mapa, con los alfileres de distintos colores, fue clavado a la mesa. Napoleón se sentaba únicamente para examinar el mapa o subrayar algo, pero nunca más de dos minutos. El resto del tiempo se paseaba de un lado a otro, jugando inquieto con su pañuelo, la caja de rapé y el catalejo. Berthier siempre estaba al lado del emperador. «Los ayudantes de campo y los oficiales llegaban de diferentes lugares, y los llevaba inmediatamente a presencia del emperador. Éste recibía los papeles, los leía en un instante, y garabateaba unas palabras o contestaba verbalmente en el Como en Cherasco, las condiciones de Napoleón fueron menos duras que lo que su fuerza militar justificaba, y no precisamente un amigo, sino un enemigo, el corresponsal de Luis XVIII en Roma, dijo refiriéndose al tratado: «Su Majestad sin duda se sentirá sorprendida por la moderación de Bonaparte». Napoleón envió el tratado de Tolentino a París el día 19, menos de tres semanas después de haber comenzado su ofensiva en el sur. Después corrió más de trescientos kilómetros hacia el norte para preparar las etapas finales de su campaña. Todavía era invierno, y los Alpes y los Dolomitas estaban sepultados bajo la nieve. Pero Napoleón no deseaba esperar. Primero envió a Junot al Tirol, para aislar a los 15.000 austríacos destacados allí, y proteger su flanco del ataque del ejército austríaco del Rin. Después, el 10 de marzo, salió de Bassano al frente de cuatro divisiones, entró en Austria y en una serie de marchas forzadas avanzó deprisa hacia la capital. Capturó Leoben el 7 de abril y envió a un grupo avanzado a Semmering, casi a las puertas de Viena. Ya estaba a 480 kilómetros de Milán, y a 960 kilómetros de París. Jamás un ejército francés había penetrado tan profundamente en Austria. La corte de Viena fue tomada totalmente por sorpresa. Las pocas tropas que le quedaban se hallaban muy lejos, a orillas del Rin. Viena se encontraba indefensa, y Francisco II evacuó a sus hijos y los envió a Hungría; entre ellos había una bonita niña de seis años, que tenía ojos azules y se llamaba María Luisa. Cuando Napoleón propuso un armisticio, Francisco no tuvo más remedio que aceptar. Se celebraron las conversaciones en Leoben, en el castillo de Goss, y también aquí Napoleón insistió en la rapidez. Después de sólo cinco días, el 18 de abril, Napoleón firmó las «condiciones preliminares de Leoben», en virtud de las cuales Austria renunciaba al ducado de Milán y, después de cinco años de guerra contra Francia, se avenía a concertar la paz. Napoleón había terminado ya lo que se había propuesto hacer. Concluía la campaña de Italia que había durado trece meses. En un lapso de trece meses Napoleón obtuvo una serie de victorias que dejaban en la sombra todas las victorias francesas combinadas en Italia durante los últimos trescientos años. Con un ejército que nunca sobrepasó la cifra de 44.000 soldados, Napoleón había derrotado a fuerzas que cuadruplicaban ese número, había vencido en una docena de batallas importantes, había matado, herido o apresado a 43.000 austríacos y capturado 170 banderas y 1.100 cañones. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cuál era su secreto?. Napoleón no tenía un solo secreto. Las cualidades que concurrieron al éxito de la campaña en Italia fueron varias, y se trataba de las mismas cualidades que habrían de distinguir a todas las campañas de Napoleón. Cuando analizamos por qué Napoleón ganó batallas en Italia, también analizamos por qué siempre —o casi siempre— conquistó la victoria en el campo de batalla. La primera cualidad era la disciplina. Habida cuenta del historial de sus antecesores, Napoleón era un gran partidario de la ley y el orden. Insistía en que los oficiales firmasen un recibo por todo lo que requisaban, así se tratase de una caja de cerillas o de un saco de harina. Si sus soldados robaban o dañaban, Napoleón ordenaba que pagasen una indemnización. Prohibió el saqueo, y ordenó que un granadero que había robado un cáliz en los Estados Papales fuese fusilado en presencia del ejército. En una serie de coléricas cartas condenó las prácticas inescrupulosas de los proveedores militares, que le enviaban jamelgos más apropiados para el matadero que para las cargas de caballería, y que le robaban todo, desde la quinina hasta las vendas. Napoleón se mostró implacable con estos hombres, y cuando uno de ellos le regaló un hermoso caballo de silla, con la esperanza de que él cerrara los ojos a las defraudaciones, Napoleón rugió: «Arréstenlo. Que lo encarcelen seis meses».La contraparte positiva de la disciplina era la entrega de incentivos para la bravura. Napoleón ascendía sólo a los valientes, y cuanto más valiente era el oficial, más veloz era el ascenso. Por ejemplo Murat, un oficial de caballería que no sabía lo que era el miedo, ascendió
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siguiente. Fue un esfuerzo casi sobrehumano. <strong>Napoleón</strong> concentró nuevamente sus<br />
fuerzas en <strong>La</strong> Favorita, y otra vez tomó la iniciativa, y así no sólo derrotó a <strong>los</strong><br />
17.000 hombres de Provera, sino que hizo prisioneros a la mayoría. Entretanto,<br />
Joubert se había apoderado de 7.000 prisioneros más del ejército en retirada de<br />
Alvinzi, y Wurmser se vio obligado a retirarse detrás de <strong>los</strong> muros de Mantua,<br />
donde al mes siguiente <strong>Napoleón</strong> lo obligó a capitular. Los directores deseaban que<br />
<strong>Napoleón</strong> fusilase a Wurmser, un francés que había tomado las armas contra<br />
Francia, pero <strong>Napoleón</strong>, que respetaba el coraje de Wurmser, ignoró la orden, y le<br />
permitió regresar a Austria. Para muchos, el espectáculo de Wurmser y sus oficiales<br />
desmoralizados y medio muertos de hambre, despojados de banderas, cañones y<br />
hombres, comenzando a recorrer fatigados el camino que lleva aViena, fue la<br />
imagen de la derrota total de Austria en Italia.<br />
<strong>Napoleón</strong> deseaba cruzar <strong>los</strong> Alpes para llegar a las puertas de Viena. Pero<br />
antes debía abordar otra tarea: Pío VI y sus cardenales detestaban a la República<br />
Francesa. A pesar de la expedición punitiva de <strong>Napoleón</strong> el año precedente,<br />
simpatizaban francamente con Austria y habían convenido a Roma en un centro de<br />
actividades de <strong>los</strong> emigrados. <strong>Napoleón</strong> recibió órdenes de <strong>los</strong> directores de<br />
marchar hacia el sur por segunda vez y castigar al Papa.<br />
<strong>Napoleón</strong> acogió con agrado la iniciativa, pero por otra razón: protegería su<br />
retaguardia cuando llegase el momento de que él entrase en Austria. De modo que<br />
el 1 de febrero <strong>Napoleón</strong> partió, y recorrió las ciudades papales: Bolonia, Faenza,<br />
Forli, Rímini, Ancona y Macerara.<br />
Encontró escasa resistencia. Cierto día, <strong>La</strong>nnes, que mandaba el cuerpo de<br />
avanzada, tropezó con varios centenares de hombres de la caballería papal.<br />
Acompañaban a <strong>La</strong>nnes sólo unos pocos oficiales de Estado Mayor, pero <strong>La</strong>nnes<br />
galopó hacia el enemigo. «¡Alto!» ordenó. Se detuvieron.<br />
«¡Desmonten!» Desmontaron. «¡Entreguen las armas!» Y con gran asombro de<br />
<strong>La</strong>nnes, obedecieron. Allí <strong>los</strong> hicieron prisioneros a todos.<br />
Después de ocupar <strong>los</strong> Estados Papales, <strong>Napoleón</strong> podía imponer las<br />
condiciones que le pareciesen más convenientes. Uno de <strong>los</strong> directores, el jorobado<br />
<strong>La</strong> Revelliére, era un ateo cuya pasión se encendía con sólo mencionar el nombre<br />
del Papa. Pretendía que <strong>Napoleón</strong> depusiera a Pío VI. Incluso <strong>los</strong> romanos creían<br />
que su Papa sería derrocado, pues afirmaban que el número seis traía mala suene:<br />
Sextus Tarquinus, sextusNero, sextus etiste, Sempersub sextis perdita<br />
Romafitit.<br />
Cuando llegó aTolentino para reunirse con el enviado papal, <strong>Napoleón</strong><br />
comprobó que tenía que adoptar una decisión cruel. Por una parte estaba el deseo<br />
de <strong>los</strong> directores de destruir el gobierno papal, y por otra <strong>los</strong> hechos. Pío VI, que<br />
tenía entonces sesenta y nueve años, era un anciano mal aconsejado pero<br />
inofensivo, con las usuales manías papales: mimaba a un sobrino inepto y a la<br />
bonita esposa del sobrino, y le agradaba erigir obeliscos. Mantenía unidos a un<br />
conjunto de pequeños estados que de no ser por él se hubieran acuchillado<br />
mutuamente. Durante un milenio el Papa había sido una pane esencial del<br />
equilibrio italiano del poder. Si deponía a Pío, Napóles se apoderaría de Italia<br />
central; y Napóles, sometida a la neurótica y casi histérica María Carolina, hermana<br />
de María Antonieta, era un enemigo de Francia aún más enconado que Roma.<br />
<strong>Napoleón</strong> decidió que no derrocaría al Papa. En cambio, lo obligaría a cerrar sus<br />
puertos a todas las marinas hostiles, y le arrebataría tres de <strong>los</strong> Estados Papales<br />
más treinta millones en oro. Lo debilitaría sin destruirlo, y trataría de conquistar su<br />
amistad. Para alcanzar este propósito tenía que apelar a cieña duplicidad. Escribió a<br />
Pío: «Mi ambición es que se me denomine el salvador, no el destructor de la Santa<br />
Sede», y en <strong>los</strong> informes al Directorio, para beneficio del ojo malévolo de <strong>La</strong><br />
Revelliére, <strong>Napoleón</strong> afirmó que Pío era «un viejo zorro». «Mi opinión es que Roma,<br />
una vez privada de Bolonia, Ferrara, Romana y treinta millones, ya no existe. <strong>La</strong><br />
vieja máquina se derrumbará por sí misma.» Por el tratado de Tolentino, <strong>Napoleón</strong><br />
consiguió lo que deseaba: seguridad en el norte, sin descalabrar el rompecabezas<br />
político italiano.<br />
acto, casi siempre a Berthier, que después, por lo que parecía, explicaba con más<br />
detalle a <strong>los</strong> correos la breve decisión de <strong>Napoleón</strong>. A veces, el emperador<br />
ordenaba a <strong>los</strong> correos que se acercaran, formulaba preguntas y después <strong>los</strong><br />
despedía personalmente, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a asentir con<br />
un tranquilo "Bien" o <strong>los</strong> alejaba con un gesto».<br />
<strong>Napoleón</strong> había ganado sus primeros laureles en las montañas de Italia. En<br />
Abuldr había utilizado como aliado al mar. Después, había obtenido sus victorias<br />
decisivas, por ejemplo Austerlitz y Jena, sobre terreno montañoso o por lo menos<br />
ondulado, donde podía ensayar fintas, girar, sorprender y atacar de flanco. Pero el<br />
terreno alrededor de Leipzig no ofrecía esa ventaja topográfica. Era una llanura,<br />
donde podían verse todos <strong>los</strong> movimientos y no había espacio para sutilezas.<br />
Aprovechando una ligera elevación. <strong>Napoleón</strong> estableció su centro en la Colina<br />
del Patíbulo, con el ala izquierda sobre el río Parthe, al norte de Leipzig, y la<br />
derecha sobre el río Pleiss, al sur. Tenía 177.000 hombres contra <strong>los</strong> 257.000 de<br />
<strong>los</strong> aliados. Planeó atacar primero al ejército austríaco de Schwarzenberg, hacia el<br />
sur, y después a <strong>los</strong> austroprusianos de Blücher, hacia el norte.<br />
<strong>La</strong> batalla comenzó la mañana del 16 de octubre, con dos mil cañones que<br />
libraron el duelo de artillería más gigantesco jamás visto. Durante <strong>los</strong> últimos seis<br />
años <strong>Napoleón</strong> había desarrollado una mortífera táctica, que consistía en acercar<br />
todo lo posible <strong>los</strong> cañones para abrir un hueco por donde entraban la caballería y<br />
la infantería. Ahora vio cómo <strong>los</strong> cañones formaban largas líneas para hacer<br />
precisamente lo mismo; y exclamó: «¡Al fin han aprendido algo!» Cuando <strong>los</strong><br />
cañones volaron las líneas francesas, Schwarzenberg atacó en cuatro columnas.<br />
<strong>Napoleón</strong> hizo lo que se había negado a hacer en Borodino: envió a la Vieja<br />
Guardia. Pero en la enconada lucha que siguió ni siquiera ella logró romper la línea<br />
austríaca.<br />
Entretanto, <strong>Napoleón</strong> vio que Blücher llegaba desde el norte, antes de lo<br />
previsto, y comenzaba a atacar la izquierda francesa dirigida por Ney y Marmont.<br />
Ahora, todas las fuerzas de <strong>Napoleón</strong> estaban comprometidas simultáneamente, y<br />
<strong>los</strong> hombres luchaban valerosamente, como de costumbre. El general Poniatowski,<br />
al frente de <strong>los</strong> lanceros polacos, conquistó el bastón de mariscal. El general de<br />
<strong>La</strong>tour-Maubourg, que dirigió la caballería de la Vieja Guardia, perdió una pierna,<br />
arrancada por una granada, y cuando su ordenanza lo compadeció, interrumpió<br />
secamente al hombre: «En adelante, tendrás que lustrar una sola bota».<br />
Pero el coraje no bastaba. En ese terreno llano una batalla se convenía en el<br />
equivalente de una gresca campesina, y el peso y el número importaba más que la<br />
habilidad o el heroísmo individual. Al atardecer, <strong>Napoleón</strong> pasó revista a sus<br />
pérdidas: 26.000 hombres muertos o heridos.<br />
Al día siguiente, domingo 17, <strong>los</strong> dos ejércitos estaban tan agotados que se<br />
limitaron al mutuo bombardeo. Y hacia el final de la tarde <strong>Napoleón</strong> soportó una<br />
fuerte impresión; vio a lo lejos, sobre el horizonte, largas filas de soldados en<br />
marcha. Al sur, el general ruso Bennigsen a la cabeza de 50.000 hombres; al norte,<br />
Bernadotte con 60.000 hombres más.<br />
<strong>La</strong> madrugada del lunes, cuando aún estaba oscuro. <strong>Napoleón</strong> trasladó su<br />
cuartel general más al norte, a un molino de tabaco, un terreno elevado; desde allí<br />
podría observar <strong>los</strong> movimientos de esas tropas frescas. Bernadotte atacó primero,<br />
y en medio del combate, tres mil sajones que servían con <strong>Napoleón</strong>, y que se<br />
mostraron menos fieles que su rey, desertaron para pasarse al enemigo. De nuevo<br />
<strong>Napoleón</strong> envió a la Vieja Guardia, y él mismo encabezó a cinco mil hombres de la<br />
caballería contra <strong>los</strong> suecos y <strong>los</strong> sajones traidores, y tuvo la satisfacción de<br />
dispersar<strong>los</strong>. El combate fue aún más duro ese día que el anterior, pero <strong>los</strong><br />
franceses estaban fatigados, y sus enemigos, frescos. Hacia el anochecer <strong>Napoleón</strong><br />
había perdido otros veinte mil hombres y las municiones escaseaban. Se hizo<br />
evidente que por primera vez en su vida, y en una batalla en que él intervenía<br />
personalmente, no había logrado el triunfo.<br />
De mala gana. <strong>Napoleón</strong> decidió retirarse. Esa noche pasó a Leipzig, y comenzó<br />
a dirigir el paso de sus tropas por el único puente que aún quedaba. A lo largo de