La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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la derecha austríaca. Agrupó a su infantería, unos 4.000 soldados, en la plaza del<br />
pueblo. <strong>La</strong> mayoría estaba formada por saboyardos, y uno de el<strong>los</strong> era un co<strong>los</strong>o<br />
pelirrojo llamado Dupas que, lo mismo que <strong>Napoleón</strong>, había presenciado el ataque<br />
a las Tullerías y salvado de la muerte a varios suizos.<br />
De acuerdo con un oficial polaco del Estado Mayor de <strong>Napoleón</strong>, el soldado<br />
francés se caracterizaba por dos cosas: la aptitud física y el horror a la vergüenza.<br />
<strong>Napoleón</strong> aprovechó el segundo de estos rasgos.<br />
Montado en un caballo blanco, recorrió las filas. Dijo a <strong>los</strong> saboyardos que<br />
deseaba asaltar el puente, pero no sabía cómo hacerlo. No tenía suficiente<br />
confianza en el<strong>los</strong>. Los soldados perderían el tiempo disparando sus mosquetes, y<br />
en definitiva no se atreverían a intentar el asalto. Irritó a la tropa, la acicateó, y<br />
finalmente, hacia las seis de la tarde, consiguió que llegasen a la situación en que<br />
ardían de coraje. Entonces, ordenó que se abriese el portón que conducía al<br />
puente, y que <strong>los</strong> tambores y <strong>los</strong> pífanos tocasen <strong>los</strong> himnos favoritos de <strong>los</strong><br />
soldados: <strong>La</strong> Marsellesa y Los héroes muertos por la libertad.<br />
Siempre montado en su caballo blanco, <strong>Napoleón</strong> se apostó frente al puente, y<br />
exhortó a <strong>los</strong> saboyardos, que venían de la plaza en doble fila, gritando «¡Viva la<br />
República!», y comenzaron a desfilar sobre el puente de madera. Al frente iba el<br />
co<strong>los</strong>al Dupas. Los cañones austríacos vomitaban fuego sobre el puente, que<br />
comenzó a sacudirse alcanzado por proyectiles de todos <strong>los</strong> calibres. Muchos<br />
franceses cayeron. <strong>Napoleón</strong> impartía ansiosamente las órdenes. Massena, Berthier<br />
y <strong>La</strong>nnes condujeron a más voluntarios a lo largo de la terrible línea de tablas.<br />
Cuando estaban a treinta y cinco metros del final, <strong>los</strong> soldados saltaron al río y<br />
chapotearon en dirección a la orilla, para tratar de silenciar a <strong>los</strong> cañones que <strong>los</strong><br />
masacraban. Los austríacos replicaron con un ataque de caballería, que devolvía al<br />
río a todos <strong>los</strong> franceses que habían tocado tierra. <strong>Napoleón</strong> miraba<br />
constantemente hacia el curso superior de la corriente, esperando tenso.<br />
Finalmente, apareció su caballería —muy tarde, porque no había podido encontrar<br />
un vado—. Los jinetes cayeron por el flanco sobre <strong>los</strong> austríacos y silenciaron <strong>los</strong><br />
cañones, de modo que un número cada vez más elevado de saboyardos consiguió<br />
cruzar el largo puente de madera. Cuando cayó el día, <strong>los</strong> austríacos huyeron,<br />
dejando atrás dieciséis cañones, 335 muertos y heridos y 1.700 prisioneros. <strong>La</strong>s<br />
pérdidas francesas fueron de unos 200 muertos.<br />
<strong>La</strong> batalla de Lodi señala una nueva etapa del desarrollo de <strong>Napoleón</strong>. En <strong>los</strong><br />
encuentros precedentes había vencido gracias a su habilidad estratégica o táctica,<br />
pero aquí, pese a graves obstácu<strong>los</strong>, había incitado a alcanzar las cumbres del<br />
coraje, y había llevado a la victoria a un ejército harapiento, durante meses mal<br />
alimentado con patatas y castañas.<br />
En Lodi cobró conciencia por primera vez de su propia capacidad de dirección.<br />
Cinco días más tarde <strong>Napoleón</strong> entró en Milán. Una delegación le entregó<br />
humildemente las llaves de la ciudad. <strong>Napoleón</strong> dijo severamente al jefe de la<br />
delegación:<br />
—He oído decir que usted tiene hombres armados.<br />
—Sólo trescientos, para mantener el orden —replicó el italiano, y agregó con<br />
características lisonjas—: No son verdaderos soldados, como <strong>los</strong> suyos.<br />
Esta respuesta provocó la sonrisa de <strong>Napoleón</strong>.<br />
Mientras las campanas repicaban en la catedral de múltiples agujas y la<br />
multitud de milaneses lo vitoreaba, <strong>Napoleón</strong> fue a residir al palacio de donde había<br />
huido poco antes el archiduque austríaco, después de ganar millones con el cereal<br />
acaparado. En el curso de una comida oficial, y hablando en italiano, prometió al<br />
pueblo de Milán la amistad eterna de Francia.<br />
Escribió a <strong>los</strong> directores: «<strong>La</strong> tricolor flamea sobre Milán, Pavía, Como y todas<br />
las ciudades de Lombardía.» Había completado <strong>los</strong> dos primeros actos del drama<br />
que se le propusiera: la paz con Piamonte, y la conquista del ducado de Milán.<br />
Faltaba el tercer acto, una victoria decisiva sobre <strong>los</strong> austríacos, y con ella la paz de<br />
la victoria.<br />
periódicamente a <strong>los</strong> jóvenes, arrancados de sus estudios, de la agricultura, <strong>los</strong><br />
negocios y las artes.» <strong>La</strong>iné afirmó que el emperador debía concertar la paz sin<br />
prestar atención a las condiciones.<br />
<strong>Napoleón</strong> se enfureció ante el discurso de <strong>La</strong>iné. Sabía que la gran mayoría de<br />
<strong>los</strong> franceses apoyaba su decisión de defender la patria —durante la convocatoria<br />
de otoño de 1813 había pedido 160.000 reclutas, y se presentaron 184.000—, y<br />
por lo tanto declaró clausurada la sesión del Cuerpo Legislativo.<br />
Cuando <strong>los</strong> miembros vinieron a formular sus deseos de Año Nuevo, <strong>Napoleón</strong><br />
les habló severamente. «He ordenado que vuestra alocución no sea publicada; era<br />
provocativa...» Les recordó que el<strong>los</strong> eran diputados de <strong>los</strong> departamentos, y en<br />
cambio él había sido elegido por la nación entera, es decir, por cuatro millones de<br />
votos. «Yo, no ustedes, puedo salvar a Francia... Esa declaración me ha humillado<br />
más que mis enemigos. Agrega la ironía al insulto. Afirma que la adversidad es el<br />
auténtico consejero de <strong>los</strong> reyes. Quizá sea así, pero aplicarme esa fórmula en las<br />
circunstancias actuales es un aero de cobardía.» El mismo día de Año Nuevo de<br />
1814, el ejército de Blücher cruzó el Rin en Mannheim y Coblenza, precedido por<br />
proclamas en el sentido de que <strong>los</strong> aliados llegaban como libertadores, y de que su<br />
único enemigo era <strong>Napoleón</strong>. «Esas proclamas nos perjudican más que sus<br />
cañones», escribió Caulaincourt.<br />
<strong>La</strong> respuesta de <strong>Napoleón</strong> fue ordenar que la conmovedora Marsellesa fuese<br />
ejecutada nuevamente por las bandas de <strong>los</strong> regimientos, ya que —desde hacía<br />
varios años la había prohibido, porque avivaba viejos odios. Redobló <strong>los</strong> esfuerzos<br />
para conseguir cabal<strong>los</strong>; convirtió una parte cada vez mayor de su propio oro en<br />
granadas y cartuchos. Como sabía que quizá nunca volviese a ver<strong>los</strong>, pasó todas<br />
las horas libres con su esposa y su hijo. María Luisa no estaba bien —padecía una<br />
tos persistente, y a veces escupía sangre—, pero el joven <strong>Napoleón</strong> se mostraba<br />
travieso como siempre, maniobraba sus soldados de j uguete, montaba su caballito<br />
de madera y recogía orgul<strong>los</strong>amente <strong>los</strong> rol<strong>los</strong> y <strong>los</strong> pliegos que todos <strong>los</strong> que<br />
formulaban una petición llevaban a las Tullerías; todas las mañanas a la hora del<br />
almuerzo entregaba este material a su padre. <strong>Napoleón</strong> le decía: «Vamos a<br />
derrotar a papa Franfois.» De acuerdo con la versión de Hortense, el niño repetía<br />
esa frase con tanta frecuencia y tal claridad que el emperador estaba encantado y<br />
se desternillaba de risa. Pero la vivacidad de su hijo inquietaba a la tímida María<br />
Luisa: «Los niños que son tan precoces no viven mucho».<br />
El domingo 23 de enero <strong>Napoleón</strong> ordenó un desfile de oficiales de la Guardia<br />
Nacional frente a las Tullerías. Quizá porque recordó una novela sentimental.<br />
<strong>Napoleón</strong> llegó acompañado por María Luisa y su hijo, éste vestido con un uniforme<br />
en miniatura de la Guardia Nacional.<br />
Habló a <strong>los</strong> oficiales de su próxima partida y dijo: «Confío a la emperatriz y al<br />
monarca de Roma al coraje de la Guardia Nacional.» Después, alzó en brazos al<br />
pequeño <strong>Napoleón</strong>, y con él caminó frente a las filas, mostrando orgul<strong>los</strong>amente a<br />
su hijo, y de vez en cuando besándolo en la mejilla.<br />
Esa noche, <strong>Napoleón</strong> llevó a su estudio a María Luisa y a Hortense; era un lugar<br />
en el que ellas normalmente nunca entraban. Hacía frío, y mientras las damas se<br />
calentaban frente al fuego de leños, <strong>Napoleón</strong> examinaba sus papeles, separaba <strong>los</strong><br />
que podían perjudicar a Francia si caían en manos del enemigo, y <strong>los</strong> quemaba.<br />
Dos días después partiría para el frente, y cada vez que se dirigía del escritorio<br />
al fuego, <strong>Napoleón</strong> besaba a su esposa. «No te entristezcas así; ten confianza en<br />
mí. ¿Acaso ya no conozco mí trabajo?» Finalmente, la abrazó. «Derrotaré de nuevo<br />
a.papa Franfois. No llores. Pronto regresaré».<br />
<strong>Napoleón</strong> estableció su cuartel general en Chálons, sobre el Mame.<br />
Es una región llana, de tierra caliza, dedicada a la cría de ovejas; y en mitad del<br />
invierno el suelo helado tiene la dureza del hierro. Como en su primera campaña de<br />
Italia, <strong>Napoleón</strong> disponía sólo de un ejército reducido y mal equipado. Muchos eran<br />
reclutas nuevos, jóvenes delgados de mejillas sonrosadas, a quienes llamaban con<br />
bastante razón «María Luisas», porque habían sido convocados de acuerdo con una<br />
ley aprobada durante la Regencia. Al llegar se les entregaban <strong>los</strong> uniformes