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Napoleón dio descanso a sus hombres, y después avanzó rápidamente hacia el Tanaro. Cruzó el río, y el día 21 derrotó a los piamonteses cerca de Vico y entró en Mondovi. Los piamonteses retrocedieron hacia el río Stura, con el flanco izquierdo sobre la localidad de Cherasco, a sólo cuarenta y ocho kilómetros de su capital, es decir Turín. Napoleón remontó el Stura, se preparó para cruzarlo, y anunció sus condiciones de paz. Todo había sucedido muy rápidamente, era demasiado desconcertante para el rey de los Dormice. Desde el palacio de Turín despachó enviados para solicitar un armisticio, Salier de La Tour y Costa de Beauregard, uno de los últimos oficiales que había abandonado Fort Mulgrave cuando Napoleón lo capturó, durante el sitio de Tolón. Llegaron al alojamiento de Napoleón, el palacio del conde Salmatori en Cherasco, a las once de la noche del 27 de abril. Berthier despertó a Napoleón, que apareció con su uniforme de general, calzado con botas altas de montar, pero sin espada, sombrero ni pañuelo. Tenía los cabellos castaños sin empolvar y recogidos en una coleta; pero varios mechones le caían sobre las mejillas y la frente. Estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos por la fatiga. Napoleón escuchó en silencio mientras Salier explicaba sus propuestas. En lugar de contestar, preguntó secamente si el rey Víctor Amadeo aceptaba las condiciones francesas; sí o no. Salier se quejó de que eran muy duras, sobre todo la rendición de Cuneo, la clave de la frontera alpina. «Después de formularlas — replicó Napoleón—, he capturado Cherasco, Fossano y Alba. Ustedes deberían considerarlas moderadas.» Salier masculló una frase en el sentido de que no deseaba abandonar a los austríacos. La respuesta de Napoleón fue extraer su reloj. «Es la una. He ordenado un ataque a las dos. A menos que ustedes acepten entregar Cuneo esta mañana, lanzaremos el ataque.» Los enviados se miraron, y dijeron que estaban dispuestos a firmar. Pidieron café. Napoleón ordenó que lo trajesen, y después tomó dos tazas de porcelana del fino baúl que tenía en su dormitorio. Pero no tenía cucharas, de modo que depositó junto a los visitantes cucharas de latón, las reglamentarias en el ejército. Sobre la mesa había pan negro y un plato de bizcochos, ofrenda de paz de las monjas de Cherasco. Cuando Costa de Beauregard comentó esa sencillez espartana, Napoleón explicó que el baúl era el único equipaje que poseía, menos de lo que solía llevar como oficial de artillería. Y señaló que los austríacos llevaban exceso de equipaje. Napoleón se sentía animado y se mostró desusadamente conversador. Dijo a Costa que ya en 1794 había propuesto el plan que ahora acababa de ejecutar, pero había sido rechazado por un Consejo Militar. Los consejos militares no eran más que una excusa para la cobardía, y mientras él mandara no se celebraría ninguno. Llevó a Costa al balcón para contemplar la salida del sol, y allí le interrogó acerca de los recursos, los artistas y los intelectuales de Piamonte, y sorprendió a Costa con su conocimiento, especialmente de historia. Entre las órdenes que Napoleón había recibido de París había una que le encargaba obtener obras de arte para el disfrute del pueblo francés, y al referirse al tratado que acababa de firmar Napoleón dijo: «Pensé en la posibilidad de reclamar el cuadro La mujer hidrópica, de Gerard Dou, que pertenece al rey Víctor, pero temí que incluida en la misma lista que la fortaleza de Cuneo pareciese una innovación extraña.» Es una observación casual pero significativa. Aunque era un innovador audaz en el campo de batalla, cuando había que firmar un tratado Napoleón temía ponerse en ridículo si adoptaba actitudes peculiares. Saliceti llegó a las seis de la mañana. En su carácter de comisionado oficial del ejército de los Alpes, vestía un uniforme más espléndido que el de Napoleón; Casaca y pantalones azules, capa roja y blanca con reborde rojo, blanco y azul, y un sombrero redondo con una ancha pluma roja, blanca y azul. Saliceti concebía la guerra con referencia al botín para su propio provecho y el dinero que podía enviar a la patria en auxilio del empobrecido Directorio. Preguntó cuáles eran las Viena como un príncipe austríaco, y tengo bastante buena opinión de la emperatriz para sentirme seguro de que comparte mi actitud, en la medida en que una mujer y una madre pueden compartirla... Cada vez que veo Andromaque compadezco aAstyanax [prisionero de los griegos], y lo creo afortunado porque no sobrevive a la muerte de su padre». Con una desventaja de cuatro a uno. Napoleón no veía la salida. «Es posible —le escribió a Joseph—, que dentro de poco firme la paz.» Esa noche ordenó a Maret y a Benhier que redactaran una cana para autorizar a Caulaincourt, que se mantenía en contacto con los aliados, a que firmase un tratado de paz en las mejores condiciones que pudiera obtener. Después fue a acostarse pero permaneció despierto, agitándose y moviéndose. Llamó media docena de veces a su valet para ordenarle que encendiese velas, después que las apagase, después que volviese a encenderlas. Lo carcomía el sentimiento de la duda, porque estaba desgarrado entre su sentido del honor y lo que era humanamente posible. Después de pensar en Racine, quizás ahora estaba pensando en Corneille. ¿Dónde terminaba el honor y comenzaba lo imposible? «Cada hombre tiene su propio umbral de imposibilidad —había dicho cierta vez Napoleón a Mole—. Para el tímido "lo imposible" es un fantasma, para los cobardes, un refugio. Créame, en la boca del poder la palabra es sólo una declaración de impotencia». Mientras Napoleón continuaba cavilando acerca de la conveniencia de enviar la carta a Caulaincourt, llegó otro despacho. Napoleón lo abrió bruscamente. Provenía de Marmont, que estaba en primera línea, y esta vez contenía noticias alentadoras. «¡Mis mapas!», gritó Napoleón. Los desplegó sobre el suelo, y comenzó a clavar alfileres para marcar las nuevas posiciones del enemigo, de acuerdo con los daros suministrados por Marmont. En la creencia de que la retirada de cien kilómetros de Napoleón era un signo de que toda resistencia había terminado, Blücher y Schwarzenberg se habían separado; el primero avanzaba por el valle del Mame en dirección a París, y el segundo seguía el curso del Sena. Divididos de este modo, eran vulnerables. Cuando Maret llegó con la carta destinada a Caulaincourt, Napoleón, todavía inclinado sobre sus mapas, lo miró impaciente. «¡Ah, ahí está! Los planes han cambiado por completo. En este momento me dispongo a derrotar a Blücher. Lo derrotaré mañana; lo derrotaré pasado mañana... La paz puede esperar.» Napoleón casi cumplió su palabra. Dos días después cayó sobre un cuerpo ruso del ejército de Blücher y en Champaubert casi lo aniquiló. A las siete de la noche escribió: «Mi muy querida Luisa: ¡Victoria! He destruido doce regimientos rusos, tomé seis mil prisioneros, cuarenta cañones, doscientos carros de municiones, capturé al comandante en jefe y a todos sus generales, así como a varios coroneles; mis pérdidas no llegan a 200 hombres. Ordena que se dispare una salva en los Inválidos, y que se publique la noticia en todos los lugares de diversiones. Voy en busca de Sacken, que está en La Ferté-sous-Jouarre. Espero llegar a Montmirail a medianoche, pisándole los talones. Nap.» Napoleón envió a María Luisa la espada del comandante ruso, y como sabía que ella no estaba acostumbrada a la etiqueta francesa en estos asuntos, le escribió juiciosamente al día siguiente: «Querida mía, espero que hayas dado tres mil libras al correo que te llevó la espada del general ruso. Debes mostrarte generosa. Cuando los correos te traen buenas noticias, debes darles dinero, y si son oficiales, diamantes». Al día siguiente Napoleón obtuvo otra victoria en Montmirail. El 12 combatió en Cháteau-Thierry, el 14 ganó la batalla de Vauchamps. Después desvió su atención hacia los austríacos, a quienes derrotó el 18 en Montereau. En conjunto, Napoleón libró seis batallas en nueve días. Ni él ni su ejército jamás habían demostrado tanta energía. A mediodía del 19 escribió a María Luisa: «Anoche estaba tan fatigado que dormí ocho horas seguidas».

almacenados en una carreta, los vestían al aire libre y se les enseñaba deprisa cómo cargar y apuntar un mosquete. Pero también había veteranos, hombres como el teniente Bouvier-Desrouches, que había perdido los diez dedos de las manos en el invierno ruso. Cuando Napoleón llamó a los voluntarios, Bouvier-Desrouches abandonó un empleo administrativo en Rennes y se alistó en la caballería. Sostenía las riendas con un gancho de hierro, y la espada con una tira de cuero; no pasarían muchos días sin que combatiese contra los cosacos. Napoleón tenía 50.000 hombres; los aliados 220.000, de modo que la situación militar era la peor que él hubiese afrontado jamás. Los franceses son propensos al optimismo cuando las cosas van bien, pero se deprimen fácilmente en la adversidad. Napoleón era distinto de otros hombres, y cuando las cosas parecían tan sombrías, demostró un espíritu optimista. Sus antepasados corsos eran un pueblo acostumbrado a los movimientos de resistencia y también a luchar de espaldas contra la pared; en la serena confianza que demostró en las planicies heladas, Napoleón demostró más que nunca que era un corso. La primera batalla fue librada en Brienne, donde Napoleón había estudiado treinta años antes. Con su ejército rusoprusiano, Blücher había ocupado el castillo que dominaba la ciudad. Napoleón lo atacó el 29 de enero, y después de fieros combates casa por casa, en los que Ney se distinguió, obligó a Blücher a retirarse. En La Rothiére, a ocho kilómetros de Brienne, Schwarzenberg y su ejército austríaco fueron a reunirse con Blücher. Allí, durante ocho horas del 1 de febrero, bajo una tormenta de nieve, Napoleón combatió a los ejércitos combinados, soportando una desventaja de cuatro a uno. Las pérdidas fueron de seis mil hombres por cada lado, pero mientras los aliados podían soportarlas fácilmente, no era éste el caso de los franceses. Esa noche Napoleón inició una retirada, primero en dirección aTroyes, y después a Nogent, en total una distancia de unos cien kilómetros. «¿Cuándo nos detendremos?», murmuraban los soldados decepcionados, a quienes Napoleón había prometido la victoria. Los acontecimientos culminaron en la noche del 7 de febrero. Fue una de las peores noches que Napoleón vivió. Estaba alojado en un domicilio privado, frente a la iglesia de Nogent. Sus tropas no sólo estaban desmoralizadas, sino también hambrientas. Los aliados se acercaban deprisa a París. Y además de todo esto, Napoleón recibió una sucesión de sombríos despachos. Murat, su amigo desde hacía veinte años, a quien había convertido en Rey de Ñapóles, lo abandonó, firmó un tratado con los aliados, y declaró la guerra a Francia. Napoleón se sintió profundamente herido. «Abrigo la esperanza de vivir lo suficiente —dijo a Fouché—, para tomar mi propia venganza y la de Francia por tan terrible ingratitud.» Pero la traición de Murat también gravitó sobre la batalla de Francia. Napoleón había abrigado la esperanza de que el príncipe Eugéne pudiese cruzar desde Italia para atacar la retaguardia del enemigo. Esa posibilidad ahora estaba fuera de cuestión. Un segundo despacho le reveló la alarma que reinaba en París. Los bonos del estado habían descendido cinco puntos, a 47,75. Las damas ricas, aterrorizadas según decían ante la perspectiva de ser violadas por los cosacos, huían presurosas a sus casas de campo, con los diamantes cosidos a los corsés. No se hacía caso de las órdenes de Napoleón en el sentido de consolidar las defensas. En cambio, el cardenal Maury había ordenado que se elevasen plegarias especiales. Napoleón escribió a Joseph: «Acaba con esos rezos de cuarenta horas y esos misereres. Si empiezan a desplegar todos sus trucos y monerías, acabaremos temblando ante la perspectiva de la muerte. El viejo proverbio es cierto: los curas y los médicos consiguen que la muerte parezca terrible». Esa noche, el propio Napoleón se sintió agobiado por la idea de la muerte. Informó a Joseph que María Luisa se estaba muriendo, y le pidió que mantuviese elevado el ánimo de la emperatriz. Napoleón preveía su propia muerte, o en el mejor de los casos otra batalla perdida, Si se llegaba a eso, María Luisa debía salir de París. Era imperativo evitar que capturasen al rey de Roma, que protegería a María Luisa. «Preferiría que me degollasen antes que ver a mi hijo educado en condiciones del tratado, y le molestó que Napoleón no hubiese obtenido más de los piamonteses. Dijo que en general el tratado era excesivamente moderado. La intención de Napoleón era mostrarse moderado. Concebía la guerra en Italia septentrional de distinto modo que Saliceti. Estaba combatiendo a los austríacos, pero también liberando a los italianos, durante mucho tiempo «esclavizados» en el ducado de Milán. «¡Pueblos de Italia! —anunció en una proclama impresa—, el ejército francés ha venido a quebrar vuestras cadenas... Respetaremos vuestra propiedad, vuestra religión y vuestras costumbres. Hacemos la guerra con el corazón generoso, y combatimos únicamente a los tiranos que intentan esclavizarnos». Cuando descendió de las duras montañas a la fértil llanura, Napoleón pudo cuidar mejor de su ejército. Por ejemplo, obligó a la localidad de Mondoví a suministrar ocho mil raciones de carne fresca y cuatro mil botellas de vino, y al pueblo de Acqui a vender sus botas a los franceses, so pena de que se las confiscase. Después de elevar la moral, Napoleón preparó a sus hombres para la tarea siguiente, que era destruir a Beaulieu. «Ustedes no han logrado nada si no terminan lo que falta hacer. ¿Hay aquí algunos cuyo coraje flaquea? No. Cada uno de ustedes, al retornar a su aldea, podrá decir con orgullo: "Yo estuve con el ejército en Italia"». Para destruir a Beaulieu, Napoleón primero tenía que cruzar el Po. La ruta directa era la que pasaba por Pavía, el baluarte austríaco, donde en 1525 Francisco I había caído prisionero. Ese camino representaba un elevado costo de vidas, y Napoleón buscó otro lugar donde cruzar. En uno de los libros de su biblioteca había leído que en 1746 el ejército de Maillebois había cruzado el Po mucho más abajo, a la altura de Piacenza. Napoleón marchó deprisa hacia Piacenza, y descubrió que allí el Po tenía 350 metros de ancho. Mientras sus hombres miraban con expresión sombría el ancho espejo de agua parda y apostaban a que cruzarlo llevaría por lo menos dos meses, Napoleón eligió ajean Lannes, un valeroso oficial joven de los Pirineos, conocido por su pulcritud y su vasto repertorio de juramentos, y le ordenó que cruzara el río en botes. A pesar del fuego enemigo, Lannes afirmó una cabeza de puente, y Napoleón consiguió pasar la totalidad de su ejército en dos días. Después, avanzó hacia Milán, pasando al costado del principal ejército austríaco. «Cuando Beaulieu supo lo que había sucedido —escribió Napoleón a los directores—, comprendió demasiado tarde que sus fortificaciones a orillas del Ticino y sus reductos de Pavía eran inútiles, y que los republicanos franceses no eran tan incapaces como Francisco I». La batalla que Napoleón había evitado a orillas del Po tenía que ser librada sobre el Adda, un río más próximo a Milán. Un puente cruzaba el Adda, cerca de la pequeña localidad de Lodi, y para defenderlo Beaulieu había dejado a su retaguardia 12.000 hombres y dieciséis cañones. Napoleón llegó a Lodi a mediodía del 10 de mayo, y salió a reconocer el terreno. Cerca del río se levantaba una estatua de Juan Nepomuceno, un santo que había preferido morir ahogado antes que revelar el secreto del confesionario. Oculto detrás de esta estatua, Napoleón inspeccionó el río con su telescopio. No era muy profundo, pero sí rápido. El puente de madera sobre pilares sin parapetos tenía unos ciento cincuenta metros de longitud y cuatro metros de ancho. Sobre la orilla opuesta los cañones austríacos estaban agrupados en un sólido fuerte del siglo XV, con una elevada torre pentagonal. Estaban disparando en el momento mismo en que Napoleón practicaba su reconocimiento, y una de las granadas explotó casi a sus pies pero san Juan Nepomuceno soportó todo el efecto de la explosión, y Napoleón escapó sin un rasguño. Napoleón decidió tomar por asalto el puente. No había precedentes históricos de que se hubiese asaltado un puente bajo intenso fuego, y sus generales dijeron que eso era una locura. Pero Napoleón se mantuvo firme. Como era su estilo, combinaría el ataque con un movimiento de flanqueo, esta vez de la caballería, a la cual ordenó remontar al galope el Adda, encontrar un vado, y después caer sobre

almacenados en una carreta, <strong>los</strong> vestían al aire libre y se les enseñaba deprisa<br />

cómo cargar y apuntar un mosquete. Pero también había veteranos, hombres como<br />

el teniente Bouvier-Desrouches, que había perdido <strong>los</strong> diez dedos de las manos en<br />

el invierno ruso. Cuando <strong>Napoleón</strong> llamó a <strong>los</strong> voluntarios, Bouvier-Desrouches<br />

abandonó un empleo administrativo en Rennes y se alistó en la caballería. Sostenía<br />

las riendas con un gancho de hierro, y la espada con una tira de cuero; no pasarían<br />

muchos días sin que combatiese contra <strong>los</strong> cosacos.<br />

<strong>Napoleón</strong> tenía 50.000 hombres; <strong>los</strong> aliados 220.000, de modo que la situación<br />

militar era la peor que él hubiese afrontado jamás.<br />

Los franceses son propensos al optimismo cuando las cosas van bien, pero se<br />

deprimen fácilmente en la adversidad. <strong>Napoleón</strong> era distinto de otros hombres, y<br />

cuando las cosas parecían tan sombrías, demostró un espíritu optimista. Sus<br />

antepasados corsos eran un pueblo acostumbrado a <strong>los</strong> movimientos de resistencia<br />

y también a luchar de espaldas contra la pared; en la serena confianza que<br />

demostró en las planicies heladas, <strong>Napoleón</strong> demostró más que nunca que era un<br />

corso.<br />

<strong>La</strong> primera batalla fue librada en Brienne, donde <strong>Napoleón</strong> había estudiado<br />

treinta años antes. Con su ejército rusoprusiano, Blücher había ocupado el castillo<br />

que dominaba la ciudad. <strong>Napoleón</strong> lo atacó el 29 de enero, y después de fieros<br />

combates casa por casa, en <strong>los</strong> que Ney se distinguió, obligó a Blücher a retirarse.<br />

En <strong>La</strong> Rothiére, a ocho kilómetros de Brienne, Schwarzenberg y su ejército<br />

austríaco fueron a reunirse con Blücher. Allí, durante ocho horas del 1 de febrero,<br />

bajo una tormenta de nieve, <strong>Napoleón</strong> combatió a <strong>los</strong> ejércitos combinados,<br />

soportando una desventaja de cuatro a uno. <strong>La</strong>s pérdidas fueron de seis mil<br />

hombres por cada lado, pero mientras <strong>los</strong> aliados podían soportarlas fácilmente, no<br />

era éste el caso de <strong>los</strong> franceses. Esa noche <strong>Napoleón</strong> inició una retirada, primero<br />

en dirección aTroyes, y después a Nogent, en total una distancia de unos cien<br />

kilómetros. «¿Cuándo nos detendremos?», murmuraban <strong>los</strong> soldados<br />

decepcionados, a quienes <strong>Napoleón</strong> había prometido la victoria.<br />

Los acontecimientos culminaron en la noche del 7 de febrero. Fue una de las<br />

peores noches que <strong>Napoleón</strong> vivió. Estaba alojado en un domicilio privado, frente a<br />

la iglesia de Nogent. Sus tropas no sólo estaban desmoralizadas, sino también<br />

hambrientas. Los aliados se acercaban deprisa a París. Y además de todo esto,<br />

<strong>Napoleón</strong> recibió una sucesión de sombríos despachos. Murat, su amigo desde<br />

hacía veinte años, a quien había convertido en Rey de Ñapóles, lo abandonó, firmó<br />

un tratado con <strong>los</strong> aliados, y declaró la guerra a Francia. <strong>Napoleón</strong> se sintió<br />

profundamente herido. «Abrigo la esperanza de vivir lo suficiente —dijo a Fouché—,<br />

para tomar mi propia venganza y la de Francia por tan terrible ingratitud.» Pero la<br />

traición de Murat también gravitó sobre la batalla de Francia. <strong>Napoleón</strong> había<br />

abrigado la esperanza de que el príncipe Eugéne pudiese cruzar desde Italia para<br />

atacar la retaguardia del enemigo. Esa posibilidad ahora estaba fuera de cuestión.<br />

Un segundo despacho le reveló la alarma que reinaba en París. Los bonos del<br />

estado habían descendido cinco puntos, a 47,75. <strong>La</strong>s damas ricas, aterrorizadas<br />

según decían ante la perspectiva de ser violadas por <strong>los</strong> cosacos, huían presurosas<br />

a sus casas de campo, con <strong>los</strong> diamantes cosidos a <strong>los</strong> corsés. No se hacía caso de<br />

las órdenes de <strong>Napoleón</strong> en el sentido de consolidar las defensas. En cambio, el<br />

cardenal Maury había ordenado que se elevasen plegarias especiales. <strong>Napoleón</strong><br />

escribió a Joseph: «Acaba con esos rezos de cuarenta horas y esos misereres. Si<br />

empiezan a desplegar todos sus trucos y monerías, acabaremos temblando ante la<br />

perspectiva de la muerte. El viejo proverbio es cierto: <strong>los</strong> curas y <strong>los</strong> médicos<br />

consiguen que la muerte parezca terrible».<br />

Esa noche, el propio <strong>Napoleón</strong> se sintió agobiado por la idea de la muerte.<br />

Informó a Joseph que María Luisa se estaba muriendo, y le pidió que mantuviese<br />

elevado el ánimo de la emperatriz. <strong>Napoleón</strong> preveía su propia muerte, o en el<br />

mejor de <strong>los</strong> casos otra batalla perdida, Si se llegaba a eso, María Luisa debía salir<br />

de París. Era imperativo evitar que capturasen al rey de Roma, que protegería a<br />

María Luisa. «Preferiría que me degollasen antes que ver a mi hijo educado en<br />

condiciones del tratado, y le molestó que <strong>Napoleón</strong> no hubiese obtenido más de <strong>los</strong><br />

piamonteses. Dijo que en general el tratado era excesivamente moderado.<br />

<strong>La</strong> intención de <strong>Napoleón</strong> era mostrarse moderado. Concebía la guerra en Italia<br />

septentrional de distinto modo que Saliceti. Estaba combatiendo a <strong>los</strong> austríacos,<br />

pero también liberando a <strong>los</strong> italianos, durante mucho tiempo «esclavizados» en el<br />

ducado de Milán. «¡Pueb<strong>los</strong> de Italia! —anunció en una proclama impresa—, el<br />

ejército francés ha venido a quebrar vuestras cadenas... Respetaremos vuestra<br />

propiedad, vuestra religión y vuestras costumbres. Hacemos la guerra con el<br />

corazón generoso, y combatimos únicamente a <strong>los</strong> tiranos que intentan<br />

esclavizarnos».<br />

Cuando descendió de las duras montañas a la fértil llanura, <strong>Napoleón</strong> pudo<br />

cuidar mejor de su ejército. Por ejemplo, obligó a la localidad de Mondoví a<br />

suministrar ocho mil raciones de carne fresca y cuatro mil botellas de vino, y al<br />

pueblo de Acqui a vender sus botas a <strong>los</strong> franceses, so pena de que se las<br />

confiscase. Después de elevar la moral, <strong>Napoleón</strong> preparó a sus hombres para la<br />

tarea siguiente, que era destruir a Beaulieu. «Ustedes no han logrado nada si no<br />

terminan lo que falta hacer. ¿Hay aquí algunos cuyo coraje flaquea? No. Cada uno<br />

de ustedes, al retornar a su aldea, podrá decir con orgullo: "Yo estuve con el<br />

ejército en Italia"».<br />

Para destruir a Beaulieu, <strong>Napoleón</strong> primero tenía que cruzar el Po.<br />

<strong>La</strong> ruta directa era la que pasaba por Pavía, el baluarte austríaco, donde en<br />

1525 Francisco I había caído prisionero. Ese camino representaba un elevado costo<br />

de vidas, y <strong>Napoleón</strong> buscó otro lugar donde cruzar. En uno de <strong>los</strong> libros de su<br />

biblioteca había leído que en 1746 el ejército de Maillebois había cruzado el Po<br />

mucho más abajo, a la altura de Piacenza.<br />

<strong>Napoleón</strong> marchó deprisa hacia Piacenza, y descubrió que allí el Po tenía 350<br />

metros de ancho. Mientras sus hombres miraban con expresión sombría el ancho<br />

espejo de agua parda y apostaban a que cruzarlo llevaría por lo menos dos meses,<br />

<strong>Napoleón</strong> eligió ajean <strong>La</strong>nnes, un valeroso oficial joven de <strong>los</strong> Pirineos, conocido por<br />

su pulcritud y su vasto repertorio de juramentos, y le ordenó que cruzara el río en<br />

botes. A pesar del fuego enemigo, <strong>La</strong>nnes afirmó una cabeza de puente, y<br />

<strong>Napoleón</strong> consiguió pasar la totalidad de su ejército en dos días. Después, avanzó<br />

hacia Milán, pasando al costado del principal ejército austríaco. «Cuando Beaulieu<br />

supo lo que había sucedido —escribió <strong>Napoleón</strong> a <strong>los</strong> directores—, comprendió<br />

demasiado tarde que sus fortificaciones a orillas del Ticino y sus reductos de Pavía<br />

eran inútiles, y que <strong>los</strong> republicanos franceses no eran tan incapaces como<br />

Francisco I».<br />

<strong>La</strong> batalla que <strong>Napoleón</strong> había evitado a orillas del Po tenía que ser librada<br />

sobre el Adda, un río más próximo a Milán. Un puente cruzaba el Adda, cerca de la<br />

pequeña localidad de Lodi, y para defenderlo Beaulieu había dejado a su<br />

retaguardia 12.000 hombres y dieciséis cañones.<br />

<strong>Napoleón</strong> llegó a Lodi a mediodía del 10 de mayo, y salió a reconocer el<br />

terreno. Cerca del río se levantaba una estatua de Juan Nepomuceno, un santo que<br />

había preferido morir ahogado antes que revelar el secreto del confesionario.<br />

Oculto detrás de esta estatua, <strong>Napoleón</strong> inspeccionó el río con su telescopio. No era<br />

muy profundo, pero sí rápido. El puente de madera sobre pilares sin parapetos<br />

tenía unos ciento cincuenta metros de longitud y cuatro metros de ancho. Sobre la<br />

orilla opuesta <strong>los</strong> cañones austríacos estaban agrupados en un sólido fuerte del<br />

siglo XV, con una elevada torre pentagonal. Estaban disparando en el momento<br />

mismo en que <strong>Napoleón</strong> practicaba su reconocimiento, y una de las granadas<br />

explotó casi a sus pies pero san Juan Nepomuceno soportó todo el efecto de la<br />

exp<strong>los</strong>ión, y <strong>Napoleón</strong> escapó sin un rasguño.<br />

<strong>Napoleón</strong> decidió tomar por asalto el puente. No había precedentes históricos<br />

de que se hubiese asaltado un puente bajo intenso fuego, y sus generales dijeron<br />

que eso era una locura. Pero <strong>Napoleón</strong> se mantuvo firme. Como era su estilo,<br />

combinaría el ataque con un movimiento de flanqueo, esta vez de la caballería, a la<br />

cual ordenó remontar al galope el Adda, encontrar un vado, y después caer sobre

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