La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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precedente, la guerra, en Europa, se había convertido en una profesión de<br />
caballeros, comparable a la caza del jabalí o a la danza del minué. <strong>La</strong>s reglas lo<br />
eran todo. Se encontraban dos ejércitos y lentamente se desplegaban en líneas<br />
largas perfectamente ordenadas. Cada general trataba de descubrir el punto débil<br />
del otro.<br />
Después, desencadenaba un ataque en columnas paralelas, equidistantes una<br />
de la otra, perfectamente alineadas, marchando con paso regular.<br />
Después de, cuando mucho, unas pocas horas de combate, cada ejército se<br />
retiraba a su campamento. Había poco derramamiento de sangre, las batallas<br />
solían prolongarse, y así la marea de la guerra iba y venía, siempre indecisa.<br />
Después llegó la Revolución. Por primera vez Francia cobró conciencia de su<br />
carácter nacional, y como en la Inglaterra isabelina y la España de Felipe II, se<br />
liberó un tremendo caudal de energía, la necesidad de vencer a toda costa. Los<br />
suboficiales alcanzaron el rango de generales, y sus tropas bisoñas, adiestradas<br />
deprisa, no podían ejecutar <strong>los</strong> complicados movimientos que tanto agradaban a <strong>los</strong><br />
ejércitos reales. De modo que atacaban con más rapidez, con mayor desorden, sin<br />
atenerse a la norma, en una columna única, o como Carteaux en «columna de<br />
tres». Eficaces en otros lugares, estos métodos aún no habían producido resultado<br />
en el terreno difícil e irregular de la frontera italiana. Como dijo <strong>Napoleón</strong>:<br />
«Estuvimos jugando durante (tres) años en <strong>los</strong> Alpes y <strong>los</strong> Apeninos un juego<br />
perpetuo de intercambio de prisioneros.» Para terminar con este juego, un general<br />
necesitaba cualidades excepcionales.<br />
En este contexto, <strong>Napoleón</strong> tenía cuatro de esas cualidades. En primer lugar,<br />
poseía un tipo especial de físico, que se distinguía por el pecho ancho y <strong>los</strong><br />
pulmones grandes. Los pulmones grandes inhalaban grandes bocanadas de aire<br />
para oxigenar su sangre, y este aporte generoso de oxígeno a su vez le permitía un<br />
ritmo desusadamente elevado de metabolismo. «Cásenos deprisa»; éste es un<br />
ejemplo entre centenares de la vibrante actividad que convertía a <strong>Napoleón</strong> en un<br />
individuo deseoso y capaz de hacer cosas con la máxima velocidad. Segundo,<br />
<strong>Napoleón</strong> podía soportar varios días seguidos durmiendo poco. Compensaba las<br />
noches pasadas sobre la montura aprovechando media hora de sueño cuando se le<br />
ofrecía la ocasión. Como en la primera hora de inconsciencia el cuerpo descansa<br />
tanto como en tres horas en mitad del sueño a lo largo de una noche entera, con<br />
siestas rápidas <strong>Napoleón</strong> podía mantener su tremenda actividad a lo largo de días<br />
de dieciocho y veinticuatro horas de trabajo.<br />
<strong>La</strong> tercera cualidad que <strong>Napoleón</strong> aportó al ejército de <strong>los</strong> Alpes fue el ojo para<br />
la topografía. Este aspecto era parte de su herencia corsa. En una isla que carece<br />
prácticamente de caminos, para llegar prontamente de Ajaccio a Bonifacio, o de<br />
esta aldea a aquélla, era necesario utilizar todos <strong>los</strong> desfiladeros, todos <strong>los</strong> pasos,<br />
todas las huellas de carros. Un desvío equivocado podía costarle a uno pasar la<br />
noche en la montaña, o una bala por la espalda. Por lo tanto, <strong>Napoleón</strong> había<br />
adquirido «sensibilidad» para el terreno; por la forma y el perfil de las montañas<br />
podía calcular exactamente dónde y hasta qué profundidad descenderían <strong>los</strong> valles<br />
ocultos.<br />
Finalmente, <strong>Napoleón</strong> era artillero. Por el momento tenía pocos cañones, pero<br />
había de utilizar a <strong>los</strong> soldados del mismo modo que usaba <strong>los</strong> cañones:<br />
concentrándo<strong>los</strong> en varios puntos para atacar al mismo tiempo un solo lugar; y<br />
cuando éste caía, desplazándo<strong>los</strong> deprisa contra un segundo punto.<br />
En su cuartel general de Albenga, <strong>Napoleón</strong> estudió su mapa, y marcó las<br />
posiciones enemigas con alfileres rojos. El ejército austríaco tenía 22.000 hombres,<br />
y <strong>los</strong> piamonteses 25.000, de modo que en este aspecto el enemigo poseía ventaja.<br />
Más aún, en la guerra librada en las montañas, <strong>los</strong> defensores siempre tienen<br />
ventajas. Durante tres años <strong>los</strong> generales franceses habían tratado de entrar en<br />
Piamonte atravesando <strong>los</strong> Alpes Marítimos. Como <strong>los</strong> pasos eran pocos y estrechos,<br />
y estaban bien protegidos, habían fracasado. <strong>Napoleón</strong> ya había decidido<br />
abandonar esa ruta. En cambio, eligió desplazarse a lo largo de la costa, fingir que<br />
se proponía atravesar la Genova neutral, y de ese modo atraer al comandante<br />
Luisa—, y exhórtalo a ponerse un poco de nuestro lado, y a no escuchar<br />
exclusivamente a <strong>los</strong> rusos y <strong>los</strong> ingleses».<br />
Sin embargo Francisco, en efecto, escuchaba a sus aliados, y sobre todo a <strong>los</strong><br />
ingleses, que insistían en una Bélgica independiente. Dijo a <strong>Napoleón</strong> que no podía<br />
concertarse la paz sobre la base de las «fronteras naturales»: Francia debía<br />
renunciar a Bélgica.<br />
<strong>Napoleón</strong> afrontaba ahora otro dilema. Si renunciaba a Bélgica, podría hacer la<br />
paz y lograría mantener su trono, pero desde 1795 Bélgica había sido parte integral<br />
del territorio francés. Tanto como Turena o Dordoña, era «suelo sagrado». En su<br />
coronación, <strong>Napoleón</strong> había jurado solemnemente mantener intacto todo el<br />
territorio francés. <strong>Napoleón</strong> creía que quebrar ese juramento solemne era injusto y<br />
deshonroso. Dijo a Caulaincourt: «Es mejor caer con gloria que aceptar condiciones<br />
que ni el mismo Directorio habría tolerado».<br />
Los aliados reanudaron su avance. Blücher remontó el valle del Marne, y el 28<br />
de febrero cruzó el Sena en <strong>La</strong> Ferté-sous-Jouarre, a sólo sesenta y cinco<br />
kilómetros de París. <strong>Napoleón</strong> dejó 40.000 hombres al mando de Macdonaid, con<br />
orden de contener a <strong>los</strong> austríacos, y regresó deprisa para salvar París. Cayó sobre<br />
el flanco y la retaguardia de Blücher, y aunque disponía sólo de 35.000 hombres<br />
contra 84.000, obligó al general prusiano a retroceder hacia el norte, en dirección<br />
al Aisne. En Craonne y en <strong>La</strong>on se libraron combates sangrientos pero no<br />
definitivos. Entonces <strong>Napoleón</strong> conquistó una pequeña victoria, pues arrebató<br />
Reims a un cuerpo ruso, y recibió de <strong>los</strong> habitantes una acogida tumultuosa. Pero<br />
por mucho que lo intentase, no conseguía destruir el ejército de Blücher.<br />
Entretanto, sus propias tropas se debilitaban, como la sangre que mana de una<br />
herida en la arteria. «Dile [al duque de Cadore] —escribió <strong>Napoleón</strong> a María Luisa—<br />
, que prepare una lista de todos <strong>los</strong> jergones, <strong>los</strong> colchones de paja, las sábanas,<br />
<strong>los</strong> colchones y las mantas que tengo en Fontainebleau, Compiégne, Rambouillet y<br />
en mis diferentes mansiones, y que no sean necesarias en mi casa —seguramente<br />
hay por lo menos un millar— y que lo entregue todo a <strong>los</strong> hospitales militares».<br />
Como Atlas, <strong>Napoleón</strong> soportaba sobre sus hombros el peso entero de Francia.<br />
El movimiento de las tropas, la atención de <strong>los</strong> heridos, la maquinaria del gobierno;<br />
todo dependía de él. Durante ocho semanas soportó ese peso. Y entonces, a<br />
mediados de marzo, ese peso fue demasiado para él. De pronto <strong>Napoleón</strong> no fue<br />
más que un hombre agotado, de ojos enrojecidos, protegido por un abrigo gris que<br />
lo defendía del frío cruel, con muy pocas tropas para contener una ola de<br />
invasores. En ese momento <strong>Napoleón</strong> resolvió morir si podía conseguirlo. Deseaba<br />
una sola cosa: caer en la batalla, y asegurar el trono a su hijo.<br />
En un fiero combate de dos días con <strong>los</strong> austríacos en Arcis-surAube, <strong>Napoleón</strong><br />
se arriesgó dondequiera que el fuego fuera más intenso.<br />
Cuando una granada de efecto retardado cayó frente a una compañía de<br />
soldados, que <strong>los</strong> obligó a todos a buscar protección, <strong>Napoleón</strong> fríamente obligó a<br />
continuar a su caballo. <strong>La</strong> granada explotó, mató al caballo y arrojó a <strong>Napoleón</strong> al<br />
suelo entre una nube de polvo y humo.<br />
Pero él salió ileso, montó otro caballo y continuó recorriendo las líneas.<br />
<strong>La</strong>s granadas y la metralla abrieron agujeros en su uniforme, pero su cuerpo<br />
permaneció intacto. «<strong>La</strong> bala que ha de matarme aún no ha sido fundida», se había<br />
vanagloriado cierta vez <strong>Napoleón</strong>, y parecía que la vanagloria se convertía en<br />
hecho.<br />
<strong>La</strong> energía de <strong>Napoleón</strong> movilizó la energía de su pueblo. Cuando las campanas<br />
redoblaron en las regiones del este y el nordeste, numerosas partidas atacaron a<br />
<strong>los</strong> convoyes del enemigo y emboscaron a destacamentos aislados. En <strong>los</strong> Vosgos<br />
estas partidas de campesinos destruyeron casi por completo a dos regimientos de<br />
rusos. En Epernay <strong>los</strong> aldeanos, dirigidos por su alcalde Jean Moet, abrieron las<br />
bodegas y agasajaron a <strong>Napoleón</strong> y a sus soldados con grandes recipientes de<br />
champán, y después lucharon hombro con hombro junto a el<strong>los</strong>, armados<br />
únicamente con horquillas y hoces.