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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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CAPÍTULO OCHO<br />

<strong>La</strong> campaña de Italia<br />

<strong>La</strong> guerra en la cual <strong>Napoleón</strong> se disponía a combatir era librada por dos<br />

hombres que tenían razones de familia para detestar a la República Francesa. El<br />

emperador Francisco II, un año mayor que <strong>Napoleón</strong>, era un austríaco tímido y<br />

decente que poseía poco talento o energía; pero en su condición de sobrino de<br />

María Amonieta, y de titular del trono más antiguo de Europa, se había<br />

comprometido a restaurar a un rey Borbón en Francia. Su aliado, Víctor Amadeo III<br />

de Piamonte, era un fanático vanidoso que encarcelaba a <strong>los</strong> liberales y restablecía<br />

la Inquisición.<br />

A cada momento se dormía, y de ahí su sobrenombre «el rey de <strong>los</strong> Dormice»,<br />

pero puesto que era el suegro del conde de Provenza, Luis XVIII, actuaba en sus<br />

interva<strong>los</strong> de vigilia para tratar de restablecer el trono de Francia.<br />

<strong>La</strong>s órdenes de <strong>Napoleón</strong> eran cruzar <strong>los</strong> Alpes y entrar en Piamonte, la fértil<br />

llanura del alto valle del Po. Tenía que enfrentarse y derrotar a <strong>los</strong> austríacos y <strong>los</strong><br />

piamonteses. Debía ocupar el ducado austríaco de Milán, con Piamonte podía<br />

actuar como lo deseara. Después se ocuparía de negociar la paz, y de ese modo<br />

permitiría reducir el enorme y costoso ejército de Francia. Esta conquista del norte<br />

de Italia había sido intentada dos veces durante <strong>los</strong> últimos cien años, por Villard y<br />

Maillebois; uno y otro intento habían fracasado.<br />

<strong>Napoleón</strong> estableció su cuartel general en Niza, y allí conoció a sus principales<br />

oficiales. Estaba Massena, ex contrabandista, un hombre delgado y con una gran<br />

nariz ganchuda, que tenía un ojo de águila para el terreno. Había sido sargento<br />

mayor durante catorce años, y como otros hombres surgidos de las filas, no pudo<br />

ascender hasta que la Revolución le permitió continuar la carrera de oficial. Elegido<br />

coronel por sus hombres, ahora era general; un personaje seco, silencioso y agrio.<br />

Otro general que había surgido de las filas era Charles Augereau, un hombre<br />

alto, charlatán y procaz, que había vendido relojes en Constantinopla, dado<br />

lecciones de baile, servido en el ejército ruso, y fugado a Lisboa con una muchacha<br />

griega, y que pese a todo era un riguroso partidario de la disciplina. También<br />

estaba Kilmaine, un dublinés loco que mandaba <strong>los</strong> flacos jamelgos mal llamados<br />

caballería. Finalmente, Louis Alexandre Berthier. Con cuarenta y tres años era<br />

mayor que el resto, provenía de la clase de oficiales y había combatido en la Guerra<br />

de la Independencia norteamericana; se lo había mencionado por su bravura en<br />

Philipsburg. Externamente, era poco atractivo; tenía una gran cabeza deforme, <strong>los</strong><br />

cabel<strong>los</strong> rizados y la voz nasal. Farfullaba y balbuceaba, y acostumbraba morderse<br />

las uñas de <strong>los</strong> dedos de sus grandes manos rojas. Pero su cerebro parecía un<br />

archivo, ordenado y pulcro hasta el último detalle. Berthier era un jefe de Estado<br />

Mayor nato, y no tenía ambición de mando. Pero Massena sí la tenía, y con cierta<br />

justicia había abrigado la esperanza de ocupar el cargo concedido a <strong>Napoleón</strong>.<br />

Protestó con Augereau ante la perspectiva de servir al mando de este<br />

mequetrefe venido de París, y cuando <strong>Napoleón</strong> se dedicaba a mostrar el retrato de<br />

Josefina, el<strong>los</strong> se burlaban.<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió satisfecho con sus oficiales, pero despidió por incapaces a<br />

cinco brigadieres, y trasladó a cuatro ancianos coroneles de caballería, «que sólo<br />

En lugar de aportar dinero, enterraron sus napoleones en <strong>los</strong> jardines.<br />

Desde <strong>los</strong> tiempos de Juana de Arco un ejército enemigo no se había acercado a<br />

la vista de sus campanarios, y el sentimiento dominante no era el patriotismo sino<br />

el miedo.<br />

El 28 de marzo <strong>Napoleón</strong> estaba a unos doscientos kilómetros al este de París.<br />

En un derroche final de energía, y con la ayuda de <strong>los</strong> grupos de resistencia, estaba<br />

destrozando las líneas de comunicación del enemigo. Si París hubiera resistido dos<br />

o tres semanas más así, el enemigo se hubiera visto totalmente aislado. Pero el 28,<br />

después de carecer de noticias durante seis días, <strong>Napoleón</strong> recibió de París un<br />

despacho en código; en él <strong>La</strong>valette describía el derrotismo de <strong>los</strong> parisienses y las<br />

intrigas de <strong>los</strong> nobles. «<strong>La</strong> presencia del emperador es necesaria si él desea impedir<br />

que entreguen la capital al enemigo. No hay que perder un instante.» <strong>Napoleón</strong><br />

comprendió lo grave de la situación. Ordenó a su ejército que marchase sobre París<br />

y despachó un correo para decir a Joseph que estaba en camino. Al llegar a Troyes,<br />

su ejército necesitó descansar, pero <strong>Napoleón</strong> decidió continuar solo, primero con<br />

su guardia personal hasta Villeneuve-sur-Vanne, a ciento diez kilómetros de París,<br />

y desde allí, sin escolta, en un cabriolé ligero. A todo galope, avanzó en la<br />

oscuridad, esperando contra toda esperanza llegar a tiempo a París.<br />

A las once de la noche del 30 de marzo <strong>Napoleón</strong> llegó a <strong>La</strong> Cour de France,<br />

una posta de diligencias a veintitrés kilómetros de París. Allí vio un destacamento<br />

de caballería y ordenó a su cochero que se detuviese.<br />

El general Belliard, comandante del destacamento, reconoció la voz del<br />

emperador y desmontó.<br />

<strong>Napoleón</strong> lo llevó aparte y, caminando deprisa a lo largo del camino, lo<br />

ametralló a preguntas. «¿Por qué está aquí?... ¿Dónde está el enemigo?... ¿Qué<br />

sabe de París?... ¿<strong>La</strong> emperatriz?... ¿El rey de Roma?» Belliard le explicó <strong>los</strong><br />

acontecimientos de la jomada: el coraje de las tropas, la superioridad numérica del<br />

enemigo —cien mil hombres contra cuarenta mil—, la escasez de cañones y<br />

municiones en Montmartre.<br />

Después de diez horas de resistencia, a las cuatro de esa misma tarde, por<br />

orden de Joseph, Marmont había iniciado conversaciones con el zar Alejandro. Se<br />

había concertado un armisticio. <strong>La</strong>s tropas francesas evacuaban París como<br />

preludio de la capitulación.<br />

«Todos han perdido la cabeza», exclamó <strong>Napoleón</strong>. Estaba seguro de que París<br />

podía haber resistido, y se enfureció con su hermano tanto como con <strong>los</strong><br />

parisienses. Finalmente, se volvió hacia su séquito. «Caballeros, ya han oído lo que<br />

dice Belliard. ¡Adelante, a París! Siempre que me ausento, se cometen errores<br />

garrafales.» Belliard señaló que era demasiado tarde, que a esa hora seguramente<br />

se había firmado la capitulación. <strong>Napoleón</strong> rehusó escucharlo. Habló de echar a<br />

vuelo todas las campanas de las iglesias, y capturar Montmartre a la cabeza de sus<br />

guardias nacionales. Finalmente, aceptó enviar a Caulaincourt a París para obtener<br />

noticias concretas. El mensajero de Caulaincourt llegó al mismo tiempo que una<br />

carta de Marmont, que confirmó <strong>los</strong> temores generales. Se había firmado la<br />

capitulación, y las llaves de París estaban en manos del zar Alejandro.<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió profundamente afectado. Había perdido su Imperio, y<br />

también había perdido su capital. En sombrío silencio se dirigió a Fontainebleau,<br />

donde llegó a las seis de la mañana. Como no lo esperaban, encontró que las<br />

habitaciones principales de la planta baja estaban cerradas; nuevamente era un<br />

intruso en su propio palacio. Fue a su estudio del primer piso, con las paredes<br />

revestidas de seda verde rayada, la biblioteca de caoba y <strong>los</strong> escritorios macizos,<br />

con las patas en forma de columnas clásicas adornadas con cabezas de esfinges.<br />

Allí se sentó y esperó. Aún tenía una esperanza: que incluso después de capturar<br />

París <strong>los</strong> aliados se viesen obligados a negociar con él en su calidad de emperador.<br />

En una carta dirigida a Joseph, <strong>Napoleón</strong> había especificado que, si la defensa<br />

llegaba a ser imposible, la totalidad de <strong>los</strong> altos dignatarios del Imperio, sin<br />

ninguna excepción, debía salir de París. Su propósito era que no quedase en la<br />

ciudad nadie con autoridad suficiente para negociar con el enemigo, y en este

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