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—Madame Beauharnais, ciudadana, ¿consiente en tomar por legítimo esposo al general Bonaparte, aquí presente, serle fiel y respetar la fidelidad conyugal?. —Ciudadano, consiento. —General Bonaparte y madame Beauharnais, la ley os une. Después de firmar el registro, Napoleón y Josefina fueron en coche, en la fría noche de marzo, a la bonita y todavía impagada casa de la Rué Chantereine. Como regalo de bodas Napoleón dio a Josefina un sencillo collar de oro muy fino, del cual colgaba una placa de oro y esmalte. Sobre la placa estaban grabadas dos palabras: Au destín. En una época irreligiosa, era el modo de Napoleón de decir en el lenguaje que Josefina aprobaba, que la Providencia los había unido y que cuidaría del matrimonio. En el dormitorio de la planta baja, tapizado de azul y adornado con muchos espejos, Napoleón descubrió que no estaría solo con su esposa. Josefina tenía un perrito llamado Fortuné, que le era muy fiel. El animalito la había acompañado en la cárcel, y llevaba a los amigos mensajes ocultos en el collar. Desde entonces había tenido el privilegio de dormir en la cama de Josefina. Cuando Napoleón trató de usufructuar el mismo privilegio, Fortuné no aprobó la situación. Ladró, gruñó y finalmente mordió en la pantorrilla a su rival. Los sentimientos de Napoleón hacia su esposa se reflejan en las cartas que le escribió apenas se separaron. Decía que su corazón nunca había sentido nada a medias, y que había tratado de evitar el amor. De pronto, había conocido a Josefina. El capricho de la dama era ley sagrada. La posibilidad de verla era su felicidad suprema. Ella era bella y grácil. Napoleón adoraba todo lo que tuviera que ver con ella. Si ella hubiese tenido menos experiencia o sido más joven, él la habría amado menos. La gloria lo atraía sólo en la medida en que era grata a Josefina y halagaba su amor propio. Una sola cosa turbaba a Napoleón, los sentimientos de Josefina hacia él. Aunque él nunca se alejaba de Josefina ni siquiera una hora sin sacar del bolsillo de su chaqueta el retrato de su amor y cubrirlo de besos, había comprobado con desaliento que ella nunca tomaba de su cajón el retrato de su esposo, el mismo que le había regalado en octubre. Sentía que lo amaba menos que él a ella, y que un día ese afecto podía debilitarse. Era el final de Clisson et Eugenio convertido en realidad. La idea «aterrorizó» a Napoleón, y trató de rechazarla formulando francamente el problema. «No pido amor ni fidelidad eternos —dijo a Josefina—, únicamente... la verdad, una franqueza ilimitada. El día que me digas "Te amo menos" será el último día de mi amor o el último de mi vida». Al día siguiente de la boda, Napoleón y Josefina fueron a ver a Hortense, que estaba en el elegante colegio de madame Campan, en SaintGermain. Hortense se había opuesto al nuevo matrimonio de su madre porque, como dijo a Eugéne, «de ese modo llegará a amarnos menos» —una predicción que en definitiva se demostró falsa—. Napoleón, que profesaba simpatía a los niños en general y a los hijos de Josefina en particular, se esforzó mucho para complacer a esta Hortense de ojos azules. Al regresar a la rué Chantereine se enfrascó en la lectura de los libros que había retirado de la Biblioteca Nacional tres días antes. Eran las Memorias del mariscal de Catinat, una biografía del príncipe Eugéne, tres volúmenes infolio de las batallas del príncipe Eugéne, una obra acerca de la topografía de Piamonte y Saboya, la Guerre des Alpes de Saint-Simon, y una reseña de las campañas de Maillebois —todo referido a la región donde tendría que combatir—. Estos áridos volúmenes no eran precisamente el material apropiado para una luna de miel, pero cuando Josefina trataba de apartarlo de ellos, Napoleón decía: «Paciencia, querida. Tendremos tiempo de hacer el amor cuando hayamos ganado la guerra». Esta luna de miel de soldado duró sólo dos días y dos noches. Para Napoleón, que no tenía experiencia en los refinamientos del dormitorio, no fue tan prolongada que le permitiese conquistar a Josefina. Estaba dejando demasiado en manos de la Providencia cuando afirmó que el amor podía esperar. vergonzosa... Los oligarcas me temen porque soy el rey del pueblo. No corresponde al interés de Austria entregar Europa al dominio de Rusia... Quizás ahora incluso mi suegro tratará de moderar la tendencia de las cosas». Lo que inquietaba más a Napoleón era la humillación de Francia y la difícil situación de su ejército. De estos temas habló con Caulaincourt al día siguiente donde «apenas mencionó sus intereses personales», pero, en efecto, expresó lo que sentía acerca de Talleyrand, ahora presidente del gobierno provisional: «Disimula la vergüenza de haberme traicionado con las recompensas recibidas de aquellos a quienes destronó veinte años antes... Talleyrand es como un gato; siempre puede arreglárselas para caer de pie. De todos modos, la historia dará el veredicto apropiado.» Sin hacer caso del gobierno provisional de Talleyrand y de su propia deposición por una farsa del Senado, Napoleón resolvió continuar la lucha. Aún tenía un ejército muy fuerte de sesenta mil hombres. A mediodía del 3 de abril pasó revista a la Vieja Guardia y a otras unidades. Les dijo que en pocos días se proponía atacar París. Los hombres vitorearon y gritaron: «¡A París!». Pero muchos de los mariscales no estuvieron de acuerdo. Eran hombres que poseían propiedades y hermosas casas en París, y algunos tenían allí esposas e hijos. Si el retorno de los Borbones era un desastre para ellos, en otro sentido también lo era un ataque a París. Esa tarde, cuando Napoleón estaba trabajando en su estudio, fue a verlo un grupo de mariscales y generales. Estaba Moncey, de sesenta años, que había combatido valerosamente en los suburbios de París, y el viejo Lefebvre, a quien Napoleón había regalado su espada la víspera de Brumario. Había también hombres más jóvenes, Macdonaid y el pelirrojo Ney, el más bravo entre los bravos. Macdonaid habló primero. Dijo que los inquietaban los planes de Napoleón; no deseaban que París compartiese el destino de Moscú. Napoleón trató de tranquilizarlos y explicó sus intenciones. Entonces, el temperamental Ney explotó y dijo que el ejército se negaría a marchar. «El ejército me obedecerá», dijo Napoleón levantando la voz. «Sire —replicó Ney—, el ejército obedece a sus generales». No era así, y Napoleón bien lo sabía. El ejército obedecería a Napoleón, y si era necesario él podía reemplazar prontamente a comandantes como Ney. Pero esos hombres eran sus camaradas, con quienes había compartido la gloria y el sufrimiento. De todos los franceses, eran los que estaban más cerca del propio Napoleón. Con voz serena preguntó: «¿Qué desean que haga?» Se lo dijeron: «Abdique en favor de su hijo.» Napoleón siempre había respetado las opiniones de sus mariscales. Cuando le aconsejaron que no marchase de Moscú a San Petersburgo, accedió a las opiniones que ellos formularon. Cuando miraron con malos ojos, en 1813, la idea de marchar sobre Berlín, tuvo en cuenta tales dudas. Sabía que eran franceses de la cabeza a los pies, y hasta cieno punto entendía que sus opiniones eran las opiniones de Francia. Si Napoleón hubiese respondido a la motivación de la ambición personal, en ese momento se habría impuesto a sus mariscales y tratado de obtener una última cuota de gloria, por mucho que ello tuviera un coste para Francia. Pero Napoleón siempre se había visto en el papel de representante del pueblo francés, y ésa fue la actitud que adoptó en el estudio verde de Fomainebleau. «Muy bien, caballeros, puesto que así debe ser, abdicaré. He tratado de llevar la felicidad a Francia, y no lo he conseguido. No deseo agravar nuestros sufrimientos...». Al día siguiente Napoleón empuñó la pluma que había firmado mil decretos y dirigido la vida de setenta millones de personas; la sumergió en el tintero decorado con el águila imperial, y escribió: «Dado que las potencias aliadas han afirmado que el emperador Napoleón es el único obstáculo que se opone al restablecimiento de la paz en Europa, el emperador Napoleón, fiel a su juramento, afirma que está dispuesto a renunciar al trono, a salir de Francia e incluso a dar la vida por el bien del país, que es inseparable de los derechos de su hijo, de los derechos de la Regencia de la emperatriz, y del mantenimiento de las leyes del Imperio.» Convocó

sentido pensaba sobre todo en TaUeyrand. En lugar de ejecutar personalmente estas órdenes, Joseph las transmitió a Savary, ministro de Policía. Savary, en efecto, ordenó a Talleyrand que saliera de París. Talleyrand contestó que no deseaba irse, pero cuando el ministro insistió, regresó a su casa y realizó unos pocos preparativos. A las cinco de la tarde del 31 de marzo Talleyrand atravesó París en dirección a la puerta del camino que llevaba a Rambouillet. El carruaje se desplazó muy lentamente, de modo que la gente advirtiese su presencia, y que cierto mensajero llegase a la puerta antes que el propio Talleyrand. En la Barriere de 1'Enfer, el capitán de los guardias nacionales era monsieur de Rémusat, cuya esposa era íntima amiga del ex obispo. Rémusat detuvo el carruaje de Talleyrand, e hizo lo que su esposa le había pedido: exigió ver el pasaporte del ocupante. Talleyrand replicó que no lo tenía. En ese caso, dijo Rémusat, no podía salir de París. En lugar de presentar sus credenciales de funcionario, que valían por una docena de pasaportes, Talleyrand esbozó un gesto de triste resignación, se volvió y retornó a su casa. Al día siguiente los aliados entraron en París, encabezados por el zar Alejandro, el rey Federico Guillermo de Prusia y el príncipe Schwarzenberg, en representación del emperador Francisco. Para Talleyrand, que había mantenido permanente contacto con Nesseirode, el canciller ruso, no fue sorpresa enterarse de que el zar había decidido hacerle el honor de alojarse en su casa. Alejandro llegó allí esa noche. Para él y los restantes dirigentes aliados era conveniente encontrar un dignatario de elevado rango, y Talleyrand no tropezó con dificultades para persuadirlos de que lo considerasen el portavoz de Francia. De ese modo, destruyó la última esperanza de Napoleón. En su condición de jefe de los aliados, Alejandro dijo que había tres caminos posibles: podían concertar la paz con Napoleón, designar regente de su hijo a María Luisa, o restablecer a los Borbones. Querían atender los deseos de Francia; ¿qué pensaba Talleyrand? Éste era el momento para el cual el ex obispo había estado trabajando tanto tiempo. Talleyrand afirmó enérgicamente que Napoleón debía retirarse. Una Regencia habría sido viable si Napoleón hubiese caído en combate, pero mientras Napoleón continuase viviendo, él reinaría en nombre de su esposa. Quedaba la tercera opción propuesta por Alejandro. Talleyrand aprobaba este criterio. «Necesitamos un principio, y sólo veo uno: Luis XVIII, nuestro legítimo rey». Alejandro se mostró dubitativo. Afirmó que había observado que los Borbones provocaban una reacción general de horror, pero Talleyrand insistió, y para zanjar el asunto presentó un documento destinado a la firma del zar: «Los soberanos proclaman que nunca negociarán con Napoleón Bonaparte o con cualquier otro miembro de su familia... Invitan al Senado a designar inmediatamente un gobierno provisional.» Cuando Talleyrand dijo que él podía responder por el Senado, todo pareció tan sencillo que Alejandro tuvo que acallar sus dudas y firmó. En virtud de este documento, Talleyrand convocó al Senado la tarde del 1 de abril. Asistieron sólo sesenta y cuatro senadores, de un total de ciento cuarenta, que se atuvieron obedientemente a las sugerencias de Talleyrand, depusieron a Napoleón Bonaparte e invitaron a ocupar el trono a un anciano caballero residente en Hatfield, es decir Louis Stanislas Xavier de Borbón. Napoleón supo todo esto de labios de Caulaincourt la tarde del 2 de abril. No es poca cosa ser depuesto del trono del imperio más grande de los tiempos modernos, pero Napoleón consideró asunto de honor no demostrar sus sentimientos. Caulaincourt no pudo ver en el rostro de Napoleón la más mínima emoción, ningún gesto. «Uno habría creído que todos estos hechos, esta traición y ese peligro, no le concernían en lo más mínimo.» «El trono nada significa para mí —dijo Napoleón con una mezcla de verdad y estoicismo—. Nací soldado y puedo retornar a la vida común sin lamentarlo. Deseaba ver grande y poderosa a Francia, pero ante todo deseo verla feliz. Prefiero abandonar el trono antes que firmar una paz La noche del 11, Napoleón abrazó a Josefina y se despidió con un beso. Después, en un carruaje ligero y rápido, inició el camino hacia el sur, a incorporarse a su nuevo mando. Lo acompañaban Junot y Chauvet, pagador del Ejército de Italia, ocho mil libras en luises de oro, cien mil libras en letras de cambio, la promesa arrancada a los directores en el sentido de que le enviarían refuerzos, y el retrato, que acercaba constantemente a sus labios, de su «incomparable» esposa.

—Madame Beauharnais, ciudadana, ¿consiente en tomar por legítimo esposo al<br />

general Bonaparte, aquí presente, serle fiel y respetar la fidelidad conyugal?.<br />

—Ciudadano, consiento.<br />

—General Bonaparte y madame Beauharnais, la ley os une.<br />

Después de firmar el registro, <strong>Napoleón</strong> y Josefina fueron en coche, en la fría<br />

noche de marzo, a la bonita y todavía impagada casa de la Rué Chantereine. Como<br />

regalo de bodas <strong>Napoleón</strong> dio a Josefina un sencillo collar de oro muy fino, del cual<br />

colgaba una placa de oro y esmalte.<br />

Sobre la placa estaban grabadas dos palabras: Au destín. En una época<br />

irreligiosa, era el modo de <strong>Napoleón</strong> de decir en el lenguaje que Josefina aprobaba,<br />

que la Providencia <strong>los</strong> había unido y que cuidaría del matrimonio.<br />

En el dormitorio de la planta baja, tapizado de azul y adornado con muchos<br />

espejos, <strong>Napoleón</strong> descubrió que no estaría solo con su esposa. Josefina tenía un<br />

perrito llamado Fortuné, que le era muy fiel. El animalito la había acompañado en<br />

la cárcel, y llevaba a <strong>los</strong> amigos mensajes ocultos en el collar. Desde entonces<br />

había tenido el privilegio de dormir en la cama de Josefina. Cuando <strong>Napoleón</strong> trató<br />

de usufructuar el mismo privilegio, Fortuné no aprobó la situación. <strong>La</strong>dró, gruñó y<br />

finalmente mordió en la pantorrilla a su rival.<br />

Los sentimientos de <strong>Napoleón</strong> hacia su esposa se reflejan en las cartas que le<br />

escribió apenas se separaron. Decía que su corazón nunca había sentido nada a<br />

medias, y que había tratado de evitar el amor.<br />

De pronto, había conocido a Josefina. El capricho de la dama era ley sagrada.<br />

<strong>La</strong> posibilidad de verla era su felicidad suprema. Ella era bella y grácil. <strong>Napoleón</strong><br />

adoraba todo lo que tuviera que ver con ella. Si ella hubiese tenido menos<br />

experiencia o sido más joven, él la habría amado menos. <strong>La</strong> gloria lo atraía sólo en<br />

la medida en que era grata a Josefina y halagaba su amor propio.<br />

Una sola cosa turbaba a <strong>Napoleón</strong>, <strong>los</strong> sentimientos de Josefina hacia él.<br />

Aunque él nunca se alejaba de Josefina ni siquiera una hora sin sacar del bolsillo de<br />

su chaqueta el retrato de su amor y cubrirlo de besos, había comprobado con<br />

desaliento que ella nunca tomaba de su cajón el retrato de su esposo, el mismo<br />

que le había regalado en octubre.<br />

Sentía que lo amaba menos que él a ella, y que un día ese afecto podía<br />

debilitarse. Era el final de Clisson et Eugenio convertido en realidad.<br />

<strong>La</strong> idea «aterrorizó» a <strong>Napoleón</strong>, y trató de rechazarla formulando francamente<br />

el problema. «No pido amor ni fidelidad eternos —dijo a Josefina—, únicamente...<br />

la verdad, una franqueza ilimitada. El día que me digas "Te amo menos" será el<br />

último día de mi amor o el último de mi vida».<br />

Al día siguiente de la boda, <strong>Napoleón</strong> y Josefina fueron a ver a Hortense, que<br />

estaba en el elegante colegio de madame Campan, en SaintGermain. Hortense se<br />

había opuesto al nuevo matrimonio de su madre porque, como dijo a Eugéne, «de<br />

ese modo llegará a amarnos menos» —una predicción que en definitiva se<br />

demostró falsa—. <strong>Napoleón</strong>, que profesaba simpatía a <strong>los</strong> niños en general y a <strong>los</strong><br />

hijos de Josefina en particular, se esforzó mucho para complacer a esta Hortense<br />

de ojos azules. Al regresar a la rué Chantereine se enfrascó en la lectura de <strong>los</strong><br />

libros que había retirado de la Biblioteca Nacional tres días antes. Eran las<br />

Memorias del mariscal de Catinat, una biografía del príncipe Eugéne, tres<br />

volúmenes infolio de las batallas del príncipe Eugéne, una obra acerca de la<br />

topografía de Piamonte y Saboya, la Guerre des Alpes de Saint-Simon, y una<br />

reseña de las campañas de Maillebois —todo referido a la región donde tendría que<br />

combatir—. Estos áridos volúmenes no eran precisamente el material apropiado<br />

para una luna de miel, pero cuando Josefina trataba de apartarlo de el<strong>los</strong>, <strong>Napoleón</strong><br />

decía: «Paciencia, querida. Tendremos tiempo de hacer el amor cuando hayamos<br />

ganado la guerra».<br />

Esta luna de miel de soldado duró sólo dos días y dos noches. Para <strong>Napoleón</strong>,<br />

que no tenía experiencia en <strong>los</strong> refinamientos del dormitorio, no fue tan prolongada<br />

que le permitiese conquistar a Josefina. Estaba dejando demasiado en manos de la<br />

Providencia cuando afirmó que el amor podía esperar.<br />

vergonzosa... Los oligarcas me temen porque soy el rey del pueblo. No corresponde<br />

al interés de Austria entregar Europa al dominio de Rusia...<br />

Quizás ahora incluso mi suegro tratará de moderar la tendencia de las cosas».<br />

Lo que inquietaba más a <strong>Napoleón</strong> era la humillación de Francia y la difícil<br />

situación de su ejército. De estos temas habló con Caulaincourt al día siguiente<br />

donde «apenas mencionó sus intereses personales», pero, en efecto, expresó lo<br />

que sentía acerca de Talleyrand, ahora presidente del gobierno provisional:<br />

«Disimula la vergüenza de haberme traicionado con las recompensas recibidas de<br />

aquel<strong>los</strong> a quienes destronó veinte años antes... Talleyrand es como un gato;<br />

siempre puede arreglárselas para caer de pie. De todos modos, la historia dará el<br />

veredicto apropiado.» Sin hacer caso del gobierno provisional de Talleyrand y de su<br />

propia deposición por una farsa del Senado, <strong>Napoleón</strong> resolvió continuar la lucha.<br />

Aún tenía un ejército muy fuerte de sesenta mil hombres. A mediodía del 3 de abril<br />

pasó revista a la Vieja Guardia y a otras unidades. Les dijo que en pocos días se<br />

proponía atacar París. Los hombres vitorearon y gritaron: «¡A París!».<br />

Pero muchos de <strong>los</strong> mariscales no estuvieron de acuerdo. Eran hombres que<br />

poseían propiedades y hermosas casas en París, y algunos tenían allí esposas e<br />

hijos. Si el retorno de <strong>los</strong> Borbones era un desastre para el<strong>los</strong>, en otro sentido<br />

también lo era un ataque a París. Esa tarde, cuando <strong>Napoleón</strong> estaba trabajando en<br />

su estudio, fue a verlo un grupo de mariscales y generales. Estaba Moncey, de<br />

sesenta años, que había combatido valerosamente en <strong>los</strong> suburbios de París, y el<br />

viejo Lefebvre, a quien <strong>Napoleón</strong> había regalado su espada la víspera de Brumario.<br />

Había también hombres más jóvenes, Macdonaid y el pelirrojo Ney, el más<br />

bravo entre <strong>los</strong> bravos. Macdonaid habló primero. Dijo que <strong>los</strong> inquietaban <strong>los</strong><br />

planes de <strong>Napoleón</strong>; no deseaban que París compartiese el destino de Moscú.<br />

<strong>Napoleón</strong> trató de tranquilizar<strong>los</strong> y explicó sus intenciones. Entonces, el<br />

temperamental Ney explotó y dijo que el ejército se negaría a marchar. «El ejército<br />

me obedecerá», dijo <strong>Napoleón</strong> levantando la voz. «Sire —replicó Ney—, el ejército<br />

obedece a sus generales».<br />

No era así, y <strong>Napoleón</strong> bien lo sabía. El ejército obedecería a <strong>Napoleón</strong>, y si era<br />

necesario él podía reemplazar prontamente a comandantes como Ney. Pero esos<br />

hombres eran sus camaradas, con quienes había compartido la gloria y el<br />

sufrimiento. De todos <strong>los</strong> franceses, eran <strong>los</strong> que estaban más cerca del propio<br />

<strong>Napoleón</strong>. Con voz serena preguntó:<br />

«¿Qué desean que haga?» Se lo dijeron: «Abdique en favor de su hijo.»<br />

<strong>Napoleón</strong> siempre había respetado las opiniones de sus mariscales.<br />

Cuando le aconsejaron que no marchase de Moscú a San Petersburgo, accedió<br />

a las opiniones que el<strong>los</strong> formularon. Cuando miraron con ma<strong>los</strong> ojos, en 1813, la<br />

idea de marchar sobre Berlín, tuvo en cuenta tales dudas. Sabía que eran franceses<br />

de la cabeza a <strong>los</strong> pies, y hasta cieno punto entendía que sus opiniones eran las<br />

opiniones de Francia. Si <strong>Napoleón</strong> hubiese respondido a la motivación de la<br />

ambición personal, en ese momento se habría impuesto a sus mariscales y tratado<br />

de obtener una última cuota de gloria, por mucho que ello tuviera un coste para<br />

Francia. Pero <strong>Napoleón</strong> siempre se había visto en el papel de representante del<br />

pueblo francés, y ésa fue la actitud que adoptó en el estudio verde de<br />

Fomainebleau.<br />

«Muy bien, caballeros, puesto que así debe ser, abdicaré. He tratado de llevar<br />

la felicidad a Francia, y no lo he conseguido. No deseo agravar nuestros<br />

sufrimientos...».<br />

Al día siguiente <strong>Napoleón</strong> empuñó la pluma que había firmado mil decretos y<br />

dirigido la vida de setenta millones de personas; la sumergió en el tintero decorado<br />

con el águila imperial, y escribió: «Dado que las potencias aliadas han afirmado<br />

que el emperador <strong>Napoleón</strong> es el único obstáculo que se opone al restablecimiento<br />

de la paz en Europa, el emperador <strong>Napoleón</strong>, fiel a su juramento, afirma que está<br />

dispuesto a renunciar al trono, a salir de Francia e incluso a dar la vida por el bien<br />

del país, que es inseparable de <strong>los</strong> derechos de su hijo, de <strong>los</strong> derechos de la<br />

Regencia de la emperatriz, y del mantenimiento de las leyes del Imperio.» Convocó

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