La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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esponsable de mantener a <strong>los</strong> dos hijos que ella tenía; ambos estaban en colegios<br />
caros, y <strong>Napoleón</strong> ya estaba manteniendo a dos hermanos y tres hermanas. Para<br />
todo ello <strong>Napoleón</strong> contaba sólo con su sueldo de general. Pero <strong>Napoleón</strong> se sentía<br />
tan enamorado que, después de realizar estos cálcu<strong>los</strong> tan poco promisorios,<br />
consideró que de un modo o de otro se las arreglaría.<br />
El siguiente interrogante era: ¿Qué efecto tendría el matrimonio en su carrera?<br />
<strong>Napoleón</strong> ya no buscaba el amor lejos del mundo, en cambio, actuaba de acuerdo<br />
con lo que había escrito en su ensayo, «la razón debe gobernar a la pasión», y<br />
deseaba, una vez casado, continuar afrontando sus responsabilidades con la<br />
República. Sobre todo, quería combatir contra <strong>los</strong> enemigos de Francia, es decir<br />
Austria y Piamonte, en el norte de Italia. Había pedido a Barras, el principal<br />
director, el mando del Ejército de <strong>los</strong> Alpes.<br />
Pero el primer impulso de Barras fue denegar la solicitud. Cada uno de <strong>los</strong><br />
directores asumía una de las principales responsabilidades y la de Barras era el<br />
Interior. <strong>Napoleón</strong> estaba actuando bien en ese sector, y trasladarlo contrariaba <strong>los</strong><br />
intereses de Barras. Además, había generales de más edad que tenían más derecho<br />
al mando.<br />
Entonces, Barras supo que <strong>Napoleón</strong> estaba contemplando la posibilidad de<br />
contraer matrimonio con Josefina, y aquí la petición de <strong>Napoleón</strong> se le presentó<br />
bajo una luz diferente. Barras acababa de acceder al poder, y se sentía inseguro.<br />
De <strong>los</strong> cinco directores, era el único de origen noble, y sentía la necesidad de<br />
contar con amigos de la misma dase. Tanto Josefina como <strong>Napoleón</strong> eran nobles,<br />
pero <strong>Napoleón</strong> en cuanto que era corso y había sido amigo del traidor Paoli aún<br />
parecía un extraño y no se lo aceptaba totalmente. Si se casaba con Josefina<br />
disiparía todas las dudas acerca de su lealtad política, y así, Josefina y <strong>Napoleón</strong><br />
serían dos útiles aliados de Barras. De modo que Barras alentó a <strong>Napoleón</strong> a<br />
casarse con su ex amante, de quien dicho sea de paso, deseaba alejarse. «Ella<br />
pertenece —dijo—, tanto al antiguo régimen como al nuevo. Le dará estabilidad, y<br />
tiene el mejor salón de París.» Estabilidad —consistance— era la palabra clave.<br />
Barras no sólo aprobó el matrimonio, sino que modificó su actitud frente a la<br />
petición de <strong>Napoleón</strong>. Si <strong>Napoleón</strong> adquiría estabilidad, beneficiaría a Barras<br />
designarlo jefe del ejército de <strong>los</strong> Alpes, pues <strong>los</strong> éxitos que cosechara en ese lugar<br />
acrecentarían el mérito de Barras. Finalmente, Barras dejó entrever a <strong>Napoleón</strong> y a<br />
Josefina que si se casaban su regalo de bodas sería el ejército de <strong>los</strong> Alpes.<br />
<strong>Napoleón</strong> de todos modos habría propuesto matrimonio a Josefina tan pronto se<br />
hubiese sentido seguro de que podía permitirse ese paso y de que no perjudicaría a<br />
su carrera. El ofrecimiento de Barras fue a lo sumo un incentivo más. Pero al<br />
principio Josefina no vio las cosas de ese modo. <strong>La</strong> inquietó esa mezcla de amor y<br />
política. Cierta noche de febrero hizo una escena. Acusó a <strong>Napoleón</strong> de que<br />
deseaba casarse con ella sólo para conseguir el mando en Italia. <strong>Napoleón</strong> negó la<br />
acusación y preguntó cómo era posible que Josefina hubiese tenido «un<br />
sentimiento tan bajo». De regreso en su casa, escribió a Josefina una carta en la<br />
cual le decía que se sentía muy ofendido por la acusación. Pero en lugar de tomar<br />
represalias en vista de esta ofensa a su sinceridad, descubre, muy sorprendido, que<br />
retorna para depositar su corazón a <strong>los</strong> pies de la dama.<br />
«Es imposible mostrarse más débil o caer más bajo. ¿Cuál es tu extraño poder,<br />
incomparable Josefina?... Te doy tres besos, uno en tu corazón, uno en tu boca y<br />
otro en tus ojos».<br />
Tranquilizada respecto de la sinceridad de <strong>Napoleón</strong>, y tranquilizada también<br />
porque Barras continuaría facilitándole ciertos contratos comerciales, Josefina<br />
examinó su corazón y se preguntó qué sentía por <strong>Napoleón</strong>. Le agradaban su<br />
coraje, la amplitud de sus conocimientos y su agilidad mental. Aunque parezca<br />
paradójico, le agradaba menos su pasión, el hecho de que era exigente y<br />
pretendiera que ella le perteneciese de manera exclusiva. Josefina resumió así sus<br />
sentimientos, en la carta a una amiga: «Me preguntarás: ¿Lo amas? Bien... No.<br />
¿Sientes aversión por él? No. Lo que siento es tibieza: me fastidia, en realidad la<br />
gente religiosa lo considera el más tedioso de <strong>los</strong> estados».<br />
pues se la había educado para obedecer pasivamente, María Luisa se resistió y al<br />
fin <strong>los</strong> hermanos abandonaron su plan egoísta.<br />
<strong>Napoleón</strong> había visto por última vez a su esposa el 25 de enero.<br />
En ese momento él era emperador de <strong>los</strong> franceses; en situación difícil, pero<br />
todavía una de las cabezas coronadas de Europa. Ahora, estaba derrotado, y a <strong>los</strong><br />
ojos de la mayoría de la gente no era más que <strong>Napoleón</strong> Bonaparte, un usurpador<br />
en desgracia. «He fracasado», repetía a Caulaincourt. Pero María Luisa no había<br />
caído con él. Aún era princesa por derecho propio, y en cierto sentido había<br />
avanzado, porque era la hija de uno de <strong>los</strong> monarcas aliados victoriosos. <strong>Napoleón</strong><br />
había dejado atrás su cuadragésimo cuarto cumpleaños, y ella no tenía todavía<br />
veintitrés años. Antes, él había podido compensar esa distancia con su gloria; pero<br />
ya no era ése el caso. María Luisa, descendiente de todo lo que era más excelso en<br />
el Sacro Imperio Romano, ¿realmente deseaba acompañar al exilio a un hombre<br />
que había fracasado, a un hombre mucho mayor que, como él mismo decía, más<br />
tarde o más temprano acabaría hastiándola?.<br />
«Sencillamente, tienes que enviar a alguien que me diga lo que debo hacer»,<br />
escribió María Luisa a <strong>Napoleón</strong> el 8 de abril. <strong>Napoleón</strong> no envió a nadie. Tampoco<br />
envió instrucciones escritas. Sabía que era fácil influir sobre ella, que una palabra la<br />
llevaría a Fontainebleau. Él estaba solo y la necesitaba desesperadamente. Pero<br />
con suma delicadeza se abstuvo de pronunciar esa palabra, y no intentó influir<br />
sobre ella, María Luisa debía decidir, a la luz de sus sentimientos más profundos.<br />
En todo caso, <strong>Napoleón</strong> trató de que el futuro exilio fuese especialmente<br />
atractivo para María Luisa. Mal podía esperar que ella pasara sus días en una isla<br />
remota y agreste, lejos de <strong>los</strong> amigos y la sociedad. Pero si ella tenía laToscana, la<br />
vida podría ser bastante agradable. Gozaría de la vida social de Florencia, e iría a<br />
pasar parte de cada año con él en Elba.<br />
Por eso <strong>Napoleón</strong> asignó gran importancia a la Toscana. Proyectaba sus propios<br />
y cálidos sentimientos paternales sobre su suegro, y estaba seguro de que el<br />
emperador Francisco concedería a su hija lo que había sido un estado austríaco, y<br />
de ese modo aliviaría las privaciones de María Luisa.<br />
Además, como dijo <strong>Napoleón</strong> a Caulaincourt, «<strong>los</strong> escrúpu<strong>los</strong> religiosos de su<br />
suegro prevalecerían sobre la urdimbre política del gabinete».<br />
Caulaincourt vio a Metternich el 12 de abril, y se enteró de que éste se oponía a<br />
otorgar indemnizaciones a la «familia de <strong>Napoleón</strong>» a expensas de Austria. Pero<br />
<strong>Napoleón</strong> continuaba contando con Francisco, a quien se esperaba en París el 15 de<br />
abril. Aunque Caulaincourt manifestó su «desesperación cuando veo a Su Majestad<br />
convertido en juguete de su propia confianza en <strong>los</strong> sentimientos de su suegro»,<br />
<strong>Napoleón</strong> se aferró obstinadamente al encuentro entre el padre y la hija, un<br />
momento en que el corazón del padre se sentiría conmovido y, como en Cinna de<br />
Corneille, decidiría mostrarse compasivo. María Luisa estaba ahora en Orléans, bajo<br />
la custodia de enviados del zar y el gobierno provisional.<br />
<strong>Napoleón</strong> la exhortó a pedir a Francisco laToscana tan pronto él llegase.<br />
El 11 de abril de nuevo evitó influir en ella impropiamente, y escribió:<br />
«Mi salud es buena, mi coraje se mantiene indemne, sobre todo si aceptas mi<br />
mala fortuna, y si crees que podrás ser feliz compartiéndola.» A su vez, recibió una<br />
cana de María Luisa, escrita la tarde del mismo día; su contenido era todo lo que él<br />
podría haber deseado: «Me consideraría perfectamente satisfecha si muriese —<br />
decía María Luisa—, pero quiero vivir para tratar de darte un poco de consuelo y<br />
prestarte algún servicio».<br />
El día siguiente, 12 de abril, fue el momento de la crisis de <strong>Napoleón</strong>. Por la<br />
tarde recibió de Caulaincourt el tratado firmado, con las condiciones de la<br />
abdicación. Era todo lo que Caulaincourt había podido obtener de <strong>los</strong> ministros<br />
extranjeros aliados. María Luisa recibiría únicamente Parma (con Piacenza y<br />
Guastalla). Metternich había rehusado darle Toscana, aunque nadie sabía si había<br />
procedido así por orden expresa del emperador. <strong>Napoleón</strong> se sintió profundamente<br />
afectado por el asunto de Toscana. Examinó el tratado, y no encontró una sola<br />
palabra acerca del derecho de María Luisa a reunirse con él; tampoco una palabra