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17.05.2013 Views

Algunos muebles provenían de Martinica, y el café que Rose le sirvió había sido cultivado en la plantación de su madre. Rose creía firmemente en el destino y en la adivinación de la suerte. Durante los primeros tiempos de su relación, hubo una fiesta en la casa de campo de los Tallien; Rose persuadió a Napoleón de que adivinase la fortuna. Entre los invitados estaba el general Hoche, que había pasado un tiempo en la cárcel con Rose y se había enamorado de ella. Muy alto y musculoso, con una cicatriz (consecuencia de un duelo) como una coma entre ambos ojos, Hoche era soldado de la cabeza a los pies; Napoleón, que de ningún modo parecía soldado, y comenzaba a sentir simpatía por Rose, quizá sintió celos. Sea como fuere, después de abordar a los restantes invitados, de examinar la mano de cada uno y pronosticarle un futuro agradable, tomó la mano de Hoche y anunció secamente: «Usted morirá en su lecho.» Hoche interpretó la predicción como un insulto y frunció el ceño a Napoleón. Rose se apresuró a intervenir, dando muestras de tacto. «Eso nada tiene de malo —dijo—. Alejandro el Grande murió en su cama.» Y el pequeño contratiempo pasó entre risas. Napoleón se sintió cada vez más atraído por su nueva amiga. Pero no le agradaba el nombre Rose. Decidió cambiarlo, del mismo modo que había trocado Désirée por Eugénie. Otro de los nombres de Rose era Joseph. Quizá porque recordó a la heroína de Le Sourd, una pieza que él había visto en un período anterior del mismo año, Napoleón alargó y suavizó Joseph, convirtiéndolo en Josefina, y por este nombre comenzó a llamar a Rose Beauharnais. Entre los restantes visitantes de la rué Chantereine, 6 estaba Paúl Barras. Como los alimentos estaban racionados, solía enviar previamente canastos repletos de aves, animales de caza y costosas frutas. Con los utensilios tomados en préstamo a un vecino, la cocinera de Josefina convertía estas provisiones en refinados platos, pues Barras era muy exigente cuando se trataba del placer. Los días en que el director ofrecía una fiesta en su casa de Chaillot, Josefina representaba el papel de anfitriona. En París circulaba el rumor de que Josefina era la amante de Barras. Cuando Napoleón se enteró, comenzó a alejarse de la rué Chantereine 6. Concentró la atención en sus tareas militares, y en el esfuerzo de mantener el orden en París, lo cual no era nada fácil, pues la gente se sentía descontenta con la ración de alimentos. Cierta vez una gruesa dama lo apremió: «¿Qué les importa a estos entorchados si la pobre gente se muere de hambre, si ellos pueden atiborrarse?» A lo cual Napoleón contestó: «Mi buena mufer, míreme, y dígame cuál de los dos se alimenta mejor». Josefina comenzó a extrañar las visitas de Napoleón. Había llegado a interesarse por este extraño general que no parecía un soldado, y cuya vida había sido tan aventurera como la de la propia Josefina. Un pintor de moda había dicho poco antes que los rasgos de Napoleón eran griegos, y tal vez esa observación determinó que ella viese con mejores ojos ese rostro demacrado. Le envió una breve nota: «Ya no viene a ver a una amiga que le profesa afecto; la ha abandonado por completo. Comete un error, porque ella siente por usted un tierno afecto. Venga a almorzar mañana, Septidi. Deseo verlo y conversar con usted acerca de sus asuntos. Buenas noches, amigo mío, lo abrazo. La viuda Beauharnais.» «La expresión» era una frase cortés que María Antonieta había usado para Fersen e implicaba únicamente amistad. En el invierno de 1795 Napoleón reanudó sus visitas. En Josefina había hallado a una mujer más bonita y con más personalidad que Eugénie. Ciertamente no era la sencilla flor de la naturaleza de quien, según había imaginado, acabaría enamorándose; era refinada, se vestía con elegancia y demostraba interés por los «asuntos» de Napoleón, es decir, por su carrera. Le gustaban las fiestas y los vestidos elegantes, pero es muy posible que Napoleón hubiera entrevisto una faceta más seria. Incluso en su carta aThérésia acerca del vestido para el baile es significativo con cuánta seriedad trataba Josefina la pequeña conspiración. En cierto rosas pintadas y terminado con un reborde dorado de treinta centímetros de profundidad. La coronaban unos cascos con plumas de avestruz y un águila dorada que con las garras aferraba una rama de laurel. «Venga y siéntese», dijo Napoleón cuando entró Caulaincourt. Sentarse en el dormitorio del emperador era una actitud sin precedentes, pero Caulaincourt obedeció. «Quieren arrebatarme a la emperatriz y a mi hijo.» Napoleón había conservado todas las canas de María Luisa en un maletín de cuero rojo, y confió éste a Caulaincoun. «Déme su mano. Abráceme. Deseo que sea feliz, mi querido Caulaincourt. Lo merece.» El amigo imaginó lo que Napoleón había hecho. Las lágrimas descendieron por sus mejillas, y bañaron las mejillas y las manos de Napoleón. Napoleón le impartió algunas instrucciones finales. Después, comenzó a sentir füenes dolores en el estómago, y a hipar violentamente. Napoleón no permitió que Caulaincourt llamase a un médico. Cuando su amigo trató de salir, Napoleón lo aferró por el cuello y la chaqueta, y tal era su fuerza incluso entonces, que Caulaincourt tuvo que permanecer allí. El cuerpo de Napoleón se enfrió mucho, y después comenzó a subir la temperatura. Se le pusieron rígidos los miembros; el pecho y el estómago se agitaban, pero él apretaba los dientes, para evitar el vómito. Durante uno de estos espasmos, cuando la mano que lo aferraba se aflojó un instante, Caulaincourt se precipitó fuera de la habitación y pidió ayuda. Cuando regresó, Napoleón comenzó a vomitar espasmódicamente, y Caulaincourt vio restos de una sustancia grisácea. Había sucedido lo siguiente: Napoleón había dicho a Yvan que le preparase una dosis muy potente, «más que suficiente para matar a dos hombres», como si le hubiese parecido imposible que los medios usuales lograran abatirlo. La dosis que él había tragado era tan potente que su cuerpo no pudo asimilarla. Ese toque de fanfarronería lo había salvado. El gran mariscal Benrand entró corriendo, seguido por Yvan. Napoleón pidió al cirujano que le administrase otro veneno, algo que acabase con él. Yvan rehusó, y alarmado salió del palacio. Napoleón continuó soportando intensos dolores, y rogó a Caulaincourt que lo ayudase a terminar de una vez. Padecía una sed intensa y se le había arrugado el rostro. A las siete de la mañana comenzaron a atenuarse los dolores de Napoleón. Por la tarde recibió una cana que María Luisa le había escrito veinticuatro horas antes: Por favor, querido, no te enojes conmigo [por haber ido a Rambouillet]; realmente no puedo evitarlo, te amo tanto que se me parte en dos el corazón; temo que puedas creer que es una conspiración entre mi padre y yo contra ti... Ansio compartir tu infortunio, ansio cuidarte, confortarte, sene útil, y ahuyentar tus preocupaciones... Tu hijo es la única persona feliz aquí, no tiene idea de la gravedad de sus infortunios, pobrecito; sólo tú y él conseguís que la vida me parezca soportable... Cuando leyó esta cana, una de las más afectuosas que hubiese recibido jamás. Napoleón comenzó a sentir un renovado deseo de vivir. Había intentado morir, y había fracasado. Que así fuese. El incidente estaba cerrado. Mientras, en Rambouillet, el hijo de Napoleón repetía, refiriéndose a Francisco: «Es el enemigo de papá, y no quiero verlo.» Aludía al encuentro entre su madre y su abuelo. Esta reunión tuvo lugar tres días después del intento de suicidio de Napoleón. Muy agitada, hablando en alemán, María Luisa reprochó a su padre que intentase separarla de su marido y, con los ojos brillantes de lágrimas, depositó al pequeño Napoleón en los brazos de Francisco. Los gestos y las palabras fueron los apropiados, pero no provocaron la magia de la compasión. María Luisa describió así la escena a Napoleón: «Se mostró muy bueno y afectuoso conmigo, pero todo quedó anulado por el golpe más terrible que pudo haberme asestado; prohibe que me reúna contigo o te vea, y ni siquiera

acerca del paso libre desde Parma, un Estado mediterráneo, hacia el mar y hacia Elba. ¿Por qué se habían negado a entregar Toscana? Sin duda, para separarlo de su esposa y su hijo, pues los tres reunidos todavía eran una fuerza con la cual había que contar. Napoleón llegó a la conclusión de que era poco sensato demorar la reunión de María Luisa con su padre. Lo importante, lo urgente, era lograr que ella fuese a Fontainebleau. Napoleón ya no tuvo escrúpulos respecto de la posibilidad de forzar la mano de María Luisa, pues de la carta que ella había enviado en la víspera dedujo que deseaba unir su futuro al de su esposo. De modo que realizó un último intento para llegar a su esposa. La tarde del 12 envió a Cambronne con un destacamento de caballería de la Guardia para llevar a María Luisa a Fontainebleau. Cambronne llegó a Orléans la misma tarde, y descubrió que ella ya no estaba. Metternich se había adelantado a Napoleón. Había escrito a María Luisa indicándole que fuese a Rambouillet, donde se reuniría con su padre. María Luisa había partido a las ocho de la noche. Se detuvo en Angerville, y allí entró en el sector ruso; la guardia francesa fue reemplazada por cosacos. En ese lugar, a sólo cincuenta y cinco kilómetros de Napoleón, escribió con lápiz esta nota: Te envío unas pocas líneas con un oficial polaco que acaba de traerme tu nota a Angerville; a estas horas ya sabrás que me obligaron a salir de Orléans, y que se impartieron órdenes con el fin de impedir que me reúna contigo, y que si es necesario están dispuestos a apelar a la fuerza. Cuídate, querido, nos están engañando; siento muchísima ansiedad por ti, pero adoptaré una posición firme con mi padre. En Fontainebleau, Napoleón esperaba muy animado la presencia de su esposa y su hijo, a quienes no veía desde hacía once semanas. Entraba y salía de las habitaciones preparadas para ellos, silbando un aire de danza. Y entonces, en lugar de María Luisa llegó la nota, con su advertencia: «Nos están engañando.» Para un hombre que ya había sido terriblemente humillado, fue un golpe aplastante. Napoleón releyó el tratado, y sobre todo los artículos referidos a su esposa. Estaba completamente seguro de que los aliados habían decidido separarlo de María Luisa y el pequeño Napoleón. El asunto entero le parecía más que nunca una trampa. María Luisa y su hijo habían sido llevados finalmente a la órbita austríaca. En pocas horas estarían seguros en Rambouillet. Allí se les reuniría papa Franjáis, que se ocuparía de ellos. Ya no lo necesitarían. Pero Napoleón estaba convencido de que en su caso le esperaban toda suerte de indignidades. «Nos están engañando.» Napoleón consideró que los aliados sin duda tratarían de asesinarlo, o por lo menos humillarlo, y creía que esto era tan vergonzoso que lo juzgaba peor que la muene. Eran las tres de la madrugada del 13 de abril, un presagio que sin duda Napoleón percibió, pues lo escribió al comienzo de una breve carta a María Luisa, en la cual le decía que la amaba más que a nada en el mundo. Firmó la cana, no «Nap», como las anteriores, sino «Napoleón». Depositó la cana bajo la almohada de su cama, después fue a su maletín y sacó un pequeño sobre de papel. Contenía una mezcla blancuzca; Napoleón había pedido a su cirujano Yvan que la preparase durante la campaña de Rusia. Estaba formada por opio, belladona y heléboro blanco. Napoleón había considerado varios modos de quitarse la vida. Había acariciado sus pistolas; pensó en la posibilidad de llevar un hornillo con carbones calientes a su cuarto de baño y asfixiarse. Finalmente, se inclinó por lo que parecía el método limpio preferido por los griegos y los romanos. Abrió el sobre de papel, y volcó el polvo en un poco de agua. Bebió la mezcla. Después, llamó a Caulaincourt y se acostó. El dormitorio de Napoleón estaba apenas iluminado por una lámpara de noche. Los paneles que cubrían las paredes mostraban los bustos de grandes hombres. La cama de cuatro postes estaba forrada con terciopelo verde de Lyon, adornada con sentido él y Josefina eran los extremos opuestos, pero bajo la superficie tenían muchas cosas en común. Provenían de la misma clase social, ambos creían en la Revolución, y compartían ciertos valores esenciales. Napoleón comenzó a enamorarse. Entonces intentó hacer marcha atrás. Tal vez recordó a su discreta y laboriosa madre, que ciertamente no aprobaría a esta alegre viuda de gustos caros. Se dijo rudamente que sus sentimientos estaban imponiéndose, que Josefina en realidad no lo amaba, y que lo llevaría a la infelicidad. Y después de formularse él mismo esta advertencia, Napoleón llegó a la conclusión de que no le importaba, y de que exigía de la vida más que la felicidad. Con respecto a Josefina, no amaba a Napoleón pero lo hallaba extrañamente atractivo. Era un hombre que hablaba en un tono sumamente decidido y que le había aplicado un nombre distinto. No le ofrecía costosos regalos, como Barras, pero exhibía una sinceridad de la cual Barras carecía. Era extraño, era distinto, y tenía ojos sólo para ella. Las normas morales de Josefina podían resumirse en la frase: «Debo cuidar de mis hijos y mostrarme bondadosa»; por lo demás, vivía para el momento presente. Y Napoleón se mostraba insistente. Una tarde de enero de 1796 Napoleón hizo el amor con Josefina. Para ella, madre de dos hijos, sin duda se trataba de una distracción. Pero en el caso de Napoleón era la primera vez que poseía a una mujer a quien amaba, y volcó en la experiencia toda la fuerza de una naturaleza muy apasionada a la que habían mantenido sujeta desde la adolescencia. Al día siguiente manifestó algunos de sus sentimientos: Siete de la mañana. Desperté colmado de ti. Tu retrato y el recuerdo de la tarde embriagadora de ayer no han dado reposo a mis sentidos. Tierna e incomparable Josefina, ¡qué extraños efectos provocas en mi corazón! ¿Te sientes disgustada? ¿Acaso triste? ¿Estás preocupada? En ese caso, mi alma se siente dolorida, y tu amigo no puede descansar... Pero tampoco puedo descansar cuando me entrego al profundo sentimiento que me abruma y recibo de tus labios una llama que me quema. ¡Ah, la última noche! ¡Comprendí claramente que el retrato que tengo de ti es muy distinto de tu verdadero ser! Dentro de tres horas te veré. Hasta entonces, mió dolce amore, miles de besos; pero no me beses, porque tus besos me encienden la sangre. Es indudable que Josefina se sorprendió mucho cuando recibió una carta de este tono. En su ambiente se juzgaba de mal gusto o una broma de escaso tacto creer que la cama era algo más que un placer pasajero. Arruinaba la diversión. Y cuando Napoleón comenzó a interrogarla acerca de Barras, sin duda para calmar el ardor de su amante ella le dijo que los rumores eran ciertos: había sido la amante de Barras, pero ya no lo era. Esto no disuadió a Napoleón. Por el contrario, pensó que Josefina era más atractiva que nunca, puesto que se trataba de una mujer «experimentada». Fácilmente hubiera podido tener como amante a una mujer del tipo de Josefina; la moral suele relajarse en una sociedad revolucionaria. Pero a Napoleón le gustaba que todo fuese regular y ordenado. Comenzó inmediatamente a pensar en el matrimonio. Gracias a uno de sus profesores de la Escuela Militar, Napoleón se relacionó con cierto monsieur Emmery, un hombre de negocios que tenía intereses en el Caribe. Supo que los Tascher eran una familia respetada y que La Pagerie, por el momento en poder de la madre de Josefina, era una propiedad valiosa de la cual Josefina podía esperar una renta anual de 50.000 libras. El inconveniente consistía en que desde 1794 Martinica estaba en manos de los ingleses, no llegaba a Francia dinero de La Pagerie, y era poco probable que llegase mientras Martinica no fuese recuperada. Josefina no tenía propiedades en Francia, y ni siquiera era dueña de la casa de la rué Chantereine, 6. Tal vez un día llegase a ser muy rica, pero por el momento no tenía un céntimo. Más aún, si la desposaba. Napoleón sería el

acerca del paso libre desde Parma, un Estado mediterráneo, hacia el mar y hacia<br />

Elba. ¿Por qué se habían negado a entregar Toscana? Sin duda, para separarlo de<br />

su esposa y su hijo, pues <strong>los</strong> tres reunidos todavía eran una fuerza con la cual<br />

había que contar. <strong>Napoleón</strong> llegó a la conclusión de que era poco sensato demorar<br />

la reunión de María Luisa con su padre. Lo importante, lo urgente, era lograr que<br />

ella fuese a Fontainebleau. <strong>Napoleón</strong> ya no tuvo escrúpu<strong>los</strong> respecto de la<br />

posibilidad de forzar la mano de María Luisa, pues de la carta que ella había<br />

enviado en la víspera dedujo que deseaba unir su futuro al de su esposo. De modo<br />

que realizó un último intento para llegar a su esposa. <strong>La</strong> tarde del 12 envió a<br />

Cambronne con un destacamento de caballería de la Guardia para llevar a María<br />

Luisa a Fontainebleau. Cambronne llegó a Orléans la misma tarde, y descubrió que<br />

ella ya no estaba.<br />

Metternich se había adelantado a <strong>Napoleón</strong>. Había escrito a María Luisa<br />

indicándole que fuese a Rambouillet, donde se reuniría con su padre. María Luisa<br />

había partido a las ocho de la noche. Se detuvo en Angerville, y allí entró en el<br />

sector ruso; la guardia francesa fue reemplazada por cosacos. En ese lugar, a sólo<br />

cincuenta y cinco kilómetros de <strong>Napoleón</strong>, escribió con lápiz esta nota:<br />

Te envío unas pocas líneas con un oficial polaco que acaba de traerme tu nota a<br />

Angerville; a estas horas ya sabrás que me obligaron a salir de Orléans, y que se<br />

impartieron órdenes con el fin de impedir que me reúna contigo, y que si es<br />

necesario están dispuestos a apelar a la fuerza. Cuídate, querido, nos están<br />

engañando; siento muchísima ansiedad por ti, pero adoptaré una posición firme<br />

con mi padre.<br />

En Fontainebleau, <strong>Napoleón</strong> esperaba muy animado la presencia de su esposa y<br />

su hijo, a quienes no veía desde hacía once semanas.<br />

Entraba y salía de las habitaciones preparadas para el<strong>los</strong>, silbando un aire de<br />

danza. Y entonces, en lugar de María Luisa llegó la nota, con su advertencia: «Nos<br />

están engañando.» Para un hombre que ya había sido terriblemente humillado, fue<br />

un golpe aplastante. <strong>Napoleón</strong> releyó el tratado, y sobre todo <strong>los</strong> artícu<strong>los</strong> referidos<br />

a su esposa. Estaba completamente seguro de que <strong>los</strong> aliados habían decidido<br />

separarlo de María Luisa y el pequeño <strong>Napoleón</strong>. El asunto entero le parecía más<br />

que nunca una trampa. María Luisa y su hijo habían sido llevados finalmente a la<br />

órbita austríaca. En pocas horas estarían seguros en Rambouillet. Allí se les reuniría<br />

papa Franjáis, que se ocuparía de el<strong>los</strong>. Ya no lo necesitarían.<br />

Pero <strong>Napoleón</strong> estaba convencido de que en su caso le esperaban toda suerte<br />

de indignidades. «Nos están engañando.» <strong>Napoleón</strong> consideró que <strong>los</strong> aliados sin<br />

duda tratarían de asesinarlo, o por lo menos humillarlo, y creía que esto era tan<br />

vergonzoso que lo juzgaba peor que la muene.<br />

Eran las tres de la madrugada del 13 de abril, un presagio que sin duda<br />

<strong>Napoleón</strong> percibió, pues lo escribió al comienzo de una breve carta a María Luisa,<br />

en la cual le decía que la amaba más que a nada en el mundo. Firmó la cana, no<br />

«Nap», como las anteriores, sino «<strong>Napoleón</strong>».<br />

Depositó la cana bajo la almohada de su cama, después fue a su maletín y sacó<br />

un pequeño sobre de papel. Contenía una mezcla blancuzca; <strong>Napoleón</strong> había<br />

pedido a su cirujano Yvan que la preparase durante la campaña de Rusia. Estaba<br />

formada por opio, belladona y heléboro blanco.<br />

<strong>Napoleón</strong> había considerado varios modos de quitarse la vida. Había acariciado<br />

sus pistolas; pensó en la posibilidad de llevar un hornillo con carbones calientes a<br />

su cuarto de baño y asfixiarse. Finalmente, se inclinó por lo que parecía el método<br />

limpio preferido por <strong>los</strong> griegos y <strong>los</strong> romanos. Abrió el sobre de papel, y volcó el<br />

polvo en un poco de agua. Bebió la mezcla. Después, llamó a Caulaincourt y se<br />

acostó.<br />

El dormitorio de <strong>Napoleón</strong> estaba apenas iluminado por una lámpara de noche.<br />

Los paneles que cubrían las paredes mostraban <strong>los</strong> bustos de grandes hombres. <strong>La</strong><br />

cama de cuatro postes estaba forrada con terciopelo verde de Lyon, adornada con<br />

sentido él y Josefina eran <strong>los</strong> extremos opuestos, pero bajo la superficie tenían<br />

muchas cosas en común. Provenían de la misma clase social, ambos creían en la<br />

Revolución, y compartían ciertos valores esenciales.<br />

<strong>Napoleón</strong> comenzó a enamorarse. Entonces intentó hacer marcha atrás. Tal vez<br />

recordó a su discreta y laboriosa madre, que ciertamente no aprobaría a esta<br />

alegre viuda de gustos caros. Se dijo rudamente que sus sentimientos estaban<br />

imponiéndose, que Josefina en realidad no lo amaba, y que lo llevaría a la<br />

infelicidad. Y después de formularse él mismo esta advertencia, <strong>Napoleón</strong> llegó a la<br />

conclusión de que no le importaba, y de que exigía de la vida más que la felicidad.<br />

Con respecto a Josefina, no amaba a <strong>Napoleón</strong> pero lo hallaba extrañamente<br />

atractivo. Era un hombre que hablaba en un tono sumamente decidido y que le<br />

había aplicado un nombre distinto. No le ofrecía costosos rega<strong>los</strong>, como Barras,<br />

pero exhibía una sinceridad de la cual Barras carecía. Era extraño, era distinto, y<br />

tenía ojos sólo para ella. <strong>La</strong>s normas morales de Josefina podían resumirse en la<br />

frase: «Debo cuidar de mis hijos y mostrarme bondadosa»; por lo demás, vivía<br />

para el momento presente. Y <strong>Napoleón</strong> se mostraba insistente.<br />

Una tarde de enero de 1796 <strong>Napoleón</strong> hizo el amor con Josefina. Para ella,<br />

madre de dos hijos, sin duda se trataba de una distracción. Pero en el caso de<br />

<strong>Napoleón</strong> era la primera vez que poseía a una mujer a quien amaba, y volcó en la<br />

experiencia toda la fuerza de una naturaleza muy apasionada a la que habían<br />

mantenido sujeta desde la adolescencia. Al día siguiente manifestó algunos de sus<br />

sentimientos:<br />

Siete de la mañana.<br />

Desperté colmado de ti. Tu retrato y el recuerdo de la tarde embriagadora<br />

de ayer no han dado reposo a mis sentidos. Tierna e incomparable Josefina,<br />

¡qué extraños efectos provocas en mi corazón! ¿Te sientes disgustada?<br />

¿Acaso triste? ¿Estás preocupada? En ese caso, mi alma se siente dolorida,<br />

y tu amigo no puede descansar... Pero tampoco puedo descansar cuando<br />

me entrego al profundo sentimiento que me abruma y recibo de tus labios<br />

una llama que me quema. ¡Ah, la última noche! ¡Comprendí claramente que<br />

el retrato que tengo de ti es muy distinto de tu verdadero ser! Dentro de<br />

tres horas te veré. Hasta entonces, mió dolce amore, miles de besos; pero<br />

no me beses, porque tus besos me encienden la sangre.<br />

Es indudable que Josefina se sorprendió mucho cuando recibió una carta de<br />

este tono. En su ambiente se juzgaba de mal gusto o una broma de escaso tacto<br />

creer que la cama era algo más que un placer pasajero.<br />

Arruinaba la diversión. Y cuando <strong>Napoleón</strong> comenzó a interrogarla acerca de<br />

Barras, sin duda para calmar el ardor de su amante ella le dijo que <strong>los</strong> rumores<br />

eran ciertos: había sido la amante de Barras, pero ya no lo era.<br />

Esto no disuadió a <strong>Napoleón</strong>. Por el contrario, pensó que Josefina era más<br />

atractiva que nunca, puesto que se trataba de una mujer «experimentada».<br />

Fácilmente hubiera podido tener como amante a una mujer del tipo de Josefina; la<br />

moral suele relajarse en una sociedad revolucionaria. Pero a <strong>Napoleón</strong> le gustaba<br />

que todo fuese regular y ordenado. Comenzó inmediatamente a pensar en el<br />

matrimonio.<br />

Gracias a uno de sus profesores de la Escuela Militar, <strong>Napoleón</strong> se relacionó con<br />

cierto monsieur Emmery, un hombre de negocios que tenía intereses en el Caribe.<br />

Supo que <strong>los</strong> Tascher eran una familia respetada y que <strong>La</strong> Pagerie, por el momento<br />

en poder de la madre de Josefina, era una propiedad valiosa de la cual Josefina<br />

podía esperar una renta anual de 50.000 libras. El inconveniente consistía en que<br />

desde 1794 Martinica estaba en manos de <strong>los</strong> ingleses, no llegaba a Francia dinero<br />

de <strong>La</strong> Pagerie, y era poco probable que llegase mientras Martinica no fuese<br />

recuperada. Josefina no tenía propiedades en Francia, y ni siquiera era dueña de la<br />

casa de la rué Chantereine, 6. Tal vez un día llegase a ser muy rica, pero por el<br />

momento no tenía un céntimo. Más aún, si la desposaba. <strong>Napoleón</strong> sería el

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