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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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Algunos muebles provenían de Martinica, y el café que Rose le sirvió había sido<br />

cultivado en la plantación de su madre.<br />

Rose creía firmemente en el destino y en la adivinación de la suerte.<br />

Durante <strong>los</strong> primeros tiempos de su relación, hubo una fiesta en la casa de<br />

campo de <strong>los</strong> Tallien; Rose persuadió a <strong>Napoleón</strong> de que adivinase la fortuna. Entre<br />

<strong>los</strong> invitados estaba el general Hoche, que había pasado un tiempo en la cárcel con<br />

Rose y se había enamorado de ella. Muy alto y muscu<strong>los</strong>o, con una cicatriz<br />

(consecuencia de un duelo) como una coma entre ambos ojos, Hoche era soldado<br />

de la cabeza a <strong>los</strong> pies; <strong>Napoleón</strong>, que de ningún modo parecía soldado, y<br />

comenzaba a sentir simpatía por Rose, quizá sintió ce<strong>los</strong>. Sea como fuere, después<br />

de abordar a <strong>los</strong> restantes invitados, de examinar la mano de cada uno y<br />

pronosticarle un futuro agradable, tomó la mano de Hoche y anunció secamente:<br />

«Usted morirá en su lecho.» Hoche interpretó la predicción como un insulto y<br />

frunció el ceño a <strong>Napoleón</strong>. Rose se apresuró a intervenir, dando muestras de<br />

tacto. «Eso nada tiene de malo —dijo—.<br />

Alejandro el Grande murió en su cama.» Y el pequeño contratiempo pasó entre<br />

risas.<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió cada vez más atraído por su nueva amiga. Pero no le<br />

agradaba el nombre Rose. Decidió cambiarlo, del mismo modo que había trocado<br />

Désirée por Eugénie. Otro de <strong>los</strong> nombres de Rose era Joseph. Quizá porque<br />

recordó a la heroína de Le Sourd, una pieza que él había visto en un período<br />

anterior del mismo año, <strong>Napoleón</strong> alargó y suavizó Joseph, convirtiéndolo en<br />

Josefina, y por este nombre comenzó a llamar a Rose Beauharnais.<br />

Entre <strong>los</strong> restantes visitantes de la rué Chantereine, 6 estaba Paúl Barras.<br />

Como <strong>los</strong> alimentos estaban racionados, solía enviar previamente canastos repletos<br />

de aves, animales de caza y costosas frutas. Con <strong>los</strong> utensilios tomados en<br />

préstamo a un vecino, la cocinera de Josefina convertía estas provisiones en<br />

refinados platos, pues Barras era muy exigente cuando se trataba del placer. Los<br />

días en que el director ofrecía una fiesta en su casa de Chaillot, Josefina<br />

representaba el papel de anfitriona.<br />

En París circulaba el rumor de que Josefina era la amante de Barras.<br />

Cuando <strong>Napoleón</strong> se enteró, comenzó a alejarse de la rué Chantereine 6.<br />

Concentró la atención en sus tareas militares, y en el esfuerzo de mantener el<br />

orden en París, lo cual no era nada fácil, pues la gente se sentía descontenta con la<br />

ración de alimentos. Cierta vez una gruesa dama lo apremió: «¿Qué les importa a<br />

estos entorchados si la pobre gente se muere de hambre, si el<strong>los</strong> pueden<br />

atiborrarse?» A lo cual <strong>Napoleón</strong> contestó: «Mi buena mufer, míreme, y dígame<br />

cuál de <strong>los</strong> dos se alimenta mejor».<br />

Josefina comenzó a extrañar las visitas de <strong>Napoleón</strong>. Había llegado a<br />

interesarse por este extraño general que no parecía un soldado, y cuya vida había<br />

sido tan aventurera como la de la propia Josefina. Un pintor de moda había dicho<br />

poco antes que <strong>los</strong> rasgos de <strong>Napoleón</strong> eran griegos, y tal vez esa <strong>observación</strong><br />

determinó que ella viese con mejores ojos ese rostro demacrado. Le envió una<br />

breve nota: «Ya no viene a ver a una amiga que le profesa afecto; la ha<br />

abandonado por completo. Comete un error, porque ella siente por usted un tierno<br />

afecto. Venga a almorzar mañana, Septidi. Deseo verlo y conversar con usted<br />

acerca de sus asuntos. Buenas noches, amigo mío, lo abrazo. <strong>La</strong> viuda<br />

Beauharnais.» «<strong>La</strong> expresión» era una frase cortés que María Antonieta había<br />

usado para Fersen e implicaba únicamente amistad.<br />

En el invierno de 1795 <strong>Napoleón</strong> reanudó sus visitas. En Josefina había hallado<br />

a una mujer más bonita y con más personalidad que Eugénie. Ciertamente no era<br />

la sencilla flor de la naturaleza de quien, según había imaginado, acabaría<br />

enamorándose; era refinada, se vestía con elegancia y demostraba interés por <strong>los</strong><br />

«asuntos» de <strong>Napoleón</strong>, es decir, por su carrera. Le gustaban las fiestas y <strong>los</strong><br />

vestidos elegantes, pero es muy posible que <strong>Napoleón</strong> hubiera entrevisto una<br />

faceta más seria. Incluso en su carta aThérésia acerca del vestido para el baile es<br />

significativo con cuánta seriedad trataba Josefina la pequeña conspiración. En cierto<br />

rosas pintadas y terminado con un reborde dorado de treinta centímetros de<br />

profundidad. <strong>La</strong> coronaban unos cascos con plumas de avestruz y un águila dorada<br />

que con las garras aferraba una rama de laurel.<br />

«Venga y siéntese», dijo <strong>Napoleón</strong> cuando entró Caulaincourt. Sentarse en el<br />

dormitorio del emperador era una actitud sin precedentes, pero Caulaincourt<br />

obedeció. «Quieren arrebatarme a la emperatriz y a mi hijo.» <strong>Napoleón</strong> había<br />

conservado todas las canas de María Luisa en un maletín de cuero rojo, y confió<br />

éste a Caulaincoun. «Déme su mano.<br />

Abráceme. Deseo que sea feliz, mi querido Caulaincourt. Lo merece.» El amigo<br />

imaginó lo que <strong>Napoleón</strong> había hecho. <strong>La</strong>s lágrimas descendieron por sus mejillas,<br />

y bañaron las mejillas y las manos de <strong>Napoleón</strong>.<br />

<strong>Napoleón</strong> le impartió algunas instrucciones finales. Después, comenzó a sentir<br />

füenes dolores en el estómago, y a hipar violentamente.<br />

<strong>Napoleón</strong> no permitió que Caulaincourt llamase a un médico.<br />

Cuando su amigo trató de salir, <strong>Napoleón</strong> lo aferró por el cuello y la chaqueta, y<br />

tal era su fuerza incluso entonces, que Caulaincourt tuvo que permanecer allí. El<br />

cuerpo de <strong>Napoleón</strong> se enfrió mucho, y después comenzó a subir la temperatura.<br />

Se le pusieron rígidos <strong>los</strong> miembros; el pecho y el estómago se agitaban, pero él<br />

apretaba <strong>los</strong> dientes, para evitar el vómito. Durante uno de estos espasmos,<br />

cuando la mano que lo aferraba se aflojó un instante, Caulaincourt se precipitó<br />

fuera de la habitación y pidió ayuda. Cuando regresó, <strong>Napoleón</strong> comenzó a vomitar<br />

espasmódicamente, y Caulaincourt vio restos de una sustancia grisácea. Había<br />

sucedido lo siguiente: <strong>Napoleón</strong> había dicho a Yvan que le preparase una dosis muy<br />

potente, «más que suficiente para matar a dos hombres», como si le hubiese<br />

parecido imposible que <strong>los</strong> medios usuales lograran abatirlo. <strong>La</strong> dosis que él había<br />

tragado era tan potente que su cuerpo no pudo asimilarla. Ese toque de<br />

fanfarronería lo había salvado.<br />

El gran mariscal Benrand entró corriendo, seguido por Yvan. <strong>Napoleón</strong> pidió al<br />

cirujano que le administrase otro veneno, algo que acabase con él. Yvan rehusó, y<br />

alarmado salió del palacio. <strong>Napoleón</strong> continuó soportando intensos dolores, y rogó<br />

a Caulaincourt que lo ayudase a terminar de una vez. Padecía una sed intensa y se<br />

le había arrugado el rostro.<br />

A las siete de la mañana comenzaron a atenuarse <strong>los</strong> dolores de <strong>Napoleón</strong>. Por<br />

la tarde recibió una cana que María Luisa le había escrito veinticuatro horas antes:<br />

Por favor, querido, no te enojes conmigo [por haber ido a Rambouillet];<br />

realmente no puedo evitarlo, te amo tanto que se me parte en dos el corazón;<br />

temo que puedas creer que es una conspiración entre mi padre y yo contra ti...<br />

Ansio compartir tu infortunio, ansio cuidarte, confortarte, sene útil, y ahuyentar<br />

tus preocupaciones... Tu hijo es la única persona feliz aquí, no tiene idea de la<br />

gravedad de sus infortunios, pobrecito; sólo tú y él conseguís que la vida me<br />

parezca soportable...<br />

Cuando leyó esta cana, una de las más afectuosas que hubiese recibido jamás.<br />

<strong>Napoleón</strong> comenzó a sentir un renovado deseo de vivir.<br />

Había intentado morir, y había fracasado. Que así fuese. El incidente estaba<br />

cerrado.<br />

Mientras, en Rambouillet, el hijo de <strong>Napoleón</strong> repetía, refiriéndose a Francisco:<br />

«Es el enemigo de papá, y no quiero verlo.» Aludía al encuentro entre su madre y<br />

su abuelo. Esta reunión tuvo lugar tres días después del intento de suicidio de<br />

<strong>Napoleón</strong>. Muy agitada, hablando en alemán, María Luisa reprochó a su padre que<br />

intentase separarla de su marido y, con <strong>los</strong> ojos brillantes de lágrimas, depositó al<br />

pequeño <strong>Napoleón</strong> en <strong>los</strong> brazos de Francisco.<br />

Los gestos y las palabras fueron <strong>los</strong> apropiados, pero no provocaron la magia<br />

de la compasión. María Luisa describió así la escena a <strong>Napoleón</strong>: «Se mostró muy<br />

bueno y afectuoso conmigo, pero todo quedó anulado por el golpe más terrible que<br />

pudo haberme asestado; prohibe que me reúna contigo o te vea, y ni siquiera

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