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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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CAPÍTULO VEINTICUATRO<br />

Soberano de Elba<br />

<strong>La</strong> mañana del 4 de mayo la fragata inglesa Undauntedechó el ancla en la bahía<br />

de Portoferraio. Sobre la cubierta estaba <strong>Napoleón</strong>; su título oficial era ahora<br />

«Emperador y Soberano de la isla de Elba». Durante el viaje de cinco días había<br />

diseñado una bandera para su nuevo reino. Es característico que no concibiera una<br />

bandera totalmente nueva. Había tomado la antigua bandera de <strong>los</strong> Medici, una<br />

diagonal roja sobre fondo de plata, y le había agregado las tres abejas doradas y<br />

rojas. El sastre del Undaunted había confeccionado varias versiones; las habían<br />

desembarcado y flameaban desde <strong>los</strong> fuertes de Portoferraio.<br />

A mediodía, <strong>Napoleón</strong>, que vestía la casaca verde de <strong>los</strong> Cazadores y<br />

pantalones blancos, fue llevado a la ciudad en una chalupa de remos.<br />

Desde la fragata, bañada por la luz relumbrante del sol, Portoferraio había<br />

parecido bastante atractiva, pero cuando desembarcó, <strong>Napoleón</strong> vio que era una<br />

ciudad pequeña muy pobre, amarilla, sucia y plagada de moscas; muchas de sus<br />

calles no eran más que escalinatas. Se sintió deprimido, pero un momento después<br />

recobró la compostura y se adelantó sonriendo para recibir las llaves de la ciudad<br />

que traía el alcalde Traditi. En realidad, eran las llaves de la bodega de Traditi, a las<br />

que se había dado un baño de oro para la ocasión, pues la llaves de la ciudad se<br />

habían extraviado; de modo que la respuesta tradicional de <strong>Napoleón</strong> fue bastante<br />

oportuna: «Señor alcalde, os las confío, y creo que es lo mejor que podría hacer».<br />

Los habitantes de Elba, ataviados con sus ropas domingueras, gritaban, Evviva<br />

rimperatoref^Sidie había oído hablar antes de la isla, pero en adelante sería<br />

famosa, y por supuesto se sentían complacidos. Después de un tedeum y la<br />

bendición en la iglesia parroquial, a la que se asignaba la grandiosa denominación<br />

de Duomo, <strong>Napoleón</strong> celebró una recepción en el municipio. Agradó a <strong>los</strong><br />

habitantes de Elba, porque demostró conocer <strong>los</strong> nombres y las alturas de <strong>los</strong> picos<br />

de la isla, memorizados gracias a una guía, y porque reconoció a un nativo del<br />

lugar a quien había otorgado la Legión de Honor en el campo de batalla de Eilau.<br />

<strong>La</strong> mañana siguiente, a las cuatro. <strong>Napoleón</strong> montó a caballo para examinar su<br />

nuevo reino. Comprobó que era pequeño —tenía unos treinta kilómetros de largo<br />

por veinte de ancho—, con un terreno montañoso, y terriblemente pobre. Los<br />

12.000 habitantes pescaban atún y anchoa, cultivaban viñedos, y trabajaban las<br />

minas de hierro a tajo abierto que cubrían la región oriental de Elba con un polvillo<br />

rojizo.<br />

Había poca agricultura, y se necesitaba importar del territorio italiano, a ocho<br />

kilómetros de distancia, la mayor parte del alimento. En general, Elba era un lugar<br />

dejado de la mano de Dios.<br />

En el caso de un hombre que había gobernado un imperio de ciento veinte<br />

departamentos y que ahora se veía limitado a una subprefectura de un solo<br />

departamento, eran posibles varias actitudes. Podía envolverse en una capa de<br />

orgullo herido, y afrontar <strong>los</strong> días con el entrecejo fruncido, o tratar el episodio<br />

entero como una broma; reírse de <strong>los</strong> habitantes de Elba, y de sí mismo como de<br />

un rey de opereta. <strong>Napoleón</strong> había planeado durante el viaje a la isla, que podía<br />

llevar una serena vida de estudioso; dedicarse a las matemáticas y escribir una<br />

historia de las victorias imperiales. En realidad, <strong>Napoleón</strong> no hizo nada de todo<br />

CAPÍTULO SIETE<br />

Josefina<br />

Los Tascher de <strong>La</strong> Fagerie eran una familia francesa noble establecida desde el<br />

siglo XVII en la isla de Martinica, donde poseían una amplia plantación de cañas de<br />

azúcar que empleaba a 150 negros, nominalmente esclavos pero de hecho una<br />

comunidad bien tratada que producía caña de azúcar, café y ron. Los Tascher de<br />

Martinica tenían algo en común con <strong>los</strong> Bonaparte de Córcega: eran nobles que<br />

residían en ultramar, fuera de su país de origen. Vivían sencillamente, cerca de la<br />

naturaleza, y por eso mismo habían conservado las antiguas virtudes de la nobleza.<br />

Pero <strong>los</strong> Tascher eran más ricos y llevaban una vida más cómoda.<br />

Rose nació el 23 de junio de 1763, y fue la mayor de tres hijas. Pasó una niñez<br />

feliz en Martinica, que es tan fértil como Córcega áspera.<br />

Alrededor de su casa crecían hibiscos escarlatas y orquídeas silvestres, plátanos<br />

y cocoteros. Se llevaba una vida cómoda y serena. Rose chismorreaba con las<br />

mujeres negras, se balanceaba en una hamaca, tocaba la guitarra, pero leía pocos<br />

libros. A <strong>los</strong> doce años fue al internado de un convento y allí permaneció cuatro<br />

años. Entretanto se le preparó un matrimonio apropiado con un hombre a quien<br />

había visto a lo sumo ocasionalmente, el vizconde Alexandre de Beauharnais, hijo<br />

de un ex gobernador de las Indias Occidentales francesas. Servía como oficial en<br />

Francia, y a <strong>los</strong> dieciséis años Rose Tascher viajó a ese país.<br />

Alexandre de Beauharnais tenía diecinueve años, y era apuesto y rico —con una<br />

renta de 40.000 francos—. Se había educado en la Universidad de Heidelberg. Era<br />

el mejor bailarín de Francia, y gozaba del privilegio de bailar en las cuadrillas de<br />

María Antonieta. Pero Alexandre había perdido a su madre cuando él era niño, y<br />

había crecido con tres defectos: era pretencioso y egoísta, y cuando se trataba de<br />

mujeres, carecía de control.<br />

Alexandre se sintió complacido con su prometida, sobre todo por su «sinceridad<br />

y gentileza», y Rose Tascher se convirtió en la vizcondesa de Beauharnais. <strong>La</strong> joven<br />

pareja tuvo dos hijos. Después, Alexandre fue a vivir con otra mujer a Martinica.<br />

Allí escuchó murmuraciones completamente infundadas acerca de la adolescencia<br />

de Rose Tascher, y el hombre que había abandonado doce meses a su esposa<br />

consideró apropiado, «sofocado de rabia», escribirle una pomposa epístola en la<br />

cual denunciaba sus «crímenes y atrocidades».<br />

Eso fue demasiado para la honesta Rose. Cuando su marido no dio signos de<br />

que se proponía volver a vivir con ella, solicitó la separación legal que le fue<br />

concedida en febrero de 1785, y se le asignó una pensión de seis mil francos<br />

anuales. A <strong>los</strong> veintidós años la vizcondesa de Beauharnais fue a vivir con otras<br />

damas que se encontraban en la misma situación a la casa de las monjas<br />

bernardinas de la Abadía de Penthémont, en la elegante rué de Grenelle. En otoño<br />

permanecía en Fontainebleau y cabalgaba con las partidas de caza del rey.<br />

En el verano de 1788 Rose supo que su padre estaba enfermo y su hermana<br />

moribunda. Después de vender algunas de sus pertenencias, incluso su arpa, para<br />

pagar el pasaje, retornó a Martinica llevando consigo a su hija Hortense, pero<br />

dejando al varón en la Institution de la Jeune Noblesse. Permaneció dos años en<br />

Martinica. Durante el viaje de regreso a Francia, Hortense, que entonces tenía siete

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