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»E1 mundo y la humanidad habían olvidado rápidamente las hazañas de Clisson. La mayoría de la gente, que vivía lejos del mar y la naturaleza... creían que él y Eugénie estaban locos o eran misántropos. Sólo los pobres los apreciaban y bendecían. Y eso compensaba el menosprecio de los tontos». Al parecer, todo está preparado para concluir en un final feliz; pero no, la forma literaria preferida por Napoleón era la tragedia. Más aún, alentaba en él un firme sentido de la injusticia que prevalecía en los asuntos humanos. Ya había expresado este juicio en su relato acerca del conde de Essex, y es indudable que el Terror afirmó esa actitud, pero es posible que su motivo principal fuese que, incluso mientras idealizaba a Eugénie, percibiese que ella era demasiado joven para él, o que estaba afectada por cierta debilidad de carácter. Hay un atisbo en ese sentido en la frase en que dice que Clisson infundió a Eugénie «la energía» de la cual ella carecía. En todo caso, Napoleón decidió dar a su relato un final trágico. Convocan nuevamente a Clisson, y retorna al ejército. Está ausente varios años, pero todos los días recibe una carta de Eugénie. Entonces lo hieren. Envía a uno de sus oficiales, llamado Berville, con el fin de que reconforte a Eugénie y la acompañe. Las cartas de Eugénie son más espaciadas, y finalmente cesan. Clisson está abrumado por el dolor, pero no puede abandonar su puesto. Se aproxima una batalla, y a las dos de la madrugada escribe a Eugénie: ¡Cuántos hombres infortunados lamentan estar vivos y sin embargo ansian continuar viviendo! Sólo yo deseo acabar con la vida. Eugénie me la ofrendó... ¡Adiós, tú, a quien elegí como arbitro de mi vida, adiós, compañera de mis mejores momentos! En tus brazos, contigo, he saboreado la felicidad suprema. He agotado la vida y las cosas buenas de la vida. ¿Resta algo que no sea saciedad y hastío? A los veintiséis años he agotado los placeres pasajeros que acompañan a una reputación, pero en tu amor he sabido cuan dulce es estar vivo. Ese recuerdo me desgarra el corazón. ¡Que seas feliz, y olvides al infortunado Clisson! Besa a mis hijos; ojalá ellos crezcan sin el carácter cálido del padre, pues ese rasgo los convertiría en víctimas, como a él le sucedió, de otros hombres, de la gloria y el amor. Clisson cerró esta carta y la confió a un ayudante y le ordenó llevarla a Eugénie. Al frente de un escuadrón, Clisson se lanza a la batalla... y muere, «atravesado por mil lanzazos». Así concluye la historia de Clisson y Eugénie, narrada por Napoleón. Es extraño que haya basado su final trágico en la traición del hombre por la mujer. Cierta vez Eugénie no le escribió durante dos semanas, pero no puede afirmarse que ese episodio fuese justificación suficiente. El sentimiento de que él había sido o sería traicionado por una mujer sin duda proviene de ciertas profundidades ocultas e inconscientes del carácter de Napoleón: quizá la enérgica imagen materna o un anterior temor a la castración. Por otra parte, la reacción de Clisson es la que cabía esperar de Napoleón; prefiere una muerte limpia antes que una vida sórdida. Entretanto, Napoleón vivía en París, con permiso por enfermedad, y disponía de más tiempo que nunca. Escribió a Eugénie acerca del «lujo y los placeres de París» y agregó que no estaba dispuesto a saborearlos sin ella. Pero en efecto los saboreó. Aunque era pobre, tenía conocidos acomodados, y gracias a ellos conoció a cierto número de jóvenes amables. Una fue cierta mademoiselle de Chastenay, una mujer dada a la literatura que vivía con su madre en Chátillon, cerca de París. En mayo Napoleón pasó un día con ella, y como hacía a menudo cuando conocía a una joven, le pidió que cantase para él. La joven no sólo accedió a su pedido, sino que cantó canciones en italiano compuestas por ella misma. Eso era algo que sobrepasaba holgadamente el talento de Eugénie. Después, le explicó que había traducido un poema acerca de un abanico. Napoleón se sintió muy interesado y aunque durante este período solía hablar utilizando sólo hoscos monosílabos, explicó extensamente a su amiga cuan fascinado se sentía por el modo en que las damas usaban el abanico. En una suerte lágrima.» Quizá también pensó Napoleón que en nombre del águila había apartado a Josefina, y en nombre de otra águila, ésta bicéfala, María Luisa ahora estaba siendo presionada por Francisco y Metternich, que la inducían a abandonar a su esposo. Napoleón pensaba a veces en otra mujer, la que le había dado un reliCarlo de oro con un cierre secreto, que guardaba un mechón de sus cabellos rubios, y la inscripción: «Cuando hayas dejado de amarme, no olvides que aún te amo». Aquel verano Napoleón recibió una carta de la mujer del reliCarlo, María Walewska, para preguntarle si podía visitarlo. Su esposo había fallecido, y ella formuló como pretexto la necesidad de arreglar su propio futuro y el de su hijo. Napoleón aceptó. Pero la visita debía ser secreta. La noche del 1 de septiembre un bergantín proveniente de Ñapóles desembarcó a cuatro pasajeros en el extremo de la bahía de Portoferraio. Los recibió el general Bertrand y los llevó en el carruaje de Napoleón hasta el sector más agreste de Elba, las montañas occidentales. Tuvieron que pasar a caballos de silla y trepar por empinados senderos; finalmente llegaron a una remota ermita de cuatro habitaciones, construida sobre uno de los picos más altos, el monte Giove. «Bienvenidos a mi palacio», dijo Napoleón. María, que tenía veintisiete años, usaba un velo de tul. La acompañaban su hermana, su hermano, el coronel Theodor Laczinski y Alejandro, de cuatro años, con su uniforme en miniatura. Napoleón y los polacos durmieron en la ermita. Él y María ocuparon cuartos separados. A la mañana siguiente, Napoleón salió a dar un paseo con María sobre las laderas cubiertas de pinos. Él sostenía la mano de la joven y llevaba por los hombros a Alejandro. María le comunicó sus noticias. Después de la abdicación, ella había ido a Fontainebleau; ¿por qué no le había permitido verlo? Napoleón se llevó un dedo a la frente. «Tenía tantas cosas aquí...». Napoleón se sintió muy complacido con Alejandro. El niño tenía rizos rubios, y se parecía al rey de Roma. Napoleón jugó al vigilante y al ladrón y rodó sobre la hierba con él. Le agradaba provocar a los niños, y por lo que sabemos también creía firmemente que el cielo se conmovía con la inocencia de los pequeños. De modo que le dijo al niño: «Un pajarito me dice que nunca mencionas mi nombre en tus plegarias.» «Es verdad —replicó Alejandro—. No digo Napoleón, digo Papá emperadora Napoleón rió y dijo a María: «Este niño tendrá éxito en el trato social. Posee ingenio». Esa noche todos se sentían muy contentos. Los hermanos de María entonaron canciones polacas y comenzaron a bailar una krakoviak. María incorporó a Napoleón al círculo de los bailarines, y todos rieron a coro cuando él intentó seguir el ritmo de la danza veloz y complicada. María, que ahora era libre, deseaba permanecer en Elba. «Permíteme ocupar una casita por aquí —rogó—. Lejos del pueblo, lejos de ti, pero así podré venir de vez en cuando, cuando me necesites.» En los tiempos del Imperio, Napoleón podía haber tenido una amante. Pero ahora, explicó a María, eso era imposible. No porque esperase a María Luisa —no tenía noticias de ella desde hacía meses—, sino porque «esta isla no es más que una gran aldea». Napoleón distinguía claramente entre una relación que no perjudicaba a nadie, y un vínculo público que escandalizaría a «sus hijos», como llamaba a los nativos de Elba. El idilio entre las nubes fue breve. Enr la tarde del segundo día Napoleón se despidió de María con el mismo secreto con que la había recibido. Después que se separaran en la ladera de la montaña, estalló una tormenta. El viento aulló, y los árboles se doblegaban. Alarmado, Napoleón ordenó a un mensajero que hiciera regresar a María, pero era demasiado tarde. En Proto Longone las olas eran tan altas que las autoridades del puerto le dijeron que no debía intentar la partida. No conocían la fibra de la joven polaca. En medio de la tormenta subió a su bergantín y partió para Ñapóles, donde Napoleón había reservado propiedades para el hijo de María. Con respecto a los habitantes de Elba, algunos habían entrevisto a una

que, si bien a escala tremendamente reducida, Napoleón tenía una corte tan puntillosa como en las Tullerías. Organizó una casa militar, formada por siete oficiales de uniforme celeste con adornos de plata; y una casa civil, consistente en dos secretarios y cuatro chambelanes, entre ellos el alcalde Traditi, cuyos modales eran sin duda menos refinados que los de un habitante de París. Cieno día, impulsado por su típico optimismo, Napoleón anunció que sembraría quinientos sacos de trigo en sus propios campos de San Martino, yTraditi, que sabía que esa propiedad daba sólo para cien sacos, exclamó: «O questa, si, che e grossa! (¡Ésta sí que es una fanfarronada!)», comentario que provocó la risa de Napoleón. En lugar del mejor médico de Francia, Napoleón se vio reducido a los servicios del ex cirujano de los establos imperiales, Purga Fourreau. Cierta mañana Napoleón estaba sumergido en su baño de agua de mar caliente, y Fourreau se presentó con un cuenco de caldo caliente. «Excelente para los intestinos. Majestad.» Mientras esperaba que el caldo se enfriase. Napoleón lo olfateó. «¡No, no! —exclamó Fourreau, muy inquieto—. ¡Me opongo en nombre de Aristóteles e Hipócrates!» Advirtió que inhalar el vapor le provocaría cólicos. «Doctor —dijo con firmeza Napoleón—, no importa lo que Aristóteles y otros puedan decir, a mi edad sé cómo debo beber». Napoleón estaba seguro de que María Luisa y su hijo se reunirían con él muy pronto. Había preparado una habitación para ellos en I Mulini, y en San Martino ordenó que pintasen palomas en uno de los cielos rasos; las aves debían aparecer separadas por las nubes, pero unidas por una cinta con un nudo que se ajustaba cada vez más a medida que las palomas se separaban. El dibujo representaba la fidelidad conyugal. Si Napoleón pensaba mucho en María Luisa, también recordaba a Josefina. La cadena de su reloj, cuando lo usaba, estaba formada por trenzas de cabellos de Josefina. Durante su intento de suicidio había dicho a Caulaincourt: «Le dirá a Josefina que la he tenido muy presente en mis pensamientos», y el 16 de abril la invitó a que le escribiese a Elba, diciéndole que jamás la había olvidado y jamás la olvidaría. Aunque ella no escribió —hasta el final Josefina me una pésima corresponsal—, éstos eran exactamente los sentimientos de Josefina hacia Napoleón; rechazó una oferta de matrimonio de un joven noble interesante, Frederick Louis de MeckIenburg-Schwerin, y en Malmaison conservó las habitaciones de Napoleón exactamente como él las había dejado; un libro de historia continuaba abierto por la página donde Napoleón había suspendido la lectura; y había prendas preparadas para ser utilizadas. Josefina abrigaba la esperanza de que Napoleón se las arreglaría para volver a entrar en su vida, del mismo modo que Napoleón confiaba en que María Luisa entraría en la suya propia. Cierto día Josefina recibió la visita de madame de Stael. Josefina consideró dolorosa la experiencia, porque la novelista «parecía que trataba de analizar mi estado mental en presencia de esta gran desgracia... Yo, que nunca dejé de amar al emperador cuando las cosas iban bien, ¿me enfriaría hoy respecto de su persona?» Por supuesto, no se enfrió, ni ese día ni el siguiente. Pero sobrevino otra clase de desastre. Tres semanas después del desembarco de Napoleón en Elba, Josefina enfermó en Malmaison. Le dolía la garganta y tosía, además tenía dificultad para hablar. De modo que se acostó, y al principio nadie se alarmó, pues ella tenía sólo cincuenta años, pero hacia el 27 de mayo la fiebre era muy alta, y se llamó a los especialistas; el diagnóstico fue difteria. A mediodía del domingo de Pentecostés, 29 de mayo de 1814, Josefina falleció en presencia de Hortense y Eugéne. Napoleón recibió la noticia en una carta enviada por Caulaincourt a madame Benrand, la esposa del Gran Mariscal. «Pobre Josefina —murmuró—. Ahora es feliz.» Se sintió tan afectado que durante dos días no quiso salir de casa. Sin duda, recordaba la lealtad que Josefina le había demostrado y su bondad; la víspera de su muerte ella había murmurado con voz ronca lo que era una afirmación demasiado modesta: «La primera esposa de Napoleón jamás provocó una sola de extensión de los principios de Lavater, Napoleón había elaborado una detallada teoría, de acuerdo con la cual todos los movimientos del abanico reflejaban los sentimientos de la dama. Afirmó que poco antes había comprobado el acierto de la teoría al observar a la famosa actriz mademoiselle Constant en la Comedie Francaise. Mademoiselle de Chastenay nunca fue más que una amiga para Napoleón, pero representaba a un mundo más desarrollado y culto, comparado con el cual, la Marsella de los Clary, inevitablemente debía de parecerle inferior. Napoleón llegó a conocer a Thérésia Tallien, una mujer aún más notable. Bajo el Terror había sido encarcelada; tenía veintiún años y esperaba el filo de la guillotina. Escribió una nota a su amante, Jean Lamben Tallien —con quien después se casó—, la escondió en el corazón de una col y se la arrojó a Tallien a través de los barrotes de la ventana. «Si me amas tan sinceramente como afirmas, haz todo lo posible para salvar a Francia, y con ella a mí misma.» Thérésia era una bella mujer de cabellos negro azabache, y la nota escondida en la col produjo el efecto deseado. Tallien tomó la palabra en la Convención y se atrevió a atacar al temido Robespierre, y de ese modo precipitó su caída, terminó con el Terror y liberó a su amada. Thérésia Tallien vivía en una casa curiosa: por fuera parecía una casa de campo rústica, y por dentro estaba lujosamente amueblada en el estilo pompeyano. La dama ofrecía fiestas elegantes, y se presentaba con atrevidos vestidos transparentes. A veces llevaba un peinado a la guillotine—los cabellos cortos o recogidos para dejar libre el cuello— y una angosta cinta roja sobre el cuello. Otras veces aplicaba a sus cabellos adornos rojos o dorados. Todo lo que usaba era audaz e ingenioso. Napoleón concurría a esas fiestas con su uniforme raído. La tela escaseaba, pero un decreto reciente había otorgado a los oficiales recursos suficientes para adquirir un uniforme nuevo. Pero como Napoleón no estaba en activo, no podía aprovechar la medida. Sin duda mencionó el hecho a Thérésia Tallien como una «injusticia» más. En lugar de limitarse a simpatizar, ella le entregó una cana para un amigo, cieno monsieur Lefevre, comisario de la 17.a división, lo que fue suficiente para permitir que Napoleón consiguiera un uniforme nuevo. De modo que durante el verano de 1795 Napoleón conoció a varias mujeres cultas y bellas, mayores que Eugénie. En su cuento había formulado el dilema: o su carrera o el amor lejos del mundo; y había elegido el amor lejos del mundo. Pero cuando conoció mejor París, comprendió claramente que el dilema no concordaba con los hechos. Aquí había mujeres influyentes, casadas con generales o con políticos, y ayudaban a sus maridos a hacer carrera. Esas mujeres podían tener valores distintos de los que sostenía el propio Napoleón, pero vivían en el mismo mundo, el mundo de la Revolución. Era inevitable que a medida que se interesaba por estas mujeres, Napoleón se sintiera menos cerca de Eugénie Clary, de Marsella. En junio Eugénie se trasladó a Genova, donde su familia tenía intereses comerciales. Cuando escribió para informar de la novedad a Napoleón, dijo que continuaría amándolo siempre. Napoleón examinó su propio corazón y llegó a la conclusión de que ya no podía compartir ese sentimiento. Trató de separarse con la mayor gentileza posible: «Dulce Eugénie, eres joven. Tus sentimientos se debilitarán, y después flaquearán; más tarde advertirás que has cambiado. Así es el dominio del tiempo... No acepto la promesa de amor eterno que me ofreces en tu última carta, pero la sustituyo por una promesa de franqueza inviolable. Jura que el día en que ya no me ames me lo dirás. Yo formulo la misma promesa.» En la carta subsiguiente repitió la misma idea: «Si amas a otro, debes ceder a tus sentimientos». En realidad, el propio Napoleón había conocido a una persona que despertaba sus sentimientos más intensos, una íntima amiga de Thérésia Tallien llamada Rose Beauharnais. Dos canas después rompería totalmente su relación de amor con Eugénie. Este episodio había alcanzado su desarrollo más satisfactorio sólo cuando estaban separados, en la imaginación de Napoleón. Ciertamente, desde el principio

»E1 mundo y la humanidad habían olvidado rápidamente las hazañas de<br />

Clisson. <strong>La</strong> mayoría de la gente, que vivía lejos del mar y la naturaleza... creían<br />

que él y Eugénie estaban locos o eran misántropos. Sólo <strong>los</strong> pobres <strong>los</strong> apreciaban<br />

y bendecían. Y eso compensaba el menosprecio de <strong>los</strong> tontos».<br />

Al parecer, todo está preparado para concluir en un final feliz; pero no, la forma<br />

literaria preferida por <strong>Napoleón</strong> era la tragedia. Más aún, alentaba en él un firme<br />

sentido de la injusticia que prevalecía en <strong>los</strong> asuntos humanos. Ya había expresado<br />

este juicio en su relato acerca del conde de Essex, y es indudable que el Terror<br />

afirmó esa actitud, pero es posible que su motivo principal fuese que, incluso<br />

mientras idealizaba a Eugénie, percibiese que ella era demasiado joven para él, o<br />

que estaba afectada por cierta debilidad de carácter. Hay un atisbo en ese sentido<br />

en la frase en que dice que Clisson infundió a Eugénie «la energía» de la cual ella<br />

carecía. En todo caso, <strong>Napoleón</strong> decidió dar a su relato un final trágico.<br />

Convocan nuevamente a Clisson, y retorna al ejército. Está ausente varios<br />

años, pero todos <strong>los</strong> días recibe una carta de Eugénie. Entonces lo hieren. Envía a<br />

uno de sus oficiales, llamado Berville, con el fin de que reconforte a Eugénie y la<br />

acompañe. <strong>La</strong>s cartas de Eugénie son más espaciadas, y finalmente cesan. Clisson<br />

está abrumado por el dolor, pero no puede abandonar su puesto. Se aproxima una<br />

batalla, y a las dos de la madrugada escribe a Eugénie:<br />

¡Cuántos hombres infortunados lamentan estar vivos y sin embargo ansian<br />

continuar viviendo! Sólo yo deseo acabar con la vida. Eugénie me la ofrendó...<br />

¡Adiós, tú, a quien elegí como arbitro de mi vida, adiós, compañera de mis<br />

mejores momentos! En tus brazos, contigo, he saboreado la felicidad suprema. He<br />

agotado la vida y las cosas buenas de la vida. ¿Resta algo que no sea saciedad y<br />

hastío? A <strong>los</strong> veintiséis años he agotado <strong>los</strong> placeres pasajeros que acompañan a<br />

una reputación, pero en tu amor he sabido cuan dulce es estar vivo. Ese recuerdo<br />

me desgarra el corazón. ¡Que seas feliz, y olvides al infortunado Clisson! Besa a<br />

mis hijos; ojalá el<strong>los</strong> crezcan sin el carácter cálido del padre, pues ese rasgo <strong>los</strong><br />

convertiría en víctimas, como a él le sucedió, de otros hombres, de la gloria y el<br />

amor.<br />

Clisson cerró esta carta y la confió a un ayudante y le ordenó llevarla a<br />

Eugénie. Al frente de un escuadrón, Clisson se lanza a la batalla... y muere,<br />

«atravesado por mil lanzazos».<br />

Así concluye la historia de Clisson y Eugénie, narrada por <strong>Napoleón</strong>.<br />

Es extraño que haya basado su final trágico en la traición del hombre por la<br />

mujer. Cierta vez Eugénie no le escribió durante dos semanas, pero no puede<br />

afirmarse que ese episodio fuese justificación suficiente.<br />

El sentimiento de que él había sido o sería traicionado por una mujer sin duda<br />

proviene de ciertas profundidades ocultas e inconscientes del carácter de <strong>Napoleón</strong>:<br />

quizá la enérgica imagen materna o un anterior temor a la castración. Por otra<br />

parte, la reacción de Clisson es la que cabía esperar de <strong>Napoleón</strong>; prefiere una<br />

muerte limpia antes que una vida sórdida.<br />

Entretanto, <strong>Napoleón</strong> vivía en París, con permiso por enfermedad, y disponía de<br />

más tiempo que nunca. Escribió a Eugénie acerca del «lujo y <strong>los</strong> placeres de París»<br />

y agregó que no estaba dispuesto a saborear<strong>los</strong> sin ella. Pero en efecto <strong>los</strong><br />

saboreó. Aunque era pobre, tenía conocidos acomodados, y gracias a el<strong>los</strong> conoció<br />

a cierto número de jóvenes amables.<br />

Una fue cierta mademoiselle de Chastenay, una mujer dada a la literatura que<br />

vivía con su madre en Chátillon, cerca de París. En mayo <strong>Napoleón</strong> pasó un día con<br />

ella, y como hacía a menudo cuando conocía a una joven, le pidió que cantase para<br />

él. <strong>La</strong> joven no sólo accedió a su pedido, sino que cantó canciones en italiano<br />

compuestas por ella misma.<br />

Eso era algo que sobrepasaba holgadamente el talento de Eugénie. Después, le<br />

explicó que había traducido un poema acerca de un abanico.<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió muy interesado y aunque durante este período solía hablar<br />

utilizando sólo hoscos monosílabos, explicó extensamente a su amiga cuan<br />

fascinado se sentía por el modo en que las damas usaban el abanico. En una suerte<br />

lágrima.» Quizá también pensó <strong>Napoleón</strong> que en nombre del águila había apartado<br />

a Josefina, y en nombre de otra águila, ésta bicéfala, María Luisa ahora estaba<br />

siendo presionada por Francisco y Metternich, que la inducían a abandonar a su<br />

esposo.<br />

<strong>Napoleón</strong> pensaba a veces en otra mujer, la que le había dado un reliCarlo de<br />

oro con un cierre secreto, que guardaba un mechón de sus cabel<strong>los</strong> rubios, y la<br />

inscripción: «Cuando hayas dejado de amarme, no olvides que aún te amo».<br />

Aquel verano <strong>Napoleón</strong> recibió una carta de la mujer del reliCarlo, María<br />

Walewska, para preguntarle si podía visitarlo. Su esposo había fallecido, y ella<br />

formuló como pretexto la necesidad de arreglar su propio futuro y el de su hijo.<br />

<strong>Napoleón</strong> aceptó. Pero la visita debía ser secreta.<br />

<strong>La</strong> noche del 1 de septiembre un bergantín proveniente de Ñapóles desembarcó<br />

a cuatro pasajeros en el extremo de la bahía de Portoferraio.<br />

Los recibió el general Bertrand y <strong>los</strong> llevó en el carruaje de <strong>Napoleón</strong> hasta el<br />

sector más agreste de Elba, las montañas occidentales. Tuvieron que pasar a<br />

cabal<strong>los</strong> de silla y trepar por empinados senderos; finalmente llegaron a una<br />

remota ermita de cuatro habitaciones, construida sobre uno de <strong>los</strong> picos más altos,<br />

el monte Giove. «Bienvenidos a mi palacio», dijo <strong>Napoleón</strong>. María, que tenía<br />

veintisiete años, usaba un velo de tul. <strong>La</strong> acompañaban su hermana, su hermano,<br />

el coronel Theodor <strong>La</strong>czinski y Alejandro, de cuatro años, con su uniforme en<br />

miniatura.<br />

<strong>Napoleón</strong> y <strong>los</strong> polacos durmieron en la ermita. Él y María ocuparon cuartos<br />

separados. A la mañana siguiente, <strong>Napoleón</strong> salió a dar un paseo con María sobre<br />

las laderas cubiertas de pinos. Él sostenía la mano de la joven y llevaba por <strong>los</strong><br />

hombros a Alejandro. María le comunicó sus noticias. Después de la abdicación, ella<br />

había ido a Fontainebleau; ¿por qué no le había permitido verlo? <strong>Napoleón</strong> se llevó<br />

un dedo a la frente.<br />

«Tenía tantas cosas aquí...».<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió muy complacido con Alejandro. El niño tenía rizos rubios, y<br />

se parecía al rey de Roma. <strong>Napoleón</strong> jugó al vigilante y al ladrón y rodó sobre la<br />

hierba con él. Le agradaba provocar a <strong>los</strong> niños, y por lo que sabemos también<br />

creía firmemente que el cielo se conmovía con la inocencia de <strong>los</strong> pequeños. De<br />

modo que le dijo al niño: «Un pajarito me dice que nunca mencionas mi nombre en<br />

tus plegarias.» «Es verdad —replicó Alejandro—. No digo <strong>Napoleón</strong>, digo Papá<br />

emperadora <strong>Napoleón</strong> rió y dijo a María: «Este niño tendrá éxito en el trato social.<br />

Posee ingenio».<br />

Esa noche todos se sentían muy contentos. Los hermanos de María entonaron<br />

canciones polacas y comenzaron a bailar una krakoviak.<br />

María incorporó a <strong>Napoleón</strong> al círculo de <strong>los</strong> bailarines, y todos rieron a coro<br />

cuando él intentó seguir el ritmo de la danza veloz y complicada.<br />

María, que ahora era libre, deseaba permanecer en Elba. «Permíteme ocupar<br />

una casita por aquí —rogó—. Lejos del pueblo, lejos de ti, pero así podré venir de<br />

vez en cuando, cuando me necesites.» En <strong>los</strong> tiempos del Imperio, <strong>Napoleón</strong> podía<br />

haber tenido una amante. Pero ahora, explicó a María, eso era imposible. No<br />

porque esperase a María Luisa —no tenía noticias de ella desde hacía meses—, sino<br />

porque «esta isla no es más que una gran aldea». <strong>Napoleón</strong> distinguía claramente<br />

entre una relación que no perjudicaba a nadie, y un vínculo público que<br />

escandalizaría a «sus hijos», como llamaba a <strong>los</strong> nativos de Elba.<br />

El idilio entre las nubes fue breve. Enr la tarde del segundo día <strong>Napoleón</strong> se<br />

despidió de María con el mismo secreto con que la había recibido. Después que se<br />

separaran en la ladera de la montaña, estalló una tormenta. El viento aulló, y <strong>los</strong><br />

árboles se doblegaban. Alarmado, <strong>Napoleón</strong> ordenó a un mensajero que hiciera<br />

regresar a María, pero era demasiado tarde. En Proto Longone las olas eran tan<br />

altas que las autoridades del puerto le dijeron que no debía intentar la partida. No<br />

conocían la fibra de la joven polaca. En medio de la tormenta subió a su bergantín<br />

y partió para Ñapóles, donde <strong>Napoleón</strong> había reservado propiedades para el hijo de<br />

María. Con respecto a <strong>los</strong> habitantes de Elba, algunos habían entrevisto a una

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