La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
le había escrito, y su motivo es comprensible: no deseaba parecer un tonto. «Usted<br />
se complace en humillarme, pero es demasiado buena para ridiculizar mis<br />
malhadados sentimientos.» En definitiva, Emma retuvo las cartas.<br />
Después de este episodio, parece que durante un tiempo <strong>Napoleón</strong> evitó a las<br />
jóvenes. Sabía que era demasiado pobre para casarse, y así el dinero que otros<br />
oficiales gastaban en el galanteo. <strong>Napoleón</strong> lo utilizaba para comprar libros, o lo<br />
enviaba a su hermano Louis.<br />
Durante su período como subalterno, Alexandre des Mazis observó que una de<br />
las características de <strong>Napoleón</strong> era la excepcional honradez de su vida. Incluso <strong>los</strong><br />
dos amigos discutieron el punto, y <strong>Napoleón</strong> anotó el hecho en su cuaderno. <strong>La</strong>s<br />
jóvenes, observaba <strong>Napoleón</strong> con cierta pacatería, llevaban a Alexandre a<br />
descuidar a <strong>los</strong> padres y a <strong>los</strong> amigos; y extraía la conclusión de que «sería, una<br />
buena acción que un dios protector nos libere, lo mismo que al mundo, de lo que<br />
en general se denomina amor».<br />
Cuando tenía dieciocho años, <strong>Napoleón</strong> fue a París por asuntos de su familia.<br />
Comprobó que era pobre, y sintió el efecto de la soledad.<br />
Una noche —el jueves 22 de noviembre de 1787, según lo anotó en su<br />
cuaderno—, <strong>Napoleón</strong> trató de reanimarse y fue a pasear al Palais Royal. Allí había<br />
luces brillantes, lugares donde se servía cerveza inglesa, e incluso un café,<br />
Mécanique, en el cual el moca era bombeado y vertido en las tazas a través de la<br />
pata central hueca de cada una de las mesas redondas del establecimiento. Caminó<br />
por ahí a grandes zancadas.<br />
«Tengo el temperamento vigoroso y no me importó el frío; pero después de un<br />
rato se me entumeció la mente y entonces percibí que hacía mucho frío. Entré en<br />
las arcadas. Me disponía a entrar en un café cuando vi una mujer. Era tarde, ella<br />
tenía buena figura y era muy joven, sin duda se trataba de una prostituta. <strong>La</strong> miré,<br />
y se detuvo. En lugar de la actitud desdeñosa que esas mujeres suelen manifestar,<br />
se la veía muy natural. El hecho me impresionó. Su timidez me infundió el valor<br />
necesario para hablarle. Sí, le hablé, pese a que, con más intensidad que la<br />
mayoría de la gente, detesto la prostitución, y siempre me sentí manchado aunque<br />
fuera sólo por una mirada de ese tipo de mujeres...<br />
Pero las mejillas pálidas, la impresión de debilidad y la voz suave disiparon<br />
inmediatamente mis dudas. Me dije que quizá me suministrara información<br />
interesante; o tal vez no fuese más que una tonta.<br />
»—Cogerá frío —dije—. ¿Cómo puede caminar por aquí?.<br />
»—Ah, señor, siempre aliento esperanzas. Tengo que terminar mi trabajo<br />
nocturno.<br />
»Habló con una indiferencia tan serena que me sentí atraído y comencé a<br />
caminar al lado de la joven.<br />
»—Usted no parece muy fuerte. Me sorprende que una vida como ésta no la<br />
agote.<br />
»—Dios mío, señor, una mujer tiene que hacer algo.<br />
»—Tal vez. Pero, ¿no hay otro trabajo mejor adaptado a su salud? »—No,<br />
señor, y tengo que vivir.<br />
»Me sentí encantado. Por lo menos respondió a mis preguntas. Una actitud que<br />
otras mujeres se habían negado a adoptar.<br />
»—Seguramente usted viene del norte, para soportar un frío como éste.<br />
»—Soy de Ñames, en Bretaña.<br />
"i—Conozco el lugar... Señorita, por favor, cuénteme cómo perdió su doncellez.<br />
»—Fue un oficial del ejército.<br />
»—¿Está enojada?.<br />
»—Oh, sí, se lo aseguro. —Su voz expresó una acritud que yo no había<br />
advertido antes—. Se lo aseguro. Mi hermana está bien instalada.<br />
¿Por qué yo no? »—¿Cómo llegó a París?.<br />
»—El oficial que me hizo daño desapareció. Lo detesto. Mi madre estaba furiosa<br />
conmigo, y tuve que marcharme. Llegó otro oficial y me trajo a París. También él<br />
Estaba «a la altura del rey de Haití, que reina sobre monos y negros».<br />
Como un torrente de sangre se levantaba alrededor de él, este moderno Atila<br />
arrastraba su cama de hierro de un rincón a otro de la isla, en la vana búsqueda de<br />
un lugar donde reposar.<br />
Aunque publicaba estos cuentos, Talleyrand no <strong>los</strong> creía. Aún temía a <strong>Napoleón</strong>.<br />
Durante la reunión del congreso celebrado en Viena —que ahora había reemplazado<br />
a París como capital política de Europa—, Talleyrand declaró que <strong>Napoleón</strong>,<br />
residiendo en Elba era un peligro para la paz de Europa. Reclamó que se lo<br />
deportase a las Azores. Otros propusieron las Indias Occidentales, o incluso Santa<br />
Elena. Los gobiernos de Inglaterra y Prusia aprobaron la propuesta de trasladar a<br />
<strong>Napoleón</strong>; el zar Alejandro no dijo palabra. <strong>Napoleón</strong> se enteró de esto en<br />
noviembre.<br />
También se aclaró por entonces de qué modo Talleyrand se proponía retenerlo<br />
en esa isla bien fortificada.<br />
El Tratado de Fontainebleau establecía que <strong>Napoleón</strong> recibiría un pago anual de<br />
dos millones de francos, y otros miembros de su familia sumas menores; por<br />
ejemplo, madame Mere y Pauline trescientos mil francos cada una. No se había<br />
pagado ni un centavo de estas sumas, y quedó cada vez más claro que el gobierno<br />
francés se proponía no pagarlas jamás. Esto representó un serio golpe para<br />
<strong>Napoleón</strong>. El ingreso que él tenía de las minas de hierro se elevaba a trescientos<br />
mil francos anuales, y la pesquería de atún y la sal le aportaban cincuenta mil más.<br />
Pero sus gastos cuadruplicaban esas cifras. Su casa costó 479.987 francos en<br />
1814, y la paga de su ejército de mil hombres costaba un millón. Había traído 3,8<br />
millones de francos de Fontainebleau, pero consideraba que ésta era su reserva<br />
«que debía ser tocada sólo si era absolutamente necesario». Gracias a su madre,<br />
que había vendido sus diamantes, más o menos lograba cubrir <strong>los</strong> gastos<br />
corrientes. Pero pronto se vería obligado a reducir el número de soldados, y así<br />
quedaría impotente para defenderse del intento de deportarlo. <strong>Napoleón</strong> suponía<br />
que ésta era la razón principal por la cual el gobierno francés se negaba a pagar su<br />
asignación.<br />
<strong>Napoleón</strong> siempre se había mostrado puntil<strong>los</strong>o en las cuestiones de dinero.<br />
Antes del intento de suicidio se había vanagloriado en presencia de Caulaincourt de<br />
que él sí había dejado en buena situación económica a Francia. De pronto se<br />
encontró como en el período de su juventud en Córcega: gravemente endeudado a<br />
causa de la negativa del gobierno a cumplir una promesa. «Soy más pobre que<br />
Job», declaró. Vendió ocho cabal<strong>los</strong> de tiro, y de ese modo redujo en 1.912 francos<br />
<strong>los</strong> gastos mensuales en concepto de forraje y cuidados. A partir del 1 de<br />
noviembre clausuró el comedor de <strong>los</strong> oficiales. Pero pronto se vería obligado a<br />
practicar recortes más dolorosos. Cuando por la noche escuchaba a sus guardias<br />
que cantaban Aupres de ma blonde y veía a <strong>los</strong> lanceros polacos bailar la krakoviak<br />
alrededor de un fuego, al son de la flauta y la guitarra, pensaba con amargura que<br />
pronto tendría que despedir a muchos de esos hombres. Cierto día, mientras leía a<br />
Racine, subrayó la línea en que Mitrídates exclama:<br />
«Mi funesta amistad pesa sobre todos mis amigos».<br />
Aquel invierno <strong>Napoleón</strong> se sintió desgraciado. Había conocido antes la<br />
infelicidad, y no la temía. Poseía recursos interiores suficientes para rechazar la<br />
depresión intensa, y con respecto a sus propios infortunios creía ser capaz de<br />
soportar<strong>los</strong> si lo ayudaban a labrar la felicidad de Francia. Pero ¿hasta dónde<br />
Francia era feliz?.<br />
El rey, confinado por la gota a una silla de ruedas, sexualmente impotente,<br />
lento incluso para firmar, detestaba el trabajo, y no inspiraba a <strong>los</strong> franceses ni<br />
afecto ni confianza. Su sobrina, la duquesa d'Angouléme, que presidía la corte de<br />
las Tullerías, era fea y torpe; su terrible francés había provocado el desprecio de <strong>los</strong><br />
parisienses; se la presentaba como el ángel de la paz, pero según comentó<br />
<strong>Napoleón</strong>, para representar ese papel uno necesitaba ingenio o buena apariencia.<br />
<strong>La</strong> familia entera se había consagrado a la tarea de atrasar el reloj. <strong>La</strong> bandera<br />
blanca reemplazaba a la tricolor, la imagen de <strong>Napoleón</strong> había sido retirada de la