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El único miembro de la familia que inquietaba a Napoleón era Lucien, alias Bruto. Lucien era uno de esos republicanos coléricos que creen únicamente en la conveniencia de rebajarlo todo. Con este propósito se había casado con la hija de un posadero, una joven muy inferior a él socialmente, y aunque era menor de edad ni siquiera se había molestado en pedir la autorización de Letizia. No soportaba la autoridad, y miraba con malos ojos las actitudes de Napoleón, que trataba de organizar a la familia. Dijo ajoseph: «Siento en mí mismo el valor de ser tiranicida... He comenzado un canto acerca de Bruto, nada más que un canto en el estilo de Night Thoughts, de Young... Escribo con sorprendente velocidad, mi pluma vuela y después lo tacho todo. Corrijo poco; no me agradan las reglas que limitan el genio y no las tengo en cuenta.» Con el mismo espíritu compuso discursos desbordantes de retórica, que pronto lo meterían en dificultades. Esas piezas no agradaban a Napoleón. «Exceso de palabras y escasez de ideas. No puedes hablar así al hombre de la calle. Tiene más sentido común y tacto de lo que crees.» Mientras descansaba con su familia en el jardín de La Sallé, Napoleón podía sentirse complacido con la vida. Había ayudado a expulsar de Francia a los ingleses, y de este modo había borrado la «mancha de deshonra» de Maddalena. Sentía una confianza distinta en sí mismo, y su nueva función —inspector general de las defensas costeras entre Marsella y Niza— prometía ser interesante. Con respecto a su familia, había conseguido sacarla de Córcega a tiempo, pues un mes después desembarcaron los ingleses. A los Buonapane les agradaba vivir en Francia, y él no veía motivo que impidiese una residencia permanente. Todo esto era muy satisfactorio, pero el cuadro tenía rincones oscuros. Napoleón ejercía autoridad; cosa que podía ser peligrosa con un gobierno que era hostil a todas las formas de autoridad, salvo la propia. Napoleón era un moderado; eso podía ser peligroso en una época marcada por el extremismo. Napoleón era brigadier, eso podía ser peligroso si uno se enfrentaba con los comisionados oficiales como había hecho Dugommier, que ahora languidecía en una cárcel parisiense. Como todos los que estaban en el primer plano de la vida pública, en adelante Napoleón caminaría sobre la cuerda floja. Y en efecto, después de la victoria de Tolón, la suerte de Napoleón cambió. Durante los veintiún meses siguientes casi todo lo que hizo salió mal. Los infortunios de Napoleón comenzaron en Marsella. Después de la carnicería de las Tullerías, el motín de la Fauvette y la rebelión reciente, Napoleón miraba con bastante aprensión al pueblo de Marsella. Deseaba que allí hubiese una sólida fortaleza, y el 4 de enero envió a París un informe solicitando fuese reparado el Fon Saint-Nicolas, construido porVauban, contra un posible ataque interno o externo. En su informe utilizó una frase desafortunada: «emplazaré los cañones de manera que se impongan a la ciudad». Eso fue como acercar la llama a un barril de pólvora. Granel, el representante marsellés en París, se puso de pie: «Se ha formulado una propuesta —rugió— con el fin de reconstruir las bastillas levantadas por Luis XIV para tiranizar al Sur. La propuesta proviene de Bonapane, de la artillería, y de un noble ci-devant, el general Lapoype... Reclamo que ambos sean llamados a comparecer.» Por orden del Comité de Salud Pública, Napoleón fue arrestado y confinado en su domicilio donde pasó algunos días de ansiedad intensa; felizmente Saliceti, que actuó entre bambalinas, pudo explicar que no había existido intención de ofender y logró que Granel abandonase el asunto. El segundo infortunio de Napoleón se originó en los cambios políticos sobrevenidos durante el mes de Termidor —julio de 1794—. En Tolón había llegado a ser amigo de Augustin Robespierre, uno de los comisionados del gobierno y hermano menor de Maximilien, aunque era un hombre de carácter muy distinto: Augustin era afable, lo apodaban «Bonbon» y viajaba con su bonita amante. Augustin Robespierre informó a Maximilien que Napoleón era un oficial de «trascendente mérito», y en el verano de 1794, cuando Napoleón estaba asignado al Ejército de los Alpes, lo envió en misión secreta a Genova, para informar acerca sólo con Bonaparte seremos respetados.» Respondiendo a ese sentimiento, Ney se apresuró a unir sus fuerzas con las de Napoleón en Auxerre. El 16 de marzo Luis XVIII atravesó en carruaje las calles, bajo una lluvia torrencial, para hablar ante una reunión de las dos Asambleas. Las tropas alineadas a ambos lados del camino gritaban obedientemente: «¡Viva el rey!», pero agregaban en un murmullo: «de Roma». En el carruaje, Luis ensayaba su discurso: «El hombre que ha venido a nosotros para encender los horrores de la guerra civil...» Algunos criticaron la metáfora incorrecta. «Tienen razón», dijo Luis, y agregó «las antorchas de la guerra civil». Su discurso fue bien recibido, y las Asambleas juraron lealtad eterna. Entonces llegó la noticia de la deserción de Ney y la corte tembló. Vitrolles propuso que el arzobispo de París, llevando el Santo Sacramento, saliera al encuentro de Napoleón, «como san Martín cuando ablandó al rey de los visigodos». El favorito Blacas sugirió que el monarca debía salir en un carruaje abierto, acompañado por todos los pares y los diputados a caballo, para preguntar a Bonaparte qué se proponía hacer; y entonces, «sin saber qué contestar, Bonaparte se daría la vuelta y se alejaría». Pero fue el rey quien se alejó. La noche del 19 de marzo, sin informar a sus ministros, Luis partió hacia Bélgica. En el camino le robaron una de las maletas. «Lo que lamento más —confió el rey a Macdonald—, es la pérdida de mis pantuflas. Habían adquirido la forma de mis pies.» Napoleón avanzaba rápidamente desde Borgoña. Había prometido que estaría en París el día del cumpleaños del rey de Roma. Ese día, el 20 de marzo, los vendedores callejeros ya vendían gran cantidad de medallas de estaño que mostraban la cabeza de Napoleón y la fecha. Los soldados ocultaban sus escarapelas blancas aplicando cubiertas impermeables a los morriones, pese a que no llovía. En las Tullerías, abandonada por los cortesanos de Luis, los antiguos criados de Napoleón le preparaban la cama, y en la sala del trono las damas pasaron media hora arrodilladas, arrancando los lirios que habían sido aplicados tapando las abejas de la alfombra. Napoleón entró en París a las nueve de la noche del 20 de marzo. No toda la ciudad lo recibió con simpatía; sobre todo los comerciantes de artículos de lujo que habían realizado magníficos negocios gracias a la presencia de la corte borbona. De todos modos, frente a las Tullerías se reunieron veinte mil parisienses que lo vitorearon ruidosamente. Se amontonaron alrededor de su carruaje, y todos intentaban tocarlo. «Hijos míos —dijo Napoleón, mientras trataba de salir—, estáis sofocándome.» Los oficiales le abrieron un camino hasta la escalinata, y precedido por Lavalette, que contenía a la muchedumbre, Napoleón ascendió lentamente los peldaños. «Tenía los ojos cerrados, las manos extendidas hacia adelante como las de un ciego, la felicidad se manifestaba sólo en una sonrisa.» Allí, como después de un baile de máscaras, estaban los rostros familiares, los lacayos de librea verde, los chambelanes. En el salón fue recibido por el mejor de todos los vínculos con el pasado, es decir Hortense. Vestía de negro, a causa del duelo de Josefina, y Napoleón la abrazó afectuosamente. Napoleón había realizado un viaje de cuarenta días en sólo veinte. Pero la velocidad fue sólo uno de los factores de su éxito. El elemento vital fue la actitud del pueblo, adivinada exactamente por Napoleón. El pueblo expresó su voluntad e impulsó a Napoleón y su pequeño grupo, como en una carrera de postas, en dirección a París. En cierto sentido, después de la marcha a través de las montañas hasta Digne, Napoleón había tenido una actitud casi pasiva, y en cierro momento expresó ese sentimiento a sus hombres: «Lo que acabamos de realizar es obra del pueblo y vuestra; todo lo que yo hice fue comprenderos y apreciaros.» Al fin estaba en casa, y de nuevo era el emperador de los franceses. Después de retirar de su estudio los misales y los libros de rezos del rey, Napoleón desplegó sus mapas y sus informes. El aspecto más esencial y urgente era el dinero, y lo encontró en una fuente un tanto improbable: los bancos deAmsterdam, algunos relacionados con firmas inglesas, pusieron a su disposición cien millones de francos, a un interés entre el 7 y 8 por ciento. Después, era

consecuencia Artois encontró sólo dos cañones. De todos modos, tenía tres regimientos, mil quinientos guardias nacionales y un comandante capaz, el mariscal Macdonald. Después de pasar revista a las tropas en la plaza Bellecour, Macdonald pronunció un vibrante discurso e invitó a los soldados a demostrar su fidelidad a los Borbones gritando «¡Viva el rey!». Hubo un silencio mortal. Entonces, Artois recorrió las líneas bajo una lluvia torrencial y habló amablemente a un dragón veterano, invitándolo a dar ejemplo gritando «¡Viva el rey!». De nuevo hubo un silencio mortal. Artois dejó la revista, saltó a su berlina y tomó el camino a París. Esa noche, el pueblo de Lyon dio la bienvenida a Napoleón. No se había disparado un solo tiro. El abrigo gris, el bicornio negro maltrecho y La Marsellaise habían sido suficientes. En lugar de disparos hostiles, a partir de Grenoble se oyeron canciones como ésta: Roule ta boule. Roí cotillón. Rends la couronne a Napoleón... Bon!Bon!. Napoleón. Va rentrer dans sa maison!. (Juega con tus bolos. rey de pacotilla. devuelve la corona a Napoleón... ¡Bien! ¡Bien!. Napoleón. ¡volverá a su palacio!). Se conocieron más de tres mil de estas canciones en honor del emperador y su hijo; como observó Napoleón, las palabras y las melodías no eran muy notables, pero sí lo era el sentimiento que las animaba. También el número y la espontaneidad de estas piezas. Sobre esta oleada de canciones Napoleón atravesó los viñedos de Borgoña. Al frente había un solo peligro: el mariscal Ney. Algunos de los altos oficiales de Napoleón, como Davout, habían elegido la vida tranquila del retiro. Otros, por ejemplo Soult, Macdonald y Ney, creían que servían a Francia al servir a los Borbones. Ney había prometido a Luis que traería de regreso a Napoleón en una jaula de hierro. Napoleón estaba al tanto de esta promesa. Pero antes de salir de Elba había formulado una declaración política acerca de estos cambios de lealtades: «No castigaré a nadie; deseo olvidar la totalidad de estos incidentes.» De modo que perdonó a Ney. Ordenó a Bertrand que escribiese al mariscal para invitarlo a reunirse con él en Chalón; se lo recibiría «como el día después de Borodino». Ney había formulado su promesa al rey. Pero veía que sería difícil cumplirla. La moral de sus cuatro mil soldados era escasa. Ney consideraba que el mejor modo de elevarla era que Luis los acompañase al combate en una litera. Pero el rey no mostró el más mínimo signo de que deseara acatar la sugerencia. Más aún, Ney había visto que no se respondía a su pedido de refuerzos, y advirtió que había vacilaciones en París. En ese momento llegó la invitación de Napoleón. Ney se encontró presionado entre dos sentimientos de lealtad. Pero aunque parezca extrafio, fue un tercer problema de lealtad el que resolvió su dilema. Una imagen reaparecía a cada momento en la mente sencilla de Ney: los desaires que su esposa había tenido que sufrir de los emigrados que regresaban a la corte de Luis; pues sucedía que madame Ney, una mujer excelente, era la hija de una camarera. Ney dijo a un amigo: «Ya estoy harto de ver a mi esposa que regresa a casa con el rostro bañado en lágrimas después de un día de desaires. Es evidente que el rey no nos aprecia; de las fortificaciones genovesas y la fuerza de su ejército. Napoleón ejecutó la tarea con su habitual diligencia. Entretanto el Terror había llegado a su culminación. En una referencia al temido Comité de Seguridad General de París, el pintor Louis David había dicho: «Vamos a moler mucho rojo», y su deseo se vio totalmente colmado. En dos meses, mil trescientas personas fueron a la guillotina, y en un tercio de los casos ni siquiera hubo la apariencia de un proceso; «las cabezas caían como tejas de los tejados». Finalmente, durante el mes de Termidor, un grupo de convencionales, en parte hartos de la carnicería, en parte por razones de autodefensa, acusaron a Maximilien Robespierre de conspirar contra la Revolución, y aquí Augustin se puso de pie de un salto: «He compartido sus virtudes, y me propongo compartir su destino.» Al día siguiente los dos Robespierre fueron guillotinados. Todos los que estaban cerca de los hermanos fueron considerados sospechosos, y la lista incluía a Saliceti, que antes había sido comisionado en compañía de Augustin Robespierre y era el protector de Bonapane, a su vez amigo de Augustin Robespiene. Por motivos que no conocemos, y quizá porque sentía verdaderas dudas acerca de la «pureza» de Napoleón, Saliceti y los dos comisionados restantes del Ejército de los Alpes firmaron una cana al Comité de Salud Pública el 6 de agosto, y en ella afirmaban que Napoleón había realizado un viaje «sumamente sospechoso» a Genova. «¿Qué hacía este general en un país extranjero?», preguntaban. Había rumores de que el precioso oro francés estaba siendo depositado en una cuenta bancaria de Genova. Después emitían una orden: «En vista de que el general Bonapane ha perdido totalmente la confianza a causa de su conducta muy sospechosa... decretan que el brigadier general Bonapane sea relevado provisionalmente de sus obligaciones; su general en jefe lo arrestará». El 10 de agosto Napoleón se encontró sometido a arresto domiciliario en su alojamiento de la rué de Villefranche 1, de Niza, bajo la vigilancia de diez gendarmes. Secuestraron sus papeles, los sellaron y los sometieron al examen de Saliceti. Casi cualquier frase en esta época bastaba para enviar un sospechoso a la guillotina, y Napoleón corría grave riesgo, pero se mantuvo tranquilo, sin duda porque aplicó su filosofía del campo de batalla: «Si a uno le llegó la hora, de nada vale preocuparse.» La cana que escribió durante su arresto contrasta acentuadamente con la que redactó Lucien, detenido no mucho después. «Abandoné mis pertenencias —escribió Napoleón a Saliceti—, lo perdí todo por el bien de la República. Después, serví en Tolón con cieña distinción... Desde que se descubrió la conspiración de Robespierre, mi conducta ha sido la de un hombre acostumbrado a juzgar de acuerdo con principios, no con personas. Nadie puede negarme el título de patriota.» La cana de Lucien tenía un tono muy distinto: «¡Sálvame de la muerte! ¡Salven a un ciudadano, un padre, un marido, un hijo infortunado, un hombre que no es culpable! ¡En el silencio de la noche, que mi pálida sombra se le acerque y lo induzca a la compasión!» Saliceti y sus colegas examinaron los papeles de Napoleón y comprobaron que estaban en orden, incluidos los gastos en Genova. Pero Napoleón continuaba siendo el amigo de Augustin Robespierre, el enemigo declarado del Estado, tenía un apellido italiano cuando Francia guerreaba con gran pane de Italia. Los comisionados volvieron los ojos hacia París, y sin duda se sorprendieron al advertir que los termidorianos no reclamaban más sacrificios de sangre, por el momento no eran necesarias nuevas víctimas. El 20 de agosto los comisionados escribieron que «como no se ha encontrado nada que justifique las sospechas... decretan la libertad provisional del ciudadano Bonapane». Y así, después de dos semanas de arresto, el ciudadano Bonapane, sin duda con un sentimiento de intenso alivio, salió a la luz del sol del Mediterráneo. Poco después se le restituyó el grado. Después de cinco meses dedicados a preparar una expedición contra Córcega, que estaba en poder de la armada inglesa, a finales de abril de 1795 Napoleón recibió una cana del Ministerio de la Guerra con el nombramiento de comandante de artillería del Ejército del Oeste, consagrado en este momento a reprimir la

El único miembro de la familia que inquietaba a <strong>Napoleón</strong> era Lucien, alias<br />

Bruto. Lucien era uno de esos republicanos coléricos que creen únicamente en la<br />

conveniencia de rebajarlo todo. Con este propósito se había casado con la hija de<br />

un posadero, una joven muy inferior a él socialmente, y aunque era menor de edad<br />

ni siquiera se había molestado en pedir la autorización de Letizia. No soportaba la<br />

autoridad, y miraba con ma<strong>los</strong> ojos las actitudes de <strong>Napoleón</strong>, que trataba de<br />

organizar a la familia. Dijo ajoseph: «Siento en mí mismo el valor de ser<br />

tiranicida... He comenzado un canto acerca de Bruto, nada más que un canto en el<br />

estilo de Night Thoughts, de Young... Escribo con sorprendente velocidad, mi pluma<br />

vuela y después lo tacho todo. Corrijo poco; no me agradan las reglas que limitan<br />

el genio y no las tengo en cuenta.» Con el mismo espíritu compuso discursos<br />

desbordantes de retórica, que pronto lo meterían en dificultades. Esas piezas no<br />

agradaban a <strong>Napoleón</strong>. «Exceso de palabras y escasez de ideas. No puedes hablar<br />

así al hombre de la calle. Tiene más sentido común y tacto de lo que crees.»<br />

Mientras descansaba con su familia en el jardín de <strong>La</strong> Sallé, <strong>Napoleón</strong> podía<br />

sentirse complacido con la vida. Había ayudado a expulsar de Francia a <strong>los</strong><br />

ingleses, y de este modo había borrado la «mancha de deshonra» de Maddalena.<br />

Sentía una confianza distinta en sí mismo, y su nueva función —inspector general<br />

de las defensas costeras entre Marsella y Niza— prometía ser interesante. Con<br />

respecto a su familia, había conseguido sacarla de Córcega a tiempo, pues un mes<br />

después desembarcaron <strong>los</strong> ingleses. A <strong>los</strong> Buonapane les agradaba vivir en<br />

Francia, y él no veía motivo que impidiese una residencia permanente.<br />

Todo esto era muy satisfactorio, pero el cuadro tenía rincones oscuros.<br />

<strong>Napoleón</strong> ejercía autoridad; cosa que podía ser peligrosa con un gobierno que era<br />

hostil a todas las formas de autoridad, salvo la propia. <strong>Napoleón</strong> era un moderado;<br />

eso podía ser peligroso en una época marcada por el extremismo. <strong>Napoleón</strong> era<br />

brigadier, eso podía ser peligroso si uno se enfrentaba con <strong>los</strong> comisionados<br />

oficiales como había hecho Dugommier, que ahora languidecía en una cárcel<br />

parisiense.<br />

Como todos <strong>los</strong> que estaban en el primer plano de la vida pública, en adelante<br />

<strong>Napoleón</strong> caminaría sobre la cuerda floja. Y en efecto, después de la victoria de<br />

Tolón, la suerte de <strong>Napoleón</strong> cambió. Durante <strong>los</strong> veintiún meses siguientes casi<br />

todo lo que hizo salió mal.<br />

Los infortunios de <strong>Napoleón</strong> comenzaron en Marsella. Después de la carnicería<br />

de las Tullerías, el motín de la Fauvette y la rebelión reciente, <strong>Napoleón</strong> miraba con<br />

bastante aprensión al pueblo de Marsella. Deseaba que allí hubiese una sólida<br />

fortaleza, y el 4 de enero envió a París un informe solicitando fuese reparado el Fon<br />

Saint-Nicolas, construido porVauban, contra un posible ataque interno o externo.<br />

En su informe utilizó una frase desafortunada: «emplazaré <strong>los</strong> cañones de manera<br />

que se impongan a la ciudad».<br />

Eso fue como acercar la llama a un barril de pólvora. Granel, el representante<br />

marsellés en París, se puso de pie: «Se ha formulado una propuesta —rugió— con<br />

el fin de reconstruir las bastillas levantadas por Luis XIV para tiranizar al Sur. <strong>La</strong><br />

propuesta proviene de Bonapane, de la artillería, y de un noble ci-devant, el<br />

general <strong>La</strong>poype... Reclamo que ambos sean llamados a comparecer.» Por orden<br />

del Comité de Salud Pública, <strong>Napoleón</strong> fue arrestado y confinado en su domicilio<br />

donde pasó algunos días de ansiedad intensa; felizmente Saliceti, que actuó entre<br />

bambalinas, pudo explicar que no había existido intención de ofender y logró que<br />

Granel abandonase el asunto.<br />

El segundo infortunio de <strong>Napoleón</strong> se originó en <strong>los</strong> cambios políticos<br />

sobrevenidos durante el mes de Termidor —julio de 1794—. En Tolón había llegado<br />

a ser amigo de Augustin Robespierre, uno de <strong>los</strong> comisionados del gobierno y<br />

hermano menor de Maximilien, aunque era un hombre de carácter muy distinto:<br />

Augustin era afable, lo apodaban «Bonbon» y viajaba con su bonita amante.<br />

Augustin Robespierre informó a Maximilien que <strong>Napoleón</strong> era un oficial de<br />

«trascendente mérito», y en el verano de 1794, cuando <strong>Napoleón</strong> estaba asignado<br />

al Ejército de <strong>los</strong> Alpes, lo envió en misión secreta a Genova, para informar acerca<br />

sólo con Bonaparte seremos respetados.» Respondiendo a ese sentimiento, Ney se<br />

apresuró a unir sus fuerzas con las de <strong>Napoleón</strong> en Auxerre.<br />

El 16 de marzo Luis XVIII atravesó en carruaje las calles, bajo una lluvia<br />

torrencial, para hablar ante una reunión de las dos Asambleas. <strong>La</strong>s tropas alineadas<br />

a ambos lados del camino gritaban obedientemente:<br />

«¡Viva el rey!», pero agregaban en un murmullo: «de Roma».<br />

En el carruaje, Luis ensayaba su discurso: «El hombre que ha venido a nosotros<br />

para encender <strong>los</strong> horrores de la guerra civil...» Algunos criticaron la metáfora<br />

incorrecta. «Tienen razón», dijo Luis, y agregó «las antorchas de la guerra civil».<br />

Su discurso fue bien recibido, y las Asambleas juraron lealtad eterna. Entonces<br />

llegó la noticia de la deserción de Ney y la corte tembló.<br />

Vitrolles propuso que el arzobispo de París, llevando el Santo Sacramento,<br />

saliera al encuentro de <strong>Napoleón</strong>, «como san Martín cuando ablandó al rey de <strong>los</strong><br />

visigodos». El favorito Blacas sugirió que el monarca debía salir en un carruaje<br />

abierto, acompañado por todos <strong>los</strong> pares y <strong>los</strong> diputados a caballo, para preguntar<br />

a Bonaparte qué se proponía hacer; y entonces, «sin saber qué contestar,<br />

Bonaparte se daría la vuelta y se alejaría».<br />

Pero fue el rey quien se alejó. <strong>La</strong> noche del 19 de marzo, sin informar a sus<br />

ministros, Luis partió hacia Bélgica. En el camino le robaron una de las maletas.<br />

«Lo que lamento más —confió el rey a Macdonald—, es la pérdida de mis pantuflas.<br />

Habían adquirido la forma de mis pies.» <strong>Napoleón</strong> avanzaba rápidamente desde<br />

Borgoña. Había prometido que estaría en París el día del cumpleaños del rey de<br />

Roma. Ese día, el 20 de marzo, <strong>los</strong> vendedores callejeros ya vendían gran cantidad<br />

de medallas de estaño que mostraban la cabeza de <strong>Napoleón</strong> y la fecha.<br />

Los soldados ocultaban sus escarapelas blancas aplicando cubiertas<br />

impermeables a <strong>los</strong> morriones, pese a que no llovía. En las Tullerías, abandonada<br />

por <strong>los</strong> cortesanos de Luis, <strong>los</strong> antiguos criados de <strong>Napoleón</strong> le preparaban la cama,<br />

y en la sala del trono las damas pasaron media hora arrodilladas, arrancando <strong>los</strong><br />

lirios que habían sido aplicados tapando las abejas de la alfombra.<br />

<strong>Napoleón</strong> entró en París a las nueve de la noche del 20 de marzo.<br />

No toda la ciudad lo recibió con simpatía; sobre todo <strong>los</strong> comerciantes de<br />

artícu<strong>los</strong> de lujo que habían realizado magníficos negocios gracias a la presencia de<br />

la corte borbona. De todos modos, frente a las Tullerías se reunieron veinte mil<br />

parisienses que lo vitorearon ruidosamente. Se amontonaron alrededor de su<br />

carruaje, y todos intentaban tocarlo. «Hijos míos —dijo <strong>Napoleón</strong>, mientras trataba<br />

de salir—, estáis sofocándome.» Los oficiales le abrieron un camino hasta la<br />

escalinata, y precedido por <strong>La</strong>valette, que contenía a la muchedumbre, <strong>Napoleón</strong><br />

ascendió lentamente <strong>los</strong> peldaños. «Tenía <strong>los</strong> ojos cerrados, las manos extendidas<br />

hacia adelante como las de un ciego, la felicidad se manifestaba sólo en una<br />

sonrisa.» Allí, como después de un baile de máscaras, estaban <strong>los</strong> rostros<br />

familiares, <strong>los</strong> lacayos de librea verde, <strong>los</strong> chambelanes. En el salón fue recibido<br />

por el mejor de todos <strong>los</strong> víncu<strong>los</strong> con el pasado, es decir Hortense. Vestía de<br />

negro, a causa del duelo de Josefina, y <strong>Napoleón</strong> la abrazó afectuosamente.<br />

<strong>Napoleón</strong> había realizado un viaje de cuarenta días en sólo veinte.<br />

Pero la velocidad fue sólo uno de <strong>los</strong> factores de su éxito. El elemento vital fue<br />

la actitud del pueblo, adivinada exactamente por <strong>Napoleón</strong>. El pueblo expresó su<br />

voluntad e impulsó a <strong>Napoleón</strong> y su pequeño grupo, como en una carrera de<br />

postas, en dirección a París. En cierto sentido, después de la marcha a través de las<br />

montañas hasta Digne, <strong>Napoleón</strong> había tenido una actitud casi pasiva, y en cierro<br />

momento expresó ese sentimiento a sus hombres: «Lo que acabamos de realizar<br />

es obra del pueblo y vuestra; todo lo que yo hice fue comprenderos y apreciaros.»<br />

Al fin estaba en casa, y de nuevo era el emperador de <strong>los</strong> franceses.<br />

Después de retirar de su estudio <strong>los</strong> misales y <strong>los</strong> libros de rezos del rey,<br />

<strong>Napoleón</strong> desplegó sus mapas y sus informes. El aspecto más esencial y urgente<br />

era el dinero, y lo encontró en una fuente un tanto improbable: <strong>los</strong> bancos<br />

deAmsterdam, algunos relacionados con firmas inglesas, pusieron a su disposición<br />

cien millones de francos, a un interés entre el 7 y 8 por ciento. Después, era

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