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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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A veces, ordenaba que el carruaje tomase el accidentado camino que bordea la<br />

Cuenca del Diablo, y arreglaba que el cochero fuese muy rápido, con el fin de<br />

aterrorizar a todos <strong>los</strong> que estuviesen con él. Otras veces, acudía a la casa ocupada<br />

por el general Bertrand y jugaba con <strong>los</strong> hijos de su anfitrión. A su regreso, leía y<br />

corregía las páginas que había dictado ese día.<br />

Durante <strong>los</strong> primeros meses, <strong>Napoleón</strong> trató de aprender inglés con <strong>La</strong>s Cases.<br />

Le pareció muy difícil. Realmente, <strong>Napoleón</strong> no tenía talento para <strong>los</strong> idiomas, y en<br />

octubre de 1816, después de nueve meses, renunció a su intento de aprender<br />

inglés.<br />

A <strong>Napoleón</strong> le agradaba que las veladas en Longwood fuesen formales. Su<br />

mayordomo, Cipriani, llegaba a las ocho, vestido con librea verde recamada de<br />

plata, pantalones de seda negra y zapatos de hebilla, para anunciar la cena.<br />

Generalmente madame Bertrand y madame de Montholon compartían esta comida<br />

con <strong>Napoleón</strong> y sus cuatro amigos.<br />

<strong>La</strong>s velas de <strong>los</strong> candelabros de plata iluminaban la mesa, y como disponía de<br />

tiempo, <strong>Napoleón</strong> consagraba media hora a la deliciosa cena de cinco platos.<br />

Después, el propio <strong>Napoleón</strong> servía café en su posesión más artística; unas tacitas<br />

azules adornadas con jeroglíficos dorados e imágenes de Egipto realizadas<br />

porVivant Denon. Finalmente, <strong>Napoleón</strong> decía: «Vamos al teatro. ¿Qué tenemos<br />

hoy, tragedia o comedia?».<br />

Enérgicamente, pero con escaso sentido del ritmo, <strong>Napoleón</strong> leía en voz alta<br />

fragmentos de Corneille, Racine o Moliere, de acuerdo con <strong>los</strong> deseos del grupo. A<br />

veces hacía una pausa para comentar una línea que le agradaba o interesaba.<br />

Alrededor de las once daba las buenas noches e iba a acostarse. <strong>La</strong>s Cases o De<br />

Montholon le leían con una tenue luz, hasta que <strong>Napoleón</strong> se adormecía. Pero a<br />

menudo despertaba alrededor de las tres de la mañana. Si le resultaba difícil<br />

dormirse otra vez, se trasladaba a otro catre de campaña, dispuesto en su estudio.<br />

<strong>Napoleón</strong>, sus acompañantes y sus criados eran <strong>los</strong> únicos habitantes de<br />

Longwood. En primer lugar estaban las ratas, literalmente centenares de ratas<br />

pardas. Durante la cena se paseaban alrededor de la mesa.<br />

Cierta vez <strong>Napoleón</strong> retiró su sombrero de un armario, y una gran rata salió del<br />

sombrero y saltó entre sus piernas. Era frecuente que <strong>los</strong> criados atrapasen veinte<br />

ratas en un día, pero de todos modos no podían eliminarlas. A <strong>Napoleón</strong> no le<br />

importaban las ratas, pero sí le importaban <strong>los</strong> centinelas. Durante el día,<br />

Longwood estaba sometido a la vigilancia de por lo menos 125 centinelas, y<br />

durante la noche había 72.<br />

<strong>Napoleón</strong> no podía olvidar ni un solo instante que era un prisionero.<br />

<strong>La</strong> otra dificultad grave era el hastío. Incluso el día que dedicaba seis horas a<br />

dictar sus memorias, el tiempo se alargaba terriblemente. Por tratarse de un<br />

hombre tan intensamente activo, sencillamente no encontraba qué hacer. Los<br />

largos días marcados por la lluvia y el viento casi incesante a menudo le irritaban<br />

<strong>los</strong> nervios, y agobiaban a sus acompañantes, de modo que entablaban disputas,<br />

con frecuencia por menudencias; <strong>Napoleón</strong> a menudo debía rogar: «Vivamos<br />

amistosamente, como una familia.» Tenía 1.500 libros, pero según afirmaba, en<br />

vista de las circunstancias sentía la necesidad de contar con sesenta mil. Si más<br />

tarde de la cena lograba prolongar la lectura de piezas teatrales hasta las once o<br />

aun después, observaba satisfecho: «Otra victoria sobre el tiempo».<br />

<strong>Napoleón</strong> llegó a la isla en excelente estado físico. Un granadero que lo vio<br />

desembarcar exclamó, para gran diversión de <strong>Napoleón</strong>: «Me dijeron que estaba<br />

envejeciendo; y maldito sea, ya tiene cuarenta buenas campañas, sobre las<br />

espaldas.» El clima perjudicaba a algunos, pero no era ése el caso de <strong>Napoleón</strong>.<br />

Durante sus primeros doce meses, período en el que realizaba mucho ejercicio, su<br />

salud fue tan buena como siempre.<br />

No puede afirmarse lo mismo de su moral. Los sentimientos de <strong>Napoleón</strong> en<br />

relación con su cautiverio eran complejos. En primer lugar, estaba el malentendido<br />

entre él y el gobierno inglés. <strong>Napoleón</strong> creía que el gobierno inglés perpetraba una<br />

injusticia al enviarlo a una roca en medio del Atlántico, en lugar de permitirle que<br />

vieron una turba de hombres harapientos que venían del lado del mercado de<br />

abastos, y que evidentemente se dirigían al edificio de la Asamblea. Era una<br />

muchedumbre de cinco o seis mil personas, que iban armados con picas, hachas,<br />

espadas, mosquetes y pa<strong>los</strong> puntiagudos. Algunos iban tocados con bonetes rojos,<br />

y por lo tanto era evidente que se trataba de jacobinos de la extrema izquierda.<br />

Proferían insultos contra el gobierno de Brissot. «Sigamos <strong>los</strong> pasos de esta<br />

chusma», dijo <strong>Napoleón</strong>.<br />

<strong>La</strong> chusma llegó al edificio de la Asamblea, y <strong>Napoleón</strong> observó que reclamaban<br />

que se les permitiese entrar. Durante una hora, cantando la canción revolucionaría<br />

(^a ira y mostrando una tabla a la cual estaba clavado un sangriento corazón de<br />

buey con la inscripción Coeur de Louis XVJ, desfilaron frente al edificio. Después, se<br />

dirigieron al palacio de las Tullerías, entonando groseros lemas, y subieron la ancha<br />

escalinata del siglo XVII que llevaba a <strong>los</strong> departamentos reales. Parecían deseosos<br />

de ver sangre, pero el rey <strong>los</strong> recibió cortésmente, aceptó permitirles que le<br />

encasquetaran un bonete rojo en la cabeza, y compartió con el<strong>los</strong> una copa de<br />

vino. Estuvo dos horas con esa gente, mientras todos gritaban y desfilaban; al fin,<br />

tranquilizados, se retiraron. «El rey salió bien del paso—escribió <strong>Napoleón</strong> a<br />

Joseph—..., pero un incidente como éste es inconstitucional y constituye un<br />

ejemplo muy peligroso».<br />

Pronto se vio que, en efecto, era peligroso. El 9 de agosto <strong>los</strong> jacobinos<br />

invadieron las galerías y provocaron al gobierno que, a medida que el ejército<br />

austroprusiano acentuaba su presión, perdía cada vez más el dominio de la<br />

situación. «El ruido y el desorden eran tremendos», escribió un testigo ocular<br />

inglés, el doctor Moore. «Cincuenta miembros vociferaban simultáneamente. Jamás<br />

vi una escena tan tumultuosa; la campanilla, así como la voz del orador, parecían<br />

ahogadas por una tormenta, comparada con la cual la noche más estrepitosa que<br />

jamás conocí en la Cámara de <strong>los</strong> Comunes era una muestra de serenidad.» <strong>La</strong><br />

mañana siguiente, 10 de agosto, la multitud recorrió las calles.<br />

Era un día de calor muy intenso, y todos estaban nerviosos. <strong>Napoleón</strong> salió de<br />

su hotel y se dirigió a una casa de la place de Carrousel, donde el hermano de<br />

Bourrienne tenía una tienda de empeños. Desde las ventanas podía ver las<br />

Tullerías, y a la multitud que comenzaba a reunirse frente al palacio; ya no eran<br />

sólo parisienses sino guardias nacionales que acababan de llegar de las provincias,<br />

y principalmente de Bretaña y Marsella. Estos últimos cantaban la Marsellesa,<br />

creada poco antes por Rouget de Lisie; este himno, quizás el más emocionante que<br />

jamás se haya compuesto, logró que <strong>los</strong> provincianos y <strong>los</strong> parisienses sintieran<br />

que compartían una causa común y que tenían una fuerza diferente.<br />

Luis XVI salió del palacio. <strong>La</strong> multitud silbó y profirió insultos. Luis volvió a<br />

entrar. Deseaba permanecer en el palacio pero Roederer, un joven abogado en<br />

cuyo consejo el monarca confiaba, le rogó que fuese, con la reina y sus hijos, hasta<br />

el edificio de la Asamblea. Así lo hizo. Los guardias nacionales entraron en el<br />

antepatio del palacio y comenzaron <strong>los</strong> disparos.<br />

Nadie supo quién había disparado primero. Mientras la Guardia Suiza resistía, la<br />

multitud llevó cañones hasta el Pont Royal, y comenzó a disparar sobre el palacio.<br />

Con la esperanza de evitar el derramamiento de sangre, el rey ordenó a <strong>los</strong><br />

guardias suizos que suspendieran el fuego. En estas circunstancias, <strong>los</strong> guardias<br />

nacionales irrumpieron casi sin encontrar oposición, derribaron las puertas con sus<br />

hachas y mataron a todos <strong>los</strong> que se les cruzaban en el camino, y principalmente a<br />

<strong>los</strong> cortesanos y <strong>los</strong> guardias suizos.<br />

Alrededor del mediodía. <strong>Napoleón</strong> llegó al antepatio, convertido en un gran<br />

estanque de sangre, donde ochocientos hombres yacían muertos o estaban<br />

moribundos. Lo conmovió ver que mujeres de apariencia respetable ultrajaban <strong>los</strong><br />

cadáveres de <strong>los</strong> guardias suizos. También vio a hombres de Marsella matando a<br />

sangre fría. Mientras uno de el<strong>los</strong> apuntaba su mosquete a un guardia suizo herido,<br />

<strong>Napoleón</strong> intervino: «¿Eres del sur? También lo soy yo. Salvemos a este infeliz.» El<br />

marsellés, movido por la vergüenza o la compasión, dejó caer el mosquete, y ese<br />

día sangriento se salvó por lo menos una vida.

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