La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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casos, y así llegó a ser muy rico. Para mayor seguridad guardaba su dinero —todo<br />
en monedas de oro— bajo el colchón.<br />
En cambio, el resto de la familia era muy pobre. Carlo había firmado un<br />
contrato favorable con el gobierno francés, para producir diez mil moreras<br />
destinadas a la obtención de seda. Durante la niñez de <strong>Napoleón</strong> la morera había<br />
sido un símbolo de las futuras riquezas de <strong>los</strong> Bonaparte, de ahí el apostrofe de<br />
<strong>Napoleón</strong> a la morera de Brienne. Pero ahora era la expresión del desastre, porque<br />
el gobierno francés había anulado el contrato, y dejado a <strong>los</strong> Bonaparte con muchos<br />
miles de moreras, de las que ni siquiera se podía aprovechar el fruto, pues esa<br />
especie suministraba una baya blanca insípida, despreciada en una isla de uvas y<br />
cerezas. Letizia tenía un déficit de 3.800 libras, pero Lucciano no estaba dispuesto<br />
a ayudar. Nada lo convencía de la necesidad de desprenderse de un solo centavo.<br />
Cuando la necesidad de dinero era urgente, Pauline, la seductora, se ocupaba<br />
de ver al anciano, y mientras lo engatusaba, trataba de retirar un luis de oro o dos<br />
del colchón. Cierto día la joven se movió torpemente, y el saco entero cayó<br />
ruidosamente al suelo de azulejos. Mudo durante un momento, el archidiácono hizo<br />
temblar inmediatamente la casa con sus gritos. Letizia subió deprisa y lo encontró<br />
mirando, con expresión ultrajada, su amado tesoro desparramado en el suelo. Juró<br />
«por todos <strong>los</strong> santos del cielo» que ni una moneda de ese oro le pertenecía: todo<br />
lo guardaba para amigos o clientes. Letizia recogió en silencio las monedas.<br />
El archidiácono las contó, las devolvió al saco, y repuso éste en su colchón.<br />
<strong>Napoleón</strong> simpatizaba con su tío abuelo a pesar de la avaricia del anciano, y<br />
solía charlar largamente con él. <strong>La</strong>mentaba verlo enfermo, y cuando se preguntó<br />
cómo podría ayudarlo, recordó que existía un médico suizo llamado Samuel Tissot,<br />
el primer galeno que llegó a sugerir que <strong>los</strong> enfermos debían tratarse el<strong>los</strong> mismos.<br />
Tissot había publicado tres libros famosos: uno acerca del onanismo, donde<br />
advertía que la masturbación podía conducir a la locura; otro acerca de <strong>los</strong><br />
desórdenes de la gente elegante, y para eso recomendaba el aire fresco, el<br />
ejercicio y una dieta de verduras; y un tercero acerca de las enfermedades que<br />
afectan a las personas sedentarias y de inclinaciones literarias, y en estos casos<br />
recomendaba caminar, y consumir canela, nuez moscada, hinojo y perifollo. En el<br />
segundo libro, Tissot, que era un firme republicano, formulaba comentarios<br />
elogiosos acerca de Paoli. Eso bastó para iluminar la mirada de <strong>Napoleón</strong>:<br />
consideró que Tissot era un espíritu hermano, y escribió una cana «a monsieur<br />
Tissot, doctor en medicina, miembro de la Sociedad Real, residente en <strong>La</strong>usana».<br />
«<strong>La</strong> humanidad, señor —comenzaba <strong>Napoleón</strong>—, me induce a abrigar la<br />
esperanza de que os dignaréis replicar a esta consulta desusada.<br />
Durante el último mes he venido sufriendo la fiebre terciana, y por eso dudo<br />
que usted pueda leer este garabato.» Después de haber disculpado así su escritura,<br />
que rara vez era buena, con o sin fiebre. <strong>Napoleón</strong> pasaba a describir <strong>los</strong> síntomas<br />
de su tío abuelo, explicaba que antes casi nunca había estado enfermo, e incluso<br />
agregaba su propio diagnóstico:<br />
«Creo que tiene una tendencia al egoísmo y que como ha vivido una vida<br />
acomodada no se vio obligado a desarrollar todas sus energías.» Respetuosamente,<br />
pero con firmeza, solicitaba al doctor Tissot que le recetara a vuelta de correo. En<br />
realidad, Tissot ya había indicado un remedio para la gota en el primero de sus<br />
libros de autotratamiento:<br />
bañar las piernas, una dieta basada principalmente en la leche, nada de dulces,<br />
ni aceite, ni guisados, ni vino. Quizá consideró que no tenía nada más que decir,<br />
pues escribió al dorso de la solicitud de <strong>Napoleón</strong>:<br />
«Una carta de escaso interés, sin respuesta».<br />
Por supuesto, el aceite de oliva es un ingrediente básico de la dieta corsa. Por<br />
esa razón o por otra, el archidiácono Lucciano empeoraba constantemente, y a<br />
fines del otoño de 1791 era evidente que la muerte estaba próxima. <strong>La</strong> familia se<br />
reunió alrededor del lecho del anciano, con el crucifijo colgando a cierta altura y<br />
con el colchón del oro, mientras el archidiácono dirigía las últimas palabras a <strong>los</strong><br />
varones de más edad.<br />
Cuando Lowe volvió a visitarlo, el 30 de abril, <strong>Napoleón</strong>, que padecía un<br />
trastorno estomacal, lo recibió acostado en el sofá de su dormitorio. Consiguió que<br />
la conversación abordase el tema de la norma impuesta por Cockburn. Según<br />
afirmó, le impedía dar un buen paseo, y por lo tanto mantenerse en buenas<br />
condiciones físicas, y además no le permitía conversar con el pueblo de Santa<br />
Elena. ¿Lowe se proponía aplicar o suprimir esa norma?.<br />
Lowe replicó que la norma había sido dictada por el gobierno, y por lo tanto<br />
había que cumplirla.<br />
<strong>Napoleón</strong> se quejó del aburrimiento de la isla.<br />
«Le construiremos otra casa, traeremos otros muebles...», le propuso Lowe.<br />
<strong>Napoleón</strong> esbozó un gesto. «¿Qué me importa que mi sofá esté cubierto de<br />
terciopelo o de fustán? Usted y yo, señor, somos soldados, y sabemos que esas<br />
cosas importan muy poco...».<br />
<strong>Napoleón</strong> estaba formulando una indirecta. Deseaba que Lowe advirtiese que<br />
ambos, oficiales probados en combate, estaban unidos de un modo especial, y<br />
tenían mutuas obligaciones. Y al mismo tiempo, estaba desplegando el encanto que<br />
ya había gravitado sobre <strong>los</strong> oficiales del Bellerophon, y sobre el almirante Keith,<br />
que dijo de <strong>Napoleón</strong>: «Si hubiese obtenido una entrevista con Su Alteza Real, en<br />
media hora habrían sido <strong>los</strong> mejores amigos en Inglaterra.» Pero Lowe no hizo caso<br />
de la indirecta, y poco después se marchó.<br />
Ya se veía qué tipo de hombre era Lowe; un individuo sin iniciativa,<br />
esencialmente tímido, cuyos sentimientos humanos, si <strong>los</strong> tenía, jamás lo inducirían<br />
a suavizar de un modo apreciable las severas normas impuestas por su gobierno.<br />
En consecuencia, <strong>Napoleón</strong> afrontaba una situación nueva; podía aceptar a Lowe<br />
tal como él era, mantener buenas relaciones, e incluso mediante su encanto<br />
personal salirse con la suya en aspectos de menor importancia. Tal habría sido el<br />
curso razonable.<br />
Pero <strong>Napoleón</strong> no tenía entonces una actitud razonable. Se comportaba<br />
presionado por un profundo sentido de injusticia. Veía al gobierno inglés como una<br />
oligarquía que actuaba contrariando <strong>los</strong> deseos del pueblo; ¿acaso en el estrecho<br />
de Piymouth no había visto a diez mil ingleses comunes y corrientes agrupados<br />
alrededor del barco, agitando <strong>los</strong> sombreros y vitoreándolo? Lowe era un<br />
representante de ese gobierno. Fingía cordialidad, pero no era un amigo. Carecía<br />
de sentimientos humanos. En realidad, era un individuo perverso. Y ciertamente,<br />
tenía un aspecto perverso, con esas cejas espesas y siniestras, y debajo de las<br />
cejas el ojo que parpadeaba siempre. Sujeto a esta actitud irracional, <strong>Napoleón</strong><br />
concentró la atención en una taza de café que había permanecido sobre la mesa<br />
entre <strong>los</strong> dos hombres durante la entrevista. Un oscuro temor que venía de su<br />
pasado corso dominó a <strong>Napoleón</strong>, y de pronto pensó que Lowe, con su siniestra<br />
apariencia, había envenenado el café, lo había envenenado sólo con mirarlo. Por<br />
nada del mundo <strong>Napoleón</strong> estaba dispuesto a beber ese café. <strong>Napoleón</strong> llamó a su<br />
valet, y le ordenó que arrojase el café por la ventana.<br />
De ese comienzo irracional surgió la convicción de que Lowe era un enemigo, y<br />
de que por lo tanto había que combatirlo. <strong>Napoleón</strong> comenzó a concebir la<br />
posibilidad de una lucha permanente contra Lowe. De ese modo podría afirmar su<br />
virilidad, y quizá, ¿quién sabe?, obtener ciertas ventajas. Y tal vez también existía<br />
el deseo subconsciente de aprovechar todo lo que podía romper la monotonía de<br />
<strong>los</strong> días prolongados y vacíos.<br />
El siguiente encuentro entre <strong>Napoleón</strong> y Lowe fue el 16 de mayo.<br />
Lowe había adoptado las medidas necesarias con el fin de construir una nueva<br />
casa para <strong>Napoleón</strong>, en un lugar menos alejado que Longwood —es decir, estaba<br />
mostrando una actitud decente— y ya había llegado la primera carga de madera.<br />
Entró en el salón, por supuesto sin saber que <strong>Napoleón</strong> le había asignado el papel<br />
de enemigo.<br />
Lowe preguntó a <strong>Napoleón</strong> dónde deseaba que construyesen la nueva casa.<br />
<strong>Napoleón</strong> no contestó. Ante la reiteración de la pregunta, <strong>Napoleón</strong> respondió:<br />
«¿Puedo escoger el sitio yo mismo?».