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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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«Usted se propuso irrumpir en mi casa —dijo con voz acusadora, señalando la<br />

puerta de su dormitorio—. Su poder y el poder de su gobierno terminan allí. Por<br />

supuesto, puede ordenar que <strong>los</strong> hombres del 53.° derriben las puertas y pasen<br />

sobre mi cuerpo. Por lo que puedo ver, su comportamiento será su vergüenza, la<br />

de sus hijos y la del pueblo inglés».<br />

Esta exp<strong>los</strong>ión produjo el efecto deseado. Lowe se irritó, dio media vuelta y<br />

salió. A <strong>los</strong> ojos de <strong>Napoleón</strong> ésta era una prueba más de la perversa intención de<br />

Lowe. Más tarde <strong>Napoleón</strong> dijo a Bertrand: «Ese tipo tiene planes siniestros, quizá<br />

más siniestros de lo que creemos.» Y señaló a <strong>La</strong>s Cases: «Enviaron más que un<br />

carcelero. Sir Lowe es un verdugo».<br />

Por su parte Lowe dijo a Bertrand: «Fui a verlo decidido a adoptar una actitud<br />

conciliadora... Él creó una España imaginaria, y una Polonia imaginaria. Ahora<br />

quiere crear una Santa Elena imaginaria.» Muy cierto.<br />

Pero lo que el gobernador no mencionó —porque, naturalmente, no lo sabía—<br />

era que <strong>Napoleón</strong> ya había creado un Hudson Lowe imaginario.<br />

Aunque prisionero de Lowe, <strong>Napoleón</strong> tenía sin la más mínima duda el carácter<br />

más fuerte de <strong>los</strong> dos, y no tuvo mayor dificultad para conseguir que Lowe<br />

representara el papel que le había asignado: el de enemigo astuto, cruel y<br />

mezquino.<br />

Se entabló definitivamente el combate. John Cam Hobhouse, miembro del<br />

Parlamento, envió a <strong>Napoleón</strong> un ejemplar de su nueva obra, la reseña de un<br />

testigo ocular acerca de la Francia de 1815. Escribió en el libro las palabras<br />

«Imperatori Neapoleoni». El gobierno había estipulado que el prisionero de Santa<br />

Elena debía ser llamado general Bonaparte, y nada más. Hobhouse no tenía por<br />

qué saberlo, y de todos modos estaba dedicando un libro, no hablando con<br />

<strong>Napoleón</strong>. Pero Lowe sabía que Hobhouse y su amigo Byron eran admiradores de<br />

<strong>Napoleón</strong>.<br />

Secuestró el libro.<br />

Una tarde Lowe descubrió a un isleño caminando cerca de Longwood.<br />

Montholon había empleado al hombre como servidor de <strong>Napoleón</strong>, y técnicamente<br />

hubiese debido informar al gobernador. Con este pretexto, Lowe lo arrestó y lo<br />

despidió en el acto.<br />

<strong>Napoleón</strong> ya había gastado un par de zapatos, y pidió a su valet que ordenase<br />

la confección de uno nuevo en Jamestown. Marchand llevó uno de <strong>los</strong> zapatos<br />

gastados, y pidió al zapatero que fabricase un par nuevo, con el mismo número e<br />

idéntico modelo. En ese momento intervino Lowe. Prohibió al zapatero la<br />

fabricación del calzado. Dijo que <strong>Napoleón</strong> debía entregarle personalmente sus<br />

zapatos viejos —una exigencia humillante— y él arreglaría la entrega de un par<br />

nuevo. «Usted está clavándonos alfileres —observó <strong>Napoleón</strong>, no sin satisfacción, y<br />

agregó provocadoramente—: Desea impedir que nos fuguemos, y hay un solo<br />

modo de lograrlo, que es matarnos».<br />

Entretanto, <strong>Napoleón</strong> trataba de complacer al almirante Malcolm, que llegó en<br />

junio de 1816 como sucesor de Cockburn. Mantuvo prolongadas y amistosas<br />

conversaciones con Malcolm, y la temática abarcó una amplia gama, desde la<br />

batalla de St. Vincent a <strong>los</strong> poemas de Ossian.<br />

Si Malcolm llegaba antes de que <strong>Napoleón</strong> se vistiese, lo invitaba a sentarse en<br />

el sofá del dormitorio. Enviaba su birlocho a lady Malcolm y jugaba ajedrez con ella<br />

(<strong>Napoleón</strong>, que era un mal jugador de ajedrez, perdió la primera partida; esta vez<br />

no trampeó). No lo hacía por la belleza de la dama —lady Malcolm era «una cosita<br />

achaparrada, algo grotesco pintado sobre un abanico chino», de acuerdo con la<br />

versión de madame de Montholon—, sino porque <strong>los</strong> dos cónyuges eran posibles<br />

aliados en lo que a <strong>Napoleón</strong> realmente le importaba: la batalla.<br />

Los Malcolm estaban encantados. Según afirmaban, era fácil llevarse bien con<br />

Bonapane. <strong>Napoleón</strong> tuvo buen cuidado de abstenerse de criticar a Lowe, pero se<br />

extrajeron las conclusiones inevitables, y por su parte Lowe se inquietó mucho ante<br />

la posibilidad de que Malcolm lo juzgase desfavorablemente. En su visita siguiente<br />

a Longwood fue acompañado por Malcolm, de manera que el almirante viese por sí<br />

CAPÍTULO CUATRO<br />

Fracaso en Córcega<br />

En octubre de 1791 <strong>Napoleón</strong> regresó a Ajaccio disfrutando de un permiso, y<br />

canjeó el entrenamiento artillero y el dormitorio estrecho por la casa cordial y<br />

espaciosa de via Malerbe, el francés por el italiano, las comidas en el café por <strong>los</strong><br />

ravioli y <strong>los</strong> macarrones que echaba de menos en Francia. <strong>La</strong>s uvas estaban<br />

madurando, <strong>los</strong> arbustos de la montaña aún tenían ese fragante aroma que, según<br />

decía <strong>Napoleón</strong>, él podía reconocer siempre. El entorno era el mismo, pero todos<br />

eran un poco más viejos.<br />

<strong>Napoleón</strong> encontró a su madre en el séptimo año de viudez. Aún era hermosa,<br />

y había rechazado dos ofrecimientos de nuevo matrimonio, pues deseaba<br />

mantenerse fiel a la memoria de Carlo y consagrarse por completo a sus hijos.<br />

Como era viuda, siempre vestía de negro. En lugar de tres criados ahora podía<br />

permitirse sólo uno, una mujer llamada Savenana, que insistía en acompañarla,<br />

aunque se le pagaba únicamente un sueldo nominal de tres francos mensuales.<br />

Lerizia tenía tantas tareas domésticas que durante algún tiempo ya no pudo<br />

cumplir la obligación autoimpuesta de asistir diariamente a misa.<br />

Joseph era un joven sereno e inteligente de veintitrés años, un buen abogado a<br />

quien interesaba la política, y que pronto llegaría a ser miembro del consejo de<br />

Ajaccio. Luccien tenía dieciséis años. Durante la ausencia de sus hermanos en el<br />

colegio había recibido excesiva atención; el regreso de Joseph, y de <strong>Napoleón</strong><br />

durante <strong>los</strong> permisos, provocaba hasta cierto punto el resentimiento de Luccien y<br />

exacerbaba un carácter ya difícil; pero sabía hablar, y pronto sería el orador de la<br />

familia. Marie Anne, de catorce años, estaba en Saim-Cyr. Louis, que en este viaje<br />

acompañaba a <strong>Napoleón</strong>, tenía trece años, y era un jovencito de buena apariencia,<br />

afectuoso, desusadamente escrupu<strong>los</strong>o. Pauline, de once años, era vivaz y<br />

encantadora, todo lo sentía profundamente y sin embargo sabía divertirse. Era la<br />

hermana favorita de <strong>Napoleón</strong>. Caroline, que tenía nueve años y el cutis muy<br />

blanco, manifestaba talento para la música. El último de <strong>los</strong> trece hijos de Letizia,<br />

de <strong>los</strong> cuales ocho habían sobrevivido, erajerome, un niño osado, un tanto<br />

malcriado e inclinado al exhibicionismo.<br />

Para su familia, <strong>Napoleón</strong>, con la espada al cinto, era una figura respetada; era<br />

el único Bonaparte que percibía un ingreso regular. Tenía estatura mediana<br />

comparado con el término medio de <strong>los</strong> franceses, pero era más bajo que la<br />

mayoría de <strong>los</strong> corsos, y muy delgado, apenas podía sostener su uniforme azul con<br />

alamares rojos. Tenía el rostro delgado y angu<strong>los</strong>o, con un mentón muy destacado;<br />

<strong>los</strong> ojos eran de un gris azulado, el cutis oliváceo. Ya había pasado dos permisos en<br />

el hogar, pero ésos habían sido períodos de tranquilidad, durante <strong>los</strong> cuales había<br />

leído a Corneille y a Voltaire en voz alta con Joseph, y llevado a su madre, que aún<br />

sufría cierta rigidez del costado izquierdo, a las aguas ferrosas de Guagno. Este<br />

permiso sería mucho menos tranquilo.<br />

En la casa también estaba el archidiácono Lucciano, que ya había cumplido <strong>los</strong><br />

setenta y seis años, y se hallaba confinado al lecho, por la gota; desde la cama,<br />

continuaba haciendo negocios muy lucrativos con las tierras, el vino, <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong>, el<br />

trigo y <strong>los</strong> cerdos. Se mostraba muy inclinado a litigar: en un año había<br />

comparecido ante el tribunal en cinco ocasiones distintas. Generalmente ganaba <strong>los</strong>

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