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soportaba el ataque de los nobles y el clero, así como de los reyes europeos; Napoleón decidió actuar en defensa de la misma. Lo hizo con mucha energía. Fue uno de los primeros en unirse a la Sociedad de Amigos de la Constitución, un grupo de 200 patriotas de Valence, y fue designado secretario de la entidad. El 3 de julio de 1791 representa un papel importante en una ceremonia en que veintitrés sociedades populares de Isére, Dróme y Ardéche condenaron solemnemente el intento de fuga del rey a Bélgica. Tres días más tarde prestó el juramento exigido a todos los oficiales, que los obligaba a «morir antes que permitir que una potencia extranjera invada el suelo francés». El 14 de julio prestó juramento de lealtad a la nueva Constitución, y en un banquete celebrado la misma noche, propuso un brindis en honor a los patriotas de Auxonne. El gobierno comenzó a confiscar la propiedad del clero y la nobleza ya venderla con el nombre de «bienes nacionales». Al principio, la gente sintió temor de comprar, porque pensó en la posibilidad de una contrarrevolución. Finalmente, en el departamento de Dróme un hombre se atrevió, depositó el dinero y realizó una compra. Napoleón de nuevo tuvo la iniciativa, y felicitó públicamente al comprador por su «patriotismo». La Asamblea había aprobado un decreto denominado la Constitución Civil del Clero, que afirmaba que el clero francés era independiente de Roma, y que en el futuro, el clero y los obispos debían ser elegidos por sus congregaciones. Este decreto fue denunciado por Pío VI. Napoleón se apresuró a comprar un ejemplar de Historia de la Sorbona, una obra anticlerical de Duvernet, y allí estudió el tema de la autoridad papal y tomó nota de las ocasiones en que los eclesiásticos franceses se atrevían a decir que un Papa era superior al rey. Napoleón opinaba que Pío VI era un entrometido, pero en Valence no todos estaban de acuerdo. De modo que Napoleón arregló que un sacerdote llamado Didier, antes franciscano recoleto, dirigiese la palabra a su Sociedad de Amigos de la Constitución, y ahí, entre aplausos, el sacerdote aseguró al público que los clérigos como él mismo que prestaban el juramento de lealtad a la Constitución Civil lo hacían de buena fe, al margen de lo que Roma pudiese decir. Ésa era la posición de Napoleón durante el verano de 1791. El oficial de noble cuna, sobrino nieto del archidiácono Lucciano, comenzaba a adoptar medidas en el asunto de la venta de propiedades confiscadas a los nobles y al clero. Estaba promoviendo el apoyo a una Constitución que arrebataba la soberanía al mismo rey que había pagado la educación y firmado el nombramiento de Napoleón. Pero éstos eran los subproductos de un curso de acción esencialmente positivo. A los veintiún años. Napoleón era un hombre satisfecho, intensamente entusiasmado con un movimiento popular, que englobaba muchas de sus aspiraciones; un movimiento que según creía estaba trayendo la justicia a Francia y terminando con la opresión, y que posiblemente beneficiaría a Córcega. mismo cómo se comportaba Napoleón frente al gobernador de la isla. Encontraron a Napoleón paseándose por el jardín. Lowe comenzó diciendo que los gastos en Longwood eran muy elevados y había que reducirlos; había intentado comentar el asumo con Bertrand, pero éste se había negado, actitud que resultó irrespetuosa para con el gobernador. Napoleón continuó paseándose por el jardín, sin decir palabra, y durante un momento Lowe pensó que no hablaría. Cuando al fin lo hizo, se dirigió a Malcolm. «El general Bertrand es un hombre que ha mandado ejércitos, y él lo trata como si fuese un cabo... Nos trata a todos como desertores del regimiento real de corsos. Lo han enviado aquí para que cumpla la función de verdugo. El general Bertrand no desea verlo. Ninguno de nosotros lo desea. Preferimos pasar cuatro días a pan y agua». —Todo esto me deja por completo indiferente —dijo Lowe—. No busqué este cargo; me lo ofrecieron, y consideré que aceptarlo era un deber sagrado. —Entonces, si le diesen la orden de asesinarme, ¿usted lo aceptaría? — preguntó Napoleón. —No, señor. En este momento Lowe anunció que para ahorrar dinero quizá tuviese que reducir los suministros de alimentos. Napoleón se volvió hacia él. «¿Quién le pidió que me alimentase? ¿Ve ese campamento donde están los soldados? Bien, iré allí y diré: "El soldado más viejo de Europa os pide un lugar a la hora de la comida", y compartiré el alimento que ellos toman». Napoleón continuó diciendo que la nación inglesa deseaba tratarlo bien, pero sus ministros se comportaban de otro modo; Lowe era un instrumento del odio ciego del secretario de Colonias, lord Bathurst. «Señor, lord Bathurst no sabe lo que es el odio ciego». «Yo soy emperador —continuó Napoleón—. Cuando Inglaterra y Europa hayan desaparecido, cuando su nombre y el de lord Bathurst sean olvidados, yo continuaré siendo el emperador Napoleón.» Después, volvió al tema de Bertrand. «Usted no tenía derecho de someterlo a arresto domiciliario; usted nunca mandó ejércitos; usted no fue más que un oficial de Estado Mayor. Había imaginado que sería bien tratado entre los ingleses, pero usted no es inglés.» Lowe se marchó no sin antes decirle a Napoleón que actuaba como un hombre grosero. Estaba seriamente perturbado a causa del desafío de Napoleón. Redujo todavía más los límites de Longwood, y ordenó que los centinelas que montaban guardia por la noche ocupasen sus posiciones en el jardín a las seis y no a las nueve. Eso significaba que Napoleón ya no podría dar su paseo vespertino favorito sin ver los uniformes rojos. Napoleón y su entorno gozaban de una buena mesa. Todos los días le llegaban de Jamestown la mejor carne, mantequilla, patos, pavos, botellas de champán. Estaban gastando veinte mil libras anuales cuando en agosto de 1816 Lowe les informó que en el futuro el gobierno pagaría solamente doce mil libras, y que todo lo que excediera de esa suma debía ser solventado por los franceses. Napoleón no podía creer que los ingleses cayesen en el absurdo de obligar a un prisionero a pagar los gastos de su propia detención. Pero se equivocaba. El 19 de octubre de 1816 Lowe dijo a Montholon que los fondos franceses en Jamestown estaban agotados, y que las compras futuras debían pagarse con dinero de los bolsillos de los mismos franceses. Era la repetición de Elba, aunque en una forma diferente. Napoleón se irritó mucho, pero ideó un medio de contraatacar a Lowe. Ordenó: «Rompan con hachas toda mi plata». Mandó a Marchand que trajese un canasto de vajilla de plata, y le dijo que rompiese las distintas piezas; se usaron martillos, no hachas, después de retirar los escudos de armas y las águilas, de modo que el material no sirviese como trofeo. Así, se llevaron 952 onzas de plata al joyero de Jamestown, que compró el lote al precio de 4 chelines 8 peniques la onza. Hubo dos nuevas ventas, y se procedió a pesar ostentosamente la plata en Jamestown, a la vista de los oficiales ingleses que

«Usted se propuso irrumpir en mi casa —dijo con voz acusadora, señalando la puerta de su dormitorio—. Su poder y el poder de su gobierno terminan allí. Por supuesto, puede ordenar que los hombres del 53.° derriben las puertas y pasen sobre mi cuerpo. Por lo que puedo ver, su comportamiento será su vergüenza, la de sus hijos y la del pueblo inglés». Esta explosión produjo el efecto deseado. Lowe se irritó, dio media vuelta y salió. A los ojos de Napoleón ésta era una prueba más de la perversa intención de Lowe. Más tarde Napoleón dijo a Bertrand: «Ese tipo tiene planes siniestros, quizá más siniestros de lo que creemos.» Y señaló a Las Cases: «Enviaron más que un carcelero. Sir Lowe es un verdugo». Por su parte Lowe dijo a Bertrand: «Fui a verlo decidido a adoptar una actitud conciliadora... Él creó una España imaginaria, y una Polonia imaginaria. Ahora quiere crear una Santa Elena imaginaria.» Muy cierto. Pero lo que el gobernador no mencionó —porque, naturalmente, no lo sabía— era que Napoleón ya había creado un Hudson Lowe imaginario. Aunque prisionero de Lowe, Napoleón tenía sin la más mínima duda el carácter más fuerte de los dos, y no tuvo mayor dificultad para conseguir que Lowe representara el papel que le había asignado: el de enemigo astuto, cruel y mezquino. Se entabló definitivamente el combate. John Cam Hobhouse, miembro del Parlamento, envió a Napoleón un ejemplar de su nueva obra, la reseña de un testigo ocular acerca de la Francia de 1815. Escribió en el libro las palabras «Imperatori Neapoleoni». El gobierno había estipulado que el prisionero de Santa Elena debía ser llamado general Bonaparte, y nada más. Hobhouse no tenía por qué saberlo, y de todos modos estaba dedicando un libro, no hablando con Napoleón. Pero Lowe sabía que Hobhouse y su amigo Byron eran admiradores de Napoleón. Secuestró el libro. Una tarde Lowe descubrió a un isleño caminando cerca de Longwood. Montholon había empleado al hombre como servidor de Napoleón, y técnicamente hubiese debido informar al gobernador. Con este pretexto, Lowe lo arrestó y lo despidió en el acto. Napoleón ya había gastado un par de zapatos, y pidió a su valet que ordenase la confección de uno nuevo en Jamestown. Marchand llevó uno de los zapatos gastados, y pidió al zapatero que fabricase un par nuevo, con el mismo número e idéntico modelo. En ese momento intervino Lowe. Prohibió al zapatero la fabricación del calzado. Dijo que Napoleón debía entregarle personalmente sus zapatos viejos —una exigencia humillante— y él arreglaría la entrega de un par nuevo. «Usted está clavándonos alfileres —observó Napoleón, no sin satisfacción, y agregó provocadoramente—: Desea impedir que nos fuguemos, y hay un solo modo de lograrlo, que es matarnos». Entretanto, Napoleón trataba de complacer al almirante Malcolm, que llegó en junio de 1816 como sucesor de Cockburn. Mantuvo prolongadas y amistosas conversaciones con Malcolm, y la temática abarcó una amplia gama, desde la batalla de St. Vincent a los poemas de Ossian. Si Malcolm llegaba antes de que Napoleón se vistiese, lo invitaba a sentarse en el sofá del dormitorio. Enviaba su birlocho a lady Malcolm y jugaba ajedrez con ella (Napoleón, que era un mal jugador de ajedrez, perdió la primera partida; esta vez no trampeó). No lo hacía por la belleza de la dama —lady Malcolm era «una cosita achaparrada, algo grotesco pintado sobre un abanico chino», de acuerdo con la versión de madame de Montholon—, sino porque los dos cónyuges eran posibles aliados en lo que a Napoleón realmente le importaba: la batalla. Los Malcolm estaban encantados. Según afirmaban, era fácil llevarse bien con Bonapane. Napoleón tuvo buen cuidado de abstenerse de criticar a Lowe, pero se extrajeron las conclusiones inevitables, y por su parte Lowe se inquietó mucho ante la posibilidad de que Malcolm lo juzgase desfavorablemente. En su visita siguiente a Longwood fue acompañado por Malcolm, de manera que el almirante viese por sí CAPÍTULO CUATRO Fracaso en Córcega En octubre de 1791 Napoleón regresó a Ajaccio disfrutando de un permiso, y canjeó el entrenamiento artillero y el dormitorio estrecho por la casa cordial y espaciosa de via Malerbe, el francés por el italiano, las comidas en el café por los ravioli y los macarrones que echaba de menos en Francia. Las uvas estaban madurando, los arbustos de la montaña aún tenían ese fragante aroma que, según decía Napoleón, él podía reconocer siempre. El entorno era el mismo, pero todos eran un poco más viejos. Napoleón encontró a su madre en el séptimo año de viudez. Aún era hermosa, y había rechazado dos ofrecimientos de nuevo matrimonio, pues deseaba mantenerse fiel a la memoria de Carlo y consagrarse por completo a sus hijos. Como era viuda, siempre vestía de negro. En lugar de tres criados ahora podía permitirse sólo uno, una mujer llamada Savenana, que insistía en acompañarla, aunque se le pagaba únicamente un sueldo nominal de tres francos mensuales. Lerizia tenía tantas tareas domésticas que durante algún tiempo ya no pudo cumplir la obligación autoimpuesta de asistir diariamente a misa. Joseph era un joven sereno e inteligente de veintitrés años, un buen abogado a quien interesaba la política, y que pronto llegaría a ser miembro del consejo de Ajaccio. Luccien tenía dieciséis años. Durante la ausencia de sus hermanos en el colegio había recibido excesiva atención; el regreso de Joseph, y de Napoleón durante los permisos, provocaba hasta cierto punto el resentimiento de Luccien y exacerbaba un carácter ya difícil; pero sabía hablar, y pronto sería el orador de la familia. Marie Anne, de catorce años, estaba en Saim-Cyr. Louis, que en este viaje acompañaba a Napoleón, tenía trece años, y era un jovencito de buena apariencia, afectuoso, desusadamente escrupuloso. Pauline, de once años, era vivaz y encantadora, todo lo sentía profundamente y sin embargo sabía divertirse. Era la hermana favorita de Napoleón. Caroline, que tenía nueve años y el cutis muy blanco, manifestaba talento para la música. El último de los trece hijos de Letizia, de los cuales ocho habían sobrevivido, erajerome, un niño osado, un tanto malcriado e inclinado al exhibicionismo. Para su familia, Napoleón, con la espada al cinto, era una figura respetada; era el único Bonaparte que percibía un ingreso regular. Tenía estatura mediana comparado con el término medio de los franceses, pero era más bajo que la mayoría de los corsos, y muy delgado, apenas podía sostener su uniforme azul con alamares rojos. Tenía el rostro delgado y anguloso, con un mentón muy destacado; los ojos eran de un gris azulado, el cutis oliváceo. Ya había pasado dos permisos en el hogar, pero ésos habían sido períodos de tranquilidad, durante los cuales había leído a Corneille y a Voltaire en voz alta con Joseph, y llevado a su madre, que aún sufría cierta rigidez del costado izquierdo, a las aguas ferrosas de Guagno. Este permiso sería mucho menos tranquilo. En la casa también estaba el archidiácono Lucciano, que ya había cumplido los setenta y seis años, y se hallaba confinado al lecho, por la gota; desde la cama, continuaba haciendo negocios muy lucrativos con las tierras, el vino, los caballos, el trigo y los cerdos. Se mostraba muy inclinado a litigar: en un año había comparecido ante el tribunal en cinco ocasiones distintas. Generalmente ganaba los

«Usted se propuso irrumpir en mi casa —dijo con voz acusadora, señalando la<br />

puerta de su dormitorio—. Su poder y el poder de su gobierno terminan allí. Por<br />

supuesto, puede ordenar que <strong>los</strong> hombres del 53.° derriben las puertas y pasen<br />

sobre mi cuerpo. Por lo que puedo ver, su comportamiento será su vergüenza, la<br />

de sus hijos y la del pueblo inglés».<br />

Esta exp<strong>los</strong>ión produjo el efecto deseado. Lowe se irritó, dio media vuelta y<br />

salió. A <strong>los</strong> ojos de <strong>Napoleón</strong> ésta era una prueba más de la perversa intención de<br />

Lowe. Más tarde <strong>Napoleón</strong> dijo a Bertrand: «Ese tipo tiene planes siniestros, quizá<br />

más siniestros de lo que creemos.» Y señaló a <strong>La</strong>s Cases: «Enviaron más que un<br />

carcelero. Sir Lowe es un verdugo».<br />

Por su parte Lowe dijo a Bertrand: «Fui a verlo decidido a adoptar una actitud<br />

conciliadora... Él creó una España imaginaria, y una Polonia imaginaria. Ahora<br />

quiere crear una Santa Elena imaginaria.» Muy cierto.<br />

Pero lo que el gobernador no mencionó —porque, naturalmente, no lo sabía—<br />

era que <strong>Napoleón</strong> ya había creado un Hudson Lowe imaginario.<br />

Aunque prisionero de Lowe, <strong>Napoleón</strong> tenía sin la más mínima duda el carácter<br />

más fuerte de <strong>los</strong> dos, y no tuvo mayor dificultad para conseguir que Lowe<br />

representara el papel que le había asignado: el de enemigo astuto, cruel y<br />

mezquino.<br />

Se entabló definitivamente el combate. John Cam Hobhouse, miembro del<br />

Parlamento, envió a <strong>Napoleón</strong> un ejemplar de su nueva obra, la reseña de un<br />

testigo ocular acerca de la Francia de 1815. Escribió en el libro las palabras<br />

«Imperatori Neapoleoni». El gobierno había estipulado que el prisionero de Santa<br />

Elena debía ser llamado general Bonaparte, y nada más. Hobhouse no tenía por<br />

qué saberlo, y de todos modos estaba dedicando un libro, no hablando con<br />

<strong>Napoleón</strong>. Pero Lowe sabía que Hobhouse y su amigo Byron eran admiradores de<br />

<strong>Napoleón</strong>.<br />

Secuestró el libro.<br />

Una tarde Lowe descubrió a un isleño caminando cerca de Longwood.<br />

Montholon había empleado al hombre como servidor de <strong>Napoleón</strong>, y técnicamente<br />

hubiese debido informar al gobernador. Con este pretexto, Lowe lo arrestó y lo<br />

despidió en el acto.<br />

<strong>Napoleón</strong> ya había gastado un par de zapatos, y pidió a su valet que ordenase<br />

la confección de uno nuevo en Jamestown. Marchand llevó uno de <strong>los</strong> zapatos<br />

gastados, y pidió al zapatero que fabricase un par nuevo, con el mismo número e<br />

idéntico modelo. En ese momento intervino Lowe. Prohibió al zapatero la<br />

fabricación del calzado. Dijo que <strong>Napoleón</strong> debía entregarle personalmente sus<br />

zapatos viejos —una exigencia humillante— y él arreglaría la entrega de un par<br />

nuevo. «Usted está clavándonos alfileres —observó <strong>Napoleón</strong>, no sin satisfacción, y<br />

agregó provocadoramente—: Desea impedir que nos fuguemos, y hay un solo<br />

modo de lograrlo, que es matarnos».<br />

Entretanto, <strong>Napoleón</strong> trataba de complacer al almirante Malcolm, que llegó en<br />

junio de 1816 como sucesor de Cockburn. Mantuvo prolongadas y amistosas<br />

conversaciones con Malcolm, y la temática abarcó una amplia gama, desde la<br />

batalla de St. Vincent a <strong>los</strong> poemas de Ossian.<br />

Si Malcolm llegaba antes de que <strong>Napoleón</strong> se vistiese, lo invitaba a sentarse en<br />

el sofá del dormitorio. Enviaba su birlocho a lady Malcolm y jugaba ajedrez con ella<br />

(<strong>Napoleón</strong>, que era un mal jugador de ajedrez, perdió la primera partida; esta vez<br />

no trampeó). No lo hacía por la belleza de la dama —lady Malcolm era «una cosita<br />

achaparrada, algo grotesco pintado sobre un abanico chino», de acuerdo con la<br />

versión de madame de Montholon—, sino porque <strong>los</strong> dos cónyuges eran posibles<br />

aliados en lo que a <strong>Napoleón</strong> realmente le importaba: la batalla.<br />

Los Malcolm estaban encantados. Según afirmaban, era fácil llevarse bien con<br />

Bonapane. <strong>Napoleón</strong> tuvo buen cuidado de abstenerse de criticar a Lowe, pero se<br />

extrajeron las conclusiones inevitables, y por su parte Lowe se inquietó mucho ante<br />

la posibilidad de que Malcolm lo juzgase desfavorablemente. En su visita siguiente<br />

a Longwood fue acompañado por Malcolm, de manera que el almirante viese por sí<br />

CAPÍTULO CUATRO<br />

Fracaso en Córcega<br />

En octubre de 1791 <strong>Napoleón</strong> regresó a Ajaccio disfrutando de un permiso, y<br />

canjeó el entrenamiento artillero y el dormitorio estrecho por la casa cordial y<br />

espaciosa de via Malerbe, el francés por el italiano, las comidas en el café por <strong>los</strong><br />

ravioli y <strong>los</strong> macarrones que echaba de menos en Francia. <strong>La</strong>s uvas estaban<br />

madurando, <strong>los</strong> arbustos de la montaña aún tenían ese fragante aroma que, según<br />

decía <strong>Napoleón</strong>, él podía reconocer siempre. El entorno era el mismo, pero todos<br />

eran un poco más viejos.<br />

<strong>Napoleón</strong> encontró a su madre en el séptimo año de viudez. Aún era hermosa,<br />

y había rechazado dos ofrecimientos de nuevo matrimonio, pues deseaba<br />

mantenerse fiel a la memoria de Carlo y consagrarse por completo a sus hijos.<br />

Como era viuda, siempre vestía de negro. En lugar de tres criados ahora podía<br />

permitirse sólo uno, una mujer llamada Savenana, que insistía en acompañarla,<br />

aunque se le pagaba únicamente un sueldo nominal de tres francos mensuales.<br />

Lerizia tenía tantas tareas domésticas que durante algún tiempo ya no pudo<br />

cumplir la obligación autoimpuesta de asistir diariamente a misa.<br />

Joseph era un joven sereno e inteligente de veintitrés años, un buen abogado a<br />

quien interesaba la política, y que pronto llegaría a ser miembro del consejo de<br />

Ajaccio. Luccien tenía dieciséis años. Durante la ausencia de sus hermanos en el<br />

colegio había recibido excesiva atención; el regreso de Joseph, y de <strong>Napoleón</strong><br />

durante <strong>los</strong> permisos, provocaba hasta cierto punto el resentimiento de Luccien y<br />

exacerbaba un carácter ya difícil; pero sabía hablar, y pronto sería el orador de la<br />

familia. Marie Anne, de catorce años, estaba en Saim-Cyr. Louis, que en este viaje<br />

acompañaba a <strong>Napoleón</strong>, tenía trece años, y era un jovencito de buena apariencia,<br />

afectuoso, desusadamente escrupu<strong>los</strong>o. Pauline, de once años, era vivaz y<br />

encantadora, todo lo sentía profundamente y sin embargo sabía divertirse. Era la<br />

hermana favorita de <strong>Napoleón</strong>. Caroline, que tenía nueve años y el cutis muy<br />

blanco, manifestaba talento para la música. El último de <strong>los</strong> trece hijos de Letizia,<br />

de <strong>los</strong> cuales ocho habían sobrevivido, erajerome, un niño osado, un tanto<br />

malcriado e inclinado al exhibicionismo.<br />

Para su familia, <strong>Napoleón</strong>, con la espada al cinto, era una figura respetada; era<br />

el único Bonaparte que percibía un ingreso regular. Tenía estatura mediana<br />

comparado con el término medio de <strong>los</strong> franceses, pero era más bajo que la<br />

mayoría de <strong>los</strong> corsos, y muy delgado, apenas podía sostener su uniforme azul con<br />

alamares rojos. Tenía el rostro delgado y angu<strong>los</strong>o, con un mentón muy destacado;<br />

<strong>los</strong> ojos eran de un gris azulado, el cutis oliváceo. Ya había pasado dos permisos en<br />

el hogar, pero ésos habían sido períodos de tranquilidad, durante <strong>los</strong> cuales había<br />

leído a Corneille y a Voltaire en voz alta con Joseph, y llevado a su madre, que aún<br />

sufría cierta rigidez del costado izquierdo, a las aguas ferrosas de Guagno. Este<br />

permiso sería mucho menos tranquilo.<br />

En la casa también estaba el archidiácono Lucciano, que ya había cumplido <strong>los</strong><br />

setenta y seis años, y se hallaba confinado al lecho, por la gota; desde la cama,<br />

continuaba haciendo negocios muy lucrativos con las tierras, el vino, <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong>, el<br />

trigo y <strong>los</strong> cerdos. Se mostraba muy inclinado a litigar: en un año había<br />

comparecido ante el tribunal en cinco ocasiones distintas. Generalmente ganaba <strong>los</strong>

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