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Pero había valido la pena escribirlo, pues en ciertos aspectos se trata de un programa de vida. Sin duda, el patriota es el propio Napoleón. Su propósito en la vida es trabajar por la felicidad de otros. El heroísmo y la caballerosidad que había apreciado como cadete se ven desplazados por un patriotismo de tipo más usual. Ya no admira al héroe corneilliano que defiende sus derechos; en cambio, se ve en el papel del miembro de una comunidad que trabaja para «cien familias». Y ahora es soldado, no civil. Napoleón no incluye al cristianismo como factor de la felicidad, y en este aspecto su actitud es típica de su época. Como escribió en su cuaderno, el cristianismo «declara que su reino no es de este mundo; entonces, ¿cómo puede estimular el afecto a la patria, cómo puede inspirar sentimientos que no sean el escepticismo, la indiferencia y la frialdad frente a los asuntos y el gobierno humanos?». La actitud de Napoleón frente al sentimiento también era típica de una época que comenzaba a cansarse del cinismo y las máscaras. Donde Napoleón tiene una actitud original es en el reconocimiento de que puede suscitarse una peligrosa confusión entre el sentimiento auténtico —la virtud— y la pasión disfrazada de sentimiento. Tiene una actitud original en cuanto convierte a la razón, y no a la intensidad del sentimiento, en el juez del valor del sentimiento. Si se le hubiese apremiado para que enunciase los criterios utilizados por la razón. Napoleón sin duda habría mencionado el patriotismo y valores como la veracidad y la generosidad (pero no el perdón) aprendidas de sus padres; en otras palabras, por lo menos algunos de los valores de la cristiandad excluidos de su ensayo. Mientras en su pequeña guarnición Napoleón estudiaba, planeaba reformas y contemplaba la vida que deseaba llevar, el universo más amplio de Francia avanzaba hacia una crisis. Quizás el inconveniente principal era que ya nadie tenía poder para actuar. Luis XVI, un hombre bien intencionado y todavía popular, trató de promover reformas impositivas muy necesarias, pero los abogados que formaban los parlamentos se negaron tenazmente a aprobarlas. Como un joven consejero del Parlamento de París explicó a un visitante: «Señor, usted tiene que saber que en Francia la función de un consejero es oponerse a todo lo que el rey desea hacer, incluso a las cosas buenas.» En todos los niveles Francia estaba formada por grupos endurecidos en la oposición, y el robusto espíritu crítico francés ridiculizaba todos los proyectos de reforma. La falta de confianza se insinuaba en la nación, y perjudicó gravemente al comercio en 1788. Después, en el período 1788-1789, hubo un invierno excepcionalmente severo. El Sena y otros ríos se congelaron, el comercio era imposible y el ganado vacuno perecía. Después de muchos años de estabilidad, el precio del pan y la carne aumentó bruscamente, y esto en momentos en que muchos talleres estaban despidiendo personal. Sobre Francia se cernió el miedo al hambre. A finales de marzo de 1789, estaban cargando con trigo una barcaza en la pequeña localidad de Seurre. El trigo había sido comprado por un negociante de Verdun, y debía enviarse a esa ciudad. El pueblo de Seurre, convencido de que estaban quitándole el alimento, provocó disturbios e impidió la partida de la barcaza. En ese momento, el regimiento de Salís Samade estaba destacado en Auxonne, a unos treinta y dos kilómetros de Seurre, y su coronel, el barón Du Teil, envió un destacamento de un centenar de soldados, con Napoleón entre los oficiales, para restaurar d orden. En Seurre, Napoleón pudo conocer por experiencia directa el estado de ánimo del pueblo francés, atemorizado y colérico, que reclamaba no tolo alimento sino justicia social. Lo que Napoleón pensó y sintió en 1789 no está tan bien documentado como lo que leía y escribía, pero de todos modos sabemos que creía que todos los franceses tenían derecho a la subsistencia, y que simpatizaba con ellos en la cuestión del elevado precio del pan. Por otra parte, detestaba los disturbios y la acción de las turbas. Cuando los hombres de Salis Samade irrumpieron en las dependencias del cuartel y se apoderaron de los fondos del reconocido como emperador a Napoleón. Napoleón tomó represalias negándose a responder a ninguna comunicación en que se lo designara como Bonaparte. En definitiva, Lowe fue la víctima de la trama, pues con los ingleses tenía que llamar general Bonaparte a Napoleón, y con los franceses lo designaba como «la persona que reside en Longwood». Las tácticas de «la persona» comenzaron a desgastar a su carcelero. Lowe redactaba con mucho esfuerzo cartas complicadas, y tenía que consagrar horas a afrontar las quejas o las artimañas de Napoleón, y a cubrir página tras página con su escritura grande y nerviosa. Su secretario observó: «Después de haber copiado por lo menos treinta veces las modificaciones de los límites, llegaba a una decisión y la modificaba con la misma frecuencia. Necesitó más de tres semanas y la colaboración de todos para redactar seis líneas.» Se quejaba de que «nadie deseaba ayudarlo. Había algo... en la atmósfera del lugar que contaminaba a todos», y murmuraba entre dientes: «Maldito sea, me las pagará, sí, ¡me las pagará! No le permitiré que se dé esos aires, que se crea tan condenadamente importante». Cuando llegaron tres comisionados de los aliados, con la misión de comprobar con sus propios ojos que Napoleón estaba realmente en Santa Elena, las dificultades de Lowe se agravaron. Por ejemplo, Montholon estableció una relación con el comisionado francés, llamado Montchenu, y un día le ofreció unas pocas habas para plantar en su jardín. Como algunas de las habas eran blancas y otras verdes, Lowe, que padecía una total carencia de sentido del humor, olfateó una conspiración. «No puedo decir si las habas blancas y las habas verdes —escribió a Bathurst—, son una alusión a la bandera blanca de los Borbones y a la librea verde del propio general Bonaparte, y a la de sus servidores de Longwood; pero me parece que el marqués de Montchenu habría estado mejor si hubiese rehusado recibir ninguna de las dos cosas, o se hubiese limitado a pedir sólo las blancas». Para evitar la humillación de verse seguido por un oficial inglés, Napoleón suspendió sus cabalgatas. La falta de ejercicio y el clima húmedo comenzaron a perjudicar su salud, y durante el tercer año en Santa Elena Napoleón sufrió a menudo trastornos hepáticos. Esos días, permanecía en su dormitorio. Pero convirtió también su indisposición en arma contra Lowe. Un oficial inglés residía en Longwood, y tenía orden de ver a Napoleón con sus propios ojos dos veces por día. Napoleón se complacía enormemente en dificultar la misión del oficial. Tan pronto entreveía el uniforme rojo en el jardín, Napoleón ordenaba cerrar las persianas. Después, vigilaba al oficial con su telescopio o su catalejo de campaña de Austerlitz por un agujero en la persiana, y retomaba su rutina sólo después de ver que el oficial se había marchado. Era como una campaña distinta, sin armas, pero en donde cada una de las partes arriesgaba el honor. Un oficial, el capitán Nicholls, se acostumbró a usar un telescopio con el fin de ver a Napoleón. Otro se vio reducido cierto día a espiar a través de la ventana mientras «la persona que reside en Longwood» se estiraba, sumergido en el agua hasta el cuello, en su tina de cobre. Esto fue demasiado para Napoleón. Saltó fuera de su baño, se abalanzó por la puerta tal como la naturaleza lo había creado, y obligó a huir al avergonzado oficial. El nuevo sesgo de la batalla aportó cieno interés a los días de Napoleón. Era un cambio comparado con la lectura de los periódicos, un ejercicio que invariablemente lo entristecía. La culminación llegó cuando se mantuvo oculto dos meses enteros. Nadie conseguía verlo. Finalmente, el propio Lowe fue a Longwood, sin saber si Napoleón estaba enfermo, o fingía estar enfermo o incluso, horror de horrores, se había fugado. Vio a Montholon y éste le aseguró que el prisionero continuaba en Longwood. Informado de la visita de Lowe, Napoleón comentó: «¿Qué desea ese hombre? Emitir todas las mañanas un llanamiento como hacía el carcelero con el hijo de Luis XVI: "Capero, ¿estás ahí?"».

partían para Inglaterra. «¿Cómo está el emperador?», preguntó uno de ellos a Cipriani. «Más o menos bien. Aunque usted puede imaginar cómo se encuentra una persona que tiene que vender su plata para vivir.» Hudson Lowe se volvió irritado contra Cipriani. «¿Por qué necesitan tanto dinero?» «Para comprar alimentos, excelencia», respondió Cipriani. «¿Cómo? ¿No tienen bastante? ¿Por qué compran tanta mantequilla, o tantas aves?» Napoleón concluyó el incidente de la plata con una observación digna de Lear: «Después, tendré que vender mis ropas.» Napoleón comprobó que Longwood era un lugar sumamente húmedo; las paredes y el cuero rápidamente aparecían revestidos por una capa verde blancuzca de moho. Se quejó de que no se les suministrara suficiente carbón y leña. Lowe ordenó que se duplicase la cuota de carbón, pero la madera, escasa en Santa Elena, continuaría en el mismo nivel. De nuevo Napoleón aprovechó ventajosamente la ofensa. Cuando necesitó leña nuevamente, ordenó que utilizaran para hacer fuego una cama y algunos estantes. La noticia se difundió y determinó que el prisionero conquistase nuevas simpatías. «De todas mis privaciones —afirmó Napoleón—, la más dolorosa, aquella a la cual nunca me acostumbraré, es verme separado de mi esposa y mi hijo.» Muchas veces repitió los versos doloridos que se refieren a Astyanax, en Andromaque: J'allais, Seigneur, pleurer un moment avec lui. Je ne 1'aipoint encoré embrassé aujourd'hui. (Señor, quería llorar un momento con él. Hoy todavía no he podido abrazarlo). El ansia de Napoleón por ver a su hijo llegó a conocerse en Europa, y la firma italiana de Beaggini decidió enviar a Napoleón un busto del rey de Roma. Confiaron el busto a un maestro artillero del mercante Baring, que se dirigía a Santa Elena. Sucedió que el mensajero sufrió un ataque de apoplejía, cayó presa del delirio y entonces reveló el secreto. Apenas el Baring atacó, entregaron el busto a Lowe. En circunstancias normales nada impedía que Lowe entregase el busto a Napoleón. Tal como señaló su representante, era mármol, no yeso, y no podía contener un mensaje. Pero durante los últimos meses Napoleón había manipulado las cosas de tal modo que Lowe se veía obligado constantemente, en defensa propia o por otra razón, a proceder o parecer que procedía mezquinamente. La mezquindad para con su prisionero estaba convirtiéndose en costumbre. Así, Lowe decidió retener el busto, en espera de la llegada de órdenes de lord Bathurst. Napoleón se enteró. Incluso le dijeron que Lowe se proponía destruir el busto, la imagen de su hijo bienamado. Su cólera fue terrible, e inmediatamente comenzó a editar un folleto que, según dijo, lograría que «a todos los ingleses se les erizaran los cabellos de horror... una narración que conseguiría que las madres inglesas execraran a Lowe como a un monstruo en forma humana». Barry 0'Meara, el médico irlandés de Napoleón, antes médico del Bellerophon, que espiaba tanto para Napoleón como para los ingleses, dijo a Lowe que Napoleón se había enterado de la llegada del busto. Lowe comprendió que se vería en dificultades si retenía públicamente el busto, y lo envió a Longwood. El placer que Napoleón sintió al recibir el busto, que colocó sobre la repisa de la chimenea de su dormitorio, de ningún modo suavizó la cólera que sentía contra Lowe. Mirando con afecto la obra, comentó para beneficio de 0'Meara: «El hombre que impartió la orden de destruir esa imagen sería capaz, si estuviese en su poder, de hundir un cuchillo en el corazón del original». A Napoleón le molestaba la costumbre de Lowe de llamarlo general Bonaparte; decía que era «una bofetada en la cara». Propuso cambiar su nombre por el de coronel Muiron o el de barón Duroc, los dos oficiales por quienes había sentido más afecto. Bathurst prohibió el cambio, probablemente porque el derecho a adoptar un nombre supuesto era privilegio de los soberanos, y el gobierno inglés nunca había regimiento y cuando la casa de campo rural del barón Du Teil fue incendiada, Napoleón ciertamente lo desaprobó. Era hijo de abogado, y deseaba que ese movimiento popular se manifestara constitucionalmente en el marco de los Estados Generales. Esto es lo que le sucedió a su tiempo. En febrero de 1789 cierto Emmanuel Joseph Sieyés, ex sacerdote de Fréjus, publicó un folleto que impresionó al país entero. «¿Qué es el Tercer Estado? —preguntaba Sieyés—. Todo. ¿Qué pide? Llegar a ser algo.» El pueblo llano había encontrado una pluma, y poco después halló una voz, la de Mirabeau. Mirabeau era un noble con sangre meridional en las venas, y como Napoleón, conocía la historia inglesa. Rechazado por sus colegas los nobles, había sido elegido por el Tercer Estado de Aix, y en nombre de ese sector Mirabeau habló; según dijo era «el defensor de una monarquía limitada por la ley y el apóstol de la libertad garantizada por una monarquía». El 14 de julio de 1789 un grupo de parisienses asaltó la Bastilla, pero a los ojos de Napoleón, que estaba lejos de París, este episodio seguramente fue algo análogo a los disturbios de Seurre. Le interesaban los decretos de la Asamblea Constituyente, como se aurodenominaban los Estados Generales. La Asamblea abolió algunos de los privilegios de los nobles y del clero y otorgó el voto a más de cuatro millones y medio de hombres que poseían por lo menos una pequeña parcela o una propiedad, y en 1791 propuso a Francia su primera Constitución, elaborada por Mirabeau, y prologada por una «Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano», en la cual los dos artículos fundamentales son el primero y el cuarto: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho. Las diferencias sociales pueden basarse únicamente en el servicio público...»; «La libertad consiste en el poder de hacer todo lo que no perjudica a otros». ¿Cuál fue la reacción de Napoleón frente a estas leyes? Era un noble francés. Sus amigos y colegas de la oficialidad también eran nobles franceses, y los hermanos de éstos probablemente iban camino de convertirse en obispos o incluso cardenales. Puesto que como nobles derramaban, o estaban dispuestos a derramar su sangre por el rey, no pagaban impuestos. Pertenecían a una élite, quizá medio millón de un total de veinticinco millones de individuos. En su condición de noble, Napoleón podía elevarse a la jerarquía de mariscal de Francia, y el hecho de que los plebeyos no tuviesen ese privilegio, aumentaba en gran manera sus posibilidades de llegar a la cumbre. Y de pronto se anulaban esos privilegios, y muchos miraban con hostilidad la medida. Más de la mitad de los oficiales colegas de Napoleón se negaron a aceptar la nueva situación y muchos, entre ellos su mejor amigo, Alexandre des Mazis, decidieron emigrar. Napoleón no consideró la situación por referencia al interés propio. Veía en todo esto una Constitución que limitaba la monarquía a través de la ley. Eso era precisamente lo que él deseaba desde hacía varios años. Veía también que el poder pasaba al pueblo francés, y que el patriotismo más estrecho quedaba ahora englobado en el más general, y pensaba que eso facilitaría la situación de Córcega: estaba seguro de que el pueblo francés simpatizaría con el pueblo corso, y pondría fin al dominio colonial. Si en el fermento del nuevo movimiento popular perdía sus privilegios, era un precio reducido que él mismo se veía obligado a pagar. No soñaba con la perspectiva de salir al extranjero para unirse a los príncipes de la sangre que estaban decididos a salvar al antiguo régimen. La soberanía había sido transferida por la Asamblea del rey a todos los ciudadanos; de modo que él debía fidelidad, no a Luis XVI, sino al pueblo francés. Napoleón muy bien pudo haber aprobado en silencio la Constitución y dejado las cosas en ese punto. Puesto que era oficial de artillería, tenía que cumplir obligaciones cotidianas. Pero en su ensayo acerca de la felicidad había afirmado el deber de comprometerse, de actuar en defensa de sus semejantes. La Constitución

Pero había valido la pena escribirlo, pues en ciertos aspectos se trata de un<br />

programa de vida. Sin duda, el patriota es el propio <strong>Napoleón</strong>. Su propósito en la<br />

vida es trabajar por la felicidad de otros. El heroísmo y la caballerosidad que había<br />

apreciado como cadete se ven desplazados por un patriotismo de tipo más usual.<br />

Ya no admira al héroe corneilliano que defiende sus derechos; en cambio, se ve en<br />

el papel del miembro de una comunidad que trabaja para «cien familias». Y ahora<br />

es soldado, no civil.<br />

<strong>Napoleón</strong> no incluye al cristianismo como factor de la felicidad, y en este<br />

aspecto su actitud es típica de su época. Como escribió en su cuaderno, el<br />

cristianismo «declara que su reino no es de este mundo; entonces, ¿cómo puede<br />

estimular el afecto a la patria, cómo puede inspirar sentimientos que no sean el<br />

escepticismo, la indiferencia y la frialdad frente a <strong>los</strong> asuntos y el gobierno<br />

humanos?».<br />

<strong>La</strong> actitud de <strong>Napoleón</strong> frente al sentimiento también era típica de una época<br />

que comenzaba a cansarse del cinismo y las máscaras. Donde <strong>Napoleón</strong> tiene una<br />

actitud original es en el reconocimiento de que puede suscitarse una peligrosa<br />

confusión entre el sentimiento auténtico —la virtud— y la pasión disfrazada de<br />

sentimiento. Tiene una actitud original en cuanto convierte a la razón, y no a la<br />

intensidad del sentimiento, en el juez del valor del sentimiento. Si se le hubiese<br />

apremiado para que enunciase <strong>los</strong> criterios utilizados por la razón. <strong>Napoleón</strong> sin<br />

duda habría mencionado el patriotismo y valores como la veracidad y la<br />

generosidad (pero no el perdón) aprendidas de sus padres; en otras palabras, por<br />

lo menos algunos de <strong>los</strong> valores de la cristiandad excluidos de su ensayo.<br />

Mientras en su pequeña guarnición <strong>Napoleón</strong> estudiaba, planeaba reformas y<br />

contemplaba la vida que deseaba llevar, el universo más amplio de Francia<br />

avanzaba hacia una crisis.<br />

Quizás el inconveniente principal era que ya nadie tenía poder para actuar. Luis<br />

XVI, un hombre bien intencionado y todavía popular, trató de promover reformas<br />

impositivas muy necesarias, pero <strong>los</strong> abogados que formaban <strong>los</strong> parlamentos se<br />

negaron tenazmente a aprobarlas. Como un joven consejero del Parlamento de<br />

París explicó a un visitante: «Señor, usted tiene que saber que en Francia la<br />

función de un consejero es oponerse a todo lo que el rey desea hacer, incluso a las<br />

cosas buenas.» En todos <strong>los</strong> niveles Francia estaba formada por grupos<br />

endurecidos en la oposición, y el robusto espíritu crítico francés ridiculizaba todos<br />

<strong>los</strong> proyectos de reforma. <strong>La</strong> falta de confianza se insinuaba en la nación, y<br />

perjudicó gravemente al comercio en 1788. Después, en el período 1788-1789,<br />

hubo un invierno excepcionalmente severo. El Sena y otros ríos se congelaron, el<br />

comercio era imposible y el ganado vacuno perecía. Después de muchos años de<br />

estabilidad, el precio del pan y la carne aumentó bruscamente, y esto en momentos<br />

en que muchos talleres estaban despidiendo personal. Sobre Francia se cernió el<br />

miedo al hambre.<br />

A finales de marzo de 1789, estaban cargando con trigo una barcaza en la<br />

pequeña localidad de Seurre. El trigo había sido comprado por un negociante de<br />

Verdun, y debía enviarse a esa ciudad. El pueblo de Seurre, convencido de que<br />

estaban quitándole el alimento, provocó disturbios e impidió la partida de la<br />

barcaza. En ese momento, el regimiento de Salís Samade estaba destacado en<br />

Auxonne, a unos treinta y dos kilómetros de Seurre, y su coronel, el barón Du Teil,<br />

envió un destacamento de un centenar de soldados, con <strong>Napoleón</strong> entre <strong>los</strong><br />

oficiales, para restaurar d orden.<br />

En Seurre, <strong>Napoleón</strong> pudo conocer por experiencia directa el estado de ánimo<br />

del pueblo francés, atemorizado y colérico, que reclamaba no tolo alimento sino<br />

justicia social. Lo que <strong>Napoleón</strong> pensó y sintió en 1789 no está tan bien<br />

documentado como lo que leía y escribía, pero de todos modos sabemos que creía<br />

que todos <strong>los</strong> franceses tenían derecho a la subsistencia, y que simpatizaba con<br />

el<strong>los</strong> en la cuestión del elevado precio del pan. Por otra parte, detestaba <strong>los</strong><br />

disturbios y la acción de las turbas. Cuando <strong>los</strong> hombres de Salis Samade<br />

irrumpieron en las dependencias del cuartel y se apoderaron de <strong>los</strong> fondos del<br />

reconocido como emperador a <strong>Napoleón</strong>. <strong>Napoleón</strong> tomó represalias negándose a<br />

responder a ninguna comunicación en que se lo designara como Bonaparte. En<br />

definitiva, Lowe fue la víctima de la trama, pues con <strong>los</strong> ingleses tenía que llamar<br />

general Bonaparte a <strong>Napoleón</strong>, y con <strong>los</strong> franceses lo designaba como «la persona<br />

que reside en Longwood».<br />

<strong>La</strong>s tácticas de «la persona» comenzaron a desgastar a su carcelero.<br />

Lowe redactaba con mucho esfuerzo cartas complicadas, y tenía que consagrar<br />

horas a afrontar las quejas o las artimañas de <strong>Napoleón</strong>, y a cubrir página tras<br />

página con su escritura grande y nerviosa. Su secretario observó: «Después de<br />

haber copiado por lo menos treinta veces las modificaciones de <strong>los</strong> límites, llegaba<br />

a una decisión y la modificaba con la misma frecuencia. Necesitó más de tres<br />

semanas y la colaboración de todos para redactar seis líneas.» Se quejaba de que<br />

«nadie deseaba ayudarlo. Había algo... en la atmósfera del lugar que contaminaba<br />

a todos», y murmuraba entre dientes: «Maldito sea, me las pagará, sí, ¡me las<br />

pagará! No le permitiré que se dé esos aires, que se crea tan condenadamente<br />

importante».<br />

Cuando llegaron tres comisionados de <strong>los</strong> aliados, con la misión de comprobar<br />

con sus propios ojos que <strong>Napoleón</strong> estaba realmente en Santa Elena, las<br />

dificultades de Lowe se agravaron. Por ejemplo, Montholon estableció una relación<br />

con el comisionado francés, llamado Montchenu, y un día le ofreció unas pocas<br />

habas para plantar en su jardín. Como algunas de las habas eran blancas y otras<br />

verdes, Lowe, que padecía una total carencia de sentido del humor, olfateó una<br />

conspiración.<br />

«No puedo decir si las habas blancas y las habas verdes —escribió a Bathurst—,<br />

son una alusión a la bandera blanca de <strong>los</strong> Borbones y a la librea verde del propio<br />

general Bonaparte, y a la de sus servidores de Longwood; pero me parece que el<br />

marqués de Montchenu habría estado mejor si hubiese rehusado recibir ninguna de<br />

las dos cosas, o se hubiese limitado a pedir sólo las blancas».<br />

Para evitar la humillación de verse seguido por un oficial inglés, <strong>Napoleón</strong><br />

suspendió sus cabalgatas. <strong>La</strong> falta de ejercicio y el clima húmedo comenzaron a<br />

perjudicar su salud, y durante el tercer año en Santa Elena <strong>Napoleón</strong> sufrió a<br />

menudo trastornos hepáticos. Esos días, permanecía en su dormitorio. Pero<br />

convirtió también su indisposición en arma contra Lowe. Un oficial inglés residía en<br />

Longwood, y tenía orden de ver a <strong>Napoleón</strong> con sus propios ojos dos veces por día.<br />

<strong>Napoleón</strong> se complacía enormemente en dificultar la misión del oficial. Tan pronto<br />

entreveía el uniforme rojo en el jardín, <strong>Napoleón</strong> ordenaba cerrar las persianas.<br />

Después, vigilaba al oficial con su telescopio o su catalejo de campaña de<br />

Austerlitz por un agujero en la persiana, y retomaba su rutina sólo después de ver<br />

que el oficial se había marchado. Era como una campaña distinta, sin armas, pero<br />

en donde cada una de las partes arriesgaba el honor. Un oficial, el capitán Nicholls,<br />

se acostumbró a usar un telescopio con el fin de ver a <strong>Napoleón</strong>. Otro se vio<br />

reducido cierto día a espiar a través de la ventana mientras «la persona que reside<br />

en Longwood» se estiraba, sumergido en el agua hasta el cuello, en su tina de<br />

cobre.<br />

Esto fue demasiado para <strong>Napoleón</strong>. Saltó fuera de su baño, se abalanzó por la<br />

puerta tal como la naturaleza lo había creado, y obligó a huir al avergonzado<br />

oficial.<br />

El nuevo sesgo de la batalla aportó cieno interés a <strong>los</strong> días de <strong>Napoleón</strong>. Era un<br />

cambio comparado con la lectura de <strong>los</strong> periódicos, un ejercicio que<br />

invariablemente lo entristecía. <strong>La</strong> culminación llegó cuando se mantuvo oculto dos<br />

meses enteros. Nadie conseguía verlo. Finalmente, el propio Lowe fue a Longwood,<br />

sin saber si <strong>Napoleón</strong> estaba enfermo, o fingía estar enfermo o incluso, horror de<br />

horrores, se había fugado. Vio a Montholon y éste le aseguró que el prisionero<br />

continuaba en Longwood.<br />

Informado de la visita de Lowe, <strong>Napoleón</strong> comentó: «¿Qué desea ese hombre?<br />

Emitir todas las mañanas un llanamiento como hacía el carcelero con el hijo de Luis<br />

XVI: "Capero, ¿estás ahí?"».

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