La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

educabolivia.bo
from educabolivia.bo More from this publisher
17.05.2013 Views

social. Descubren a los conspiradores, y ejecutan a Russell y Sidney. Pero el pueblo pide perdón para Essex, y los jueces se limitan a encarcelarlo. «Es de noche. Imaginemos a una mujer turbada por sueños siniestros, prevenida por sonidos temibles en medio de la noche, inquieta en la oscuridad de un vasto dormitorio. Se acerca a la puerta y toca la llave. Un estremecimiento recorre su cuerpo cuando toca la hoja de un cuchillo. La sangre que cae del arma no la atemoriza. "Quienquiera que seas —clama—, detente. Soy sólo la desdichada esposa del conde de Essex". En lugar de desmayarse, como habría hecho la mayoría de las mujeres, de nuevo toca la llave, la encuentra y abre la puerta. Lejos, en la habitación contigua, le parece ver algo que camina, pero se avergüenza de su propia debilidad, cierra la puena y retorna al lecho. »Son las once de la mañana y la condesa, turbada, pálida y afligida, trata de rechazar el sueño que la inquieta. "Jean Bettsy, Jean Bettsy, querida Jean". Levanta los ojos —pues la voz la despenó— y Jean, asustada, ve un espectro que se aproxima a su lecho, corre las cuatro cortinas y la toma de la mano. "Jean, me olvidaste, estás durmiendo. Pero siente." Lleva la mano de la mujer hacia su propio cuello. ¡Qué horror! Los dedos de la condesa se hunden en las anchas heridas, tiene los dedos cubiertos de sangre; profiere un grito y oculta el rostro; pero cuando vuelve a mirar no ve nada. Aterrorizada, temblorosa, el corazón destrozado por estas terribles premoniciones, la condesa sube a un carruaje y se dirige a la Torre. En el centro de Pall Malí oye que en la calle alguien grita: "¡El conde de Essex ha muerto!" Finalmente llega, y se abre la puerta de la prisión. ¡Horrible espectáculo! Tres grandes golpes de cuchillo han terminado con la vida del conde. Él tiene la mano sobre el corazón. Los ojos que se elevan al délo parecen implorar la venganza eterna. »E1 rey Carlos II y el duque de York son los asesinos. ¿Quizás ustedes crean que Jean cae desmayada y deshonra con lágrimas de cobardía la memoria del más estimable de los hombres? En realidad, ordena que laven el cuerpo, lo lleven a su casa y lo muestren al pueblo... Pero en su mortal dolor, la condesa reviste de negro sus habitaciones. Tapia las ventanas y pasa los días llorando el destino terrible de su marido. Sólo tres años más tarde —Napoleón confunde las fechas—, cuando el rey ha muerto y el duque de York es destronado, la condesa sale de su casa. Se siente satisfecha con la venganza impuesta por el cielo y de nuevo ocupa su lugar en la sociedad». Tal es el breve relato de Napoleón. La mayoría de sus restantes escritos está formada por trabajos tan serenos y razonables, que sorprende tropezar con ese fragmento tan sanguinario. Pero es una faceta de su carácter, del mismo modo que la tragedia cruenta lo es de la civilización griega. Si el espectro proviene de Córcega, y la sangre de las novelas de horror que entonces estaban de moda, el tema fundamental pertenece a Napoleón. Un noble decidido a actuar en defensa del pueblo oprimido y contra el rey. ¿Y cuál es el resultado? Pierde la vida. Napoleón percibía que ése era un desenlace invariable. En su libro corso escribió: «Paoli, Colombano, Sampiero, Pompiliani, Gafforio, ilustres vengadores de la humanidad... ¿Cuáles fueron las recompensas de vuestras virtudes? Las dagas, sí, las dagas». Pero las dagas no son el fin. Seis años después, Carlos II y su hermano han desaparecido, y ocupa el trono un rey respetuoso del derecho. Aunque Essex no vivió para verlo, la monarquía constitucional por la cual dio la vida en definitiva alcanzó el triunfo. Napoleón creía que en las cosas de este mundo prevalece una venganza más alta. Sobre los asuntos humanos planea una justicia reguladora divina. Hemos visto las reformas que Napoleón deseaba realizar en Francia y en Córcega, y el destino trágico que preveía para los reformadores. Pero todas estas notas y esos escritos, aunque reveladores, carecen del toque personal que es realmente original. ¿Qué deseaba hacer con su propia vida el teniente segundo Bonapane? ¿Cuáles eran sus aspiraciones? La respuesta está en un ensayo de cuarenta páginas que presentó para optar a un premio de 1.200 colocó detrás, y dijo: «Yo, que soy el más bajo, estaré en último lugar.» Entonces, levantó una vara y apuntó sobre las cabezas de los demás, y exclamó triunfante dirigiéndose a Bertrand: «Bien, ahora, ¿ve cómo disparé sobre la cabeza de Noverraz?». Napoleón volvía a ser el comandante en jefe, consciente del poder que ejercía en su propio territorio, pequeño pero ensanchado, comprometido constantemente en esa batalla con Lowe que confería sentido a su existencia por lo demás vacía. Decidió que no se dejaría ver, de modo que el gobernador creyese que estaba gravemente enfermo o incluso moribundo; y en otras ocasiones, con un centelleo jubiloso en los ojos, enviaba a Montholon o a Bertrand, a quienes encargaba formular otro reproche al «verdugo». Así, Napoleón conseguía pasar los meses de su exilio, vigilado en medio del océano por 2.280 soldados, de los cuales quinientos eran oficiales; por dos bergantines que patrullaban constantemente la accidentada costa; por quinientos cañones, con un toque de queda aplicado por la noche. En el centro de esta vasta red se encontraba Hudson Lowe, en Plantation House. De acuerdo con el comisionado ruso, «sus responsabilidades lo ahogan, le provocan temblor, se atemoriza de todo, se devana los sesos por pequeneces». Su mirada se volvía constantemente hacia la señal luminosa que hora por hora transmitía desde Longwood una serie de señales secretas: el general Bonaparte está bien; el general Bonaparte no se siente bien; el general Bonaparte ha salido con la debida compañía, y atravesó el cordón de centinelas; y así por el estilo, hasta la última señal, una bandera azul, la que inspiraba un permanente temor a Lowe: el general Bonaparte ha desaparecido.

En resumen, a Napoleón le agradaba presentarse en el papel de víctima de la injusticia, muy consciente de que era el amo, y Lowe la víctima. Manipuló de tal modo la tendencia a inquietarse de Lowe, que el gobernador, con el tiempo, descendió a los ardides más bajos. Encomendó a su ordenanza la tarea de espiar por las ventanas al atardecer y pegar la oreja a los postigos. Dijo a su secretario que «practicaría un orificio en el cielo raso, si él no aparecía, y enviaría gente que espiase y lo vigilara». Cierta vez en que Napoleón estaba muy enfermo en cama, el capitán Nicholls, por consideración al enfermo llamó discretamente a la puerta de Longwood, y Lowe lo reprendió agriamente: en el futuro debería llamar como lo hacía en otra puerta cualquiera. En octubre de 1819 llegó la primavera a Santa Elena, y Napoleón comenzó a sentir la necesidad de salir. Decidió cambiar su táctica de combate. Frente a la casa había un jardincito. Napoleón anunció que lo convertiría en un amplio jardín. La norma era que los centinelas nocturnos debían apostarse en los límites del jardín, que por el momento se extendía hasta doce metros de la casa. ¿Y si esos límites se extendían hasta los veinticuatro metros? Napoleón no sólo ganaba territorio, sino que obligaba a retroceder a los espías de Lowe. Napoleón comenzó a levantarse todas las mañanas a las cinco y media, se ponía una liviana camisa de algodón y pantalones, chinelas rojas y un sombrero de paja de ala ancha y arrojaba un terrón de tierra a la ventana de uno de sus valets. «¡Alí! ¡Alí! ¿Aún duermes?» Después, entonaba la primera línea de un aria muy conocida: «Dormirás mejor cuando regreses a casa.» Parpadeando, Alí abría la ventana. «Vamos, perezoso —decía Napoleón—. ¿No ves el sol?» Otras mañanas modificaba el ritual y entonaba con burlona solemnidad: «¡Alí! ¡Alí! ¡Oh! ¡Allah! Alborea el día». Pronto la casa entera estaba afuera, en el jardín. Napoleón distribuía picos, azadas, palas, carretillas y regaderas. Él mismo trabajaba con una pala, limpiando el nuevo terreno, preparándolo para plantar y agregando abono. En Ajaccio, hacía mucho tiempo, había plantado moreras; ahora eran naranjos y otros frutales, y utilizaba cuadrillas de chinos para trasplantarlos. Algunos días dejaba la pala y dirigía las operaciones, siempre tocado con un sombrero de paja, apoyado en un bastón o un palo de billar. Como observó el ordenanza el 26 de diciembre de 1819: «Esta tarde vi al general Bonaparte en uno de sus jardincitos, y estaba ataviado con su bata. Incluso hoy, aunque es sábado, están trasplantando melocotoneros que todavía tienen fruto. Han estado trasplantando robles jóvenes con todo su follaje, y los árboles probablemente sobrevivirán, pero las hojas caen como si fuera otoño». En efecto, los robles sobrevivieron, dos hileras frente a las ventanas de la biblioteca, un conjunto de veinticuatro. Napoleón también construyó dos estanques decorativos, uno revestido con piedra y el otro con madera, a los que llevó agua por medio de cañerías. Si abría un grifo, podía conseguir a voluntad que de los surtidores brotase agua. No eran precisamente las Grandes Eaux de Fontainebleau, pero en el ingrato terreno de Santa Elena, ese jardín amplio y umbrío era un éxito, y Napoleón lo defendía celosamente, no sólo de los centinelas nocturnos, que ahora habían retrocedido a veinticuatro metros, sino de los animales vagabundos. Con éstos Napoleón no mostró compasión. Mató una cabra, tres gallinas y un buey que en diferentes ocasiones habían entrado en el nuevo territorio tan apreciado por él. En su jardín, Napoleón puso a prueba las teorías acerca de las defensas en combate y la profundidad de la formación de tropas. Era un tema favorito de conversación entre él y Bertrand, y Napoleón a veces se levantaba hasta siete veces en una noche para garabatear ideas nuevas, a medida que las concebía. Un día ideó un sistema para distribuir las filas de hombres a lo largo de túmulos escalonados. Bertrand no creía que eso funcionara, y entonces Napoleón ordenó formar una pendiente en el jardín, y llamó a un valet. «Venga aquí, Noverraz; usted es el más alto, póngase allí; y ustedes vengan aquí.» Después de haber distribuido a sus servidores de acuerdo con la estatura sobre la pendiente, se libras ofrecidas por la Academia de Lyon, como respuesta a la pregunta: «¿Cuáles son las verdades y los sentimientos más importantes que conviene inculcar en los hombres para promover su felicidad?». Napoleón comienza su ensayo con un epígrafe: «Existirá moral cuando los gobiernos sean libres», un eco, y no una cita como afirmó Napoleón, del aforismo de Raynal: «La buena moral depende del buen gobierno.» Napoleón afirma que el hombre ha nacido para ser feliz; la naturaleza, una madre esclarecida, lo ha dotado de todos los órganos necesarios para este propósito. De manera que la felicidad es el goce de la vida del modo más apropiado para la constitución del hombre. Y todos los hombres nacen con el derecho a esa parte de los frutos de la tierra que es necesaria para la subsistencia. El mérito esencial de Paoli consiste en haber obtenido este resultado. Napoleón aborda después el sentimiento. El hombre experimenta los sentimientos más exquisitamente gratos cuando está solo por la noche, meditando acerca del origen de la naturaleza. Los sentimientos de este tipo serían sus dones más preciosos si no se le hubiese otorgado también el amor a la patria, el amor a la esposa y a la «divina amistad». «¡Una esposa y los hijos! ¡Un padre y una madre, hermanos y hermanas, un amigo! ¡Pero la mayoría de la gente encuentra defectuosa a la naturaleza y se pregunta por qué llegó a nacer!». El sentimiento nos induce a amar lo que es bueno y justo, pero también origina nuestra rebelión contra la tiranía y el mal. Debemos tratar de desarrollar el segundo aspecto, y defendernos de la perversión. Por consiguiente, el buen legislador debe orientar el sentimiento mediante la razón. Al mismo tiempo, debe otorgar total y absoluta libertad de pensamiento, y la libertad de hablar y escribir, excepto cuando ella pueda perjudicar el orden social. Por ejemplo, la ternura no debe degenerar en laxitud, y nunca debemos reproducir la Alzire de Voltaire, en que el héroe moribundo en lugar de maldecir a su asesino lo compadece y perdona. La razón distingue el sentimiento auténtico de la pasión violenta, la razón mantiene el funcionamiento de la sociedad, la razón concibe un sentimiento natural y le confiere grandeza. Amar a nuestra propia patria es un sentimiento elemental, pero amarla por encima de todo lo demás es «el amor a la belleza en toda su energía, el placer de ayudar a realizar la felicidad de una nación entera». Pero aquí hay un tipo pervertido de patriotismo, engendrado por la ambición. Napoleón reserva su lenguaje más áspero con el fin de denunciar a la ambición, «con su cutis pálido, los ojos desorbitados, el andar apresurado, los gestos bruscos y la risa sardónica». En otras páginas de sus cuadernos vuelve al mismo tema. Dice de Bruto que es un loco ambicioso, y con respecto al fanático profeta árabe Hakim, que predicaba la guerra civil y que, cegado por una enfermedad, ocultaba sus ojos sin luz con una máscara de plata, explicando que la utilizaba para evitar que los hombres se deslumhrasen con la luz que irradiaba de su rostro, Napoleón comenta desdeñosamente: «¡A qué extremo puede llegar un hombre impulsado por su ansia de fama!». Napoleón concluye su ensayo comparando con el egoísta ambicioso al auténtico patriota, el hombre que vive con el propósito de ayudar a otros. Gracias al coraje y la fuerza viril el patriota alcanza la felicidad. Vivir feliz y trabajar por la felicidad de otros es la única religión digna de Dios. Qué placer morir rodeado por nuestros hijos y poder afirmar: «He asegurado la felicidad de cien familias. Tuve una vida dura, pero el Estado la aprovechará; gracias a mis preocupaciones, mis conciudadanos viven serenamente, a través de mis perplejidades son felices, a través de mis penas son alegres». Tal es el ensayo escrito por el teniente segundo Bonapane en su estrecha habitación de Auxonne, entre desfiles y horas de guardia. Sin duda se sintió decepcionado cuando su trabajo no conquistó el premio. En realidad, ninguno de sus ensayos fue considerado digno de recibir un premio.

social. Descubren a <strong>los</strong> conspiradores, y ejecutan a Russell y Sidney. Pero el pueblo<br />

pide perdón para Essex, y <strong>los</strong> jueces se limitan a encarcelarlo.<br />

«Es de noche. Imaginemos a una mujer turbada por sueños siniestros,<br />

prevenida por sonidos temibles en medio de la noche, inquieta en la oscuridad de<br />

un vasto dormitorio. Se acerca a la puerta y toca la llave. Un estremecimiento<br />

recorre su cuerpo cuando toca la hoja de un cuchillo.<br />

<strong>La</strong> sangre que cae del arma no la atemoriza. "Quienquiera que seas —clama—,<br />

detente. Soy sólo la desdichada esposa del conde de Essex".<br />

En lugar de desmayarse, como habría hecho la mayoría de las mujeres, de<br />

nuevo toca la llave, la encuentra y abre la puerta. Lejos, en la habitación contigua,<br />

le parece ver algo que camina, pero se avergüenza de su propia debilidad, cierra la<br />

puena y retorna al lecho.<br />

»Son las once de la mañana y la condesa, turbada, pálida y afligida, trata de<br />

rechazar el sueño que la inquieta. "Jean Bettsy, Jean Bettsy, querida Jean".<br />

Levanta <strong>los</strong> ojos —pues la voz la despenó— y Jean, asustada, ve un espectro que<br />

se aproxima a su lecho, corre las cuatro cortinas y la toma de la mano. "Jean, me<br />

olvidaste, estás durmiendo. Pero siente." Lleva la mano de la mujer hacia su propio<br />

cuello. ¡Qué horror! Los dedos de la condesa se hunden en las anchas heridas,<br />

tiene <strong>los</strong> dedos cubiertos de sangre; profiere un grito y oculta el rostro; pero<br />

cuando vuelve a mirar no ve nada. Aterrorizada, temblorosa, el corazón destrozado<br />

por estas terribles premoniciones, la condesa sube a un carruaje y se dirige a la<br />

Torre. En el centro de Pall Malí oye que en la calle alguien grita: "¡El conde de<br />

Essex ha muerto!" Finalmente llega, y se abre la puerta de la prisión. ¡Horrible<br />

espectáculo! Tres grandes golpes de cuchillo han terminado con la vida del conde.<br />

Él tiene la mano sobre el corazón. Los ojos que se elevan al délo parecen implorar<br />

la venganza eterna.<br />

»E1 rey Car<strong>los</strong> II y el duque de York son <strong>los</strong> asesinos. ¿Quizás ustedes crean<br />

que Jean cae desmayada y deshonra con lágrimas de cobardía la memoria del más<br />

estimable de <strong>los</strong> hombres? En realidad, ordena que laven el cuerpo, lo lleven a su<br />

casa y lo muestren al pueblo... Pero en su mortal dolor, la condesa reviste de negro<br />

sus habitaciones. Tapia las ventanas y pasa <strong>los</strong> días llorando el destino terrible de<br />

su marido. Sólo tres años más tarde —<strong>Napoleón</strong> confunde las fechas—, cuando el<br />

rey ha muerto y el duque de York es destronado, la condesa sale de su casa. Se<br />

siente satisfecha con la venganza impuesta por el cielo y de nuevo ocupa su lugar<br />

en la sociedad».<br />

Tal es el breve relato de <strong>Napoleón</strong>. <strong>La</strong> mayoría de sus restantes escritos está<br />

formada por trabajos tan serenos y razonables, que sorprende tropezar con ese<br />

fragmento tan sanguinario. Pero es una faceta de su carácter, del mismo modo que<br />

la tragedia cruenta lo es de la civilización griega. Si el espectro proviene de<br />

Córcega, y la sangre de las novelas de horror que entonces estaban de moda, el<br />

tema fundamental pertenece a <strong>Napoleón</strong>. Un noble decidido a actuar en defensa del<br />

pueblo oprimido y contra el rey. ¿Y cuál es el resultado? Pierde la vida. <strong>Napoleón</strong><br />

percibía que ése era un desenlace invariable. En su libro corso escribió: «Paoli,<br />

Colombano, Sampiero, Pompiliani, Gafforio, ilustres vengadores de la humanidad...<br />

¿Cuáles fueron las recompensas de vuestras virtudes? <strong>La</strong>s dagas, sí, las dagas».<br />

Pero las dagas no son el fin. Seis años después, Car<strong>los</strong> II y su hermano han<br />

desaparecido, y ocupa el trono un rey respetuoso del derecho.<br />

Aunque Essex no vivió para verlo, la monarquía constitucional por la cual dio la<br />

vida en definitiva alcanzó el triunfo. <strong>Napoleón</strong> creía que en las cosas de este mundo<br />

prevalece una venganza más alta. Sobre <strong>los</strong> asuntos humanos planea una justicia<br />

reguladora divina.<br />

Hemos visto las reformas que <strong>Napoleón</strong> deseaba realizar en Francia y en<br />

Córcega, y el destino trágico que preveía para <strong>los</strong> reformadores.<br />

Pero todas estas notas y esos escritos, aunque reveladores, carecen del toque<br />

personal que es realmente original. ¿Qué deseaba hacer con su propia vida el<br />

teniente segundo Bonapane? ¿Cuáles eran sus aspiraciones? <strong>La</strong> respuesta está en<br />

un ensayo de cuarenta páginas que presentó para optar a un premio de 1.200<br />

colocó detrás, y dijo: «Yo, que soy el más bajo, estaré en último lugar.» Entonces,<br />

levantó una vara y apuntó sobre las cabezas de <strong>los</strong> demás, y exclamó triunfante<br />

dirigiéndose a Bertrand: «Bien, ahora, ¿ve cómo disparé sobre la cabeza de<br />

Noverraz?».<br />

<strong>Napoleón</strong> volvía a ser el comandante en jefe, consciente del poder que ejercía<br />

en su propio territorio, pequeño pero ensanchado, comprometido constantemente<br />

en esa batalla con Lowe que confería sentido a su existencia por lo demás vacía.<br />

Decidió que no se dejaría ver, de modo que el gobernador creyese que estaba<br />

gravemente enfermo o incluso moribundo; y en otras ocasiones, con un centelleo<br />

jubi<strong>los</strong>o en <strong>los</strong> ojos, enviaba a Montholon o a Bertrand, a quienes encargaba<br />

formular otro reproche al «verdugo».<br />

Así, <strong>Napoleón</strong> conseguía pasar <strong>los</strong> meses de su exilio, vigilado en medio del<br />

océano por 2.280 soldados, de <strong>los</strong> cuales quinientos eran oficiales; por dos<br />

bergantines que patrullaban constantemente la accidentada costa; por quinientos<br />

cañones, con un toque de queda aplicado por la noche. En el centro de esta vasta<br />

red se encontraba Hudson Lowe, en Plantation House. De acuerdo con el<br />

comisionado ruso, «sus responsabilidades lo ahogan, le provocan temblor, se<br />

atemoriza de todo, se devana <strong>los</strong> sesos por pequeneces». Su mirada se volvía<br />

constantemente hacia la señal luminosa que hora por hora transmitía desde<br />

Longwood una serie de señales secretas: el general Bonaparte está bien; el general<br />

Bonaparte no se siente bien; el general Bonaparte ha salido con la debida<br />

compañía, y atravesó el cordón de centinelas; y así por el estilo, hasta la última<br />

señal, una bandera azul, la que inspiraba un permanente temor a Lowe: el general<br />

Bonaparte ha desaparecido.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!