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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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Tanto en Valence como en Auxonne, donde estuvo destinado en junio de 1788,<br />

<strong>Napoleón</strong> se llevó bien con sus colegas oficiales, y como solventaba sus propias<br />

necesidades parece que se sentía más tranquilo.<br />

Pero había disputas ocasionales. En Auxonne, un oficial llamado Belly de Bussy<br />

ocupaba la habitación que estaba encima de la de <strong>Napoleón</strong>, e insistía en tocar el<br />

cuerno, y lo hacía desafinando. Cierto día <strong>Napoleón</strong> se cruzó con Belly en la<br />

escalera.<br />

—Mi estimado amigo, ¿no se cansa de tocar ese condenado instrumento? —En<br />

absoluto —respondió Belly.<br />

—Bien, otras personas sí se cansan de oírlo.<br />

Belly retó a duelo a <strong>Napoleón</strong>, y éste aceptó; pero intervinieron <strong>los</strong> amigos y<br />

consiguieron resolver armoniosamente la cuestión.<br />

Con el propósito de ayudar a su madre, <strong>Napoleón</strong> ofreció recibir a su hermano<br />

Louis en el alojamiento de Auxonne. Louis tenía entonces once años, y era el<br />

favorito de <strong>Napoleón</strong> en la familia, del mismo modo que <strong>Napoleón</strong> era el favorito de<br />

Louis. <strong>Napoleón</strong> representó el papel de tutor del niño, le dio lecciones de catecismo<br />

en vista de su primera comunión, y también cocinó para ambos, pues el dinero era<br />

muy escaso en la familia Buonaparte.<br />

Cuando necesitaba ropa blanca que pedía a su casa, <strong>Napoleón</strong> pagaba a su<br />

madre el costo del envío, y a veces tenía que abreviar las cartas para ahorrar<br />

franqueo.<br />

Durante el período en que fue teniente segundo, <strong>Napoleón</strong> dedicó gran parte de<br />

su tiempo a leer y estudiar; en efecto, desarrolló lo que era casi el equivalente de<br />

un curso universitario. En Valence compró o tomó prestados libros de la librería de<br />

Fierre Marc Aurel, frente al café Cercle. Evidentemente, Aurel no podía satisfacer<br />

todas las necesidades de <strong>Napoleón</strong>, pues el 29 de julio de 1786 escribió a un librero<br />

de Ginebra para pedirle las Memorias de madame de Warens, la protectora de<br />

Rousseau, y en su nota agregó: «Me sentiría muy complacido si usted pudiese<br />

mencionarme qué obras tiene acerca de la isla de Córcega, y si está en condiciones<br />

de conseguírmelas sin demora.» <strong>Napoleón</strong> leía tanto en parte porque por esta<br />

época abrigaba la esperanza de convertirse en escritor. Una reseña de lo que leía y<br />

lo que escribió aportará un indicio excelente acerca del modo en que llegó a<br />

adoptar su trascendente decisión cuando comenzó la Revolución Francesa.<br />

Comencemos por las lecturas más superficiales de <strong>Napoleón</strong>. Le gustó mucho<br />

un libro llamado Alcibiade, adaptación francesa de una novela histórica alemana.<br />

Otro fue <strong>La</strong> Chaumiere Indienne, de Bernardin de Saint-Pierre. Describía la honesta<br />

rectitud de las personas sencillas que viven cerca de la naturaleza; la obra abunda<br />

en sentimientos generosos, humanos y espontáneos. A <strong>Napoleón</strong> le gustaba este<br />

tipo de novela, cosa que ocurría con muchos de sus contemporáneos; hallaban en<br />

él un antídoto a la perversidad fría y calculadora de la sociedad refinada, la que se<br />

manifiesta en Les Liaisons Dangereuses. Incluso cuando leía para entretenerse,<br />

<strong>Napoleón</strong> apuntaba al perfeccionamiento personal.<br />

Copiaba en un cuaderno palabras o nombres poco conocidos, por ejemplo la<br />

danza de Dédalo, la danza pírrica; Odeum —teatro— Prytaneum; Timandra, una<br />

famosa cortesana que guardó permanente fidelidad a Alcibíades cuando éste debió<br />

afrontar el infortunio; rajas, parias, leche de cocos, bonzos, <strong>La</strong>ma.<br />

A <strong>Napoleón</strong> también le gustaba la obra El arte de juzgar el carácter a partir de<br />

<strong>los</strong> rostros de <strong>los</strong> hombres, del pastor y místico protestante suizo Jean Gaspard<br />

<strong>La</strong>vater. En un estilo popular y con la ayuda de excelentes ilustraciones <strong>La</strong>vater<br />

analizaba la nariz, <strong>los</strong> ojos, <strong>los</strong> oídos y la postura de distintos tipos humanos y de<br />

figuras históricas, con el propósito de investigar <strong>los</strong> efectos sobre el cuerpo de las<br />

cualidades y <strong>los</strong> fal<strong>los</strong> del espíritu. <strong>Napoleón</strong> tenía tan elevada opinión del libro que<br />

se propuso escribir también él un estudio análogo.<br />

De otros libros más serios —un total de treinta— <strong>Napoleón</strong> extrajo notas, al<br />

ritmo de aproximadamente una página de notas por día, en conjunto ciento veinte<br />

mil palabras. Anotaba sobre todo <strong>los</strong> pasajes que contenían números, nombres<br />

propios, anécdotas y palabras subrayadas. Por ejemplo, de Historia de <strong>los</strong> árabes<br />

nos envíe un sacerdote francés o italiano. Elija a un hombre educado, menor de<br />

cuarenta años, de carácter llevadero, y que no aliente prejuicios contra <strong>los</strong><br />

principios galicanos.» También pidió un médico francés de buena reputación y un<br />

chef.<br />

<strong>Napoleón</strong> tuvo que esperar un año y medio antes de ver <strong>los</strong> resultados de esta<br />

carta. Contaba con que Fesch actuaría concienzudamente. Sin duda imaginaba un<br />

santo sacerdote de la jerarquía de Fournier o Emery, y un médico tan sagaz como<br />

Corvisart. Unidos, ambos le aportarían la paz mental y la salud del cuerpo. Pero la<br />

realidad fue muy distinta. El 21 de septiembre de 1819 fueron llevados a la<br />

presencia de <strong>Napoleón</strong> dos sacerdotes corsos, uno al final de la sesentena,<br />

chocheante y, como resultado de un ataque, casi incapaz de hablar; el otro, un<br />

joven que poseía cieno conocimiento de medicina, pero leía y escribía<br />

dificultosamente.<br />

Con respecto al «doctor», Fesch había enviado a un corso de treinta años, un<br />

ayudante de disecciones llamado Amommarchi, que hasta ese momento, como él<br />

dijo, «había tratado únicamente con cadáveres».<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió terriblemente decepcionado. «El anciano sacerdote —dijo a<br />

Bertrand—, sirve únicamente para decir misa. El joven es un estudiante. Es ridículo<br />

llamarlo doctor. Estudió medicina cuatro años en Roma; es un estudiante de<br />

medicina, no un médico. Antommarchi dictó algunas clases, pero nunca practicó.<br />

Tal vez sea un excelente profesor de anatomía, como Cuvier lo es de historia<br />

natural y Berthollet de química, y pese a todo ser muy mal médico.» Un<br />

diagnóstico por desgracia totalmente acertado.<br />

¿Qué había sucedido? Fesch vivía en Roma, y atendía a la madre de <strong>Napoleón</strong>.<br />

A medida que envejeció, madame Mere, lo mismo que todos sus hijos excepto<br />

<strong>Napoleón</strong> y Pauline, adoptó una actitud cada vez más religiosa. Ella, y en menor<br />

grado Fesch, habían caído bajo la influencia de una visionaria austríaca residente<br />

en Roma, cierta madame Kleinmuller.<br />

Esta mujer afirmaba que veía diariamente a la Virgen Bendita. Decía que<br />

también veía otras cosas. Habían circulado rumores en el sentido de que <strong>Napoleón</strong><br />

se había fugado de Santa Elena, y cierto día madame Kleinmuller anunció a la<br />

madre de <strong>Napoleón</strong> que durante una visión, en efecto, ella había visto a <strong>Napoleón</strong><br />

transportado lejos del exilio por varios ángeles. Madame Mere, cuyas facultades<br />

críticas se habían debilitado en la ancianidad, creyó en la buena nueva. Lo mismo le<br />

sucedió a Fesch. El cardenal escribió a <strong>La</strong>s Cases, que entonces residía en Europa,<br />

el 31 de julio de 1819: «Aunque <strong>los</strong> diarios y <strong>los</strong> ingleses continúan afirmando que<br />

él (<strong>Napoleón</strong>) aún está en Santa Elena, tenemos motivos para creer que salió de<br />

esa isla. Si bien no sabemos dónde está, ni cuándo se mostrará, disponemos de<br />

pruebas suficientes para persistir en nuestra creencia... No cabe duda de que el<br />

carcelero de Santa Elena obliga al conde Bertrand a escribir las cartas que usted<br />

recibe como si <strong>Napoleón</strong> aún fuese su prisionero.» Fesch había enviado a Santa<br />

Elena a un grupo de hombres de nivel tan inferior porque creía que eran escasas<br />

las posibilidades de que al terminar su viaje encontrasen a <strong>Napoleón</strong>.<br />

<strong>Napoleón</strong> trató de arreglarse lo mejor que pudo. Convirtió su comedor en<br />

capilla, y oía misa todos <strong>los</strong> domingos. Cierta vez comentó:<br />

«Abrigo la esperanza de que el Santo Padre no tendrá motivos para criticarnos.<br />

De nuevo somos cristianos.» Pero nunca pudo mantener esas interesantes charlas<br />

acerca de las verdades esenciales. Como veremos, el médico no le prestó ninguna<br />

ayuda. Sólo el cheffüe un agregado útil a Longwood. Es característico que Pauline<br />

fuese quien insistió en enviar a <strong>Napoleón</strong> el chefque ella utilizaba, es decir<br />

Chandelier; y este hombre preparó para el emperador exiliado postres deliciosos,<br />

por ejemplo rodajas de plátanos empapadas en ron.<br />

Después de la conversación, la lectura continuó siendo el placer principal de<br />

<strong>Napoleón</strong>. Aunque <strong>los</strong> periódicos más recientes lo deprimían, le agradaban <strong>los</strong> más<br />

antiguos, con <strong>los</strong> bordes amarillentos, <strong>los</strong> que ya estaban convirtiéndose en<br />

historia, y a menudo se sumergía en una colección encuadernada del Moniteur. Le<br />

agradaba leer la crónica de sus campañas, y aún se emocionaba con las primeras

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