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Y por lo tanto, no podía confiarse en él. Con respecto a Suiza y Piamonte, Napoleón dijo a Whitworth que hubiera sido necesario discutir las fronteras europeas antes del Tratado de Amiens, no después, «ustedes no tienen derecho de hablar de ellas en esta fecha tan tardía». Después, expuso enérgicamente la opinión francesa. Su propósito, dice Whitworth, era «atemorizar y presionar. No necesito observar que en la vida privada esta conducta permitiría una firme presunción de debilidad. Creo que lo mismo es aplicable a la política». Whitworth interpretó acertadamente la fanfarronada de Napoleón como un síntoma de debilidad. Pero la debilidad no era, como creía Whitworth, fruto del temor de que Inglaterra sofrenase las ambiciones personales del propio Napoleón. Se originaba en el hecho incómodo de que los principios republicanos y los derechos del hombre estaban afirmados con escasa solidez tanto en Francia como en el círculo de los vecinos del país, de modo que si Inglaterra no se atenía a los términos de la paz ese endeble edificio bien podía derrumbarse. Durante el debate acerca del Tratado de Amiens, Pitt había dicho: «Sería muy mal razonamiento que una potencia dijese a otra "ustedes son demasiado poderosos para nosotros, carecemos de los medios necesarios para reducir ese poder mediante la fuerza, y por lo tanto tienen que cedernos una porción de sus territorios, de manera que haya igualdad de fuerzas".» Sin embargo, desde Bath, Pitt envió un mensaje a sus amigos londinenses para recomendarles que Inglaterra se aferrase a Malta. En febrero de 1803 esta actitud se convirtió en la línea oficial inglesa. Al mismo tiempo, entre bambalinas, Jorge III influía sobre el gabinete. «Tengo motivos para estar seguro —escribió Buckingham a Grenville el mes siguiente—, de que desde los primeros momentos de esta alarma, el lenguaje del rey ha exhibido un extremo deseo de llegar a la guerra». El 8 de marzo, en su discurso del trono, Jorge III recomendó que la milicia fuese convocada y que se incorporasen a la armada diez mil hombres más. Esta actitud significaba un evidente paso preliminar para la guerra, y el rey la justificó aludiendo a «los preparativos militares muy considerables... en los puertos de Francia y Holanda». En realidad, no había tales preparativos. Todavía el 17 de marzo, Whitworth repitió una declaración que él mismo había formulado ya varias veces: «Puedo decir con certidumbre absoluta que en los puertos franceses no hay armamentos que posean alguna importancia.» Con respecto a Holanda, todos sabían que las dos fragatas que estaban siendo alistadas allí tenían el propósito de reprimir un alzamiento en Santo Domingo. El 13 de marzo Napoleón invitó a Whitworth y a otros embajadores a una recepción en las Tullerías. Napoleón, que había recibido de Talleyrand algunas noticias irritantes, llegó de mal humor. Se acercó a Whitworth, y criticó el discurso del trono. «Hemos hecho la guerra durante quince años; parece que está preparándose una tormenta en Londres, y que ustedes desean guerra otros quince años.» Colérico, manifestó sus agravios donde podían oírlo doscientos invitados. Después, se volvió hacia el embajador ruso Markoff: «Los ingleses no respetan los tratados. En el futuro será necesario cubrirlos con crespón negro.» Después, «salió del salón con tal rapidez que no hubo tiempo de abrirle las puertas dobles». Después de la recepción Joseph dijo a Napoleón: «Tuviste temblando a todo el mundo. La gente dirá que tienes mal carácter.» «Sí —reconoció Napoleón—, me equivoqué.» Explicó que estaba de mal humor, y que no había sentido deseos de asistir. Cuando volvió a ver a Whitworth se esforzó por adoptar una actitud cortés, y cuatro días después, el embajador inglés escribió: «Es evidente que el primer cónsul no desea ir a la guerra». El 22 de marzo Grenville dijo a Buckingham: «Nuestro gobierno ha manipulado de tal modo las cosas que es casi imposible que el propio Bonaparte retroceda, aunque deseara hacerlo... Si ahora se deja intimidar por nuestros preparativos, perderá todo el, respeto tanto en su país como en el extranjero.» Hawkesbury, el tienda para vitorear a Napoleón; otra persona perdió la vista. En conjunto, murieron nueve personas inocentes y hubo veintiséis heridos. Napoleón se sintió profundamente impresionado y se encolerizó mucho. Dijo al Consejo de Estado que se ocuparía personalmente de aplicar el castigo, sin dejar la tarea en manos de los tribunales. «Este crimen atroz merece la venganza del rayo; debe correr sangre; tenemos que fusilar a tantos culpables como víctimas hubo.» Después se calmó y cambió de idea. Los tribunales juzgaron y sentenciaron a muerte a Limoelan y Carbón; Saint-Réjant escapó a Estados Unidos y —lo menos que podía hacer un hombre que había intentado convertirse en asesino— se ordenó sacerdote. Pero la justicia no pudo atrapar a los jefes de la conspiración, pues todos estaban a salvo en Inglaterra: el conde d'Artois, sus amigos íntimos, los hermanos Polignac, y sobre todo Georges Cadoudal, un campesino bretón fornido y pelirrojo, de fuerza inmensa —sus amigos lo llamaban Goliath— con un cuello de toro, la nariz rota, patillas rojas, y un ojo gris más grande que el otro. Soltero, consagrado en cuerpo y alma a los Borbones, Cadoudal dirigía un campo de entrenamiento para conspiradores y guerrilleros en Romsey. Cuando Inglaterra declaró la guerra, en mayo de 1803, el dinero inglés financió el campo de Romsey, y llegaba a manos de Cadoudal por intermedio de William Windham. Georges Cadoudal no consiguió volar el carruaje de Napoleón, pero no era hombre a quien un fracaso disuadiera. Decidió viajar personalmente a Francia para matar a Napoleón. Unido a los generales descontentos del ejército francés, restablecería en el trono a Luis XVIII. Por intermedio de Windham y el conde d'Artois, la conspiración fue comunicada al gobierno inglés, que en secreto transmitió detalles a sus agentes en el exterior, y entregó a Cadoudal letras de cambio por valor de un millón de francos. Durante la segunda semana de agosto de 1803 Cadoudal y cuatro amigos abordaron el bergantín español El Vencejo en Hastings, y cruzaron el Canal. La noche del 20 Wright, el capitán inglés del bergantín, los dejó en un bote de remos, y con él se acercaron a un sector agreste y desierto de la costa normanda, cerca de Biville. Un agente había asegurado una cuerda de nudos a los arrecifes de poco más de treinta metros de altura, y de este modo los hombres entraron en Francia. Viajando de noche y alojándose en las casas de los agentes realistas —existía una red completa— llegaron a París, donde Cadoudal se ocultó bajo el nombre supuesto de Couturier. Dos veces volvió a los riscos de Biville para recibir a otros conspiradores. Uno era el general Charles Pichegru, de cuarenta y dos años, que ya en 1797 había conspirado para devolver el trono al rey, y había sido exiliado a la Guayana francesa por los directores. La tarea de Pichegru era atraer a otros generales descontentos. Como bien sabía Napoleón, había una serie de altos oficiales que por celos, por patriotismo o por otros motivos detestaban al Consulado y deseaban derrocarlo. Uno era Bernadotte, el marido de Désirée Clary. En mayo de 1802 el general Simón, jefe de Estado Mayor de Bernadotte en el ejército del Oeste, comenzó a distribuir volantes contra el Consulado y contra la paz firmada por Napoleón. «¡Soldados! Ya no tenéis una patria; la República ha muerto... ¡Formemos una federación militar! ¡Que vuestros generales den un paso al frente! ¡Que su gloria y la gloria de sus ejércitos impongan respeto! Nuestras bayonetas están prontas para cobrarse venganza». Napoleón ordenó que Simón fuese arrestado y destituido, pero el descontento persistió. Las esperanzas comenzaron a concentrarse en la persona de Jean Víctor Moreau, otro bretón. Moreau, un valeroso general de cuarenta años, como muchos otros hombres de su tipo, entre ellos Murat, tenía el carácter débil, y se dejaba gobernar por su esposa y su suegra. Moreau alentaba la oposición, pero cuando llegaba el momento de comprometerse se retraía. Una de las tareas de Pichegru era lograr que Moreau actuase. Cadoudal, que todavía se ocultaba en París, dio los toques finales a su conspiración, que contaba entonces con la colaboración de sesenta individuos.

vida vendiendo bizcochos recién horneados en la rué du Bac, Saint-Réjant la llamó y le ofreció doce sueldos por sujetar la yegua unos pocos minutos. La niña aceptó, y Saint-Réjant le entregó las bridas de la yegua. Después, Saint-Réjant se preparó para accionar un pedernal. Calculó que después de encender la mecha, dispondría apenas del tiempo necesario para correr hacia la esquina y llegar a lugar seguro. Entretanto, en el palacio de las Tullerías, Napoleón había terminado su cena de veinte minutos y dormitaba en el salón, junto a un fuego de leños. Esa noche, en la Ópera, se ofrecía por primera vez en Francia, La creación de Haydn. Josefina y Hortense ansiaban asistir a la función, y se habían puesto vestidos de noche. Napoleón, que como de costumbre había tenido un día fatigoso, se resistía a acompañarlas. «Vamos —suplicó Josefina—. Te distraerás.» Napoleón cerró somnolienro los ojos y después de una pausa dijo: «Id vosotras. Yo me quedaré aquí.» Josefina replicó que no iría sola y se sentó para hacerle compañía. Tal como preveía, Napoleón no estaba dispuesto a privarla de su velada festiva; ordenó que preparasen inmediatamente los carruajes. Ya eran las ocho. Napoleón se ubicó primero en su carruaje y éste partió. Josefina, que sentía frío, se cubrió los hombros con un hermoso y cálido chai que acababa de recibir de Constantinopla. El chai atrajo la atención de Jean Rapp, el ayudante de campo de Napoleón, nacido en Aisacia y veterano de Egipto. Rapp sugirió que el chai parecería aún más tentador si Josefina lo usaba al estilo egipcio, y por pedido de Josefina, plegó el chai y lo depositó sobre los rizos castaños. Entretanto, Carolina había oído el ruido del carruaje de Napoleón que se alejaba. «Deprisa, hermana», dijo Josefina. La esposa del primer cónsul salió de la sala y bajó la escalera hacia el segundo carruaje, acompañada por Hortense, Carolina y Rapp. A causa del incidente con el chai, el carruaje partió tres minutos después que el de Napoleón. Esa noche, quizá porque era víspera de Navidad, César, el cochero de Napoleón, estaba levemente ebrio. Fustigó a los caballos, y el carruaje, precedido por la tropa de granaderos montados, se lanzó a través de la place du Carrousel. Dentro, Napoleón volvió a dormitar y comenzó a soñar. Era una pesadilla. En ella parecía revivir un incidente de la campaña de Italia, cuando había insistido en cruzar el Tagliamento en su carruaje, sin advertir que el río era muy profundo. Los caballos no habían podido hacer pie, y el propio Napoleón escapó por poco a la muerte. En la esquina de la rué Saint-Nicaise, Limoelan esperaba ansioso. Pero cuando vio el coche y la escolta, le fallaron los nervios. En lugar de avisar a Saint-Réjant, no dijo nada. Los granaderos que marchaban al frente pasaron montados en sus caballos, y doblaron la esquina, unos veinte metros por delante del carruaje. Apenas vio a los granaderos, Saint-Réjant accionó el pedernal, encendió la mecha aplicada al regalo navideño destinado a Napoleón, y echó a correr. César vio la yegua y el carro que bloqueaban parcialmente la calzada. Si hubiese estado sobrio, quizás habría frenado el vehículo, pero se sentía muy animado y pasó al galope por la estrecha abertura, internándose en la calle siguiente, la rué de Valois. En ese momento, con un estampido semejante a la andanada de cien cañones, el barril explotó. La explosión fue tan violenta que casi desmontó a los granaderos, pero Napoleón no sufrió heridas. Si el segundo carruaje hubiese estado inmediatamente detrás, la explosión lo habría destruido, pero gracias al retraso sólo las ventanas quedaron destruidas. Los caballos se encabritaron, Josefina se desmayó. Hortense sufrió un corte en la mano, y Carolina, que estaba embarazada de nueve meses, fue sacudida brutalmente; como consecuencia, el niño que llevaba en su seno nacería epiléptico. Pero la rué Saint-Nicaise soportó los peores daños. La explosión voló casas enteras y pulverizó a la yegua, el carro y a la niña, Pensol, que había estado sosteniendo las bridas. La explosión arrancó los pechos de una mujer que se había acercado a la puerta de su ministro de Relaciones Exteriores, que consideraba a Napoleón «realmente loco... y que su popularidad equivalía al odio perfecto», aplicó la política de conquistar a los franceses «razonables» contra su «loco» primer cónsul. Con este fin autorizó a Whitworth a gastar cien mil guineas en sobornos, cuando Whitworth comenzó sus conversaciones el 3 de abril con Talleyrand y Joseph Bonaparte. Los negociadores franceses no aceptaron las guineas de Whitworth. Coincidieron con Napoleón cuando éste dijo: «En este tratado veo sólo dos nombres: Tárenlo, una cláusula que yo he cumplido, y Malta, una cláusula que ustedes no han cumplido.» Se mantuvieron firmes en relación con Malta, pero como Inglaterra deseaba una base en el Mediterráneo le ofrecieron Creta o Corfú, que posee un puerto excelente. Whitworth replicó con una serie completamente nueva de exigencias. Francia debía entregar Malta a Inglaterra durante diez años, y también evacuar Holanda y Suiza. Whitworth presentó estas condiciones verbalmente a Talleyrand, las describió como un ultimátum y anunció que partiría de París si no se había firmado un acuerdo en el plazo de siete días. Se negó a poner por escrito sus exigencias, ni siquiera en un papel sin firma. Como observó Talleyrand: «Es indudable que aquí tenemos el primer ultimátum verbal en la historia de las negociaciones modernas». Pasaron siete días y Whitworth pidió su pasaporte. Entonces intervino Napoleón. Aunque para él era un punto de honor mantener intacto el territorio francés según le había sido confiado el 19 Brumario, en interés de la paz propuso renunciar a Malta; Inglaterra podía mantener la isla tres o cuatro años, después pasaría a manos de las tres potencias que garantizaban el tratado: Rusia, Prusia o Austria. En una carta a Hawkesbury, Whitworth describió el plan como «... una propuesta de tal carácter que permite un ajuste honorable y ventajoso de las diferencias actuales». Pero el ministerio inglés, que de acuerdo con Andréossy ya había «pactado con el partido de Grenville», rechazó el plan. Napoleón consiguió que Rusia ofreciera su mediación, y aunque este país tenía una actitud amistosa hacia Inglaterra, el gobierno inglés rechazó también su oferta. El 4 de mayo, Whitworth, inconsciente de la ironía, escribió a su país: «Estoy convencido de que el primer cónsul está decidido a evitar una ruptura si es posible; pero está gobernado de un modo tan absoluto a causa de su temperamento que no cabe responder por él.» El 11 de mayo en Saint-Cloud, Napoleón convocó a los siete miembros de la sección de Asuntos Extranjeros del Consejo de Estado para examinar la forma más reciente del ultimátum inglés: Inglaterra reclamaba la posesión de Malta durante diez años y la isla de Lampedusa permanentemente; Francia debía evacuar Holanda en el plazo de un mes. Con respecto a Holanda, Napoleón se proponía retirar todas sus tropas, pero éste era un asunto continental, y él no veía que debiese interesar a Inglaterra. Acerca de Lampedusa, Napoleón consideraba que en el lapso de cuatro años podía llegar a ser tan fuerte como Malta, de modo que Inglaterra, cuya armada se había duplicado desde 1792, llegaría a ejercer la hegemonía política y comercial permanente del Mediterráneo. Napoleón creía que Inglaterra ya disponía de ventajas comerciales suficientes en ultramar, y que «implica llevar demasiado lejos la ambición codiciar algo que no le pertenece ni por la geografía ni por la naturaleza». El término «ultimátum» también molestó a Napoleón, sugería que «un superior negocia con un inferior». «Si el primer cónsul —dijo Napoleón—, fuese tan cobarde que aceptase esta paz remendada con Inglaterra, se vería desautorizado por la nación». Por mayoría de votos, el Consejo insistió en las condiciones firmadas en Amiens. Mientras Whitworth recibía su pasaporte y salía de París en la noche del 12 al 13 de mayo, bajo su propia responsabilidad Napoleón decidió hacer el último intento de evitar la guerra. Envió a Whitworth un despacho para decirle que estaba dispuesto a ceder Malta: Inglaterra podía mantener la isla durante diez años si Francia reocupaba Tarento. Whitworth, que recibió en Chantílly el despacho de Napoleón, continuó viaje a Calais y luego a Londres sin contestar. Addington rechazó la oferta, y formuló como

Y por lo tanto, no podía confiarse en él.<br />

Con respecto a Suiza y Piamonte, <strong>Napoleón</strong> dijo a Whitworth que hubiera sido<br />

necesario discutir las fronteras europeas antes del Tratado de Amiens, no después,<br />

«ustedes no tienen derecho de hablar de ellas en esta fecha tan tardía». Después,<br />

expuso enérgicamente la opinión francesa. Su propósito, dice Whitworth, era<br />

«atemorizar y presionar.<br />

No necesito observar que en la vida privada esta conducta permitiría una firme<br />

presunción de debilidad. Creo que lo mismo es aplicable a la política». Whitworth<br />

interpretó acertadamente la fanfarronada de <strong>Napoleón</strong> como un síntoma de<br />

debilidad. Pero la debilidad no era, como creía Whitworth, fruto del temor de que<br />

Inglaterra sofrenase las ambiciones personales del propio <strong>Napoleón</strong>. Se originaba<br />

en el hecho incómodo de que <strong>los</strong> principios republicanos y <strong>los</strong> derechos del hombre<br />

estaban afirmados con escasa solidez tanto en Francia como en el círculo de <strong>los</strong><br />

vecinos del país, de modo que si Inglaterra no se atenía a <strong>los</strong> términos de la paz<br />

ese endeble edificio bien podía derrumbarse.<br />

Durante el debate acerca del Tratado de Amiens, Pitt había dicho:<br />

«Sería muy mal razonamiento que una potencia dijese a otra "ustedes son<br />

demasiado poderosos para nosotros, carecemos de <strong>los</strong> medios necesarios para<br />

reducir ese poder mediante la fuerza, y por lo tanto tienen que cedernos una<br />

porción de sus territorios, de manera que haya igualdad de fuerzas".» Sin<br />

embargo, desde Bath, Pitt envió un mensaje a sus amigos londinenses para<br />

recomendarles que Inglaterra se aferrase a Malta. En febrero de 1803 esta actitud<br />

se convirtió en la línea oficial inglesa.<br />

Al mismo tiempo, entre bambalinas, Jorge III influía sobre el gabinete. «Tengo<br />

motivos para estar seguro —escribió Buckingham a Grenville el mes siguiente—, de<br />

que desde <strong>los</strong> primeros momentos de esta alarma, el lenguaje del rey ha exhibido<br />

un extremo deseo de llegar a la guerra».<br />

El 8 de marzo, en su discurso del trono, Jorge III recomendó que la milicia<br />

fuese convocada y que se incorporasen a la armada diez mil hombres más. Esta<br />

actitud significaba un evidente paso preliminar para la guerra, y el rey la justificó<br />

aludiendo a «<strong>los</strong> preparativos militares muy considerables... en <strong>los</strong> puertos de<br />

Francia y Holanda». En realidad, no había tales preparativos. Todavía el 17 de<br />

marzo, Whitworth repitió una declaración que él mismo había formulado ya varias<br />

veces: «Puedo decir con certidumbre absoluta que en <strong>los</strong> puertos franceses no hay<br />

armamentos que posean alguna importancia.» Con respecto a Holanda, todos<br />

sabían que las dos fragatas que estaban siendo alistadas allí tenían el propósito de<br />

reprimir un alzamiento en Santo Domingo.<br />

El 13 de marzo <strong>Napoleón</strong> invitó a Whitworth y a otros embajadores a una<br />

recepción en las Tullerías. <strong>Napoleón</strong>, que había recibido de Talleyrand algunas<br />

noticias irritantes, llegó de mal humor. Se acercó a Whitworth, y criticó el discurso<br />

del trono. «Hemos hecho la guerra durante quince años; parece que está<br />

preparándose una tormenta en Londres, y que ustedes desean guerra otros quince<br />

años.» Colérico, manifestó sus agravios donde podían oírlo doscientos invitados.<br />

Después, se volvió hacia el embajador ruso Markoff: «Los ingleses no respetan <strong>los</strong><br />

tratados.<br />

En el futuro será necesario cubrir<strong>los</strong> con crespón negro.» Después, «salió del<br />

salón con tal rapidez que no hubo tiempo de abrirle las puertas dobles».<br />

Después de la recepción Joseph dijo a <strong>Napoleón</strong>: «Tuviste temblando a todo el<br />

mundo. <strong>La</strong> gente dirá que tienes mal carácter.» «Sí —reconoció <strong>Napoleón</strong>—, me<br />

equivoqué.» Explicó que estaba de mal humor, y que no había sentido deseos de<br />

asistir. Cuando volvió a ver a Whitworth se esforzó por adoptar una actitud cortés,<br />

y cuatro días después, el embajador inglés escribió: «Es evidente que el primer<br />

cónsul no desea ir a la guerra».<br />

El 22 de marzo Grenville dijo a Buckingham: «Nuestro gobierno ha manipulado<br />

de tal modo las cosas que es casi imposible que el propio Bonaparte retroceda,<br />

aunque deseara hacerlo... Si ahora se deja intimidar por nuestros preparativos,<br />

perderá todo el, respeto tanto en su país como en el extranjero.» Hawkesbury, el<br />

tienda para vitorear a <strong>Napoleón</strong>; otra persona perdió la vista. En conjunto,<br />

murieron nueve personas inocentes y hubo veintiséis heridos.<br />

<strong>Napoleón</strong> se sintió profundamente impresionado y se encolerizó mucho. Dijo al<br />

Consejo de Estado que se ocuparía personalmente de aplicar el castigo, sin dejar la<br />

tarea en manos de <strong>los</strong> tribunales. «Este crimen atroz merece la venganza del rayo;<br />

debe correr sangre; tenemos que fusilar a tantos culpables como víctimas hubo.»<br />

Después se calmó y cambió de idea. Los tribunales juzgaron y sentenciaron a<br />

muerte a Limoelan y Carbón; Saint-Réjant escapó a Estados Unidos y —lo menos<br />

que podía hacer un hombre que había intentado convertirse en asesino— se ordenó<br />

sacerdote.<br />

Pero la justicia no pudo atrapar a <strong>los</strong> jefes de la conspiración, pues todos<br />

estaban a salvo en Inglaterra: el conde d'Artois, sus amigos íntimos, <strong>los</strong> hermanos<br />

Polignac, y sobre todo Georges Cadoudal, un campesino bretón fornido y pelirrojo,<br />

de fuerza inmensa —sus amigos lo llamaban Goliath— con un cuello de toro, la<br />

nariz rota, patillas rojas, y un ojo gris más grande que el otro. Soltero, consagrado<br />

en cuerpo y alma a <strong>los</strong> Borbones, Cadoudal dirigía un campo de entrenamiento<br />

para conspiradores y guerrilleros en Romsey. Cuando Inglaterra declaró la guerra,<br />

en mayo de 1803, el dinero inglés financió el campo de Romsey, y llegaba a manos<br />

de Cadoudal por intermedio de William Windham.<br />

Georges Cadoudal no consiguió volar el carruaje de <strong>Napoleón</strong>, pero no era<br />

hombre a quien un fracaso disuadiera. Decidió viajar personalmente a Francia para<br />

matar a <strong>Napoleón</strong>. Unido a <strong>los</strong> generales descontentos del ejército francés,<br />

restablecería en el trono a Luis XVIII. Por intermedio de Windham y el conde<br />

d'Artois, la conspiración fue comunicada al gobierno inglés, que en secreto<br />

transmitió detalles a sus agentes en el exterior, y entregó a Cadoudal letras de<br />

cambio por valor de un millón de francos.<br />

Durante la segunda semana de agosto de 1803 Cadoudal y cuatro amigos<br />

abordaron el bergantín español El Vencejo en Hastings, y cruzaron el Canal. <strong>La</strong><br />

noche del 20 Wright, el capitán inglés del bergantín, <strong>los</strong> dejó en un bote de remos,<br />

y con él se acercaron a un sector agreste y desierto de la costa normanda, cerca de<br />

Biville. Un agente había asegurado una cuerda de nudos a <strong>los</strong> arrecifes de poco<br />

más de treinta metros de altura, y de este modo <strong>los</strong> hombres entraron en Francia.<br />

Viajando de noche y alojándose en las casas de <strong>los</strong> agentes realistas —existía una<br />

red completa— llegaron a París, donde Cadoudal se ocultó bajo el nombre supuesto<br />

de Couturier. Dos veces volvió a <strong>los</strong> riscos de Biville para recibir a otros<br />

conspiradores. Uno era el general Charles Pichegru, de cuarenta y dos años, que ya<br />

en 1797 había conspirado para devolver el trono al rey, y había sido exiliado a la<br />

Guayana francesa por <strong>los</strong> directores. <strong>La</strong> tarea de Pichegru era atraer a otros<br />

generales descontentos.<br />

Como bien sabía <strong>Napoleón</strong>, había una serie de altos oficiales que por ce<strong>los</strong>, por<br />

patriotismo o por otros motivos detestaban al Consulado y deseaban derrocarlo.<br />

Uno era Bernadotte, el marido de Désirée Clary. En mayo de 1802 el general<br />

Simón, jefe de Estado Mayor de Bernadotte en el ejército del Oeste, comenzó a<br />

distribuir volantes contra el Consulado y contra la paz firmada por <strong>Napoleón</strong>.<br />

«¡Soldados! Ya no tenéis una patria; la República ha muerto... ¡Formemos una<br />

federación militar! ¡Que vuestros generales den un paso al frente! ¡Que su gloria y<br />

la gloria de sus ejércitos impongan respeto! Nuestras bayonetas están prontas para<br />

cobrarse venganza».<br />

<strong>Napoleón</strong> ordenó que Simón fuese arrestado y destituido, pero el descontento<br />

persistió. <strong>La</strong>s esperanzas comenzaron a concentrarse en la persona de Jean Víctor<br />

Moreau, otro bretón. Moreau, un valeroso general de cuarenta años, como muchos<br />

otros hombres de su tipo, entre el<strong>los</strong> Murat, tenía el carácter débil, y se dejaba<br />

gobernar por su esposa y su suegra. Moreau alentaba la oposición, pero cuando<br />

llegaba el momento de comprometerse se retraía. Una de las tareas de Pichegru<br />

era lograr que Moreau actuase.<br />

Cadoudal, que todavía se ocultaba en París, dio <strong>los</strong> toques finales a su<br />

conspiración, que contaba entonces con la colaboración de sesenta individuos.

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