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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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coronación... Como se requiere la presencia de <strong>los</strong> sacerdotes, bien podemos<br />

convocar al más importante, el más calificado, al jefe, en otras palabras, al Papa.»<br />

Los consejeros continuaban dudando, hasta que <strong>Napoleón</strong> encontró un argumento<br />

decisivo. «Caballeros —dijo—, ustedes están reuniéndose en París, en las Tullerías.<br />

Imaginen que se reúnen en Londres, en la cámara del gabinete británico, con <strong>los</strong><br />

ministros del rey de Inglaterra, y que se les informa de que en ese mismo instante<br />

el Papa está cruzando <strong>los</strong> Alpes para consagrar al emperador de <strong>los</strong> franceses; ¿lo<br />

interpretarían como una victoria de Inglaterra o de Francia?».<br />

¿<strong>La</strong> ceremonia debía celebrarse al aire libre? Como la mayoría de <strong>los</strong> latinos,<br />

<strong>Napoleón</strong> siempre temía parecer ridículo. «En el Campo de Marte —dijo—, envuelto<br />

en todas esas vestiduras, pareceré una momia —y agregó—: Los parisienses<br />

aficionados a la ópera, acostumbrados a <strong>los</strong> grandes actores como <strong>La</strong>ís y Chéron,<br />

que representaban el papel de reyes, se reirían al verme.» <strong>Napoleón</strong> deseaba que<br />

la ceremonia se celebrara bajo techo, y como Reims era asociada con <strong>los</strong> reyes de<br />

Francia, él y su Consejo finalmente eligieron Notre Dame de París.<br />

<strong>Napoleón</strong> designó una comisión encargada de elegir un emblema imperial. <strong>La</strong><br />

comisión recomendó el gallo, gallus en latín, palabra que tiene la misma raíz que<br />

galo. «El gallo pertenece al corral —rezongó <strong>Napoleón</strong>—. Es demasiado débil.»<br />

Segur sugirió el león, destinado a vencer al leopardo inglés. Alguien observó que el<br />

león es enemigo del hombre, y otro consejero propuso el elefante. De modo que<br />

regresaron al gallo, pero <strong>Napoleón</strong> no quiso saber nada. «El gallo carece de fuerza;<br />

no puede ser el emblema de un Imperio como Francia. Tenemos que elegir entre el<br />

águila, el elefante y el león.» Finalmente, se inclinaron por el águila, no la bicéfala<br />

de Austria, sino el águila de una sola cabeza.<br />

Después, <strong>Napoleón</strong> reclamó un emblema personal. Deseaba algo antiguo.<br />

Estaba tratando de construir el futuro, pero para hacerlo necesitaba arraigarse en<br />

el pasado; si era posible un pasado anterior al año 987, cuando comenzaron a<br />

gobernar <strong>los</strong> reyes Caperos. Un consejero que era también aficionado a la historia<br />

recordó que en Tournai, en la tumba de Chilperico, un rey de <strong>los</strong> francos en el siglo<br />

VI, se habían descubierto abejas de metal. Se creyó que adornaban el atavío de<br />

Chilperico, aunque la investigación ulterior demostró que habían enterrado a<br />

Chilperico, no como se creyó al principio, con uno de sus oficiales, sino con su<br />

reina, de modo que las abejas probablemente pertenecían al atuendo femenino, no<br />

al del monarca. Al margen de su origen exacto, <strong>Napoleón</strong> aprobó a la abeja y la<br />

adoptó como emblema personal.<br />

Con respecto a la coronación, <strong>Napoleón</strong> deseaba destacar su nexo con<br />

Carlomagno. <strong>La</strong>s insignias de Carlomagno habían sido dispersadas como<br />

consecuencia de la Revolución, pero una investigación permitió hallar el cetro, con<br />

la inscripción Sanctus Karolus Magnus, Italia, Roma, Germania, y una mano de la<br />

justicia. Con gran desconcierto de todos, aparecieron dos espadas, y <strong>los</strong><br />

respectivos propietarios juraron que cada una de ellas era la espada de la<br />

coronación de Carlomagno. <strong>Napoleón</strong> eligió la que poseía mejores credenciales. Con<br />

respecto a la corona, se había perdido. <strong>Napoleón</strong> ordenó preparar dos coronas: una<br />

parecida a la corona perdida, un objeto puramente simbólico, y otra, la que en<br />

realidad usaría. Debía ser distinta de las coronas cerradas que usaban <strong>los</strong> reyes<br />

europeos hereditarios —<strong>los</strong> personajes que a juicio de <strong>Napoleón</strong> habían<br />

degenerado—. Esta corona sería abierta, con la forma de una corona de laureles;<br />

igual a la corona que el pueblo romano concedía a <strong>los</strong> triunfadores, pero de oro.<br />

¿Cómo se consagraba a un monarca bajo una República? <strong>Napoleón</strong> revisó el<br />

libro apropiado, el Pontifical, y envió un ejemplar a Cambacérés: «Deseo que usted<br />

me lo devuelva con <strong>los</strong> cambios que acomoden a nuestros principios, y que<br />

lastimen lo menos posible a la Curia.» Era tradicional que se ungiese con óleo<br />

sagrado a <strong>los</strong> reyes franceses, y según se afirmaba el óleo llegaba a Saint Rémi<br />

traído del cielo por una paloma; pero el general Beauharnais, primer marido de<br />

Josefina, había ordenado que llevasen a París las ampollas que contenían el óleo, y<br />

su contenido había sido quemado solemnemente en el altar de la patria.<br />

anunció en <strong>los</strong> Comunes que Inglaterra estaba en guerra con Francia, y que sería<br />

«una guerra de exterminio».<br />

<strong>La</strong> opinión inglesa acerca de <strong>Napoleón</strong> Bonaparte se alimentó de la guerra y el<br />

odio a la Revolución. El primer boceto oficial, obra de lord Malmesbury, en<br />

noviembre de 1796, describió a <strong>Napoleón</strong> como «un jacobino astuto y desesperado,<br />

incluso un terrorista». <strong>La</strong> más antigua caricatura inglesa, el 14 de abril de 1797,<br />

lleva el título «El espantajo francés atemorizando a <strong>los</strong> comandantes reales»:<br />

<strong>Napoleón</strong>, con un aspecto horrible, está sentado sobre la espalda de un demonio<br />

que vomita ejércitos y cañones. En 1799 un caricaturista inglés mostró a <strong>Napoleón</strong><br />

huyendo de Egipto con todo el oro. En enero de 1800 el marqués de Buckingham<br />

descubrió un nuevo nombre para el cónsul que tenía sangre roja y no azul en las<br />

venas, y que se había atrevido a reemplazar a catorce sig<strong>los</strong> de reyes: «Sa Majesté<br />

tres Corsé.» El nombre perduró.<br />

Cuando <strong>Napoleón</strong> fue designado primer cónsul, Francia había conquistado<br />

mediante la fuerza de las armas sus «fronteras naturales», y para defender sus<br />

flancos vulnerables creó repúblicas hermanas en Holanda y Suiza. Pero después de<br />

siete años y medio de hostilidades, el país estaba cansado de la guerra. <strong>Napoleón</strong><br />

lo sabía. «Franceses —declaró—, ustedes desean la paz; el gobierno la desea aún<br />

más que ustedes.» Después, envió un mensaje navideño al rey Jorge III, con la<br />

propuesta de paz.<br />

«¿Por qué las dos naciones más esclarecidas de Europa... tienen que continuar<br />

sacrificando su comercio, su prosperidad y su felicidad doméstica en honor de<br />

falsas ideas de grandeza?».<br />

El primer acto del rey de Inglaterra el primer día del nuevo siglo fue sentarse<br />

frente a su escritorio en el castillo de Windsor, a las siete y ocho minutos de la<br />

mañana, y escribir a Grenville acerca de lo que denominó «la carta del tirano<br />

corso». Según dijo en esa nota, era «imposible tratar con una nueva aristocracia,<br />

impía y autodesignada», y no se dignaría contestar personalmente. Grenville debía<br />

responder con una comunicación escrita sobre un papel, «no una carta», y a<br />

Talleyrand, no al tirano.<br />

De modo que Grenville elaboró un sermón característicamente altanero y torpe,<br />

exigiendo la restauración de <strong>los</strong> Borbones y el retorno a las fronteras de 1789.<br />

Ni Jorge III ni su gobierno deseaban la paz. En agosto de 1800 William<br />

Wickham expresó la opinión del partido de Pitt en una carta a Grenville: «A mi<br />

juicio, es inevitable considerar que mantener a Francia comprometida en una<br />

guerra continental constituye el único medio cierto de seguridad para nosotros, y la<br />

medida que debe ser adoptada por nosotros casi per fas et nefas, en el supuesto de<br />

que empujar a otro fuera de la tabla porque uno no quiere ahogarse en cualquier<br />

caso merece el calificativo de nefasto».<br />

¿Por qué Jorge III y el partido de Pitt deseaban continuar una guerra que ya<br />

había costado cuatrocientos millones de libras a Inglaterra, y la había apartado del<br />

patrón oro? En primer lugar, no estaban dispuestos a soportar otro Yorktown —y<br />

creían que considerar la paz con una Francia mucho más extensa equivalía a eso—.<br />

Segundo, ahora estaban estrechamente vinculados por una red de amistades con<br />

familias francesas en el exilio. Sobre todo Windham, secretario de Guerra, había<br />

prometido reintegrarles sus propiedades y privilegios. Después, estaba la pérdida<br />

de Amberes y su efecto negativo sobre el comercio, una cuestión que gravitaba<br />

seriamente sobre Pitt. Finalmente, pero quizá lo más importante, estaba el hecho<br />

de que al imponer orden y justicia en Francia <strong>Napoleón</strong> había logrado que la<br />

Revolución fuese atractiva para la gente que habitaba fuera de Francia; si <strong>Napoleón</strong><br />

también conseguía llevar la paz a Europa, ¿hasta dónde se expandirían las<br />

doctrinas revolucionarias? Como Burke escribió a Grenville: «Lo verdaderamente<br />

terrible no es la enemistad sino la amistad de Francia. Su relación, su ejemplo, la<br />

difusión de sus doctrinas representan la más terrible de sus armas.» Después de<br />

recibir un desaire de Inglaterra, <strong>Napoleón</strong> se dedicó a concertar la paz con <strong>los</strong><br />

restantes enemigos de Francia. Uno por uno llevó a Rusia, a Turquía, a Estados<br />

Unidos y a Austria a la mesa de la paz. Aunque Pitt exhortó a Austria a continuar la

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