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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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<strong>Napoleón</strong> comprobó que, comparado con su familia, el jefe de la Iglesia Católica<br />

era llevadero. Pío partió hacia París el 2 de noviembre de 1804. Viajó sin prisa, con<br />

un cortejo de cien personas, y <strong>Napoleón</strong> le escribió para pedirle que se apresurase:<br />

«Se fatigará mucho menos si concluye de una vez el viaje.» <strong>Napoleón</strong> fue a dar la<br />

bienvenida al Papa en el lugar de encuentro tradicional, una encrucijada en el<br />

bosque de Fontainebleau, lo instaló en las Tullerías, y consideradamente hizo<br />

decorar una habitación de manera que fuese el calco exacto de la que ocupaba Pío<br />

en el Quirinal. Todo se desarrolló sin tropiezos, y <strong>Napoleón</strong> satisfizo a su vieja<br />

nodriza Camilla, pues le consiguió una audiencia con Pío. Pero <strong>La</strong> Revelliére, el ex<br />

director ateo, censuró el abrazo de <strong>Napoleón</strong> con el Papa, y por su parte, un<br />

ministro Borbón censuró a Pío: «<strong>La</strong> venta de cargos por Alejandro VI es menos<br />

repugnante que esta apostasía de su débil sucesor».<br />

<strong>Napoleón</strong> dijo a Pío que él mismo depositaría la corona sobre su propia cabeza.<br />

Pío no formuló objeciones. Pero en efecto se opuso a presenciar el juramento<br />

imperial, en virtud del cual <strong>Napoleón</strong> prometería mantener la «libertad de cultos<br />

religiosos». Se convino en que Pío elegiría ese momento para ir a desvestirse a la<br />

sacristía.<br />

El Papa, sus cardenales y <strong>los</strong> teólogos de la Curia habían estado discutiendo<br />

durante siete meses la coronación de <strong>Napoleón</strong>. Se había hablado mucho de la<br />

precedencia, y acerca de la cantidad de millones que el agradecido <strong>Napoleón</strong><br />

ofrendaría a la Iglesia. Pero nadie había pensado en preguntar si <strong>Napoleón</strong> y<br />

Josefina eran marido y mujer a <strong>los</strong> ojos de la Iglesia; una extraña omisión, en vista<br />

de que la ceremonia que se celebraría poco después era un sacramento.<br />

Probablemente el propio Pío aludió al asunto, absolutamente por casualidad en el<br />

curso de una conversación con Josefina. ¿Desde cuánto están casados? o ¿Dónde<br />

se casaron? —quizás éstas fueron sus preguntas, y Josefina respondió<br />

verazmente—. Cuando el Papa supo que Josefina y <strong>Napoleón</strong> de ningún modo<br />

estaban casados a <strong>los</strong> ojos de la Iglesia, rehusó presidir la consagración, a menos<br />

que se regularizara la unión. Todo esto fue iniciativa del propio Pío. Josefina sabía<br />

que en la consagración se uniría estrechamente con <strong>Napoleón</strong> induciendo a Pío a<br />

dar ese paso. <strong>Napoleón</strong>, que creía que el matrimonio era un acto civil, no tenía<br />

especiales deseos de afrontar una segunda ceremonia, pero en vista de la actitud<br />

decidida de Pío, al fin aceptó. <strong>Napoleón</strong> y Josefina oficiaron el sacramento del<br />

matrimonio ante el cardenal Fesch en vísperas de la coronación, en la capilla<br />

privada de las Tullerías.<br />

<strong>La</strong> mañana del domingo 2 de diciembre de 1804, <strong>Napoleón</strong> se levantó a la hora<br />

acostumbrada, pero en lugar del uniforme que solía usar, se puso camisa y<br />

pantalones de la más fina seda blanca, y sobre <strong>los</strong> hombros una corra capa púrpura<br />

revestida con armiño ruso y bordada con abejas de oro. Sobre la cabeza, en lugar<br />

del pequeño y deforme bicornio se calzó un sombrero de fieltro negro adornado con<br />

altas plumas blancas. Entonces llegó Joseph. <strong>Napoleón</strong> contempló las vestiduras de<br />

su hermano, casi tan finas como las suyas propias, con sus sedas y sus hi<strong>los</strong> de<br />

oro, y echó una ojeada a su propio atuendo. Su mente retornó a Carlo el Magnífico,<br />

a quien habían complacido las prendas lujosas, y observó con cierta añoranza: «¡Si<br />

ahora pudiese vernos nuestro padre!» Mientras se paseaba por la habitación con el<br />

atuendo imperial, <strong>Napoleón</strong> recordó otro episodio de su pasado. «Llamen a<br />

Raguideau», ordenó. Raguideau era el notario que había aconsejado a Josefina que<br />

no desposara a <strong>Napoleón</strong>.<br />

Un lacayo fue a la casa del notario, y poco después llegó el hombrecito,<br />

desconcertado por la súbita convocatoria, precisamente esa mañana. <strong>Napoleón</strong> se<br />

volvió hacia el notario, deslumbrante con sus vestiduras de seda blanca y oro.<br />

«Bien, monsieur Raguideau, ¿no tengo nada más que mi capa y la espada?».<br />

Josefina tenía un aire radiante, <strong>los</strong> cabel<strong>los</strong> formando bucles, y una magnífica<br />

diadema de diamantes. A las diez <strong>Napoleón</strong> ocupó su lugar al lado de Josefina,<br />

sentados ambos sobre cojines de terciopelo blanco, en un carruaje dorado tirado<br />

por ocho esbeltos bayos con arneses de cuero rojo. Frente a el<strong>los</strong> estaban sentados<br />

Joseph y Louis. Durante esa mañana limpia y luminosa atravesaron lentamente las<br />

1813, Pío se retractó de todos <strong>los</strong> términos del acuerdo que había firmado un poco<br />

antes. «Esto es lo que vale la infalibilidad papal», murmuró <strong>Napoleón</strong>. Pero a esta<br />

altura de las cosas <strong>los</strong> acontecimientos militares se habían impuesto a todo el<br />

resto, y <strong>Napoleón</strong> sintió a lo sumo un toque de decepción. En enero de 1814<br />

permitió el regreso de Pío a Italia.<br />

Tal fue la disputa entre <strong>Napoleón</strong> y el Papa. <strong>Napoleón</strong> siempre tuvo una actitud<br />

completamente definida acerca de que la espada y el espíritu son dos cosas<br />

separadas, y de que el espíritu prevalece. Creía que al ocupar Roma, de ningún<br />

modo estaba menoscabando la autoridad espiritual del Papa; más aún, habría<br />

permitido que Pío permaneciese en Roma, si él no se hubiese aferrado a su poder<br />

temporal. Por su parte, Pío siempre habló afectuosamente de <strong>Napoleón</strong>. «El hijo es<br />

un tanto levantisco —comentó—, pero continúa siendo el hijo.» <strong>Napoleón</strong> habría<br />

rechazado esta censura implícita. Creía que la autoridad espiritual de un hombre de<br />

Dios, tratárase de un Papa o de un cura de aldea, estaba en proporción inversa al<br />

número de sus bienes mundanos. Esta creencia, y no la que afirmó la Curia, sería<br />

la que se confirmaría con <strong>los</strong> hechos futuros. <strong>La</strong> autoridad espiritual del Papa nunca<br />

ha sido mayor que desde 1870, año en que el gobierno italiano despojó al viCarlo<br />

de Cristo de su reino terrenal.<br />

Personalmente, <strong>Napoleón</strong> sintió mucha angustia y mucha irritación durante su<br />

disputa con Pío que, en definitiva, perjudicó más a <strong>Napoleón</strong> al negarse a consagrar<br />

a <strong>los</strong> candidatos que él había nombrado que el daño que <strong>Napoleón</strong> infligió a Pío al<br />

anexionarse sus estados. Pero en el marco más amplio de la vida religiosa de<br />

Francia la disputa es relativamente insignificante. El hecho en realidad importante<br />

es que <strong>Napoleón</strong> se hizo cargo de las iglesias de Francia, que se habían entregado a<br />

la orgía y las mascaradas anticristianas, y las abrió nuevamente al culto de Dios.<br />

Puso fin a la guerra civil religiosa en Francia. Designó un episcopado mejor que el<br />

que Francia había tenido desde el siglo XIII, y no se entrometió en <strong>los</strong> asuntos<br />

espirituales. Si, como sucede siempre, la Iglesia reforzó el patriotismo —una<br />

tricolor fragante de incienso justificaba aún más sacrificios que la tricolor sola—,<br />

<strong>Napoleón</strong> trató este aspecto como un hecho incidental bienvenido, pero no hizo<br />

nada especial para alentarlo. Sobre todo, cuando concertó el Concordato, efectuó<br />

un acto valiente y duradero. Continuaría en vigor hasta 1905, y durante el siglo XIX<br />

fue el modelo de treinta tratados análogos entre Roma y <strong>los</strong> gobiernos extranjeros.<br />

En este sentido. <strong>Napoleón</strong> realizó un aporte importante a la autoridad espiritual del<br />

Papa, y el propio Pío me quien dijo: «El Concordato fue un acto curativo, cristiano y<br />

heroico.»

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