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17.05.2013 Views

debía hacerse. La mayoría convino en que Pío no cumplía sus deberes con Francia por motivos temporales, pero monsieur Emery, el santo director de Saint-Sulpice, un hombre que ya tenía ochenta años, adoptó una posición distinta; recordando a Napoleón que Dios había otorgado al Papa poder espiritual sobre todos los cristianos. «Pero no poder temporal —objetó Napoleón—. Carlomagno se lo otorgó, y yo, como sucesor de Carlomagno, me propongo retirárselo. ¿Qué le parece eso, monsieur Emery?» El director de Saint-Sulpice le respondió: «Sire, exactamente lo mismo que pensó Bossuet. En su Declaration du clergé de France afirma que felicita no sólo a la Iglesia Romana sino a la Iglesia universal por la soberanía temporal del Papa, porque siendo independiente, él puede ejercer más fácilmente sus funciones como padre de todos los fieles.» Napoleón replicó que lo que era cierto en los tiempos de Bossuet no podía aplicarse en 1811, cuando Europa occidental estaba gobernada por un hombre, y no disputada por varios. La Comisión redactó una solicitud que pedía a Pío que autorizara a los metropolitanos la consagración de obispos en las sedes que habían permanecido vacantes durante seis meses. Napoleón se volvió hacia Emery. «¿Usted cree que el Papa lo concederá?», le preguntó. «No lo creo, Sire, porque reduciría a la nada su derecho de investidura.» Cuando comenzó a disolverse la reunión, algunos veteranos prelados de actitud conciliadora se disculparon por la difícil conducta de Emery. Según dijeron, era anciano y chocheaba un poco. «Se equivocan, caballeros —replicó Napoleón—. No estoy irritado en lo más mínimo con monsieur Emery. Ha hablado como un experto, y eso es lo que me complace.» Cuando al mes siguiente Emery falleció, Napoleón lamentó la pérdida de «un sabio», y propuso que se lo sepultara «con los grandes servidores del Estado» en el Panteón. Pío, que aún se encontraba en Savona, recibió la petición de la Comisión, que había sido aprobada formalmente por un Consejo de ochenta obispos, en su mayoría franceses. Pío hizo lo que Emery creía que no haría: firmó un documento que autorizaba a los metropolitanos a consagrar a los candidatos de Napoleón. Pero el Papa era un hombre sumamente variable, pocos días más tarde lamentó lo que había hecho. Entonces escribió un nuevo breve, excluyendo a los obispados de los ex Estados Papales de los arreglos relacionados con la investidura. Napoleón rehusó aceptar este breve. En mayo de 1812 la armada inglesa apareció frente a Savona, y por razones de seguridad Napoleón ordenó que Pío fuese trasladado a Fontainebleau. Debía vestirse como un sencillo cura, y como de costumbre, era necesario realizar el traslado con la mayor velocidad posible. Pío no encontraba pantuflas negras que le sentasen bien, de modo que ordenó que se tiñesen con tinta las blancas, para hacer juego con la sotana negra prestada. Con sus pantuflas entintadas, durante la noche, el Papa disfrazado, siguió el mismo camino que su predecesor había recorrido bajo el Directorio, entró en Francia y se instaló en el palacio construido por Francisco I, el creador del primer Concordato. Napoleón, que estaba enfrascado en la campaña, no pudo ir a Fontainebleau hasta enero de 1813. Abrazó a Pío, lo besó en ambas mejillas, e inició las conversaciones. Fueron cordiales, y al cabo de cinco días Pío firmó un acuerdo que autorizaba a los metropolitanos a consagrar a los obispos, e incluso a los obispos de los ex Estados Papales, si el propio Papa no atinaba a consagrarlos seis meses después de la presentación de la candidatura. Pío estampó su firma en un momento de optimismo, y después de hacerlo cayó en un pozo de depresión. Pasó noches insomne, retorciéndose en su lecho, lejos de Roma, convencido de que había concedido demasiado y de que ardería en las llamas eternas. Como señal de gratitud hacía Pío por haber firmado el acuerdo, Napoleón permitió que dos de sus cardenales se reuniesen con el Papa en Fontainebleau. Uno era Consaivi, firme creyente en el poder temporal, y el otro Pacca, un francófobo decidido, a quien Napoleón había mantenido prisionero en Fenestrelle desde 1809. Consaivi y Pacca manipularon el miedo de Pío al infierno, y convencieron al variable Papa de que revocase su firma. En una cana dirigida a Napoleón el 24 de marzo de calles de París, mientras las multitudes agitaban los brazos y vitoreaban. A las doce menos cuarto se apearon frente al palacio del arzobispo y se cubrieron con los mantos de larga cola, cada uno de los cuales debía ser «sostenido» por cuatro portadores. El de Napoleón era púrpura, y estaba bordado con ramas de olivo, laurel y roble alrededor de la letra N. A mediodía, Napoleón y Josefina entraron en Notre Dame, y avanzaron lentamente por la nave, mientras una banda militar ejecutaba la Marcha de la Coronación y los presentes gritaban «¡Viva el emperador!». Ocho mil personas llegadas de los diferentes rincones de Francia estaban reunidas en la catedral. En contraste con la coronación de Luis XVI, en que el público había sido admitido sólo después de la consagración, Napoleón había insistido en que la ceremonia debía ser vista. Esa gente estaba allí desde el alba, y los vendedores hacían su agosto vendiendo bocadillos de jamón. Napoleón vio a su nueva corte alrededor del altar y los tronos; no eran petimetres, sino todos ellos hombres como él mismo, hombres que habían demostrado su valor. Sólo los títulos eran poco conocidos. Cambacérés, archicanciller del Imperio, pero conservaba su condición de gourmet, el hombre para quien Napoleón, como favor especial, permitía que se enviasen trufas y jamón por correo; Lebrun era architesorero, pero conservaba el rasgo de siempre —es decir, era el inflexible financiero normando, que se había desempeñado eficazmente como tercer cónsul—; Talleyrand, ataviado con sus vestiduras de gran chambelán, era la misma criatura sinuosa que en cada situación sin duda descubriría la palabra realmente venenosa; Berthier, maestro de la Cacería Real, continuaba ocupado con una sola presa: madame Visconti. Todos y cada uno le mostraban los rostros conocidos, pero se los veía adornados con las creaciones más recientes de los modistos parisienses. Un caso típico era Gérard Duroc, gran mariscal del palacio, que se cubría con una capa de terciopelo rojo bordada de plata y forrada de satén blanco, las vueltas bordadas con palmeras blancas, la espada con mango de madreperla en una vaina de marfil, el bastón del cargo revestido de terciopelo azul adornado con águilas y el sombrero rematado con plumas blancas. La ceremonia comenzó con la recitación de letanías. Después, el Papa ungió a Napoleón y a Josefina. Dijo la primera parte de la misa —una misa votiva de Nuestra Señora, en lugar de la que solía decirse el primer domingo de Adviento—. Después del gradual, bendijo las insignias imperiales y las entregó sucesivamente a Napoleón: el globo, la mano de la justicia, la espada y el cetro. Después, Napoleón subió los peldaños que llevaban al altar; era una figura solitaria bajo las altas columnas. Sostuvo con ambas manos la corona de laurel dorado y la depositó sobre su propia cabeza. Vivat Imperator in Aeternum entonó el coro. Tenía treinta y cinco años. A los ojos de muchos, la coronación de Napoleón era el momento culminante de la ceremonia, pero para el propio Napoleón el episodio siguiente fue más importante. Cuando Josefina se adelantó y se arrodilló al pie de los peldaños del altar, con lágrimas de emoción que le caían entre las manos entrelazadas, Napoleón alzó la corona destinada a ella y, después de una breve pausa, la depositó suavemente sobre la cabeza de su esposa, acomodándola con cuidado sobre los cabellos distribuidos en bucles. Cuando respondiendo a una orden de Napoleón, David se acercó para plasmar la ceremonia en la tela, de modo que el cuadro evocase los acontecimientos de ese día mucho después que los recuerdos se hubiesen desdibujado y las reseñas periodísticas hubieran amarilleado, decidió elegir ese momento. Napoleón se dispone a coronar a Josefina, que se arrodilla ante él. «Bien pensado, David —fue el comentario de Napoleón acerca del cuadro— . Usted adivinó lo que yo tenía en mente: me ha mostrado como un caballero francés». Napoleón y Josefina ocuparon sus lugares sobre los altos tronos ceremoniales mientras continuaba la misa. Se ejecutó música de Paesiello, que siempre agradaba a Napoleón. Pero los episodios siguientes —el retiro y la reposición de las mitras, el

Napoleón comprobó que, comparado con su familia, el jefe de la Iglesia Católica era llevadero. Pío partió hacia París el 2 de noviembre de 1804. Viajó sin prisa, con un cortejo de cien personas, y Napoleón le escribió para pedirle que se apresurase: «Se fatigará mucho menos si concluye de una vez el viaje.» Napoleón fue a dar la bienvenida al Papa en el lugar de encuentro tradicional, una encrucijada en el bosque de Fontainebleau, lo instaló en las Tullerías, y consideradamente hizo decorar una habitación de manera que fuese el calco exacto de la que ocupaba Pío en el Quirinal. Todo se desarrolló sin tropiezos, y Napoleón satisfizo a su vieja nodriza Camilla, pues le consiguió una audiencia con Pío. Pero La Revelliére, el ex director ateo, censuró el abrazo de Napoleón con el Papa, y por su parte, un ministro Borbón censuró a Pío: «La venta de cargos por Alejandro VI es menos repugnante que esta apostasía de su débil sucesor». Napoleón dijo a Pío que él mismo depositaría la corona sobre su propia cabeza. Pío no formuló objeciones. Pero en efecto se opuso a presenciar el juramento imperial, en virtud del cual Napoleón prometería mantener la «libertad de cultos religiosos». Se convino en que Pío elegiría ese momento para ir a desvestirse a la sacristía. El Papa, sus cardenales y los teólogos de la Curia habían estado discutiendo durante siete meses la coronación de Napoleón. Se había hablado mucho de la precedencia, y acerca de la cantidad de millones que el agradecido Napoleón ofrendaría a la Iglesia. Pero nadie había pensado en preguntar si Napoleón y Josefina eran marido y mujer a los ojos de la Iglesia; una extraña omisión, en vista de que la ceremonia que se celebraría poco después era un sacramento. Probablemente el propio Pío aludió al asunto, absolutamente por casualidad en el curso de una conversación con Josefina. ¿Desde cuánto están casados? o ¿Dónde se casaron? —quizás éstas fueron sus preguntas, y Josefina respondió verazmente—. Cuando el Papa supo que Josefina y Napoleón de ningún modo estaban casados a los ojos de la Iglesia, rehusó presidir la consagración, a menos que se regularizara la unión. Todo esto fue iniciativa del propio Pío. Josefina sabía que en la consagración se uniría estrechamente con Napoleón induciendo a Pío a dar ese paso. Napoleón, que creía que el matrimonio era un acto civil, no tenía especiales deseos de afrontar una segunda ceremonia, pero en vista de la actitud decidida de Pío, al fin aceptó. Napoleón y Josefina oficiaron el sacramento del matrimonio ante el cardenal Fesch en vísperas de la coronación, en la capilla privada de las Tullerías. La mañana del domingo 2 de diciembre de 1804, Napoleón se levantó a la hora acostumbrada, pero en lugar del uniforme que solía usar, se puso camisa y pantalones de la más fina seda blanca, y sobre los hombros una corra capa púrpura revestida con armiño ruso y bordada con abejas de oro. Sobre la cabeza, en lugar del pequeño y deforme bicornio se calzó un sombrero de fieltro negro adornado con altas plumas blancas. Entonces llegó Joseph. Napoleón contempló las vestiduras de su hermano, casi tan finas como las suyas propias, con sus sedas y sus hilos de oro, y echó una ojeada a su propio atuendo. Su mente retornó a Carlo el Magnífico, a quien habían complacido las prendas lujosas, y observó con cierta añoranza: «¡Si ahora pudiese vernos nuestro padre!» Mientras se paseaba por la habitación con el atuendo imperial, Napoleón recordó otro episodio de su pasado. «Llamen a Raguideau», ordenó. Raguideau era el notario que había aconsejado a Josefina que no desposara a Napoleón. Un lacayo fue a la casa del notario, y poco después llegó el hombrecito, desconcertado por la súbita convocatoria, precisamente esa mañana. Napoleón se volvió hacia el notario, deslumbrante con sus vestiduras de seda blanca y oro. «Bien, monsieur Raguideau, ¿no tengo nada más que mi capa y la espada?». Josefina tenía un aire radiante, los cabellos formando bucles, y una magnífica diadema de diamantes. A las diez Napoleón ocupó su lugar al lado de Josefina, sentados ambos sobre cojines de terciopelo blanco, en un carruaje dorado tirado por ocho esbeltos bayos con arneses de cuero rojo. Frente a ellos estaban sentados Joseph y Louis. Durante esa mañana limpia y luminosa atravesaron lentamente las 1813, Pío se retractó de todos los términos del acuerdo que había firmado un poco antes. «Esto es lo que vale la infalibilidad papal», murmuró Napoleón. Pero a esta altura de las cosas los acontecimientos militares se habían impuesto a todo el resto, y Napoleón sintió a lo sumo un toque de decepción. En enero de 1814 permitió el regreso de Pío a Italia. Tal fue la disputa entre Napoleón y el Papa. Napoleón siempre tuvo una actitud completamente definida acerca de que la espada y el espíritu son dos cosas separadas, y de que el espíritu prevalece. Creía que al ocupar Roma, de ningún modo estaba menoscabando la autoridad espiritual del Papa; más aún, habría permitido que Pío permaneciese en Roma, si él no se hubiese aferrado a su poder temporal. Por su parte, Pío siempre habló afectuosamente de Napoleón. «El hijo es un tanto levantisco —comentó—, pero continúa siendo el hijo.» Napoleón habría rechazado esta censura implícita. Creía que la autoridad espiritual de un hombre de Dios, tratárase de un Papa o de un cura de aldea, estaba en proporción inversa al número de sus bienes mundanos. Esta creencia, y no la que afirmó la Curia, sería la que se confirmaría con los hechos futuros. La autoridad espiritual del Papa nunca ha sido mayor que desde 1870, año en que el gobierno italiano despojó al viCarlo de Cristo de su reino terrenal. Personalmente, Napoleón sintió mucha angustia y mucha irritación durante su disputa con Pío que, en definitiva, perjudicó más a Napoleón al negarse a consagrar a los candidatos que él había nombrado que el daño que Napoleón infligió a Pío al anexionarse sus estados. Pero en el marco más amplio de la vida religiosa de Francia la disputa es relativamente insignificante. El hecho en realidad importante es que Napoleón se hizo cargo de las iglesias de Francia, que se habían entregado a la orgía y las mascaradas anticristianas, y las abrió nuevamente al culto de Dios. Puso fin a la guerra civil religiosa en Francia. Designó un episcopado mejor que el que Francia había tenido desde el siglo XIII, y no se entrometió en los asuntos espirituales. Si, como sucede siempre, la Iglesia reforzó el patriotismo —una tricolor fragante de incienso justificaba aún más sacrificios que la tricolor sola—, Napoleón trató este aspecto como un hecho incidental bienvenido, pero no hizo nada especial para alentarlo. Sobre todo, cuando concertó el Concordato, efectuó un acto valiente y duradero. Continuaría en vigor hasta 1905, y durante el siglo XIX fue el modelo de treinta tratados análogos entre Roma y los gobiernos extranjeros. En este sentido. Napoleón realizó un aporte importante a la autoridad espiritual del Papa, y el propio Pío me quien dijo: «El Concordato fue un acto curativo, cristiano y heroico.»

debía hacerse. <strong>La</strong> mayoría convino en que Pío no cumplía sus deberes con Francia<br />

por motivos temporales, pero monsieur Emery, el santo director de Saint-Sulpice,<br />

un hombre que ya tenía ochenta años, adoptó una posición distinta; recordando a<br />

<strong>Napoleón</strong> que Dios había otorgado al Papa poder espiritual sobre todos <strong>los</strong><br />

cristianos. «Pero no poder temporal —objetó <strong>Napoleón</strong>—. Carlomagno se lo otorgó,<br />

y yo, como sucesor de Carlomagno, me propongo retirárselo. ¿Qué le parece eso,<br />

monsieur Emery?» El director de Saint-Sulpice le respondió: «Sire, exactamente lo<br />

mismo que pensó Bossuet. En su Declaration du clergé de France afirma que felicita<br />

no sólo a la Iglesia Romana sino a la Iglesia universal por la soberanía temporal del<br />

Papa, porque siendo independiente, él puede ejercer más fácilmente sus funciones<br />

como padre de todos <strong>los</strong> fieles.» <strong>Napoleón</strong> replicó que lo que era cierto en <strong>los</strong><br />

tiempos de Bossuet no podía aplicarse en 1811, cuando Europa occidental estaba<br />

gobernada por un hombre, y no disputada por varios.<br />

<strong>La</strong> Comisión redactó una solicitud que pedía a Pío que autorizara a <strong>los</strong><br />

metropolitanos la consagración de obispos en las sedes que habían permanecido<br />

vacantes durante seis meses. <strong>Napoleón</strong> se volvió hacia Emery. «¿Usted cree que el<br />

Papa lo concederá?», le preguntó. «No lo creo, Sire, porque reduciría a la nada su<br />

derecho de investidura.» Cuando comenzó a disolverse la reunión, algunos<br />

veteranos prelados de actitud conciliadora se disculparon por la difícil conducta de<br />

Emery. Según dijeron, era anciano y chocheaba un poco. «Se equivocan, caballeros<br />

—replicó <strong>Napoleón</strong>—. No estoy irritado en lo más mínimo con monsieur Emery. Ha<br />

hablado como un experto, y eso es lo que me complace.» Cuando al mes siguiente<br />

Emery falleció, <strong>Napoleón</strong> lamentó la pérdida de «un sabio», y propuso que se lo<br />

sepultara «con <strong>los</strong> grandes servidores del Estado» en el Panteón.<br />

Pío, que aún se encontraba en Savona, recibió la petición de la Comisión, que<br />

había sido aprobada formalmente por un Consejo de ochenta obispos, en su<br />

mayoría franceses. Pío hizo lo que Emery creía que no haría: firmó un documento<br />

que autorizaba a <strong>los</strong> metropolitanos a consagrar a <strong>los</strong> candidatos de <strong>Napoleón</strong>. Pero<br />

el Papa era un hombre sumamente variable, pocos días más tarde lamentó lo que<br />

había hecho.<br />

Entonces escribió un nuevo breve, excluyendo a <strong>los</strong> obispados de <strong>los</strong> ex Estados<br />

Papales de <strong>los</strong> arreg<strong>los</strong> relacionados con la investidura. <strong>Napoleón</strong> rehusó aceptar<br />

este breve.<br />

En mayo de 1812 la armada inglesa apareció frente a Savona, y por razones de<br />

seguridad <strong>Napoleón</strong> ordenó que Pío fuese trasladado a Fontainebleau. Debía<br />

vestirse como un sencillo cura, y como de costumbre, era necesario realizar el<br />

traslado con la mayor velocidad posible. Pío no encontraba pantuflas negras que le<br />

sentasen bien, de modo que ordenó que se tiñesen con tinta las blancas, para<br />

hacer juego con la sotana negra prestada. Con sus pantuflas entintadas, durante la<br />

noche, el Papa disfrazado, siguió el mismo camino que su predecesor había<br />

recorrido bajo el Directorio, entró en Francia y se instaló en el palacio construido<br />

por Francisco I, el creador del primer Concordato.<br />

<strong>Napoleón</strong>, que estaba enfrascado en la campaña, no pudo ir a Fontainebleau<br />

hasta enero de 1813. Abrazó a Pío, lo besó en ambas mejillas, e inició las<br />

conversaciones. Fueron cordiales, y al cabo de cinco días Pío firmó un acuerdo que<br />

autorizaba a <strong>los</strong> metropolitanos a consagrar a <strong>los</strong> obispos, e incluso a <strong>los</strong> obispos<br />

de <strong>los</strong> ex Estados Papales, si el propio Papa no atinaba a consagrar<strong>los</strong> seis meses<br />

después de la presentación de la candidatura. Pío estampó su firma en un<br />

momento de optimismo, y después de hacerlo cayó en un pozo de depresión. Pasó<br />

noches insomne, retorciéndose en su lecho, lejos de Roma, convencido de que<br />

había concedido demasiado y de que ardería en las llamas eternas.<br />

Como señal de gratitud hacía Pío por haber firmado el acuerdo, <strong>Napoleón</strong><br />

permitió que dos de sus cardenales se reuniesen con el Papa en Fontainebleau. Uno<br />

era Consaivi, firme creyente en el poder temporal, y el otro Pacca, un francófobo<br />

decidido, a quien <strong>Napoleón</strong> había mantenido prisionero en Fenestrelle desde 1809.<br />

Consaivi y Pacca manipularon el miedo de Pío al infierno, y convencieron al variable<br />

Papa de que revocase su firma. En una cana dirigida a <strong>Napoleón</strong> el 24 de marzo de<br />

calles de París, mientras las multitudes agitaban <strong>los</strong> brazos y vitoreaban. A las doce<br />

menos cuarto se apearon frente al palacio del arzobispo y se cubrieron con <strong>los</strong><br />

mantos de larga cola, cada uno de <strong>los</strong> cuales debía ser «sostenido» por cuatro<br />

portadores. El de <strong>Napoleón</strong> era púrpura, y estaba bordado con ramas de olivo,<br />

laurel y roble alrededor de la letra N.<br />

A mediodía, <strong>Napoleón</strong> y Josefina entraron en Notre Dame, y avanzaron<br />

lentamente por la nave, mientras una banda militar ejecutaba la Marcha de la<br />

Coronación y <strong>los</strong> presentes gritaban «¡Viva el emperador!».<br />

Ocho mil personas llegadas de <strong>los</strong> diferentes rincones de Francia estaban<br />

reunidas en la catedral. En contraste con la coronación de Luis XVI, en que el<br />

público había sido admitido sólo después de la consagración, <strong>Napoleón</strong> había<br />

insistido en que la ceremonia debía ser vista. Esa gente estaba allí desde el alba, y<br />

<strong>los</strong> vendedores hacían su agosto vendiendo bocadil<strong>los</strong> de jamón.<br />

<strong>Napoleón</strong> vio a su nueva corte alrededor del altar y <strong>los</strong> tronos; no eran<br />

petimetres, sino todos el<strong>los</strong> hombres como él mismo, hombres que habían<br />

demostrado su valor. Sólo <strong>los</strong> títu<strong>los</strong> eran poco conocidos.<br />

Cambacérés, archicanciller del Imperio, pero conservaba su condición de<br />

gourmet, el hombre para quien <strong>Napoleón</strong>, como favor especial, permitía que se<br />

enviasen trufas y jamón por correo; Lebrun era architesorero, pero conservaba el<br />

rasgo de siempre —es decir, era el inflexible financiero normando, que se había<br />

desempeñado eficazmente como tercer cónsul—; Talleyrand, ataviado con sus<br />

vestiduras de gran chambelán, era la misma criatura sinuosa que en cada situación<br />

sin duda descubriría la palabra realmente venenosa; Berthier, maestro de la<br />

Cacería Real, continuaba ocupado con una sola presa: madame Visconti. Todos y<br />

cada uno le mostraban <strong>los</strong> rostros conocidos, pero se <strong>los</strong> veía adornados con las<br />

creaciones más recientes de <strong>los</strong> modistos parisienses. Un caso típico era Gérard<br />

Duroc, gran mariscal del palacio, que se cubría con una capa de terciopelo rojo<br />

bordada de plata y forrada de satén blanco, las vueltas bordadas con palmeras<br />

blancas, la espada con mango de madreperla en una vaina de marfil, el bastón del<br />

cargo revestido de terciopelo azul adornado con águilas y el sombrero rematado<br />

con plumas blancas.<br />

<strong>La</strong> ceremonia comenzó con la recitación de letanías. Después, el Papa ungió a<br />

<strong>Napoleón</strong> y a Josefina. Dijo la primera parte de la misa —una misa votiva de<br />

Nuestra Señora, en lugar de la que solía decirse el primer domingo de Adviento—.<br />

Después del gradual, bendijo las insignias imperiales y las entregó sucesivamente a<br />

<strong>Napoleón</strong>: el globo, la mano de la justicia, la espada y el cetro. Después, <strong>Napoleón</strong><br />

subió <strong>los</strong> peldaños que llevaban al altar; era una figura solitaria bajo las altas<br />

columnas. Sostuvo con ambas manos la corona de laurel dorado y la depositó sobre<br />

su propia cabeza. Vivat Imperator in Aeternum entonó el coro. Tenía treinta y cinco<br />

años.<br />

A <strong>los</strong> ojos de muchos, la coronación de <strong>Napoleón</strong> era el momento culminante de<br />

la ceremonia, pero para el propio <strong>Napoleón</strong> el episodio siguiente fue más<br />

importante. Cuando Josefina se adelantó y se arrodilló al pie de <strong>los</strong> peldaños del<br />

altar, con lágrimas de emoción que le caían entre las manos entrelazadas,<br />

<strong>Napoleón</strong> alzó la corona destinada a ella y, después de una breve pausa, la<br />

depositó suavemente sobre la cabeza de su esposa, acomodándola con cuidado<br />

sobre <strong>los</strong> cabel<strong>los</strong> distribuidos en bucles. Cuando respondiendo a una orden de<br />

<strong>Napoleón</strong>, David se acercó para plasmar la ceremonia en la tela, de modo que el<br />

cuadro evocase <strong>los</strong> acontecimientos de ese día mucho después que <strong>los</strong> recuerdos<br />

se hubiesen desdibujado y las reseñas periodísticas hubieran amarilleado, decidió<br />

elegir ese momento. <strong>Napoleón</strong> se dispone a coronar a Josefina, que se arrodilla<br />

ante él. «Bien pensado, David —fue el comentario de <strong>Napoleón</strong> acerca del cuadro—<br />

. Usted adivinó lo que yo tenía en mente: me ha mostrado como un caballero<br />

francés».<br />

<strong>Napoleón</strong> y Josefina ocuparon sus lugares sobre <strong>los</strong> altos tronos ceremoniales<br />

mientras continuaba la misa. Se ejecutó música de Paesiello, que siempre agradaba<br />

a <strong>Napoleón</strong>. Pero <strong>los</strong> episodios siguientes —el retiro y la reposición de las mitras, el

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