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Grand». Para esquivar al suspicaz Spina, lo envió directamente a Roma, con un mensaje característico por su impaciencia: a menos que Pío lo ratificase en el lapso de cinco días él retiraría a su enviado. «Estamos dispuestos a ir hasta las puertas del Infierno, pero no más lejos», suspiró Pío, y formuló una contrapropuesta: el gobierno francés debía declarar que protegería la pureza del dogma católico. Entretanto, pasaron los cinco días, y Cacault salió de Roma, pero llevándose consigo al dinámico cardenal Consaivi, de cuarenta y tres años, el mismo que según él creía obtendría mejores resultados que Spina. Napoleón recibió a Consaivi en las Tullerías y le espetó un discurso de media hora, «pero sin cólera, ni palabras duras», dice el cardenal. Napoleón simpatizó con Consaivi, que se mostró franco, razonable y flexible. Mientras Talleyrand, que anticipaba la derrota, partía para tomar las aguas de Bourbon LArchambault, Napoleón dispuso con optimismo una cena el Día de la Bastilla, casi un mes después, donde se anunciaría el acuerdo. El Día de la Bastilla, Consaivi y Bernier mostraron a Napoleón el texto en que habían coincidido. A Napoleón no le agradó. Lo arrojó furiosamente al fuego y dictó un nuevo borrador, el noveno, y le dijo a Consaivi que lo aceptara o regresase a Roma. Consaivi aceptó todos los artículos excepto el primero, que exigía que la práctica pública de la religión «armonizara con los reglamentos policiales». Parecía que este artículo subordinaba la Iglesia al Estado. Napoleón se irritó nuevamente, y durante la cena del Día de la Bastilla dijo a Consaivi: «No necesito al Papa. Enrique VIII no tenía ni la vigésima parte de mi poder, y sin embargo consiguió cambiar la religión de su país. Puedo hacer otro tanto... ¿Cuándo se marcha?». Consaivi respondió: «Después de la cena, general.» Pero después de la cena el embajador austríaco Cobenzl rogó a Napoleón que aceptara una modificación del artículo uno «con el fin de dar paz a Europa». Napoleón aceptó de mala gana, Bernier y Consaivi mantuvieron una discusión de doce horas y finalmente elaboraron la siguiente fórmula: «en armonía con los reglamentos policiales que puedan ser necesarios en vista del orden público». Napoleón lo aprobó, y el 15 de julio de 1801 firmó el Concordato en las Tullerías. Este documento comienza con un preámbulo que describe al catolicismo romano como «la religión de la gran mayoría del pueblo francés», y como la religión profesada por los cónsules. El culto debía ser libre y público. En concordancia con el gobierno, el Papa modificaría las diócesis de tal modo que su número se redujese en más de la mitad, hasta un total de sesenta. Los titulares de los obispados renunciarían, y si se negaban, serían reemplazados por el Papa. El primer cónsul designaría los nuevos obispos; el Papa los consagraría. El gobierno debía poner a disposición de los obispos todas las iglesias no nacionalizadas que fueran necesarias para el culto, y pagaría a los obispos y los curas un sueldo adecuado. El Concordato era una versión actualizada del antiguo Concordato, que había reglamentado la actividad de la Iglesia en Francia durante casi trescientos años. Pero era menos galicano, es decir, otorgaba menos autonomía a la jerarquía francesa. Napoleón concedió al Papa no sólo el poder de consagrar a los obispos, una atribución de la cual siempre había gozado, sino el derecho, en ciertas circunstancias, de deponerlos, y eso era lo nuevo. Napoleón procedió así con el fin de realizar una limpieza enérgica de obispos. Napoleón no discutió de antemano el Concordato con su Consejo de Estado. Cuando en efecto les mostró el texto, los miembros del Consejo lo criticaron por entender que no era suficientemente galicano. Anticiparon que las asambleas jamás lo aprobarían, a menos que se le agregasen ciertos anexos. Finalmente, se redactaron setenta «artículos orgánicos», que fueron agregados al Concordato. Por ejemplo, todas las bulas provenientes de Roma estarían sujetas al plácet del gobierno, y los teólogos de los seminarios enseñarían los artículos galicanos de 1682, uno de los cuales afirmaba que el Papa y la reina huyó con su marido a Palermo. En 1806 Napoleón convirtió a Napóles en un reino dentro del Imperio francés. La otra reina era María Luisa, esposa del demente Carlos IV, y la verdadera gobernante de España a través de su amante el ministro Godoy. En 1806, cuando entró en Berlín, Napoleón descubrió entre los papeles secretos del gobierno prusiano una carta en la cual Godoy prometía atacar Francia de acuerdo con Prusia; sólo la victoria de Napoleón en Jena lo obligó a desistir. A partir de ese momento Napoleón decidió destruir la dinastía borbónica española, que por razones de sangre y de principio se oponía a la nueva Francia; su oportunidad llegó en 1808, cuando un alzamiento popular contra Godoy obligó a la familia real a buscar asilo en Francia. Napoleón aceptó la abdicación de Carlos en 1808, y convirtió a España en un reino dentro del Imperio francés. De ese modo nació el Imperio. Napoleón lo creó casi totalmente mediante las conquistas que realizó en el curso de dos guerras defensivas, las que corresponden a la Tercera y Cuarta Coalición. Se impuso luchando contra fuerzas muy superiores, gracias a la mera y simple capacidad militar, la misma capacidad que le había aportado tantas victorias en Italia. Después de ocupar estos territorios, Napoleón estaba decidido a conservarlos, porque constituían el medio más seguro, quizás el único medio de mantener a raya a sus enemigos. Para conservar las ventajas obtenidas, organizó cada componente con cuidado y prestando atención al conjunto. A principios de 1808, el año culminante del Imperio, Napoleón podía abrir un atlas y comprobar que gobernaba la mitad de Europa. Su Imperio se extendía desde el Océano Atlántico hasta la Rusia Blanca, desde el helado Báltico hasta las aguas azules del Mar Jónico. Desde el cabo San Vicente, en Portugal, a Grodno, en el Gran Ducado de Varsovia, la distancia era de casi 3.200 kilómetros; desde Hamburgo en el norte a Reggio di Calabria en el sur, había más de 1.800 kilómetros. Su población, incluidos los habitantes de Francia, formaban una masa de 70 millones. Los territorios gobernados por Napoleón pertenecían a una de tres categorías. En primer lugar estaba Francia, de la cual eran partes integrantes Bélgica, Saboya, la orilla izquierda del Rin y Córcega; y a ella había anexionado Piamome, Genova, Toscana, Roma, Istria y Dalmacia. En 1808 esta Francia ampliada comprendía unos 120 departamentos. En segundo lugar, estaba el reino de Italia, la antigua República Cisalpina ampliada con Venecia y parte de los Estados Papales. Napoleón había propuesto ajoseph que fuese rey de Italia, pero el hermano mayor, que aún abrigaba la esperanza de convertirse en heredero de Napoleón, declinó, y entonces Napoleón tomó para sí mismo la corona de hierro de los lombardos. Gobernó Italia por intermedio de un virrey, su hijastro Eugéne. El tercer tipo de territorio era el estado vasallo: aunque poseía cierta autonomía, sólo Napoleón controlaba su política exterior y fijaba los principios de la administración y las finanzas. En 1808 los estados vasallos de Napoleón eran Portugal, ocupado por un ejército francés; el reino de España; el reino de Holanda; el reino de Napóles; varios pequeños principados, tales como Benevento y la Confederación del Rin, tres de cuyos estados, Baviera, Württemberg y Sajonia habían sido elevados por Napoleón a la jerarquía de reinos; un cuarto estado, Westfalia, también se había convertido en reino, de modo que en conjunto Napoleón gobernaba sobre siete reyes vasallos, así como sobre distintos duques, electores y príncipes. Napoleón, que había conquistado estos países en el campo de batalla con el mosquete, la bayoneta y el cañón, los gobernaba desde su despacho mediante la carta, la ley y el decreto. Se sentía tan cómodo con el hedor de la pólvora en su nariz como con el olor del pergamino y la tinta: si durante tres meses era general, durante los tres siguientes se consagraba a la legislación, la política y la diplomacia. Napoleón, que rara vez analizaba su propio carácter, comentó cierta

cuarto de libras por cada cien mil soldados que Rusia pusiera en campaña. La Tercera Coalición comenzó a cobrar forma. Austria se unió a Inglaterra y Rusia en julio de 1805, y dos meses después, atacó Baviera, el aliado más reciente de Napoleón. Los ejércitos de Napoleón estaban agrupados contra Inglaterra, sobre la costa del Canal. En menos de un mes, Napoleón salvó 650 kilómetros a través de Francia, cruzó el Rin y entró en Baviera. Allí, en una campaña de catorce días, derrotó por completo a un ejército austríaco mandado por el general Mack, y capturó 49.000 prisioneros. En otro alarde de rapidez, se desplazó 550 kilómetros hacia el este, ocupó la capital austríaca, y en Austerlitz, unos 110 kilómetros al noreste de Viena, dividió en dos al ejército austrorruso. Con una fuerza que era la mitad de la que tenían sus enemigos, Napoleón arrebató al enemigo 27.000 hombres y se apoderó de 180 cañones; por su parte, perdió sólo 8.000 hombres. Fue la victoria más aplastante de los tiempos modernos. Después, Alejandro se sentó entre los rusos muertos y lloró. Napoleón había entrado tres veces en campaña contra Austria desde la primera ocasión en que asumiera el mando de un ejército, en 1796, y tres veces la había derrotado. Decidió que ese país no atacaría por cuarta vez a Francia. De acuerdo con el Tratado de Presburgo, Napoleón incorporó Venecia a la República Cisalpina —rebautizada con el nombre de reino de Italia— y anexionó a Francia las restantes posesiones de Austria en el Adriático, es decir Istria y Dalmacia; entregó Suabia a su aliado Württemberg, y el Tirol a otra aliada, Baviera. Después, en 1806, como una suerte de tapón contra Austria y Rusia, agrupó dieciséis pequeños estados alemanes en una sola entidad, y él mismo asumió la función de Protector. La Confederación del Rin, como Napoleón denominó a este grupo, se convirtió en un Estado en el marco del Imperio francés. Federico Guillermo, rey de Prusia, era un hombre melancólico y vacilante, a quien Napoleón describió justicieramente como un tonto. Vacilaba entre el deseo de emular a su tío abuelo Federico el Grande en alianza con el zar Alejandro, y el de desarrollarse pacíficamente en unión con Francia. Tenía dos ministros de Relaciones Exteriores en lugar del funcionario único acostumbrado, y de acuerdo con el consejo de estos personajes, concertaba convenios unas veces con Rusia y otras con Francia. Entre 1803 y 1806 cambió de bando por lo menos seis veces. Napoleón aseguró a Federico Guillermo que la Confederación del Rin no estaba dirigida contra Prusia, pero Inglaterra y Rusia aportaron al rey advertencias en sentido contrario. Otro tanto hizo su esposa Louise, una mujer enérgica que revestía periódicamente el uniforme e inspeccionaba el ejército prusiano. Finalmente, durante el verano de 1806, Federico Guillermo se unió a la Cuarta Coalición, formada por Inglaterra, Sajonia, Rusia y Suecia, y el 7 de octubre envió una advertencia a Napoleón: debía evacuar inmediatamente sus tropas de la Confederación del Rin o Prusia iría a la guerra. La respuesta de Napoleón fue una campaña de seis días, durante la cual aniquiló al ejército prusiano en las batallas de Jena y Auerstadt. Como en la guerra de la Tercera Coalición, después avanzó hacia los rusos. Otra aplastante victoria en Friedland repitió la lección de Austerlitz, y Alejandro no tuvo más alternativa que firmar la paz. Con el Tratado de Tilsit, Napoleón debilitó a Prusia, del mismo modo que con el Tratado de Presburgo había debilitado a Austria. Se apoderó del territorio prusiano entre el Oder y el Niemen, y lo convirtió en un nuevo Estado, el Gran Ducado de Varsovia, también incluido en el Imperio francés. Entretanto, hacia el sur, dos reinas enérgicas unidas con maridos Borbones degenerados habían estado conspirando contra Napoleón: María Carolina, la neurótica reina de Napóles y hermana de María Antonieta, se unió a la coalición anglorrusa contra Francia. Era la cuarta vez que esta «criminal mujer», como la denominó Napoleón, quebrantaba un compromiso solemne de neutralidad. Decidido a «expulsarla de su trono», Napoleón envió tropas francesas, debía sujetarse a las decisiones de un Consejo ecuménico. Incluso con los artículos orgánicos como paliativo, Napoleón pudo conseguir que el Tribunado aprobase su Concordato por sólo siete votos. En abril de 1802 Napoleón reabrió las iglesias de Francia. Los campanarios eclesiásticos, que habían guardado silencio durante una década, resonaron en el país entero, desde los prados de Normandía hasta los valles montañeses del Jura. En Clermont Ferrand el nuevo obispo Dampierre fue instalado solemnemente. «Ahora no podemos comprender —dice un oficial acantonado en la guarnición local—, qué extraños parecieron por entonces las ceremonias religiosas y los honores rendidos a un obispo. En la catedral, el capitán que estaba al frente de la banda ordenó se ejecutasen las melodías más ridiculas; por ejemplo, cuando el obispo entró y se procedió a la elevación de la hostia. Ahí le bel oiseau, maman.» De todos modos. Napoleón había adivinado acertadamente el estado de ánimo del pueblo; ninguno de los actos de su gobierno sería más popular. Una anciana, con lágrimas en los ojos, habló a un viajero inglés que recorría el camino de Calais a París de su gratitud al primer cónsul que «nos ha devuelto el domingo». Después de reabrir las iglesias, Napoleón afrontó la tarea sin precedentes de elegir nada menos que sesenta obispos. Deseaba contar con cristianos creyentes de costumbres decentes, que representasen el papel de conciliadores. Encontró un total de dieciséis entre los ex obispos constitucionales y treinta y dos que nunca habían ocupado una sede. Incluso sus críticos de Roma tuvieron que reconocer que Napoleón realizó una excelente selección. En lugar de petimetres como el cardenal de Rúan, que había cortejado a María Anronieta con un collar de diamantes que no había pagado, suministró a Francia pastores de almas de vidas sencillas. Tampoco puede afirmarse que todos fuesen candidatos obvios. Fesch, tío de Napoleón, no había dicho misa durante nueve años y dividía el tiempo entre su galería de cuadros, el juego, los bailes y el teatro, pero Napoleón lo designó arzobispo de Lyon. En adelante llevó una vida ejemplar e hizo más que cualquier otro francés por la educación de los sacerdotes. «Pongan a mi tío en un alambique —bromeó un día Napoleón—, y obtendrán seminarios». «¡Nada de monjes! —fue una de las órdenes de Napoleón—. Denme buenos obispos y buenos curas, nada más.» Y también: «La humillación monacal destruye todo lo que es virtud, toda la energía, todo el sentido de la acción.» Se trataba de un característico prejuicio revolucionario contra los hombres que «no son útiles». Napoleón no permitió conventos franciscanos ni dominicanos, y aceptó solamente treinta casas de benedictinos: había 1.500 bajo el antiguo régimen. Los monjes «útiles» eran otra cosa. Al cruzar los Alpes, durante su segunda campaña italiana, Napoleón observó con aprobación el trabajo realizado por los cartujos, que rescataban a los viajeros atrapados en la nieve con la ayuda de perros San Bernardo que llevaban barrilitos de brandy. En 1801 instaló a los trapenses en el paso del Mont-Cenis con el fin de que realizaran un trabajo análogo de salvamento. También sucedió que cuatro años más tarde Napoleón fue sorprendido por una tormenta de nieve mientras cruzaba ese mismo paso. Se refugió en el convento de los trapenses, donde, sin pérdida de tiempo, el prior le cortó las botas de cuero y con fricciones consiguió devolver la circulación a los pies medio helados. Napoleón también alentó a las órdenes de monjas «útiles». En 1805 designó a su madre protectora de las Hermanas de la Caridad. Tres años más tarde tenían 260 casas. El mismo año, la orden docente de las ursulinas tenía 500 casas. Y precisamente durante el régimen de Napoleón, santa Sophie Barat fundó la orden de sus Dames du Sacre Coeur, con la misión de enseñar a las jóvenes de la clase superior; todavía hoy sus institutos de enseñanza se cuentan entre los mejores de Francia. En general, Napoleón adoptó una actitud abierta frente a la religión. Cuando el cura de Saint-Roch se negó a oficiar el funeral de Marie Adrienne Chameroi, con el argumento de que ella había sido actriz, Napoleón lo envió de regreso al seminario un par de meses, con el fin de que aprendiese que «las

Grand». Para esquivar al suspicaz Spina, lo envió directamente a Roma, con un<br />

mensaje característico por su impaciencia: a menos que Pío lo ratificase en el lapso<br />

de cinco días él retiraría a su enviado. «Estamos dispuestos a ir hasta las puertas<br />

del Infierno, pero no más lejos», suspiró Pío, y formuló una contrapropuesta:<br />

el gobierno francés debía declarar que protegería la pureza del dogma católico.<br />

Entretanto, pasaron <strong>los</strong> cinco días, y Cacault salió de Roma, pero llevándose<br />

consigo al dinámico cardenal Consaivi, de cuarenta y tres años, el mismo que<br />

según él creía obtendría mejores resultados que Spina.<br />

<strong>Napoleón</strong> recibió a Consaivi en las Tullerías y le espetó un discurso de media<br />

hora, «pero sin cólera, ni palabras duras», dice el cardenal.<br />

<strong>Napoleón</strong> simpatizó con Consaivi, que se mostró franco, razonable y flexible.<br />

Mientras Talleyrand, que anticipaba la derrota, partía para tomar las aguas de<br />

Bourbon LArchambault, <strong>Napoleón</strong> dispuso con optimismo una cena el Día de la<br />

Bastilla, casi un mes después, donde se anunciaría el acuerdo.<br />

El Día de la Bastilla, Consaivi y Bernier mostraron a <strong>Napoleón</strong> el texto en que<br />

habían coincidido. A <strong>Napoleón</strong> no le agradó. Lo arrojó furiosamente al fuego y dictó<br />

un nuevo borrador, el noveno, y le dijo a Consaivi que lo aceptara o regresase a<br />

Roma. Consaivi aceptó todos <strong>los</strong> artícu<strong>los</strong> excepto el primero, que exigía que la<br />

práctica pública de la religión «armonizara con <strong>los</strong> reglamentos policiales». Parecía<br />

que este artículo subordinaba la Iglesia al Estado.<br />

<strong>Napoleón</strong> se irritó nuevamente, y durante la cena del Día de la Bastilla dijo a<br />

Consaivi: «No necesito al Papa. Enrique VIII no tenía ni la vigésima parte de mi<br />

poder, y sin embargo consiguió cambiar la religión de su país. Puedo hacer otro<br />

tanto... ¿Cuándo se marcha?».<br />

Consaivi respondió: «Después de la cena, general.» Pero después de la cena el<br />

embajador austríaco Cobenzl rogó a <strong>Napoleón</strong> que aceptara una modificación del<br />

artículo uno «con el fin de dar paz a Europa».<br />

<strong>Napoleón</strong> aceptó de mala gana, Bernier y Consaivi mantuvieron una discusión<br />

de doce horas y finalmente elaboraron la siguiente fórmula:<br />

«en armonía con <strong>los</strong> reglamentos policiales que puedan ser necesarios en vista<br />

del orden público». <strong>Napoleón</strong> lo aprobó, y el 15 de julio de 1801 firmó el<br />

Concordato en las Tullerías.<br />

Este documento comienza con un preámbulo que describe al catolicismo<br />

romano como «la religión de la gran mayoría del pueblo francés», y como la<br />

religión profesada por <strong>los</strong> cónsules. El culto debía ser libre y público. En<br />

concordancia con el gobierno, el Papa modificaría las diócesis de tal modo que su<br />

número se redujese en más de la mitad, hasta un total de sesenta. Los titulares de<br />

<strong>los</strong> obispados renunciarían, y si se negaban, serían reemplazados por el Papa. El<br />

primer cónsul designaría <strong>los</strong> nuevos obispos; el Papa <strong>los</strong> consagraría. El gobierno<br />

debía poner a disposición de <strong>los</strong> obispos todas las iglesias no nacionalizadas que<br />

fueran necesarias para el culto, y pagaría a <strong>los</strong> obispos y <strong>los</strong> curas un sueldo<br />

adecuado.<br />

El Concordato era una versión actualizada del antiguo Concordato, que había<br />

reglamentado la actividad de la Iglesia en Francia durante casi trescientos años.<br />

Pero era menos galicano, es decir, otorgaba menos autonomía a la jerarquía<br />

francesa. <strong>Napoleón</strong> concedió al Papa no sólo el poder de consagrar a <strong>los</strong> obispos,<br />

una atribución de la cual siempre había gozado, sino el derecho, en ciertas<br />

circunstancias, de deponer<strong>los</strong>, y eso era lo nuevo. <strong>Napoleón</strong> procedió así con el fin<br />

de realizar una limpieza enérgica de obispos.<br />

<strong>Napoleón</strong> no discutió de antemano el Concordato con su Consejo de Estado.<br />

Cuando en efecto les mostró el texto, <strong>los</strong> miembros del Consejo lo criticaron por<br />

entender que no era suficientemente galicano.<br />

Anticiparon que las asambleas jamás lo aprobarían, a menos que se le<br />

agregasen ciertos anexos. Finalmente, se redactaron setenta «artícu<strong>los</strong> orgánicos»,<br />

que fueron agregados al Concordato. Por ejemplo, todas las bulas provenientes de<br />

Roma estarían sujetas al plácet del gobierno, y <strong>los</strong> teólogos de <strong>los</strong> seminarios<br />

enseñarían <strong>los</strong> artícu<strong>los</strong> galicanos de 1682, uno de <strong>los</strong> cuales afirmaba que el Papa<br />

y la reina huyó con su marido a Palermo. En 1806 <strong>Napoleón</strong> convirtió a Napóles en<br />

un reino dentro del Imperio francés.<br />

<strong>La</strong> otra reina era María Luisa, esposa del demente Car<strong>los</strong> IV, y la verdadera<br />

gobernante de España a través de su amante el ministro Godoy.<br />

En 1806, cuando entró en Berlín, <strong>Napoleón</strong> descubrió entre <strong>los</strong> papeles secretos<br />

del gobierno prusiano una carta en la cual Godoy prometía atacar Francia de<br />

acuerdo con Prusia; sólo la victoria de <strong>Napoleón</strong> en Jena lo obligó a desistir. A<br />

partir de ese momento <strong>Napoleón</strong> decidió destruir la dinastía borbónica española,<br />

que por razones de sangre y de principio se oponía a la nueva Francia; su<br />

oportunidad llegó en 1808, cuando un alzamiento popular contra Godoy obligó a la<br />

familia real a buscar asilo en Francia. <strong>Napoleón</strong> aceptó la abdicación de Car<strong>los</strong> en<br />

1808, y convirtió a España en un reino dentro del Imperio francés.<br />

De ese modo nació el Imperio. <strong>Napoleón</strong> lo creó casi totalmente mediante las<br />

conquistas que realizó en el curso de dos guerras defensivas, las que corresponden<br />

a la Tercera y Cuarta Coalición. Se impuso luchando contra fuerzas muy superiores,<br />

gracias a la mera y simple capacidad militar, la misma capacidad que le había<br />

aportado tantas victorias en Italia. Después de ocupar estos territorios, <strong>Napoleón</strong><br />

estaba decidido a conservar<strong>los</strong>, porque constituían el medio más seguro, quizás el<br />

único medio de mantener a raya a sus enemigos. Para conservar las ventajas<br />

obtenidas, organizó cada componente con cuidado y prestando atención al<br />

conjunto.<br />

A principios de 1808, el año culminante del Imperio, <strong>Napoleón</strong> podía abrir un<br />

atlas y comprobar que gobernaba la mitad de Europa. Su Imperio se extendía<br />

desde el Océano Atlántico hasta la Rusia Blanca, desde el helado Báltico hasta las<br />

aguas azules del Mar Jónico. Desde el cabo San Vicente, en Portugal, a Grodno, en<br />

el Gran Ducado de Varsovia, la distancia era de casi 3.200 kilómetros; desde<br />

Hamburgo en el norte a Reggio di Calabria en el sur, había más de 1.800<br />

kilómetros.<br />

Su población, incluidos <strong>los</strong> habitantes de Francia, formaban una masa de 70<br />

millones.<br />

Los territorios gobernados por <strong>Napoleón</strong> pertenecían a una de tres categorías.<br />

En primer lugar estaba Francia, de la cual eran partes integrantes Bélgica, Saboya,<br />

la orilla izquierda del Rin y Córcega; y a ella había anexionado Piamome, Genova,<br />

Toscana, Roma, Istria y Dalmacia.<br />

En 1808 esta Francia ampliada comprendía unos 120 departamentos.<br />

En segundo lugar, estaba el reino de Italia, la antigua República Cisalpina<br />

ampliada con Venecia y parte de <strong>los</strong> Estados Papales. <strong>Napoleón</strong> había propuesto<br />

ajoseph que fuese rey de Italia, pero el hermano mayor, que aún abrigaba la<br />

esperanza de convertirse en heredero de <strong>Napoleón</strong>, declinó, y entonces <strong>Napoleón</strong><br />

tomó para sí mismo la corona de hierro de <strong>los</strong> lombardos. Gobernó Italia por<br />

intermedio de un virrey, su hijastro Eugéne. El tercer tipo de territorio era el estado<br />

vasallo: aunque poseía cierta autonomía, sólo <strong>Napoleón</strong> controlaba su política<br />

exterior y fijaba <strong>los</strong> principios de la administración y las finanzas.<br />

En 1808 <strong>los</strong> estados vasal<strong>los</strong> de <strong>Napoleón</strong> eran Portugal, ocupado por un<br />

ejército francés; el reino de España; el reino de Holanda; el reino de Napóles;<br />

varios pequeños principados, tales como Benevento y la Confederación del Rin, tres<br />

de cuyos estados, Baviera, Württemberg y Sajonia habían sido elevados por<br />

<strong>Napoleón</strong> a la jerarquía de reinos; un cuarto estado, Westfalia, también se había<br />

convertido en reino, de modo que en conjunto <strong>Napoleón</strong> gobernaba sobre siete<br />

reyes vasal<strong>los</strong>, así como sobre distintos duques, electores y príncipes.<br />

<strong>Napoleón</strong>, que había conquistado estos países en el campo de batalla con el<br />

mosquete, la bayoneta y el cañón, <strong>los</strong> gobernaba desde su despacho mediante la<br />

carta, la ley y el decreto. Se sentía tan cómodo con el hedor de la pólvora en su<br />

nariz como con el olor del pergamino y la tinta: si durante tres meses era general,<br />

durante <strong>los</strong> tres siguientes se consagraba a la legislación, la política y la<br />

diplomacia. <strong>Napoleón</strong>, que rara vez analizaba su propio carácter, comentó cierta

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