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favor de la incredulidad». Fourcroy, un químico a quien Napoleón envió de gira a través de Francia, y que no estimaba al clero, informó en diciembre de 1800 que por doquier se respetaba el domingo: «La masa del pueblo francés desea retornar a sus antiguas costumbres, y ya no es hora de oponerse a esta tendencia general de la nación». Napoleón comprendió que la mayoría de los franceses deseaba practicar nuevamente la fe católica. Pero, ¿en qué forma? Había dos iglesias en Francia, cada una con sus obispos, sus sacerdotes y sus lugares de culto —a veces clandestino— y cada una de ellas odiaba a la otra. Al atravesar Valence, a su retorno de Egipto, había descubierto que el cuerpo de Pío VI permanecía insepulto después de seis semanas, porque el clero constitucional rehusaba celebrar los últimos ritos en beneficio de quien había descrito como «sacrilegio» la venta de tierras eclesiásticas. «A decir verdad, es un tanto excesivo», fue el comentario de Napoleón. El propio Napoleón había comenzado la Revolución favoreciendo a la Iglesia Constitucional. Ése era el organismo que había surgido del crisol de la Revolución, y en beneficio del clero constitucional el propio Napoleón había combatido tres días en las calles de Ajaccio. Tenía motivos para sospechar de los que se negaban a jurar, pues debían fidelidad a los obispos que habían emigrado y se habían unido a los Borbones, y también debían fidelidad al papado antirrepublicano. A primera vista, la Iglesia Constitucional parecía la que se adaptaba mejor a las necesidades francesas, y Napoleón bien podría haber elegido ese camino, salvo en un punto importante e inexorable, el oeste de Francia. El pueblo de Normandía meridional, Bretaña y Vendée ya llevaban siete años luchando tenazmente por el derecho de practicar la fe de sus padres. En febrero de 1800 un corpulento sacerdote, de rostro redondo curtido por las inclemencias del tiempo, llegó a las Tullerías para hablar a Napoleón de los habitantes del Oeste. Se llamaba Etienne Bernier y tenía treinta y ocho años. Era hijo de un tejedor de Mayenne, había realizado un brillante doctorado en teología, y rehusado prestar el juramento constitucional; después, se había unido a las guerrillas de la Vendée, compartiendo su vida peligrosa en los brezales y los páramos. Bernier le describió a Napoleón incidentes de la guerra: los soldados arrodillados frente a los calvarios de piedra, antes de entrar en batalla cantando el Vexilla Regís; veinte mujeres de Chanzeaux, dirigidas por su cura, que se habían atrincherado en la torre de la iglesia y luchado hasta que todos murieron; el amado general de guardabosques, Stofflet, que había muerto con el grito: «¡Viva la religión!». Después, la represalia de los azules: los aldeanos de Les Lúes encerrados en su iglesia, que después fue incendiada; los vendeanos que rehusaron demoler una cruz, crucificados; dos campesinas acusadas de haber depositado flores sobre un altar, ejecutadas mientras cantaban el Salve Regina. Durante siete años sombríos, explicó Bernier a Napoleón, el Oeste había ejecutado y sufrido tales actos de heroísmo. Napoleón escuchó, profundamente impresionado como siempre por relatos que reflejaban el coraje personal. Sabía que Bernier no falseaba los hechos, pues el Ministerio del Interior le había dicho que las tropas del gobierno no habían logrado eliminar al catolicismo de la Vendée. «Me sentiría orgulloso de ser un vendeano —dijo a Bernier—... Sin duda, debemos hacer algo por la gente que ha realizado tales sacrificios». En teoría, hubiera sido posible dejar correr el tiempo y permitir que los enemigos del juramento y los constitucionales asistieran cada uno a sus propias iglesias. Pero en la Francia de 1800 ésa no era una solución viable. Habría discrepado con el concepto revolucionario general de una República indivisible, y con el eje más sólido de la historia francesa: la centralización. También habría sido un arreglo poco preciso, y la imprecisión no tenía lugar en la vida de Napoleón. métodos reales, pero sentía mucho afecto por sus hermanos, y siempre trataba de promocionarlos, ya que creía que podían llegar a ser buenos gobernantes. Podía contar con su fidelidad, y el vínculo de sangre que los unía a él como emperador simbolizaría la unidad espiritual que deseaba afirmar entre los países del Imperio. Si examinamos sucesivamente a cada uno de estos dominios de la familia, comenzando por Napóles, podremos evaluar las realizaciones imperiales de Napoleón. Hasta 1806 Napóles fue gobernada por el rey Borbón Fernando I. Llamado Nasone por su larga nariz, leía dificultosamente, apenas sabía escribir, se cubría con reliquias y durante las tormentas se paseaba agitando una campanilla tomada en préstamo de la Santa Casa de Loreto. «Denle un jabalí para lancearlo, una paloma para dispararle, una raqueta o una caña de pescar —escribió William Beckford—, y se sentirá más contento que Salomón en toda su gloria.» Pero las funciones reales de Fernando no eran las mismas de Salomón; en realidad, le agradaba que le sirviesen macarrones en su palco de la ópera, y lamía el plato con muecas y gesticulaciones frente a un público que se desternillaba de risa. Después de casi cincuenta años de este tipo de gobierno, los cinco millones de habitantes del reino de Napóles se contaban entre los más pobres y los peor tratados de Europa. Treinta y un mil nobles y ochenta y dos mil clérigos eran dueños de dos terceras parres de la tierra. Un abad de Basilicata poseía setecientos siervos, les prohibía construir casas y todas las noches los llevaba al interior de un edificio, donde vivían como ganado, varias familias en una habitación. El rey había ordenado que se quemasen públicamente los libros de Voltaire, y un profesor de física, que había explicado la teoría de la batería eléctrica, era sospechoso de criticar a san Telmo. Napoleón ordenó a su hermano Joseph que fuese a Napóles y que aboliese el feudalismo, promoviese los derechos del hombre y protegiese la costa contra la marina inglesa. Joseph era una elección conveniente, porque hablaba italiano. Como lo sugería su rostro pequeño .y bien dibujado, carecía del impulso y la voluntad de Napoleón; pero era un trabajador esforzado, un hombre de mente abierta a quien sus amigos conocían como el «rey filósofo». Joseph ejecutó inmediatamente las órdenes de su hermano. El 2 de agosto de 1806 abolió todas las jurisdicciones relacionadas con los barones, todos los derechos que implicaban servicios personales, y todos los derechos de agua. Un mes después dividió todas las propiedades feudales entre los pequeños agricultores que las trabajaban. Recorrió las provincias —Fernando conocía únicamente la región de Napóles— y en cada una organizó un Consejo como primer paso del gobierno parlamentario. Ajuicio de los napolitanos liberales, esta medida representaba un programa tan considerable como el que el país podía soportar. Poco a poco aplicó el Código Napoleón, cuyos ejemplares los Borbones ya habían quemado públicamente. Joseph encontró una deuda nacional de 130 millones de ducados, siete veces la que tenía Francia. La enjugó por completo vendiendo 213 propiedades monásticas y jubilando a los monjes con un estipendio anual que oscilaba entre 265 y 530 francos. Mantuvo tres grandes abadías, entre ellas Monte Cassino, con cien monjes «secularizados», que debían atender los archivos y la biblioteca, y para el futuro limitó el clero a cinco en lugar de sesenta por millar de habitantes. Joseph reformó por completo el sistema impositivo con el fin de favorecer a los pobres, y sustituyó veintitrés impuestos directos, algunos aplicados a las cosechas, por un único y nuevo impuesto basado en el ingreso estimado que superaba cierto nivel; y con el propósito de determinar dicho impuesto inició una encuesta catastral. Los impuestos en Napóles representaban un promedio de doce francos por persona, comparados con los veintisiete francos en Francia. Cuando era embajador en Madrid, Lucien Bonaparte grababa sus tarjetas de visita con las cabezas coronadas de laureles de Hornero, Rafael y Gluck. Sin llegar tan lejos, Joseph hizo mucho para fomentar las artes en Napóles. Emplazó una estatua de Tasso, cuya obra Jerusalén liberada lo seducía. Napoleón prefería al más

vez a un conocido reciente: «Vea, soy excepcional en esto; poseo cualidades tanto para la vida activa como para la vida sedentaria». Napoleón exhibió este don excepcional sobre todo en el gobierno del Imperio. La base de este dominio era la fuerza militar. De manera que en todos los estados vasallos mantenía algunos destacamentos de tropas francesas. Estaban allí para preservar el orden, impedir la invasión y garantizar que se pagasen los impuestos. Vivía de los recursos del país, en el sentido de que el pueblo pagaba el costo total de la ocupación, y Napoleón seguía de cerca las vicisitudes de cada unidad. En febrero de 1806 dijo ajoseph: «Las nóminas de personal son mi lectura favorita.» Le agradaban los largos rollos de las nóminas, con cincuenta columnas de nombres. El argumento era que el Imperio tenía que pagar los beneficios recibidos, y los beneficios eran los derechos del hombre. Napoleón llevó a todos los rincones del Imperio la igualdad y la justicia, reflejadas en el Código Civil. Deseaba liberar a los pueblos de Europa y educarlos en el gobierno propio. Creía que políticamente todavía no estaban maduros. No podían considerarse completamente iguales a Francia, que había originado los derechos del hombre, del mismo modo que un recluta reciente no podía ponerse a la altura de un general curtido en las batallas. En este sentido, Napoleón siguió una política de «Francia primero». Pero también veía más lejos. Incorporó a su Consejo de Estado a representantes experimentados del Imperio: Corvetto de Genova, de Florencia, Appelius de Holanda. Llegaría el día en que, habiendo acumulado la experiencia necesaria, y si la guerra continuaba gracias a la cooperación con sus camaradas franceses en el combate, el Imperio alcanzaría su total madurez política. Napoleón gobernaba a los 70 millones de personas del Imperio. Tanto los reyes como los prefectos se convirtieron en instrumentos, a veces bien dispuestos, y otras no, en las manos magistrales de Napoleón. También fue él quien concibió los principios importantes, y a menudo era él mismo quien se ocupaba de los detalles. Como emperador, desde su estudio de las Tullerías, y desde la silla plegable del campamento, junto al fuego del vivac, Napoleón escribió muchos centenares de cartas, para promover mejoras, reducir los gastos, ordenar reformas, embellecer. Consideremos un ejemplo entre docenas: la ciudad de Roma. Napoleón ordenó que se preparase un jardín cerca del Pincio, Napoleón creó la piazza del Popólo, ordenó que se limpiasen los escombros del Foro y el Palatino, restauró el Panteón —sin ordenar que se fijase una placa para decir que él lo había hecho—, Napoleón fue también quien clausuró esa terrible prisión abierta, el gueto judío, y quien ordenó instalar pararrayos en San Pedro; Napoleón —quizá movido por aquel temor juvenil— prohibió la castración de los niños cantores prometedores. Detalles y siempre más detalles; Napoleón exhibía un apetito insaciable de detalles. A menudo sucedía que precisamente cuando estaba en el extranjero examinaba con más atención a Francia. Mientras preparaba la maniobra que aplastaría a Prusia en 1806, Napoleón escribió a París: «Pregunten a monsieur Denon —director del Louvre— si es cierto que el Museo ayer abrió tarde, y el público tuvo que esperar.» Escribió a Fouché el 17 de julio de 1805, para decirle que investigase a cierto capitán de la Junta de forestación de Compiégne, que antes se encontraba necesitado y endeudado, y ahora acababa de comprar una casa de treinta mil francos. «¿La compró con los fondos destinados a forestación?». Napoleón gobernó su Imperio sobre el telón de fondo formado por los estampidos de las armas de fuego. Durante todo el período de existencia del Imperio afrontó una guerra a vida o muerte con Inglaterra, y a menudo también con uno o más de los aliados de Inglaterra. De modo que, al mismo tiempo que promovía los beneficios prometidos, necesitaba atender con cuidado la seguridad de Francia. De ahí que, si bien alentó el movimiento hacia el gobierno propio, conservó la estructura fundamental de los reinos, los ducados, etc. Confió los más importantes a sus hermanos. Napoleón no profesaba simpatía a los antiguos Durante un banquete ofrecido en la iglesia secularizada de Saint Sulpice, cuatro días antes del Consulado, los huéspedes prominentes habían propuesto un brindis. Lucien brindó por los ejércitos franceses en tierra y mar, y también por la República, y así por el estilo. El brindis de Napoleón fue «¡Por la unión de todos los franceses!». Al acceder al poder, Napoleón deseaba sobre todo reconciliar las diferencias. Y lo mismo ahora, en el tema de la religión. Antes que favorecer a una de las partes, Napoleón decidió —y su decisión recuerda vivamente la de Enrique IV— salvar la brecha entre las dos iglesias. La tarea no sería fácil. Los sacerdotes opuestos al juramento rehusaban reconocer la autoridad del Estado en cuestiones religiosas, y aceptaban directivas sólo del Papa. Los sacerdotes constitucionales también reconocían al Papa, aunque por su parte no eran reconocidos: ciertamente, habían sido excomulgados por Pío VI. Por lo tanto, Napoleón se consideró forzado, no a combatir al Papa, como habían hecho los directores, sino a cooperar con él. El nuevo papa Pío VII, elegido en marzo de 1800, era un noble, un maníaco depresivo, un historiador benedictino. Era todavía un hombre relativamente joven —tenía cincuenta y ocho años— y el estudio de la historia le había aportado una amplitud de visión desusada en los ocupantes recientes del cargo papal. Cuando Napoleón invadió Italia, Pío era obispo de Imola, y demostró su simpatía por los ideales franceses escribiendo al principio de sus cartas la frase «Libertad e igualdad», y aceptando retirar el «señorial» baldaquín puesto sobre su trono. En una homilía navideña dijo a su grey: «Sed buenos cristianos, y seréis buenos demócratas. Los cristianos primitivos estaban colmados por el espíritu de la democracia.» Era el tipo de prelado idealista a quien Napoleón respetaba, y cuando Francois Cacault, enviado de Francia en Roma le preguntó cómo debía tratar al Papa, Napoleón replicó: «Como si él tuviese doscientos mil hombres». Napoleón dijo a Pío que estaba dispuesto a reabrir las iglesias de Francia, pero en cambio deseaba que Pío salvase la división entre constitucionales y enemigos del juramento. Todo se resolvería y expresaría en un nuevo Concordato, para reemplazar al de 1515, abrogado unilateralmente por los revolucionarios en 1790. Las discusiones comenzaron en París en noviembre de 1800. El enviado de Pío fue el cardenal Spina, un abogado tímido, lento y suspicaz. Napoleón eligió como representante al rudo ex guerrillero Etienne Bernier. Cuando un funcionario papal preguntó si era realmente cierto que Bernier solía decir misa sobre un altar formado por republicanos muertos, Napoleón contestó: «Es muy posible», y se divirtió con la alarma de su interlocutor. Napoleón dijo a Bernier que mantuviese dos premisas: el Estado debía retener toda la propiedad eclesiástica nacionalizada, y Pío debía obligar a renunciar a todos sus obispos, de modo que pudiese recomenzar a partir de cero. Se ordenó a Spina que aceptara el primer punto de facto, aunque no de iure. Hubo mucha oposición al segundo punto; el cardenal Consaivi, secretario de Estado, escribió horrorizado a Spina: «No podemos masacrar a cien obispos.» Pero Pío se impuso a la oposición, con la condición de que el gobierno francés declarase que el catolicismo era «la religión del Estado», es decir la religión oficial de Francia. Spina y Bernier prepararon un borrador de Concordato de acuerdo con esos criterios, y diecinueve días después de iniciadas las conversaciones Napoleón lo aprobó. Pero entonces intervino Talleyrand. En 1790 el ex obispo había tomado la iniciativa de excluir a la Iglesia de Francia, y ahora desaprobaba que Napoleón la restableciese. Más aún, estaba viviendo con cierta madame Grand —una bella mujer, aunque tan estúpida como Talleyrand sagaz—y deseaba desposarla. Dijo a Napoleón que el borrador del Concordato infringía los principios republicanos y redactó un nuevo borrador, en el que describió el catolicismo como «la religión de la mayoría», y agregó la que vino a denominarse «la cláusula de madame Grand»: los sacerdotes casados debían retornar a la comunión lega. Spina rechazó el borrador de Talleyrand. Rechazó un tercer borrador y un cuarto. Entonces, el propio Napoleón dictó un quinto borrador, que describía al catolicismo como «la religión de la mayoría», pero omitía «la cláusula de madame

vez a un conocido reciente: «Vea, soy excepcional en esto; poseo cualidades tanto<br />

para la vida activa como para la vida sedentaria».<br />

<strong>Napoleón</strong> exhibió este don excepcional sobre todo en el gobierno del Imperio.<br />

<strong>La</strong> base de este dominio era la fuerza militar. De manera que en todos <strong>los</strong> estados<br />

vasal<strong>los</strong> mantenía algunos destacamentos de tropas francesas. Estaban allí para<br />

preservar el orden, impedir la invasión y garantizar que se pagasen <strong>los</strong> impuestos.<br />

Vivía de <strong>los</strong> recursos del país, en el sentido de que el pueblo pagaba el costo total<br />

de la ocupación, y <strong>Napoleón</strong> seguía de cerca las vicisitudes de cada unidad. En<br />

febrero de 1806 dijo ajoseph: «<strong>La</strong>s nóminas de personal son mi lectura favorita.»<br />

Le agradaban <strong>los</strong> largos rol<strong>los</strong> de las nóminas, con cincuenta columnas de nombres.<br />

El argumento era que el Imperio tenía que pagar <strong>los</strong> beneficios recibidos, y <strong>los</strong><br />

beneficios eran <strong>los</strong> derechos del hombre. <strong>Napoleón</strong> llevó a todos <strong>los</strong> rincones del<br />

Imperio la igualdad y la justicia, reflejadas en el Código Civil. Deseaba liberar a <strong>los</strong><br />

pueb<strong>los</strong> de Europa y educar<strong>los</strong> en el gobierno propio. Creía que políticamente<br />

todavía no estaban maduros.<br />

No podían considerarse completamente iguales a Francia, que había originado<br />

<strong>los</strong> derechos del hombre, del mismo modo que un recluta reciente no podía<br />

ponerse a la altura de un general curtido en las batallas.<br />

En este sentido, <strong>Napoleón</strong> siguió una política de «Francia primero».<br />

Pero también veía más lejos. Incorporó a su Consejo de Estado a<br />

representantes experimentados del Imperio: Corvetto de Genova, de Florencia,<br />

Appelius de Holanda. Llegaría el día en que, habiendo acumulado la experiencia<br />

necesaria, y si la guerra continuaba gracias a la cooperación con sus camaradas<br />

franceses en el combate, el Imperio alcanzaría su total madurez política.<br />

<strong>Napoleón</strong> gobernaba a <strong>los</strong> 70 millones de personas del Imperio. Tanto <strong>los</strong> reyes<br />

como <strong>los</strong> prefectos se convirtieron en instrumentos, a veces bien dispuestos, y<br />

otras no, en las manos magistrales de <strong>Napoleón</strong>. También fue él quien concibió <strong>los</strong><br />

principios importantes, y a menudo era él mismo quien se ocupaba de <strong>los</strong> detalles.<br />

Como emperador, desde su estudio de las Tullerías, y desde la silla plegable del<br />

campamento, junto al fuego del vivac, <strong>Napoleón</strong> escribió muchos centenares de<br />

cartas, para promover mejoras, reducir <strong>los</strong> gastos, ordenar reformas, embellecer.<br />

Consideremos un ejemplo entre docenas: la ciudad de Roma. <strong>Napoleón</strong> ordenó que<br />

se preparase un jardín cerca del Pincio, <strong>Napoleón</strong> creó la piazza del Popólo, ordenó<br />

que se limpiasen <strong>los</strong> escombros del Foro y el Palatino, restauró el Panteón —sin<br />

ordenar que se fijase una placa para decir que él lo había hecho—, <strong>Napoleón</strong> fue<br />

también quien clausuró esa terrible prisión abierta, el gueto judío, y quien ordenó<br />

instalar pararrayos en San Pedro; <strong>Napoleón</strong> —quizá movido por aquel temor<br />

juvenil— prohibió la castración de <strong>los</strong> niños cantores prometedores.<br />

Detalles y siempre más detalles; <strong>Napoleón</strong> exhibía un apetito insaciable de<br />

detalles. A menudo sucedía que precisamente cuando estaba en el extranjero<br />

examinaba con más atención a Francia. Mientras preparaba la maniobra que<br />

aplastaría a Prusia en 1806, <strong>Napoleón</strong> escribió a París:<br />

«Pregunten a monsieur Denon —director del Louvre— si es cierto que el Museo<br />

ayer abrió tarde, y el público tuvo que esperar.» Escribió a Fouché el 17 de julio de<br />

1805, para decirle que investigase a cierto capitán de la Junta de forestación de<br />

Compiégne, que antes se encontraba necesitado y endeudado, y ahora acababa de<br />

comprar una casa de treinta mil francos. «¿<strong>La</strong> compró con <strong>los</strong> fondos destinados a<br />

forestación?».<br />

<strong>Napoleón</strong> gobernó su Imperio sobre el telón de fondo formado por <strong>los</strong><br />

estampidos de las armas de fuego. Durante todo el período de existencia del<br />

Imperio afrontó una guerra a vida o muerte con Inglaterra, y a menudo también<br />

con uno o más de <strong>los</strong> aliados de Inglaterra. De modo que, al mismo tiempo que<br />

promovía <strong>los</strong> beneficios prometidos, necesitaba atender con cuidado la seguridad<br />

de Francia. De ahí que, si bien alentó el movimiento hacia el gobierno propio,<br />

conservó la estructura fundamental de <strong>los</strong> reinos, <strong>los</strong> ducados, etc. Confió <strong>los</strong> más<br />

importantes a sus hermanos. <strong>Napoleón</strong> no profesaba simpatía a <strong>los</strong> antiguos<br />

Durante un banquete ofrecido en la iglesia secularizada de Saint Sulpice, cuatro<br />

días antes del Consulado, <strong>los</strong> huéspedes prominentes habían propuesto un brindis.<br />

Lucien brindó por <strong>los</strong> ejércitos franceses en tierra y mar, y también por la<br />

República, y así por el estilo. El brindis de <strong>Napoleón</strong> fue «¡Por la unión de todos <strong>los</strong><br />

franceses!». Al acceder al poder, <strong>Napoleón</strong> deseaba sobre todo reconciliar las<br />

diferencias. Y lo mismo ahora, en el tema de la religión. Antes que favorecer a una<br />

de las partes, <strong>Napoleón</strong> decidió —y su decisión recuerda vivamente la de Enrique<br />

IV— salvar la brecha entre las dos iglesias.<br />

<strong>La</strong> tarea no sería fácil. Los sacerdotes opuestos al juramento rehusaban<br />

reconocer la autoridad del Estado en cuestiones religiosas, y aceptaban directivas<br />

sólo del Papa. Los sacerdotes constitucionales también reconocían al Papa, aunque<br />

por su parte no eran reconocidos: ciertamente, habían sido excomulgados por Pío<br />

VI. Por lo tanto, <strong>Napoleón</strong> se consideró forzado, no a combatir al Papa, como<br />

habían hecho <strong>los</strong> directores, sino a cooperar con él.<br />

El nuevo papa Pío VII, elegido en marzo de 1800, era un noble, un maníaco<br />

depresivo, un historiador benedictino. Era todavía un hombre relativamente joven<br />

—tenía cincuenta y ocho años— y el estudio de la historia le había aportado una<br />

amplitud de visión desusada en <strong>los</strong> ocupantes recientes del cargo papal. Cuando<br />

<strong>Napoleón</strong> invadió Italia, Pío era obispo de Imola, y demostró su simpatía por <strong>los</strong><br />

ideales franceses escribiendo al principio de sus cartas la frase «Libertad e<br />

igualdad», y aceptando retirar el «señorial» baldaquín puesto sobre su trono. En<br />

una homilía navideña dijo a su grey: «Sed buenos cristianos, y seréis buenos<br />

demócratas. Los cristianos primitivos estaban colmados por el espíritu de la<br />

democracia.» Era el tipo de prelado idealista a quien <strong>Napoleón</strong> respetaba, y cuando<br />

Francois Cacault, enviado de Francia en Roma le preguntó cómo debía tratar al<br />

Papa, <strong>Napoleón</strong> replicó: «Como si él tuviese doscientos mil hombres».<br />

<strong>Napoleón</strong> dijo a Pío que estaba dispuesto a reabrir las iglesias de Francia, pero<br />

en cambio deseaba que Pío salvase la división entre constitucionales y enemigos<br />

del juramento. Todo se resolvería y expresaría en un nuevo Concordato, para<br />

reemplazar al de 1515, abrogado unilateralmente por <strong>los</strong> revolucionarios en 1790.<br />

<strong>La</strong>s discusiones comenzaron en París en noviembre de 1800. El enviado de Pío<br />

fue el cardenal Spina, un abogado tímido, lento y suspicaz. <strong>Napoleón</strong> eligió como<br />

representante al rudo ex guerrillero Etienne Bernier. Cuando un funcionario papal<br />

preguntó si era realmente cierto que Bernier solía decir misa sobre un altar<br />

formado por republicanos muertos, <strong>Napoleón</strong> contestó: «Es muy posible», y se<br />

divirtió con la alarma de su interlocutor.<br />

<strong>Napoleón</strong> dijo a Bernier que mantuviese dos premisas: el Estado debía retener<br />

toda la propiedad eclesiástica nacionalizada, y Pío debía obligar a renunciar a todos<br />

sus obispos, de modo que pudiese recomenzar a partir de cero. Se ordenó a Spina<br />

que aceptara el primer punto de facto, aunque no de iure. Hubo mucha oposición al<br />

segundo punto; el cardenal Consaivi, secretario de Estado, escribió horrorizado a<br />

Spina: «No podemos masacrar a cien obispos.» Pero Pío se impuso a la oposición,<br />

con la condición de que el gobierno francés declarase que el catolicismo era «la<br />

religión del Estado», es decir la religión oficial de Francia. Spina y Bernier<br />

prepararon un borrador de Concordato de acuerdo con esos criterios, y diecinueve<br />

días después de iniciadas las conversaciones <strong>Napoleón</strong> lo aprobó.<br />

Pero entonces intervino Talleyrand. En 1790 el ex obispo había tomado la<br />

iniciativa de excluir a la Iglesia de Francia, y ahora desaprobaba que <strong>Napoleón</strong> la<br />

restableciese. Más aún, estaba viviendo con cierta madame Grand —una bella<br />

mujer, aunque tan estúpida como Talleyrand sagaz—y deseaba desposarla. Dijo a<br />

<strong>Napoleón</strong> que el borrador del Concordato infringía <strong>los</strong> principios republicanos y<br />

redactó un nuevo borrador, en el que describió el catolicismo como «la religión de<br />

la mayoría», y agregó la que vino a denominarse «la cláusula de madame Grand»:<br />

<strong>los</strong> sacerdotes casados debían retornar a la comunión lega.<br />

Spina rechazó el borrador de Talleyrand. Rechazó un tercer borrador y un<br />

cuarto. Entonces, el propio <strong>Napoleón</strong> dictó un quinto borrador, que describía al<br />

catolicismo como «la religión de la mayoría», pero omitía «la cláusula de madame

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