La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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viril Ariosto. Adquirió <strong>los</strong> terrenos que cubrían las ruinas de Pompeya, y patrocinó<br />
excavaciones. Logró que se representasen obras teatrales francesas, «de modo que<br />
<strong>los</strong> napolitanos comprendan nuestra superioridad frente a <strong>los</strong> ingleses y <strong>los</strong> rusos».<br />
Trajo al enérgico Jean Baptiste Wicar de Lille, uno de <strong>los</strong> alumnos de David, para<br />
apuntalar la Academia de las Artes, que estaba desintegrándose.<br />
Si la cocina es un arte, Joseph también promovió esa actividad, con la ayuda<br />
del gran chef Méot de París. Méot era un verdadero personaje.<br />
Encabezaba pomposamente su papel de cartas con esta leyenda: Controleur de<br />
la bouche de Sa Majesté-, se mantenía de pie junto a un trozo de venado que<br />
estaba asándose con la espada a la cintura, y para comprobar si la carne estaba<br />
hecha, desenvainaba la espada y la hundía en el venado.<br />
Cuando solicitaba favores para su familia acostumbraba a decir a Joseph:<br />
«Sire, debo cuidar a mi dinastía».<br />
<strong>Napoleón</strong> vigilaba atentamente a Joseph. Cuando su hermano asistió a la<br />
licuefacción de la sangre en Napóles, <strong>Napoleón</strong> escribió secamente: «Te felicito<br />
porque has hecho las paces con san Januarius, pero entiendo que también<br />
reforzaste las fortificaciones.» Joseph contempló la posibilidad de revivir la Orden<br />
de la Media Luna, fundada por Rene deAnjou durante el siglo XV, pero <strong>Napoleón</strong> lo<br />
disuadió; era algo excesivamente anticuado y excesivamente turco. Joseph<br />
entendió la sugerencia y cambió la condecoración, convirtiéndola en la Orden Real<br />
de las Dos Sicilias, con el lema Patria renovata. Este «renacimiento nacional» no<br />
era mera vanagloria; desde <strong>los</strong> tiempos romanos, Italia meridional nunca había<br />
sido administrada con tanta eficacia, y cuando en 1808 Joseph partió, su sucesor,<br />
Murar, que generalmente menospreciaba a su cuñado, se sintió obligado a informar<br />
que María Carolina había descargado su furia sobre <strong>los</strong> napolitanos porque<br />
expresaron un pesar tan sincero en vista de la partida de Joseph.<br />
<strong>Napoleón</strong> desplazó ajoseph de la bahía de aguas opalinas de Ñapóles a la<br />
áspera meseta de España. De nuevo Joseph hizo lo que era propio:<br />
dio a España su primera Constitución, con un cuerpo legislativo de dos cámaras<br />
que incluía un senado de 24 integrantes propuestos por Joseph, y una cámara de<br />
162 diputados que representaban a <strong>los</strong> tres estados.<br />
Se levantaba al alba para oír misa, asistía a las corridas de toros, en la comida<br />
ingería fuentes enteras de aceitoso arroz a la valenciana, un plato que le<br />
desagradaba, y después leía a Racine, Voltaire, Cervantes y Calderón. Ordenó<br />
demoler las feas chozas que rodeaban el palacio, y en otros lugares de Madrid<br />
diseñó plazas que eran vergeles, por ello mereció el nombre de «rey de las<br />
plazuelas». <strong>La</strong> fórmula era muy parecida a la que aplicó en Napóles; la única<br />
diferencia fue que aquí fracasó.<br />
<strong>Napoleón</strong> no necesitaba extender a España su dominioJInvadió ese país movido<br />
por un espíritu quijotesco, porque aborrecía el dominio inquisitorial de <strong>los</strong> Borbones<br />
y de Godoy. Por una vez se desentendió de la lección de la historia, y creyó que<br />
conquistaría España en un par de meses cuando Roma había necesitado doscientos<br />
años. Además cometió un grave error de cálculo cuando calibró la oposición<br />
religiosa.<br />
<strong>Napoleón</strong> concebía al clero en <strong>los</strong> términos de Rousseau, como un factor<br />
debilitador y antisocial, pero comprobaría que en España formaba una red sólida y<br />
de espíritu patriótico.<br />
El clero español detestaba la Revolución Francesa. Con la llegada del hermano<br />
de <strong>Napoleón</strong>, <strong>los</strong> obispos anticipaban la confiscación de sus propiedades y el clero<br />
ordinario el fin de su influencia como docentes y guías espirituales. Desde veinte<br />
mil pulpitos y otros tantos confesionarios desencadenaron una ofensiva tan letal<br />
como la de un ejército. Estigmatizaron a <strong>Napoleón</strong> con la afirmación de que era el<br />
Anticristo; de Joseph dijeron que era «un ateo, un enviado de Satán, e incluso lo<br />
describieron como el más bajo de <strong>los</strong> borrachos, cuando él bebía sólo agua». El 23<br />
de mayo de 1808 el canónigo Llano Ponte convocó a la provincia de Oviedo a tomar<br />
las armas y formar una junta que declaró la guerra a <strong>Napoleón</strong>. En Valencia, el<br />
<strong>La</strong> Revelliére y sus colegas del Directorio, débiles en todo lo demás,<br />
desencadenaron una campaña implacable contra <strong>los</strong> sacerdotes que no juraron.<br />
Sólo durante el año 1799 arrestaron y deportaron a más de nueve mil. Los pocos<br />
restantes llevaron una existencia lamentable, ocultos y enfrentados con <strong>los</strong><br />
partidarios de la Constitución. Durante la ausencia de <strong>Napoleón</strong> en Egipto <strong>los</strong><br />
directores habían hecho lo que <strong>Napoleón</strong> se abstuvo de hacer: fundaron una<br />
República en Roma —duró sólo trece meses— y encarcelaron al papa Pío VI en<br />
Valonee, donde falleció en agosto de 1799. El<strong>los</strong>, lo mismo que muchos franceses,<br />
creyeron que había muerto el último de <strong>los</strong> papas, y que el papado desaparecería.<br />
Ésta era la situación cuando <strong>Napoleón</strong> se convirtió en primer cónsul. Se había<br />
eliminado del calendario el domingo; <strong>los</strong> años ya no se numeraban a partir del<br />
nacimiento de Cristo; era ilegal incluso poner una cruz sobre una tumba; las<br />
iglesias, salvo unas pocas, estaban clausuradas, y algunas fueron convertidas en<br />
depósitos de municiones.<br />
Como hemos visto, <strong>Napoleón</strong> había perdido su fe católica en Brienne. Creía<br />
firmemente en Dios, pero consideraba que Cristo no era más que un hombre. De<br />
todos modos, conservó una acentuada adhesión sentimental al catolicismo. Lo<br />
conmovía el sonido de las campanas de las iglesias. A veces, su madre recordaba<br />
las luces, el canto y el incienso durante la Misa Solemne en Ajaccio, y <strong>Napoleón</strong><br />
reconocía que se sentía conmovido. «Si yo siento eso —preguntó—, ¿qué sentirán<br />
<strong>los</strong> creyentes?» Por ejemplo, su propia madre, que creía tan profundamente, y una<br />
persona a quien <strong>Napoleón</strong> amaba y admiraba.<br />
En el plano intelectual. <strong>Napoleón</strong> creía que en todas las civilizaciones conocidas<br />
la religión había garantizado <strong>los</strong> principios básicos que permitían una opción<br />
concertada, y de ahí su comentario: «Veo en la religión, no el misterio de la<br />
Encarnación, sino el misterio del orden en la sociedad.» Creía también que sólo la<br />
religión podía satisfacer la sed humana de justicia perfecta. «Cuando un hombre<br />
muere de hambre junto a otro saciado de alimento, puede aceptar la diferencia sólo<br />
si una autoridad le dice: "Dios lo quiere así; en este mundo tiene que haber pobres<br />
y ricos, pero en el otro, y por toda la eternidad, el reparto será distinto"».<br />
Por lo tanto. <strong>Napoleón</strong> creía que la religión es útil al hombre. Pero la gente con<br />
la cual se encontraba y conversaba día tras día discrepaba. Los generales de<br />
<strong>Napoleón</strong> eran ateos, y sus consejeros casi todos volterianos; Talleyrand era un<br />
ironista que se burlaba a propósito de su propio recorrido de Estados Unidos: «Los<br />
norteamericanos tienen treinta y seis religiones, pero en la mesa, por desgracia,<br />
una sola salsa.» Con respecto a <strong>los</strong> principales intelectuales, eran ideólogos, que<br />
creían que el hombre había superado la religión, así como todas las formas de<br />
imperativo categórico, que una «nueva moral» debía basarse en ciertos elementos<br />
meramente humanos, y sobre todo en el sentimiento de solidaridad del hombre.<br />
Cuando llegó el momento de que <strong>Napoleón</strong> determinase cuál sería su política<br />
religiosa, no partió de sus sentimientos personales o de <strong>los</strong> que se manifestaban en<br />
su entorno inmediato. Ése no era su método.<br />
En Milán, el año 1800, dijo a una asamblea de sacerdotes: «El pueblo es<br />
soberano; si desea la religión, respetemos su voluntad», y declaró a su propio<br />
Consejo de Estado: «Mi política consiste en gobernar a <strong>los</strong> hombres como lo desea<br />
la mayoría. Creo que ése es el modo de reconocer la soberanía del pueblo. Fue...<br />
convirtiéndome en musulmán que hice pie en Egipto, y convirtiéndome en<br />
ultramontano que conquisté a <strong>los</strong> habitantes de Italia. Si estuviera gobernando a<br />
<strong>los</strong> judíos, reconstruiría el templo de Salomón».<br />
<strong>Napoleón</strong> comenzó a averiguar qué deseaba la mayoría. Estudió <strong>los</strong> informes<br />
del Ministerio del Interior, examinó <strong>los</strong> últimos libros publicados, envió a hombres<br />
que recorrieron Francia para sondear la opinión pública. <strong>La</strong>s comprobaciones fueron<br />
muy distintas de lo que deseaban <strong>los</strong> directores o <strong>los</strong> idéologues. Un comisionado<br />
en el Norte informó que tan pronto se eliminaban las cruces en <strong>los</strong> cementerios<br />
«volvían a crecer como hongos. He realizado varias cosechas». De acuerdo con<br />
madame Danjoy, en julio de 1800, «la impiedad ha tenido su momento. Fue una<br />
moda, y ya pasó. Hoy se publican más escritos en defensa de la religión que en