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Napoleón había sido criado bajo el criterio del derecho romano, que establece que una esposa está sometida a su marido. Durante la redacción de los capítulos acerca del matrimonio, Napoleón defendió enérgicamente este principio. El texto acerca del matrimonio, dijo, «debería incluir una promesa de obediencia y fidelidad de la esposa. Tiene que entender que al salir de la tutoría de su familia, pasa a la del marido... El ángel habló a Adán y a Eva de obediencia, eso solía figurar en la ceremonia del matrimonio, pero estaba en latín y la esposa no lo entendía. Necesitamos el concepto de obediencia sobre todo en París, donde las mujeres tienen el derecho de hacer lo que les place. No digo que influirá sobre todas, sólo sobre algunas». Napoleón convenció al Consejo, y el artículo 213 del Código estipula: «La esposa debe obediencia a su marido». Durante la redacción del Código Civil, el choque principal tuvo que ver con el divorcio. Portalis, que era un católico devoto, se opuso al divorcio, y muchos consejeros opinaban que constituía una amenaza para la estabilidad social: en París durante los años 1799 y 1800 un matrimonio de cada cinco acababa en divorcio. Napoleón, que apreciaba el valor de la familia, miraba con desagrado el divorcio, y aún no pensaba que un día se vería obligado a considerar su divorcio de Josefina. Pero también aquí adoptó una postura liberal, defendió el divorcio con el argumento de que la dureza personal a veces lo convierte en un paso necesario, y logró que el divorcio fuera incorporado al Código Civil. «Una vez admitido el divorcio —dijo Napoleón—, ¿es posible otorgarlo por incompatibilidad? Habría un grave inconveniente, que al contraer matrimonio quizá ya pensara en la posibilidad de disolverlo. Sería como decir: "Estaré casado hasta que mis sentimientos cambien".» Napoleón y sus consejeros llegaron a la conclusión de que por sí misma la incompatibilidad no era razón suficiente para conceder el divorcio. Autorizaron el divorcio por consentimiento mutuo cuando mediaban razones graves, por ejemplo la deserción; pero la pareja debía obtener también la aprobación de los padres. «Considero que una pareja que tiende a divorciarse es presa de la pasión, y necesita que se la guíe.» Además, podía apelarse al divorcio sólo después de dos años y antes de los veinte años de vida conyugal. Es interesante observar que el espíritu de los tiempos sería una fuerza más importante que la ley; en París, bajo Napoleón, se divorciaba un promedio de sólo sesenta parejas anuales. Napoleón y el Consejo de Estado redactaron los 2.281 artículos del Código Civil entre julio y diciembre de 1800. Pero Napoleón descubrió que la oposición no terminaba aquí. El Tribunado formuló objeciones mezquinas al vital capítulo primero que defendía los derechos civiles, y sólo en 1804, cuando terminó el mandato de muchos miembros del Tribunado, Napoleón pudo obtener la aprobación del Código. Lo publicó el 21 de marzo de 1804. Los hombres que representaron los papeles más importantes en la redacción del Código fueron Tronchet y Portalis. Napoleón reconoció la labor que ellos realizaron erigiendo estatuas de ambos abogados en la Cámara del Consejo. Pero el propio Napoleón representó también un papel muy importante. Él aportó orden a Francia, es decir, el marco indispensable para la elaboración de la ley; él logró que se redactara prontamente el Código; él consiguió que se lo escribiera, no en la jerga legal de costumbre, sino en un estilo claro que era inteligible para el hombre de la calle. Stendhal lo admiraba tanto que diariamente leía varios capítulos para formar su propio estilo. Napoleón impuso dos de los principales artículos: una familia fuerte y el derecho al divorcio. Finalmente, Napoleón trató —no siempre con éxito— que un espíritu liberal gravitase sobre un elevado número de artículos, por ejemplo, él propuso que el nacimiento fuera registrado, no en el lapso de veinticuatro horas, como antes, sino dentro de los tres días. En este sentido, el Código Civil merece que se lo denomine Código de Napoleón, el nombre que se le asignó en 1807, fecha en que ya se había impreso La única cualidad que Andoche Junot compartía con Duroc era el coraje. En otros aspectos estos dos soldados amigos de Napoleón eran como el día y la noche. Junot provenía de una familia humilde, y su padre era un modesto negociante de madera de Borgoña. Tenía la cabeza de forma irregular, la nariz achatada, los cabellos rubios y los ojos azules centelleantes. Era muy nervioso e impulsivo, siempre tenía prisa, y cuando siendo sargento en Tolón conoció a Napoleón se lo apodaba «la Tormenta». Él y Napoleón simpatizaron, y Junot se incorporó al Estado Mayor de Napoleón. Durante los días sombríos de 1795, cuando el padre de Junot preguntaba acerca del general sin empleo a quien se había unido su hijo, Junot replicaba: «Por lo que puedo juzgar es uno de esos hombres que la naturaleza, mezquina, arroja sobre la tierra una vez en cien años.» Embarcó en la expedición a Egipto, y allí oyó a un oficial que criticaba a Napoleón; Junot retó a duelo al oficial, y el resultado fue que recibió en el vientre una herida de veinte centímetros de largo. Eso no le impidió mantener una relación con la joven abisinia llamada Xraxarane, y cuando la morena belleza le dio un hijo, Junot, que tenía inclinaciones literarias, llamó Ótelo al niño. Napoleón recompensó en su estilo habitual el coraje y la lealtad de Junot. Lo designó gobernador de París cuando Junot tenía veintinueve años, lo alentó a contraer matrimonio con Laure Permon, la misma que junto con su hermana cierta vez habían dicho que el teniente segundo Bonaparte era el Gato con Botas, y le entregó un regalo de bodas de cien mil francos. Cuando nació su primera hija, Junot rindió tributo a la esposa de Napoleón y la llamó Josefina; Napoleón entendió la sugerencia y regaló a Junot una casa en los Campos Elíseos, más cien mil francos para amueblarla. A Junot le agradaba la buena mesa, empleó a un chef famoso, Richaud, que se destacaba en la preparación del Brochet a la chambord, e incluso durante el embargo continental él y su esposa conseguían artículos de lujo importados. Napoleón, que todo lo veía, escribió una severa carta a Junot: «Las damas, en su casa, deberían beber té suizo; es tan bueno como el té indio, y la achicoria es tan sana como el café de Arabia.» Tan sano, quizá; pero en Westfalia se vieron reducidos a beber una infusión de semillas de espárragos tostadas. El otro placer de Junot era las buenas ediciones. Reunió una colección formada principalmente por obras en vitela, publicadas por Didot de París y Bodoni de Parma. Poseía la edición Didot de Horacio y de La Fontaine, ambas con los dibujos originales de Percier, y una Iliada en tres volúmenes, esa Biblia de los generales napoleónicos, producida por Bodoni —y no fue mera presunción— con el fin de «ofrecer al emperador la muestra más perfecta posible del arte de la impresión». En 1805, Napoleón designó a Junot embajador en Portugal pero accedió al ruego de su amigo de que se lo llamase «apenas Su Majestad crea que oye el rugido del cañón». En noviembre, Junot salvó a escape los tres mil doscientos kilómetros del Tajo a Moravia, y se reunió con Napoleón a tiempo para combatir a su lado en Austerlitz. Dos años después Napoleón nuevamente obligó a Junot a atravesar Europa, esta vez con el propósito de apoderarse de Portugal de un día para otro con un minúsculo ejército. Junot entró en Lisboa el día fijado por Napoleón, al frente de mil quinientos hombres hambrientos y desastrados, mientras la familia real hacía las maletas; esa vez la anciana reina loca exhibió un último destello de dignidad. «No tan deprisa —dijo a su cochero de camino hacia el puerto—, la gente creerá que estamos huyendo.» De modo que los Braganza embarcaron para Brasil, las águilas de Francia sustituyeron a las quinas, y Napoleón confirió el título de duque de Ábranles a su tempestuoso general. El anciano Junot, el hombre de los bosques de Borgoña, comenzó a firmar sus cartas como «Padre del duque de Ábranles». Junot comandó ejércitos en España y también en Rusia, pero su excesiva impetuosidad le impedía ser un gran general. En Smolensk reveló una extraña lentitud y Napoleón se irritó mucho con él. Pero poco después descubrió la razón: Junot estaba acabado. Tenía el cuerpo rígido a causa del reumatismo, y la cabeza cosida a sablazos, al extremo de que parecía el tajo de un leñador, de manera que

De un ingreso de treinta millones de francos, ayudó a ahorrar trece millones anuales. Duroc era la mejor expresión del soldado-cortesano: fiel y laborioso. Pero estaba muy atareado tratando de que el bodeguero no cobrase de más en el Chambertin, pues Napoleón seguramente lo advertiría; y cuando Napoleón comenzó a engordar, persuadiendo discretamente al sastre imperial con el fin de que no confeccionase prendas nuevas y agrandase unos cuantos centímetros las viejas. También tenía que restablecer la paz si Napoleón perdía los estribos; como cuando derribaba la mesa apenas le presentaban crépinettes de perdiz. Lo hacía admirablemente porque era profundamente fiel a Napoleón. En muchas ocasiones, cuando el emperador había herido a un visitante con una palabra áspera, al salir Duroc murmuraba al oído del visitante: «Olvídelo. Dice lo que siente, no lo que piensa, ni lo que hará mañana.» Duroc contrajo matrimonio con María de Hervas, hija de un financiero español; se convirtió en especialista en asuntos españoles, y se lo empleó para atender los distintos aspectos de la abdicación de Carlos IV. En recompensa por este y por otros servicios Napoleón le asignó el título de duque de Friuli y le fijó una renta anual de doscientos mil francos. Aunque muy ahorrativo cuando se trataba de los gastos personales, Napoleón se mostraba generoso con los amigos. Sobre su escritorio tenía un libro encuadernado en cuero y titulado Dotacione, donde anotaba por orden alfabético los regalos en efectivo a los amigos y a otros servidores públicos. Era un libro grueso, y hacia el fin del Imperio estaba casi lleno. Duroc no deseaba ser sólo un cortesano. Insistía en rogar que se le permitiera regresar al campo de batalla. Finalmente, Napoleón lo autorizó. En 1813 Duroc participó en la batalla de Bautzen contra los prusianos y los rusos, y el azar quiso que una bala de cañón rusa le arrancase parte del bajo vientre. Varios oficiales lo llevaron a una granja, donde fue examinado por los dos mejores cirujanos, Larrey e Yvan. Pero Duroc sabía que estaba acabado, y como no deseaba prolongar su agonía no les permitió siquiera que lo vendasen. Profundamente conmovido, Napoleón acudió deprisa a la granja. Duroc apretó la mano de Napoleón, la besó y pidió opio. «He consagrado toda mi vida a vuestro servicio. Aún habría podido seros útil. Es la única razón por la cual lamento morir.» «Duroc, hay otra vida —dijo Napoleón—. Me esperarás allí y un día nos reuniremos.» Duroc, agonizante, le respondió: «Sí, Sire. Pero no antes de que pasen treinta años, cuando hayáis derrotado a todos los que son vuestros enemigos y realizado todas las esperanzas de nuestro país...» Agregó que dejaba una hija, y Napoleón prometió cuidarla. Durante un cuarto de hora Napoleón permaneció junto a la cama de Duroc, sosteniendo la mano del moribundo. «Adiós, amigo mío», dijo al fin. Cuando salió de la granja las lágrimas le resbalaban por las mejillas y le mojaban el uniforme. Un ayudante de campo tuvo que sostenerlo mientras caminaba en silencio de regreso a su tienda. Había muerto uno de sus hermanos de sangre. Había sucedido antes, como en Essiing, donde Jean Lannes, otro de los amigos íntimos de Napoleón, perdió las dos piernas, destrozadas por una bala de cañón austríaca, y sucedería nuevamente. En el centro de la escena en la granja sajona, y pese a todo el horror de la carne mutilada, había algo valioso, quizás un valor supremo: «Amor más excelso no profesó un hombre...» Napoleón lo sabía, y rendía a sus amigos muertos el tributo del recuerdo perdurable. Dio el nombre de Muiron a la fragata que lo llevó de Egipto a Francia en memoria del amigo que había muerto para salvarlo en Arcqle; conservó en las Tullerías el corazón de Caffarelli; y pocos días después de la muerte de Duroc, Napoleón compró la granja y dejó dinero para levantar un monumento que debía llevar esta inscripción: «Aquí el general Duroc, duque de Friuli, Gran Mariscal del Palacio del emperador Napoleón, herido por una bala de cañón, murió en los brazos de su Emperador y amigo». en Europa occidental. Napoleón siempre creyó que perduraría, y no se equivocó. Es, todavía hoy, la ley de Francia, pese a que recientemente fueron modificadas algunas partes. Por ejemplo, ya no es posible multar en trescientos francos al marido que tiene una amante. También es, todavía hoy, la ley de Bélgica y Luxemburgo. Fue la ley del distrito renano de Alemania hasta fines del siglo XIX; ha dejado una impronta duradera en las leyes civiles de Holanda, Suiza, Italia y Alemania; fue llevado a los países ultramarinos y dejó su impronta —la igualdad política y una familia fuerte— en países tan diferentes como Boliviayjapón. Con la misión de aplicar el Código Civil, Napoleón designó un nuevo funcionario, uno en cada departamento, al que denominó «prefecto». El prefecto tenía menos poder que el intendant del antiguo régimen, pero más que el comisionado del directorio. Era el funcionario que, de acuerdo con las palabras de Chaptal, «transmite la ley y las órdenes del gobierno a los puntos más lejanos de la sociedad con la velocidad de una corriente eléctrica»; aunque una analogía mejor sería con la velocidad del telégrafo, inventado poco antes por Chappe; el medio técnico para la unidad que Napoleón había dado a Francia. El propio Napoleón eligió a los prefectos, pero tenía que elegir entre las «listas de notables» aprobadas por el electorado. Eligió a sesenta y cinco de los primeros noventa y ocho por consejo de Lucien, que era su ministro del Interior, y de los noventa y ocho, cincuenta y siete habían pertenecido a distintas Asambleas durante la Revolución. Después de designarlos, Napoleón dio libertad de acción a sus prefectos. Cierta vez dijo al prefecto de los Bajos Pirineos: «A cien leguas de París, un prefecto tiene más poder que yo». Esto era cierto, en el sentido de que Napoleón rara vez interfería en el gobierno de un prefecto en su departamento. En dos ocasiones excepcionales Napoleón intervino por carta, y criticó la acción de un prefecto: cuando el prefecto de los Alpes Marítimos prohibió que se cantara cierta aria en el teatro de la ópera local porque le parecía que políticamente era discutible. «Deseo —escribió Napoleón—, que Francia goce de la mayor libertad posible»; y cuando el prefecto del Bajo Rin obligó a vacunarse a la población. Además de instituir el Código Civil y designar a los prefectos que debían aplicarlo. Napoleón dio a Francia un nuevo Código Penal y los jueces destinados a administrarlo. Napoleón designaba jueces en virtud de un derecho constitucional, y en este punto la Constitución coincidía con el pensamiento liberal contemporáneo, incluso el de madame de Stael. Napoleón, que nombraba prefectos únicamente en los departamentos en los cuales no tenía relaciones de parentesco, aplicó el mismo principio en el campo de la justicia. Pese a que una considerable mayoría del Consejo de Estado se opuso, en 1804 designó jueces de distrito, según el modelo inglés, y observó: «Antes los parlamentos solían controlar a los jueces; ahora los jueces controlan a sus tribunales». Durante la Revolución se había establecido el sistema de jurados; otra fórmula importada de Inglaterra. Napoleón veía con buenos ojos la innovación, pero el Consejo de Estado no opinaba igual. El 30 de octubre de 1804 Napoleón habló para oponerse a una medida que intentaba suprimir el sistema: «Tenemos que confiar las decisiones relacionadas con la propiedad a los jueces civiles porque tales cuestiones exigen conocimiento técnico; pero si se trata de dictaminar acerca de un hecho, sólo se necesita un sexto sentido, a saber, la conciencia. De modo que en los casos criminales podemos apelar a individuos elegidos de la multitud. De este modo, los ciudadanos tienen una garantía de que su honor y su vida no están en manos de los jueces, que ya deciden acerca de su propiedad». Se informaba de tantas decisiones ineptas de los jurados —en este período, en la mitad de las comunas francesas ni siquiera los funcionarios municipales sabían leer y escribir— que el Consejo de Estado insistió en limitar el sistema de jurados. En 1808, contra los deseos explícitos de Napoleón, el Consejo eliminó al jurado que decide si corresponde o no que el acusado sea juzgado, y lo sustituyó por una cámara de enjuiciamiento, una para cada corte de apelaciones.

De un ingreso de treinta millones de francos, ayudó a ahorrar trece millones<br />

anuales.<br />

Duroc era la mejor expresión del soldado-cortesano: fiel y laborioso. Pero<br />

estaba muy atareado tratando de que el bodeguero no cobrase de más en el<br />

Chambertin, pues <strong>Napoleón</strong> seguramente lo advertiría; y cuando <strong>Napoleón</strong><br />

comenzó a engordar, persuadiendo discretamente al sastre imperial con el fin de<br />

que no confeccionase prendas nuevas y agrandase unos cuantos centímetros las<br />

viejas. También tenía que restablecer la paz si <strong>Napoleón</strong> perdía <strong>los</strong> estribos; como<br />

cuando derribaba la mesa apenas le presentaban crépinettes de perdiz. Lo hacía<br />

admirablemente porque era profundamente fiel a <strong>Napoleón</strong>. En muchas ocasiones,<br />

cuando el emperador había herido a un visitante con una palabra áspera, al salir<br />

Duroc murmuraba al oído del visitante: «Olvídelo. Dice lo que siente, no lo que<br />

piensa, ni lo que hará mañana.» Duroc contrajo matrimonio con María de Hervas,<br />

hija de un financiero español; se convirtió en especialista en asuntos españoles, y<br />

se lo empleó para atender <strong>los</strong> distintos aspectos de la abdicación de Car<strong>los</strong> IV.<br />

En recompensa por este y por otros servicios <strong>Napoleón</strong> le asignó el título de<br />

duque de Friuli y le fijó una renta anual de doscientos mil francos.<br />

Aunque muy ahorrativo cuando se trataba de <strong>los</strong> gastos personales, <strong>Napoleón</strong><br />

se mostraba generoso con <strong>los</strong> amigos. Sobre su escritorio tenía un libro<br />

encuadernado en cuero y titulado Dotacione, donde anotaba por orden alfabético<br />

<strong>los</strong> rega<strong>los</strong> en efectivo a <strong>los</strong> amigos y a otros servidores públicos. Era un libro<br />

grueso, y hacia el fin del Imperio estaba casi lleno.<br />

Duroc no deseaba ser sólo un cortesano. Insistía en rogar que se le permitiera<br />

regresar al campo de batalla. Finalmente, <strong>Napoleón</strong> lo autorizó. En 1813 Duroc<br />

participó en la batalla de Bautzen contra <strong>los</strong> prusianos y <strong>los</strong> rusos, y el azar quiso<br />

que una bala de cañón rusa le arrancase parte del bajo vientre. Varios oficiales lo<br />

llevaron a una granja, donde fue examinado por <strong>los</strong> dos mejores cirujanos, <strong>La</strong>rrey e<br />

Yvan. Pero Duroc sabía que estaba acabado, y como no deseaba prolongar su<br />

agonía no les permitió siquiera que lo vendasen.<br />

Profundamente conmovido, <strong>Napoleón</strong> acudió deprisa a la granja.<br />

Duroc apretó la mano de <strong>Napoleón</strong>, la besó y pidió opio. «He consagrado toda<br />

mi vida a vuestro servicio. Aún habría podido seros útil. Es la única razón por la<br />

cual lamento morir.» «Duroc, hay otra vida —dijo <strong>Napoleón</strong>—. Me esperarás allí y<br />

un día nos reuniremos.» Duroc, agonizante, le respondió: «Sí, Sire. Pero no antes<br />

de que pasen treinta años, cuando hayáis derrotado a todos <strong>los</strong> que son vuestros<br />

enemigos y realizado todas las esperanzas de nuestro país...» Agregó que dejaba<br />

una hija, y <strong>Napoleón</strong> prometió cuidarla.<br />

Durante un cuarto de hora <strong>Napoleón</strong> permaneció junto a la cama de Duroc,<br />

sosteniendo la mano del moribundo. «Adiós, amigo mío», dijo al fin. Cuando salió<br />

de la granja las lágrimas le resbalaban por las mejillas y le mojaban el uniforme.<br />

Un ayudante de campo tuvo que sostenerlo mientras caminaba en silencio de<br />

regreso a su tienda.<br />

Había muerto uno de sus hermanos de sangre. Había sucedido antes, como en<br />

Essiing, donde Jean <strong>La</strong>nnes, otro de <strong>los</strong> amigos íntimos de <strong>Napoleón</strong>, perdió las dos<br />

piernas, destrozadas por una bala de cañón austríaca, y sucedería nuevamente. En<br />

el centro de la escena en la granja sajona, y pese a todo el horror de la carne<br />

mutilada, había algo valioso, quizás un valor supremo: «Amor más excelso no<br />

profesó un hombre...» <strong>Napoleón</strong> lo sabía, y rendía a sus amigos muertos el tributo<br />

del recuerdo perdurable. Dio el nombre de Muiron a la fragata que lo llevó de<br />

Egipto a Francia en memoria del amigo que había muerto para salvarlo en Arcqle;<br />

conservó en las Tullerías el corazón de Caffarelli; y pocos días después de la<br />

muerte de Duroc, <strong>Napoleón</strong> compró la granja y dejó dinero para levantar un<br />

monumento que debía llevar esta inscripción:<br />

«Aquí el general Duroc, duque de Friuli, Gran Mariscal del Palacio del<br />

emperador <strong>Napoleón</strong>, herido por una bala de cañón, murió en <strong>los</strong> brazos de su<br />

Emperador y amigo».<br />

en Europa occidental. <strong>Napoleón</strong> siempre creyó que perduraría, y no se equivocó.<br />

Es, todavía hoy, la ley de Francia, pese a que recientemente fueron modificadas<br />

algunas partes. Por ejemplo, ya no es posible multar en trescientos francos al<br />

marido que tiene una amante. También es, todavía hoy, la ley de Bélgica y<br />

Luxemburgo. Fue la ley del distrito renano de Alemania hasta fines del siglo XIX;<br />

ha dejado una impronta duradera en las leyes civiles de Holanda, Suiza, Italia y<br />

Alemania; fue llevado a <strong>los</strong> países ultramarinos y dejó su impronta —la igualdad<br />

política y una familia fuerte— en países tan diferentes como Boliviayjapón.<br />

Con la misión de aplicar el Código Civil, <strong>Napoleón</strong> designó un nuevo funcionario,<br />

uno en cada departamento, al que denominó «prefecto».<br />

El prefecto tenía menos poder que el intendant del antiguo régimen, pero más<br />

que el comisionado del directorio. Era el funcionario que, de acuerdo con las<br />

palabras de Chaptal, «transmite la ley y las órdenes del gobierno a <strong>los</strong> puntos más<br />

lejanos de la sociedad con la velocidad de una corriente eléctrica»; aunque una<br />

analogía mejor sería con la velocidad del telégrafo, inventado poco antes por<br />

Chappe; el medio técnico para la unidad que <strong>Napoleón</strong> había dado a Francia.<br />

El propio <strong>Napoleón</strong> eligió a <strong>los</strong> prefectos, pero tenía que elegir entre las «listas<br />

de notables» aprobadas por el electorado. Eligió a sesenta y cinco de <strong>los</strong> primeros<br />

noventa y ocho por consejo de Lucien, que era su ministro del Interior, y de <strong>los</strong><br />

noventa y ocho, cincuenta y siete habían pertenecido a distintas Asambleas durante<br />

la Revolución. Después de designar<strong>los</strong>, <strong>Napoleón</strong> dio libertad de acción a sus<br />

prefectos. Cierta vez dijo al prefecto de <strong>los</strong> Bajos Pirineos: «A cien leguas de París,<br />

un prefecto tiene más poder que yo».<br />

Esto era cierto, en el sentido de que <strong>Napoleón</strong> rara vez interfería en el gobierno<br />

de un prefecto en su departamento. En dos ocasiones excepcionales <strong>Napoleón</strong><br />

intervino por carta, y criticó la acción de un prefecto: cuando el prefecto de <strong>los</strong><br />

Alpes Marítimos prohibió que se cantara cierta aria en el teatro de la ópera local<br />

porque le parecía que políticamente era discutible. «Deseo —escribió <strong>Napoleón</strong>—,<br />

que Francia goce de la mayor libertad posible»; y cuando el prefecto del Bajo Rin<br />

obligó a vacunarse a la población.<br />

Además de instituir el Código Civil y designar a <strong>los</strong> prefectos que debían<br />

aplicarlo. <strong>Napoleón</strong> dio a Francia un nuevo Código Penal y <strong>los</strong> jueces destinados a<br />

administrarlo. <strong>Napoleón</strong> designaba jueces en virtud de un derecho constitucional, y<br />

en este punto la Constitución coincidía con el pensamiento liberal contemporáneo,<br />

incluso el de madame de Stael. <strong>Napoleón</strong>, que nombraba prefectos únicamente en<br />

<strong>los</strong> departamentos en <strong>los</strong> cuales no tenía relaciones de parentesco, aplicó el mismo<br />

principio en el campo de la justicia. Pese a que una considerable mayoría del<br />

Consejo de Estado se opuso, en 1804 designó jueces de distrito, según el modelo<br />

inglés, y observó: «Antes <strong>los</strong> parlamentos solían controlar a <strong>los</strong> jueces; ahora <strong>los</strong><br />

jueces controlan a sus tribunales».<br />

Durante la Revolución se había establecido el sistema de jurados; otra fórmula<br />

importada de Inglaterra. <strong>Napoleón</strong> veía con buenos ojos la innovación, pero el<br />

Consejo de Estado no opinaba igual. El 30 de octubre de 1804 <strong>Napoleón</strong> habló para<br />

oponerse a una medida que intentaba suprimir el sistema: «Tenemos que confiar<br />

las decisiones relacionadas con la propiedad a <strong>los</strong> jueces civiles porque tales<br />

cuestiones exigen conocimiento técnico; pero si se trata de dictaminar acerca de un<br />

hecho, sólo se necesita un sexto sentido, a saber, la conciencia. De modo que en<br />

<strong>los</strong> casos criminales podemos apelar a individuos elegidos de la multitud.<br />

De este modo, <strong>los</strong> ciudadanos tienen una garantía de que su honor y su vida no<br />

están en manos de <strong>los</strong> jueces, que ya deciden acerca de su propiedad».<br />

Se informaba de tantas decisiones ineptas de <strong>los</strong> jurados —en este período, en<br />

la mitad de las comunas francesas ni siquiera <strong>los</strong> funcionarios municipales sabían<br />

leer y escribir— que el Consejo de Estado insistió en limitar el sistema de jurados.<br />

En 1808, contra <strong>los</strong> deseos explícitos de <strong>Napoleón</strong>, el Consejo eliminó al jurado que<br />

decide si corresponde o no que el acusado sea juzgado, y lo sustituyó por una<br />

cámara de enjuiciamiento, una para cada corte de apelaciones.

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