La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

educabolivia.bo
from educabolivia.bo More from this publisher
17.05.2013 Views

«¿Sabe lo que están tratando de que pague por mi instalación en las Tullerías? —exclamó Napoleón en una conversación con Roederer—. ¡Dos millones!... Hay que reducir la suma a 800.000. Estoy rodeado por una pandilla de canallas.» Esta industriosidad innata iba de la mano con la desconfianza del campesino hacia los préstamos: «sacrifican al momento actual la posesión más preciada por los hombres; el bienestar de sus hijos». De modo que todos los años de su gestión Napoleón equilibró el presupuesto. Se negó a organizar préstamos públicos, retiró papel moneda y limitó la deuda pública a la minúscula cifra de ochenta millones. Durante las primeras semanas de su gestión Napoleón tuvo que aceptar préstamos provisionales de los banqueros privados al 16 por ciento, pese a que consideraba inescrupulosa una tasa superior al seis por ciento. Como esta situación no lo satisfacía, el 13 de febrero de 1800 creó el Banco de Francia, con un capital inicial de treinta millones de francos, con el derecho de prestar dinero hasta esa suma, y para comodidad de la región de París, la atribución de emitir billetes en la medida de sus reservas de oro. Napoleón limitó al seis por ciento el dividendo anual del banco, y los beneficios que superasen ese margen debían pasar a integrar la reserva. Napoleón verificaba personalmente el presupuesto de todos sus ministerios, y nada escapaba a su prudente ojo. Cierta vez, en un presupuesto de varios miles de francos señaló un error de un franco con cuarenta y cinco céntimos. En 1807 fundó una oficina de Auditoría con la misión de controlar cada céntimo del gasto público. En todos los ámbitos, desde las sillas de montar para el ejército a los trajes de la Comedie Francaise, Napoleón solía insistir, en general personalmente, en el valor del dinero, lo cual de hecho significaba que el dinero mantenía su relación con los valores reales. Napoleón nunca necesitó devaluar su circulante, y el costo de la vida permaneció estable desde el año en que asumió su función. Los bonos de deuda pública, que se cotizaban a doce francos la víspera de su ascenso al poder, ascendieron a 44 francos en 1800 y a 94,40 en 1807. En lugar de los sacos de papel moneda sin valor que él halló al asumir el cargo. Napoleón metió en los bolsillos franceses tintineantes monedas de oro; ciertamente, la principal de éstas bajo el Imperio, la moneda de veinte francos, ostentaría la efigie de Napoleón y llevaría su nombre. Después de ordenar las finanzas francesas, Napoleón volvió la mirada hacia el derecho y la justicia. En vista de la antigua relación de su familia con la profesión de abogado. Napoleón sentía mucho interés por el tema. Pero aquí el problema era demasiado fundamental para resolverlo mediante la designación de funcionarios o apelando al esfuerzo personal. En realidad, no existía nada que pudiera denominarse el derecho francés; sólo muchos códigos regionales y centenares de tribunales autónomos; por ejemplo, en París, el Almirantazgo, los Condestables Montados, la Montería y la Halconería, la Bailía de la artillería, los Almacenes de la Sal, y así muchos más. Los casos iban y venían entre los tribunales, y los únicos beneficiados eran los abogados. Desde 1789 la justicia se había complicado aún más con 14.400 decretos, muchos de los cuales contradecían leyes anteriores. Con sobrada razón Napoleón había escrito a Talleyrand dos años ames de ocupar el cargo de primer cónsul: «somos una nación con 300 códigos de leyes pero sin leyes». Napoleón deseaba combinar los derechos del hombre con los mejores elementos del antiguo derecho francés; éste correspondía a dos vertientes distintas: la ley consuetudinaria, aplicada en el norte, y el derecho romano en el sur. Cuando necesitó expertos que realizaran el trabajo pesado, Napoleón eligió dos de cada región: Tronchet y Bigot de Préameneu del norte, y Portalis y Malleville del sur. Tronchet y Portalis habían alcanzado renombre defendiendo a los perseguidos; el primero, a Luis XVI, en cuyo proceso le iba la vida; el segundo, a los sacerdotes que rehusaban jurar la Constitución. Como sabía que los abogados trabajaban lentamente, y Tronchet tenía setenta y cuatro años, Napoleón dijo: «Os concedo seis meses para darme un Código Civil», es decir un borrador. Después, el proyecto Cuando un amigo se comportaba estúpidamente, de manera indigna o contra la voluntad del propio Napoleón en una cuestión importante, éste se encolerizaba y le espetaba una serie de verdades desagradables. Era su defecto principal en el campo de las relaciones humanas; se irritaba, aunque sin perder los estribos. En el primer impulso usaba palabras que abrían heridas muy dolorosas, de las que no cesaban de sangrar. A menudo tenía conciencia de que había hecho daño, y cuando comprendía el dolor que había infligido trataba inmediatamente de repararlo. No siempre lo conseguía. Cierta vez Napoleón dijo a Joseph que como soldado era completamente inútil; episodio que se repitió con Roederer. Cuando ciñó la corona imperial, Napoleón quiso dar a Joseph el título de príncipe; al principio Joseph rechazó esta dignidad, y Napoleón se enteró de que había procedido así por consejo de Roederer. Napoleón se enfureció. «Creía que usted era mi amigo —exclamó—. Debería serlo, pero en realidad no es más que un intrigante.» Y lo abofeteó. Una escena lamentable. Pero los dos hombres pronto se reconciliaron, y a diferencia de otros a quienes Napoleón ofendió, Roederer tuvo grandeza suficiente para olvidar el incidente. Aunque hubiera preferido permanecer en su hogar y escribir, Roederer ayudó a Napoleón a gobernar el Imperio; fue el asesor financiero de Joseph y más tarde de Murat, en el reino de Ñapóles; y como de costumbre, Napoleón colmó de regalos a su amigo. En 1803 dio a Roederer el escaño senatorial, que representaba veinticinco mil francos anuales, y en 1807 lo nombró Gran Oficial de la Legión de Honor. Charles Maurice deTalleyrand-Périgord fue un hombre a quien Napoleón trató como a un amigo, pero nunca lo fue. El secreto del carácter de Talleyrand reside en que durante la infancia soportó la desatención de los padres y careció de afecto, de modo que al crecer se convirtió en un hombre incapaz de amar. Perezoso, inclinado a los placeres y cínico, incluso después de 1789 llevó una vida propia del antiguo régimen, con la mesa mejor servida de Francia y la presencia, todas las mañanas, de dos peluqueros que le rizaban los cabellos. Poseía un aterciopelado encanto que parecía irresistible a las mujeres y su conversación era muy entretenida. De los tres cónsules dijo cierta vez que eran «Hic, haec, hoc», y a propósito de una dama muy delgada que llevaba un vestido escotado comentó: «Imposible mostrar más y revelar menos.» Cuando asesinaron al zar Pablo I, el gobierno ruso anunció que había sucumbido a un ataque de apoplejía, una dolencia que había cumplido la misma función diplomática en ocasión del asesinato de Pedro III, el padre de Pablo. «Realmente —comentó Talleyrand— el gobierno ruso tendría que inventar otra enfermedad». Napoleón apreciaba la inteligencia de Talleyrand, y cuando fue nombrado cónsul lo retuvo en el cargo de ministro de Relaciones Exteriores. Pero Talleyrand reaccionó como los corruptos reaccionan con frecuencia frente a los hombres de principios, y en política representó el papel de Yago frente al de Ótelo de Napoleón. Después de dejarlo librado a su propia suerte durante la campaña de Egipto, Talleyrand propuso detener al duque de Enghien en territorio alemán, y también incitó a emprender la desastrosa invasión a España. Como no podía llevar una vida propia del antiguo régimen con un sueldo propio del nuevo, pronto se dedicó a vender secretos a los reyes de Baviera y Württemberg. En 1807 Napoleón lo apartó del cargo de ministro de Relaciones Exteriores. Pero lo conservó como vice Gran Elector, y continuó tratándolo como a un amigo. ¿Por qué Napoleón procedió así? ¿Por qué no alejó de París a una figura tan peligrosa? La respuesta está en el carácter peculiar de Talleyrand. No era un traidor común y corriente; era un traidor que había sido obispo; y aún podía representar el papel de obispo. «Aunque él mismo era un ser indigno —dice un amigo íntimo de Talleyrand—, por extraño que parezca sentía horror cuando se trataba de las fechorías que otros cometían. Si se lo escuchaba y uno no lo conocía, se lo creía un ser virtuoso».

su capacidad de juicio estaba disminuida. Napoleón retiró de la guerra a su valeroso amigo y lo designó gobernador de la provincia de Iliria, un cargo honorífico y de escasa responsabilidad. Junot lo ocupó poco tiempo, pues murió de apoplejía en 1813. Hasta el fin ansió volver al lado de Napoleón. «Pobre Junot — dijo Duroc—. Es como yo. Nuestra amistad con el emperador es la vida entera para ambos». Algunos mariscales de Napoleón compartían ese sentimiento. Oudinot, el sencillo hijo de un cervecero de Bar-le-Duc, herido treinta y cuatro veces; su ocupación favorita era, después de la cena, apagar velas a tiros de pistola; Macdonaid, hijo del miembro de un clan escocés, originario de la isla de South Uist, sus ocupaciones favoritas eran coleccionar vasos etruscos y tocar el violín; Ney, nacido en Saarlouis, tenía como lengua materna el alemán, un héroe pelirrojo que mascaba tabaco y a quien Napoleón valoraba en 300 millones de francos; Lefebvre, el ex sargento mayor a quien en vísperas de Brumario Napoleón regaló su sable y más tarde el ducado de Danzig. Lefebvre fue quien mejor conservó los generosos regalos que Napoleón acumuló sobre sus mariscales. Cuando un amigo le envidió su prosperidad, el título y el estilo de vida, el canoso y viejo soldado observó: «Bien, puede usted tenerlo todo, pero por un precio. Bajaremos al jardín y yo dispararé sobre usted sesenta veces; si no muere, todo será suyo». Napoleón era amigo también de los soldados rasos. Recordaba sus nombres, y los trataba de tu. Demostraba lo que sentía por ellos compartiendo las privaciones y los peligros. «Querida madre, si hubieras visto a nuestro emperador —escribió el soldado Deflambart, de la infantería ligera, después de la batalla dejena—, siempre en el centro de la pelea, alentando a sus tropas. Vimos caer a su lado a varios generales y coroneles; incluso lo vimos con un grupo de tiradores donde el enemigo podía verlo perfectamente. El mariscal Bessiéres y el príncipe Murat le dijeron que estaba exponiéndose impropiamente, y entonces él se volvió y contestó tranquilamente: "¿Por quién me toman? ¿Por un obispo?"» Entre los civiles Napoleón tenía también muchos amigos, y aunque estas amistades carecían de la intensidad de las anteriores, no por eso eran menos estrechas. Un ejemplo típico de este grupo es Fierre Louis Roederer, un economista de Metz que fue también el principal periodista republicano de Francia. Roederer tenía quince años más que Napoleón, y su apariencia formaba un acentuado contraste con la de Napoleón, pues Roederer tenía la cara huesuda y angulosa, y la nariz ganchuda. Los dos se conocieron durante una cena ofrecida por Talleyrand el 13 de marzo de 1798. Roederer había publicado una crítica de Napoleón en vista de que éste había enviado oro de Italia directamente a los directores y no a los Consejos. «Encantado de conocerlo —empezó Napoleón—. Admiré su talento hace dos años, cuando leí el artículo en que me atacó». Esta actitud era característica en Napoleón; mostraba cálida simpatía a los hombres que manifestaban francamente su pensamiento. Llegó a admirar mucho a Roederer, y consolidó una amistad que, por extraño que parezca, floreció alimentada por las permanentes diferencias. Cierro día, Bénézech, superintendente de las Tullerías, prohibió a los trabajadores que se pasearan por los jardines en ropas de trabajo. Napoleón consideró que la medida era impropiamente severa, y la anuló. Roederer opinó que Napoleón estaba equivocado; «las ropas de trabajo son para trabajar, no para pasear». Cuando Napoleón quiso incorporar al Tribunado a poetas y a otros literatos, Roederer discrepó; sostenía que a los poetas les interesa únicamente que se hable de ellos. Napoleón propuso inaugurar un Liceo en todas las ciudades que tuviesen más de diez mil habitantes, y Roederer se opuso, y con razón —pues afirmó que jamás hallaría un número suficiente de individuos calificados—. «Por supuesto, los tendré —replicó Napoleón—. Usted opone muchas dificultades. Usted es como Jardín; como tengo la principal caballeriza de Francia, nunca dispongo de caballo que montar. Con otra persona, dispondría de sesenta». fue discutido punto por punto por el Consejo de Estado, bajo la presidencia de Napoleón en cincuenta y siete sesiones, es decir más de la mitad. Napoleón descubrió que coincidía con los abogados en las cuestiones más esenciales: igualdad ante la ley, el fin de los derechos y las obligaciones feudales, la inviolabilidad de la propiedad, el matrimonio como acto civil y no religioso, la libertad de conciencia, la libertad de elegir el trabajo que uno realiza. Estos principios fueron codificados. Pero a veces Napoleón se oponía a los abogados, sobre todo en relación con el tema de la familia. La Revolución había aumentado el poder del Estado a expensas de la familia. Napoleón deseaba equilibrar la situación fortaleciendo la familia, y sobre todo a su jefe; y adoptaba esta actitud porque entendía que la familia era la mejor salvaguardia de los débiles y los oprimidos. Napoleón fue quien incorporó un artículo que declaraba que los padres debían alimentar a sus hijos, si éstos eran pobres, incluso en la edad adulta. Lo denominó el «plato de comida paterno». Napoleón también deseaba obligar a los padres a suministrar dotes a sus hijas; creía que de este modo se evitaría que las jóvenes contrajeran matrimonio —o se vieran impedidas de hacerlo— contra su voluntad; y también quiso otorgar a los abuelos el derecho de proteger a los nietos del maltrato de los padres. En esto, como en otros aspectos. Napoleón no consiguió imponer su criterio. La Revolución había sido a veces un nivelador imperativo. Por ejemplo, en beneficio del igualitarismo, un decreto de 1794 estableció que un cabeza de familia con tres hijos no podía legar a uno de los hijos más del 25 por ciento por encima de lo que había legado a cualquiera de los dos restantes. Napoleón pensaba que debía permitirse que un testador legase hasta la mitad de sus bienes a un hijo, con lo cual por lo menos garantizaría que la casa de la familia pasara de una generación a otra. La única excepción estaría representada por las propiedades cuyo valor superase los cien mil francos. Tronchet se opuso: «¿Cómo podemos saber si la propiedad tiene o no un valor superior a los cien mil francos? Sería necesario usar los servicios de expertos, lo cual sería costoso, lento, y materia de disputas legales.» También aquí se rechazó la propuesta más liberal de Napoleón. La ley francesa consideraba muertos a ciertos criminales, sobre todo a los de carácter político. Estas personas no podían iniciar juicios, o hacer testamento. Como el matrimonio ahora era un acto civil, los juristas llegaron a la conclusión de que cuando se declaraba legalmente muerto a un hombre, su matrimonio también concluía, y por lo tanto desde el punto de vista legal la esposa era viuda. Napoleón protestó: «Sería más humano matar al marido —y agregó—. En ese caso, por lo menos su esposa podría levantar un altar en el jardín, e ir a llorar allí.» Propuso a los juristas que contemplasen las consecuencias de su lógica desde el punto de vista de la esposa, pero tampoco en esto consiguió salirse con la suya. Sólo en 1854 se eliminó del derecho francés el concepto de «muerte legal». Napoleón coincidía con el principio revolucionario de que el matrimonio era un acto civil, pero deseaba que los jóvenes considerasen responsablemente la unión conyugal. «El jefe del Registro Civil —observó Napoleón, sin duda porque recordaba su propio matrimonio—, casa a una pareja sin la más mínima solemnidad. Es un acto demasiado seco. Necesitamos algunas palabras que eleven la ceremonia. Vean lo que hacen los sacerdotes con su homilía. Tal vez el marido y la mujer no presten atención al asunto, pero sus amigos lo tienen en cuenta.» Por desgracia, aunque el hecho no es sorprendente, ni Napoleón ni su Consejo encontraron expresiones no religiosas que originasen el efecto deseado. Napoleón tuvo más éxito cuando frustró la propuesta de que las jóvenes se casaran a los trece años y los varones a los quince. «Ustedes no permiten que los niños de quince años participen en contratos legales; entonces, ¿cómo les permiten que intervengan en el más solemne de todos los contratos? Es conveniente que los hombres no se casen antes de los veinte años y las jóvenes antes de los dieciocho. Si no se procede así, la raza decaerá».

«¿Sabe lo que están tratando de que pague por mi instalación en las Tullerías?<br />

—exclamó <strong>Napoleón</strong> en una conversación con Roederer—.<br />

¡Dos millones!... Hay que reducir la suma a 800.000. Estoy rodeado por una<br />

pandilla de canallas.» Esta industriosidad innata iba de la mano con la desconfianza<br />

del campesino hacia <strong>los</strong> préstamos: «sacrifican al momento actual la posesión más<br />

preciada por <strong>los</strong> hombres; el bienestar de sus hijos». De modo que todos <strong>los</strong> años<br />

de su gestión <strong>Napoleón</strong> equilibró el presupuesto. Se negó a organizar préstamos<br />

públicos, retiró papel moneda y limitó la deuda pública a la minúscula cifra de<br />

ochenta millones.<br />

Durante las primeras semanas de su gestión <strong>Napoleón</strong> tuvo que aceptar<br />

préstamos provisionales de <strong>los</strong> banqueros privados al 16 por ciento, pese a que<br />

consideraba inescrupu<strong>los</strong>a una tasa superior al seis por ciento. Como esta situación<br />

no lo satisfacía, el 13 de febrero de 1800 creó el Banco de Francia, con un capital<br />

inicial de treinta millones de francos, con el derecho de prestar dinero hasta esa<br />

suma, y para comodidad de la región de París, la atribución de emitir billetes en la<br />

medida de sus reservas de oro. <strong>Napoleón</strong> limitó al seis por ciento el dividendo anual<br />

del banco, y <strong>los</strong> beneficios que superasen ese margen debían pasar a integrar la<br />

reserva.<br />

<strong>Napoleón</strong> verificaba personalmente el presupuesto de todos sus ministerios, y<br />

nada escapaba a su prudente ojo. Cierta vez, en un presupuesto de varios miles de<br />

francos señaló un error de un franco con cuarenta y cinco céntimos. En 1807 fundó<br />

una oficina de Auditoría con la misión de controlar cada céntimo del gasto público.<br />

En todos <strong>los</strong> ámbitos, desde las sillas de montar para el ejército a <strong>los</strong> trajes de la<br />

Comedie Francaise, <strong>Napoleón</strong> solía insistir, en general personalmente, en el valor<br />

del dinero, lo cual de hecho significaba que el dinero mantenía su relación con <strong>los</strong><br />

valores reales. <strong>Napoleón</strong> nunca necesitó devaluar su circulante, y el costo de la<br />

vida permaneció estable desde el año en que asumió su función. Los bonos de<br />

deuda pública, que se cotizaban a doce francos la víspera de su ascenso al poder,<br />

ascendieron a 44 francos en 1800 y a 94,40 en 1807. En lugar de <strong>los</strong> sacos de<br />

papel moneda sin valor que él halló al asumir el cargo. <strong>Napoleón</strong> metió en <strong>los</strong><br />

bolsil<strong>los</strong> franceses tintineantes monedas de oro; ciertamente, la principal de éstas<br />

bajo el Imperio, la moneda de veinte francos, ostentaría la efigie de <strong>Napoleón</strong> y<br />

llevaría su nombre.<br />

Después de ordenar las finanzas francesas, <strong>Napoleón</strong> volvió la mirada hacia el<br />

derecho y la justicia. En vista de la antigua relación de su familia con la profesión<br />

de abogado. <strong>Napoleón</strong> sentía mucho interés por el tema. Pero aquí el problema era<br />

demasiado fundamental para resolverlo mediante la designación de funcionarios o<br />

apelando al esfuerzo personal. En realidad, no existía nada que pudiera<br />

denominarse el derecho francés; sólo muchos códigos regionales y centenares de<br />

tribunales autónomos; por ejemplo, en París, el Almirantazgo, <strong>los</strong> Condestables<br />

Montados, la Montería y la Halconería, la Bailía de la artillería, <strong>los</strong> Almacenes de la<br />

Sal, y así muchos más. Los casos iban y venían entre <strong>los</strong> tribunales, y <strong>los</strong> únicos<br />

beneficiados eran <strong>los</strong> abogados. Desde 1789 la justicia se había complicado aún<br />

más con 14.400 decretos, muchos de <strong>los</strong> cuales contradecían leyes anteriores. Con<br />

sobrada razón <strong>Napoleón</strong> había escrito a Talleyrand dos años ames de ocupar el<br />

cargo de primer cónsul: «somos una nación con 300 códigos de leyes pero sin<br />

leyes».<br />

<strong>Napoleón</strong> deseaba combinar <strong>los</strong> derechos del hombre con <strong>los</strong> mejores<br />

elementos del antiguo derecho francés; éste correspondía a dos vertientes<br />

distintas: la ley consuetudinaria, aplicada en el norte, y el derecho romano en el<br />

sur. Cuando necesitó expertos que realizaran el trabajo pesado, <strong>Napoleón</strong> eligió dos<br />

de cada región: Tronchet y Bigot de Préameneu del norte, y Portalis y Malleville del<br />

sur. Tronchet y Portalis habían alcanzado renombre defendiendo a <strong>los</strong> perseguidos;<br />

el primero, a Luis XVI, en cuyo proceso le iba la vida; el segundo, a <strong>los</strong> sacerdotes<br />

que rehusaban jurar la Constitución. Como sabía que <strong>los</strong> abogados trabajaban<br />

lentamente, y Tronchet tenía setenta y cuatro años, <strong>Napoleón</strong> dijo: «Os concedo<br />

seis meses para darme un Código Civil», es decir un borrador. Después, el proyecto<br />

Cuando un amigo se comportaba estúpidamente, de manera indigna o contra la<br />

voluntad del propio <strong>Napoleón</strong> en una cuestión importante, éste se encolerizaba y le<br />

espetaba una serie de verdades desagradables.<br />

Era su defecto principal en el campo de las relaciones humanas; se irritaba,<br />

aunque sin perder <strong>los</strong> estribos. En el primer impulso usaba palabras que abrían<br />

heridas muy dolorosas, de las que no cesaban de sangrar. A menudo tenía<br />

conciencia de que había hecho daño, y cuando comprendía el dolor que había<br />

infligido trataba inmediatamente de repararlo.<br />

No siempre lo conseguía. Cierta vez <strong>Napoleón</strong> dijo a Joseph que como soldado<br />

era completamente inútil; episodio que se repitió con Roederer.<br />

Cuando ciñó la corona imperial, <strong>Napoleón</strong> quiso dar a Joseph el título de<br />

príncipe; al principio Joseph rechazó esta dignidad, y <strong>Napoleón</strong> se enteró de que<br />

había procedido así por consejo de Roederer. <strong>Napoleón</strong> se enfureció. «Creía que<br />

usted era mi amigo —exclamó—. Debería serlo, pero en realidad no es más que un<br />

intrigante.» Y lo abofeteó.<br />

Una escena lamentable. Pero <strong>los</strong> dos hombres pronto se reconciliaron, y a<br />

diferencia de otros a quienes <strong>Napoleón</strong> ofendió, Roederer tuvo grandeza suficiente<br />

para olvidar el incidente. Aunque hubiera preferido permanecer en su hogar y<br />

escribir, Roederer ayudó a <strong>Napoleón</strong> a gobernar el Imperio; fue el asesor financiero<br />

de Joseph y más tarde de Murat, en el reino de Ñapóles; y como de costumbre,<br />

<strong>Napoleón</strong> colmó de rega<strong>los</strong> a su amigo. En 1803 dio a Roederer el escaño<br />

senatorial, que representaba veinticinco mil francos anuales, y en 1807 lo nombró<br />

Gran Oficial de la Legión de Honor.<br />

Charles Maurice deTalleyrand-Périgord fue un hombre a quien <strong>Napoleón</strong> trató<br />

como a un amigo, pero nunca lo fue. El secreto del carácter de Talleyrand reside en<br />

que durante la infancia soportó la desatención de <strong>los</strong> padres y careció de afecto, de<br />

modo que al crecer se convirtió en un hombre incapaz de amar. Perezoso, inclinado<br />

a <strong>los</strong> placeres y cínico, incluso después de 1789 llevó una vida propia del antiguo<br />

régimen, con la mesa mejor servida de Francia y la presencia, todas las mañanas,<br />

de dos peluqueros que le rizaban <strong>los</strong> cabel<strong>los</strong>. Poseía un aterciopelado encanto que<br />

parecía irresistible a las mujeres y su conversación era muy entretenida. De <strong>los</strong><br />

tres cónsules dijo cierta vez que eran «Hic, haec, hoc», y a propósito de una dama<br />

muy delgada que llevaba un vestido escotado comentó: «Imposible mostrar más y<br />

revelar menos.» Cuando asesinaron al zar Pablo I, el gobierno ruso anunció que<br />

había sucumbido a un ataque de apoplejía, una dolencia que había cumplido la<br />

misma función diplomática en ocasión del asesinato de Pedro III, el padre de Pablo.<br />

«Realmente —comentó Talleyrand— el gobierno ruso tendría que inventar otra<br />

enfermedad».<br />

<strong>Napoleón</strong> apreciaba la inteligencia de Talleyrand, y cuando fue nombrado cónsul<br />

lo retuvo en el cargo de ministro de Relaciones Exteriores.<br />

Pero Talleyrand reaccionó como <strong>los</strong> corruptos reaccionan con frecuencia frente<br />

a <strong>los</strong> hombres de principios, y en política representó el papel de Yago frente al de<br />

Ótelo de <strong>Napoleón</strong>. Después de dejarlo librado a su propia suerte durante la<br />

campaña de Egipto, Talleyrand propuso detener al duque de Enghien en territorio<br />

alemán, y también incitó a emprender la desastrosa invasión a España. Como no<br />

podía llevar una vida propia del antiguo régimen con un sueldo propio del nuevo,<br />

pronto se dedicó a vender secretos a <strong>los</strong> reyes de Baviera y Württemberg. En 1807<br />

<strong>Napoleón</strong> lo apartó del cargo de ministro de Relaciones Exteriores. Pero lo conservó<br />

como vice Gran Elector, y continuó tratándolo como a un amigo.<br />

¿Por qué <strong>Napoleón</strong> procedió así? ¿Por qué no alejó de París a una figura tan<br />

peligrosa? <strong>La</strong> respuesta está en el carácter peculiar de Talleyrand. No era un traidor<br />

común y corriente; era un traidor que había sido obispo; y aún podía representar el<br />

papel de obispo. «Aunque él mismo era un ser indigno —dice un amigo íntimo de<br />

Talleyrand—, por extraño que parezca sentía horror cuando se trataba de las<br />

fechorías que otros cometían. Si se lo escuchaba y uno no lo conocía, se lo creía un<br />

ser virtuoso».

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!