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Por el contrario, puedo afirmar que los hombres más esclarecidos de Francia... deliberaban allí en un ambiente de total libertad, y que jamás, nada limitó sus discusiones. Bonaparte estaba mucho más interesado en aprovechar el saber de estos hombres que en escudriñar sus opiniones políticas».Los consejeros votaban levantando la mano. Con pocas excepciones, Napoleón se atenía al voto de la mayoría, a pesar de que de acuerdo con la Constitución no estaba obligado a hacerlo. En realidad, Cambacérés opinaba que Napoleón se mostraba excesivamente circunspecto frente al Consejo, y se quejaba de que era difícil conseguir que firmase decretos meramente administrativos sin someterlos antes a la votación del Consejo. El Consejo solía reunirse a las diez de la mañana. En ausencia de Napoleón, Cambacérés presidía, y los miembros sabían que la reunión terminaría a la hora de almorzar. No era el caso cuando presidía Napoleón. A veces llegaba inesperadamente, anunciado por los tambores que atacaban el saludo general en la escalera; ocupaba su asiento y escuchaba. Los miembros nuevos podían creer que estaba dormido o que se había entregado a alguna ensoñación, pero de pronto intervenía con una pregunta pertinente o resumía con suma claridad los argumentos que acababa de escuchar, y a menudo agregaba una comparación extraída de la matemática. Si discrepaba con las opiniones que había escuchado, exponía extensamente su propia posición, y a veces hablaba una buena hora sin vacilar para hallar las palabras apropiadas. Cuando presidía Napoleón, las sesiones generalmente duraban siete horas, con una pausa de veinte minutos. Cuando aumentó el número de cuestiones examinadas, en 1800 fueron 911, y en 1804, 3.365, Napoleón tuvo que realizar sesiones que duraban toda la noche, de las diez de la noche a las cinco de la madrugada. Pasaban esas largas horas y entonces Napoleón extraía un cortaplumas y cortaba astillas de madera de su silla o tiras de la cubierta que protegía la mesa. Solía garabatear varias veces la misma frase sobre el papel que tenía delante. En un papel escribió diez veces: «Dios mío, cómo te amo»; y en otro, ocho veces: «todos ustedes son unos canallas», pero siempre mantenía el dominio de la discusión. Cierta vez, durante una sesión nocturna, los consejeros comenzaron a dormitar. Napoleón dijo ásperamente: «Mantengámonos despiertos, ciudadanos. Son sólo las dos. Debemos ganarnos el sueldo». No se trataba del trabajo por el trabajo mismo, sino de una labor qué debía ser ejecutada. Francia había vivido diez años en el caos. Solamente el trabajo podía restaurar el orden, y sólo mediante el trabajo sería posible aplicar las muchas y excelentes ideas propuestas durante esos diez años. Napoleón y su Consejo no sólo trabajaban durante una jornada larga y a veces durante una larga noche, también trabajaban durante la prolongada semana republicana. Aun sin tener en cuenta las sesiones nocturnas, el primer cónsul y sus consejeros trabajaban anualmente veinte días más de lo que había sido el caso en tiempos de la monarquía. A menudo sucedía que Napoleón despertaba en su dormitorio azul y recordaba una tarea urgente. Pese a que había cumplido una jornada de dieciséis horas, se levantaba, llamaba a Méneval, y en el palacio silencioso y oscuro, mientras París y toda Francia dormían, podía oírse la tersa voz de Napoleón que dictaba. Un par de horas después pedía sorbetes; él y Méneval calmaban la sed, y después volvían a trabajar. Cuando su médico le observó que estaba exagerando el esfuerzo, Napoleón contestó: «El buey ha sido uncido, y ahora debe arar.» Y en efecto araba sin descanso la extensión entera de Francia. Los miembros de su gobierno aplaudían este esfuerzo en apariencia sobrehumano; los realistas que residían en el extranjero se burlaban. La Chaise observó, con un toque de adulación: «Dios hizo a Bonaparte, y después descansó.» A lo cual el emigrado conde de Narbonne replicó: «Dios debió haber descansado un poco antes». evitar la destrucción de su independencia nacional. María pasó la infancia con su madre y cinco hermanos en Kiernozia, «una gris residencia poblada por murciélagos» entre propiedades hipotecadas. Después de recibir lecciones en el hogar de Nicolás Chopin, padre de Federico, asistió a una escuela conventual y fue expulsada a causa de su «manía por la política». Poco después recibió una propuesta matrimonial del conde Anastase Walewski, un acaudalado gobernador regional. Su madre la apremió a que aceptara, como un modo de salvar de la ruina a la familia, y María sacrificó sus sueños de amor —ya que era una empedernida soñadora—, y contrajo matrimonio con un hombre cuarenta y nueve años mayor que ella. En su luna de miel, María se sintió profundamente conmovida por la ejecución, en la Capilla Sixtina, del Miserere de Gregorio Allegri. «¿Sabes —escribió a una amiga— que hasta hace poco podía oírse la obra únicamente en San Pedro y en el Vaticano? Regía no sé qué orden que prohibía interpretarla bajo, pena de excomunión. Pero Mozart no tuvo miedo. La adaptó, y otros lo imitaron. De modo que gracias a él ahora puedes oírla en Varsovia o en Viena.» La frase «Mozart no tuvo miedo», resume el carácter de María. El día de Año Nuevo de 1807, Napoleón pasó cerca de Kiernozia, de camino a Varsovia. María ya tenía retratos de Napoleón colgados de sus paredes, entre sus héroes polacos, ya que, en efecto, Napoleón estaba combatiendo a los destructores de Polonia, es decir, Rusia y Prusia. Fue a recibirlo ataviada con prendas de campesina, y cuando pasó el carruaje le entregó un ramillete de flores. «Bienvenido, Sire, mil veces bienvenido a nuestro país... Polonia entera se siente abrumada de sentir vuestro paso sobre su suelo.» Cuando el cochero fustigó a los caballos. Napoleón se volvió hacia Duroc: «Esta niña es perfectamente encantadora..., exquisita.» Napoleón se encontró nuevamente con la niña en un baile celebrado en Varsovia. Él tenía treinta y siete años, María veinte. Napoleón se sintió atraído por los bucles rubios, los ojos azules muy separados, el entusiasmo juvenil. Después del baile envió un nota: «Tuve ojos sólo para usted. Sólo a usted admiré. Sólo a usted deseo.» Los dignatarios polacos, deseosos de estrechar las relaciones de Napoleón con Polonia, observaron con aprobación el asunto e incluso alentaron a María. Ella recibiría un extraño documento firmado por los miembros del gobierno provisional de Varsovia que citaba un pasaje de Fénelon acerca de la influencia bienhechora de las mujeres en la vida pública y exhortaba a María a imitar a Esther, que se había entregado aAsuero. El escenario estaba dispuesto; María fue al palacio. De acuerdo con sus Memorias, escritas en la culminación del romanticismo, Napoleón hizo una terrible escena, y con una «expresión salvaje» arrojó violentamente al suelo su reloj, mientras exclamaba: «Si usted insiste en negarme su amor, convertiré en polvo a su pueblo, como hago con este reloj bajo mi bota.» Sólo entonces, y porque estaba «medio desmayada», María cedió. Quizás así fue, pues Napoleón podía impacientarse cuando se trataba de hacer el amor, del mismo modo que se mostraba impaciente en todo; pero es dudoso que llegara a amenazar al pueblo polaco, pues ya tenía el firme propósito de devolverles la nación, y la propia María había decidido recorrer por segunda vez el camino del valor. Napoleón amó a María no sólo como un hombre de mediana edad ama a una joven, sino como un libertador ama a una valiente patriota. «La pequeña patriota», llamaba Napoleón a María, y su primera carta después del retorno a París empieza así: «Tú, que tan profundamente amas a tu país.» Se diría que Napoleón entreveía su propia personalidad de corso joven en esa muchacha de veinte años que soñaba con la libertad polaca. Mientras María le hablaba de los héroes polacos —Mieszko, que había aplastado a los alemanes, y Jagiello, a quien el propio Napoleón admiraba— él le hablaba con aprobación del ensayo de Rousseau Reflexiones acerca del gobierno de Polonia, donde el autor del Contrato Social proponía una constitución basada en los derechos del hombre. Los polacos, observó Napoleón a María, habían cometido en 1764 su error fatal: «En lugar de elegir a un rey dinámico y valeroso, como debe ser un rey, aceptaron

El lado virtuoso de Talleyrand engañó repetidas veces a Napoleón; y eso explica su estallido de 1811: «Usted es un demonio, no un hombre. No puedo dejar de revelarle mis asuntos, ni puedo dejar de apreciarlo.» El «demonio» continuó vendiendo información acerca de los asuntos de Napoleón a los enemigos de Francia. Cuando llegó a conocer mejor a los hombres y sus aspectos más complejos. Napoleón desechó su adhesión juvenil a la teoría de Lavater según la cual la cara es la clave del carácter. «Hay un solo modo —dijo—, de juzgar a los hombres: según lo que hacen.» Del mismo modo que la mayoría de los hombres más cercanos a Napoleón eran muy masculinos, las mujeres eran muy femeninas. Napoleón no podía soportar a las mujeres prepotentes y entrometidas. En este sentido Josefina era el modelo. Napoleón la amó profundamente, y no hubo otra mujer que influyese tanto sobre él, pero Napoleón mantuvo relaciones con otras mujeres, en total siete. Fueron Pauline Fourés, su amante de El Cairo; dos actrices: mademoiselle George y la contralto Giuseppina Grassini; dos damas de la corte, madame Duchátel y madame Denuelle; una joven dama de Lyon llamada Emilie Pellapra; y una condesa polaca, María Walewska. La mayoría pertenece a un tipo muy concreto: jóvenes, en absoluto tontas, con sentimientos intensos e incluso apasionadas. Joséphine Weimer —conocida en la escena como mademoiselle George— tenía cerca de veinte años cuando Napoleón la conoció; era una muchacha alta y robusta de ardientes ojos negros. Napoleón la consideraba la mejor actriz de París; «mademoiselle Duchesnois estremece las fibras de mi corazón, mademoiselle George excita mis sentimientos de orgullo» y un día después que ella ofreció una representación excepcional de Clitemnestra, Napoleón envió a su ayuda de cámara para invitarla a que fuese el día siguiente a Saint-Cloud. La actriz acudió y pasó la noche en la residencia. Como de costumbre, Napoleón creó un nuevo nombre para su flamante amiga —Georgina— y también un nuevo tipo de liga confeccionada con elástico, en lugar de las acostumbradas ligas con hebilla, que él abrochaba y soltaba con cierta dificultad. En vísperas de la partida para el campamento de Boulogne, Napoleón recibió a Georgina en la biblioteca y le regaló cuarenta mil francos —deslizó el paquete de billetes de banco entre los pechos de la joven—. Se sentaron sobre la alfombra porque, según recuerda la actriz, Napoleón «tenía ganas de reír y jugar, y me incitó a que lo persiguiera. Para evitar que lo apresara, trepó por la escalerilla, y como ésta era liviana y tenía ruedas lo empujé a lo largo de la biblioteca. Se reía y gritaba: "Te lastimarás. Detente, o me enfado"». La forma en que Napoleón abordaba a las mujeres revelaba torpeza. Cuando se sintió seducido por Marie Antoinette Duchátel, una dama de compañía que poseía hermosos ojos azul oscuro, con largas y sedosas pestañas, no tuvo mejor idea que inclinarse sobre el hombro de la dama durante una cena para decirle: «No debería comer aceitunas de noche, no le sentarán bien». Después se dirigió a la dama que estaba sentada al lado de la bella: «Y usted, madame Junot, ¿no come aceitunas? Hace muy bien. Y doblemente bien si no imita a Madame Duchátel, que es inimitable.» La relación de Napoleón con madame Duchátel dolió intensamente a Josefina. Lloró, rogó, indujo a sus hijos a que pidieran a Napoleón que renunciara a aquella mujer más joven. Al principio Napoleón se irritó, pero después, cuando pasó el entusiasmo inicial, comenzó a comprender que el episodio lastimaba mucho a su esposa. Unos meses más tarde le dijo a Josefina que su pasión se había agotado e incluso la invitó a que le ayudara a terminar la relación. María Walewska fue la menos bonita, pero la más sensible, fiel y apasionada de las amantes de Napoleón. Su padre había sido un valeroso noble polaco, que murió cuando María era niña como consecuencia de las heridas recibidas en Maciejowice, la batalla en que los polacos, armados con hoces y hachas, intentaron vanamente CAPÍTULO TRECE La reconstrucción de Francia Cuando fue designado primer cónsul, Napoleón encontró en el Tesoro exactamente 167.000 francos en efectivo y deudas que sumaban 474 millones. El país estaba inundado de papel moneda casi sin valor. Los sueldos de los funcionarios civiles soportaban un atraso de diez meses. Como deseaba saber cuál era exactamente la fuerza del ejército, Napoleón interrogó a un oficial superior. El hombre no conocía el dato. —Pero puede saberlo gracias a las nóminas de pago —dijo Napoleón. —No pagamos al ejército —respondió el oficial. —Entonces, mediante las listas de raciones —insistió Napoleón. —No lo alimentamos —fue la respuesta —Gracias a las listas de uniformes, entonces. —Tampoco lo vestimos. La misma situación prevalecía en todo el territorio de Francia, e incluso en los asilos de huérfanos, donde el año precedente la falta de fondos había determinado que centenares de niños muriesen de hambre. Sin duda, ante todo era esencial obtener efectivo. Napoleón consiguió dos millones en Genova, tres millones de los banqueros franceses y nueve millones mediante una lotería. De ese modo evitó la quiebra durante los primeros meses en su cargo, mientras organizaba la recaudación de fondos regulares. En teoría, el impuesto sobre las rentas debía aportar lo necesario para satisfacer sus necesidades; el problema consistía en que los hombres encargados de la recaudación lo consideraban una ocupación de dedicación parcial. Uno de los primeros actos de Napoleón como cónsul fue crear un cuerpo especial de 840 funcionarios, ocho por departamento, cuya tarea exclusiva era recaudar el impuesto. Exigía a cada funcionario el adelanto del 5 por ciento del ingreso anual previsto. De este modo, Napoleón obtuvo efectivo suficiente para diez días; hacia el año IX los diez días se habían convertido en un mes. Al mismo tiempo, prometió bautizar la plaza más hermosa de París con el nombre del departamento que pagara primero la totalidad de sus impuestos; y ésa sería la place des Vosges. El nuevo sistema de recaudación de impuestos fue eficaz. Durante el Consulado, Napoleón obtuvo anualmente 660 millones de francos del impuesto sobre las rentas y la propiedad pública, es decir 185 millones más de lo que el antiguo régimen conseguía de docenas de distintas gabelas en 1788. Con el tiempo, en lugar de elevar el impuesto sobre las rentas, Napoleón creó impuestos indirectos: en 1805 sobre el vino, los naipes y los carruajes; en 1806 sobre la sal; y en 1811 sobre el tabaco, convertido en monopolio oficial. A medida que comenzó a ingresar el dinero; Napoleón evitó el gasto excesivo. «Nadie —declaró—, debe decidir sus propias erogaciones o autoasignarse dinero», y a partir de estos dos principios creó dos organismos: el Ministerio de Finanzas y el Tesoro, donde antes existía uno solo. «Mi presupuesto —explicó—, consigue que el Ministerio de Finanzas mantenga una guerra permanente con el Tesoro. Uno me dice: "Prometí tanto, y se debe tanto"; y el otro: "Se ha recaudado tanto". Al enfrentarlos obtengo seguridad».

El lado virtuoso de Talleyrand engañó repetidas veces a <strong>Napoleón</strong>; y eso explica<br />

su estallido de 1811: «Usted es un demonio, no un hombre.<br />

No puedo dejar de revelarle mis asuntos, ni puedo dejar de apreciarlo.» El<br />

«demonio» continuó vendiendo información acerca de <strong>los</strong> asuntos de <strong>Napoleón</strong> a<br />

<strong>los</strong> enemigos de Francia.<br />

Cuando llegó a conocer mejor a <strong>los</strong> hombres y sus aspectos más complejos.<br />

<strong>Napoleón</strong> desechó su adhesión juvenil a la teoría de <strong>La</strong>vater según la cual la cara<br />

es la clave del carácter. «Hay un solo modo —dijo—, de juzgar a <strong>los</strong> hombres:<br />

según lo que hacen.» Del mismo modo que la mayoría de <strong>los</strong> hombres más<br />

cercanos a <strong>Napoleón</strong> eran muy masculinos, las mujeres eran muy femeninas.<br />

<strong>Napoleón</strong> no podía soportar a las mujeres prepotentes y entrometidas. En este<br />

sentido Josefina era el modelo. <strong>Napoleón</strong> la amó profundamente, y no hubo otra<br />

mujer que influyese tanto sobre él, pero <strong>Napoleón</strong> mantuvo relaciones con otras<br />

mujeres, en total siete. Fueron Pauline Fourés, su amante de El Cairo; dos actrices:<br />

mademoiselle George y la contralto Giuseppina Grassini; dos damas de la corte,<br />

madame Duchátel y madame Denuelle; una joven dama de Lyon llamada Emilie<br />

Pellapra; y una condesa polaca, María Walewska. <strong>La</strong> mayoría pertenece a un tipo<br />

muy concreto: jóvenes, en absoluto tontas, con sentimientos intensos e incluso<br />

apasionadas.<br />

Joséphine Weimer —conocida en la escena como mademoiselle George— tenía<br />

cerca de veinte años cuando <strong>Napoleón</strong> la conoció; era una muchacha alta y robusta<br />

de ardientes ojos negros. <strong>Napoleón</strong> la consideraba la mejor actriz de París;<br />

«mademoiselle Duchesnois estremece las fibras de mi corazón, mademoiselle<br />

George excita mis sentimientos de orgullo» y un día después que ella ofreció una<br />

representación excepcional de Clitemnestra, <strong>Napoleón</strong> envió a su ayuda de cámara<br />

para invitarla a que fuese el día siguiente a Saint-Cloud. <strong>La</strong> actriz acudió y pasó la<br />

noche en la residencia.<br />

Como de costumbre, <strong>Napoleón</strong> creó un nuevo nombre para su flamante amiga<br />

—Georgina— y también un nuevo tipo de liga confeccionada con elástico, en lugar<br />

de las acostumbradas ligas con hebilla, que él abrochaba y soltaba con cierta<br />

dificultad. En vísperas de la partida para el campamento de Boulogne, <strong>Napoleón</strong><br />

recibió a Georgina en la biblioteca y le regaló cuarenta mil francos —deslizó el<br />

paquete de billetes de banco entre <strong>los</strong> pechos de la joven—. Se sentaron sobre la<br />

alfombra porque, según recuerda la actriz, <strong>Napoleón</strong> «tenía ganas de reír y jugar, y<br />

me incitó a que lo persiguiera. Para evitar que lo apresara, trepó por la escalerilla,<br />

y como ésta era liviana y tenía ruedas lo empujé a lo largo de la biblioteca. Se reía<br />

y gritaba: "Te lastimarás. Detente, o me enfado"».<br />

<strong>La</strong> forma en que <strong>Napoleón</strong> abordaba a las mujeres revelaba torpeza.<br />

Cuando se sintió seducido por Marie Antoinette Duchátel, una dama de<br />

compañía que poseía hermosos ojos azul oscuro, con largas y sedosas pestañas, no<br />

tuvo mejor idea que inclinarse sobre el hombro de la dama durante una cena para<br />

decirle: «No debería comer aceitunas de noche, no le sentarán bien».<br />

Después se dirigió a la dama que estaba sentada al lado de la bella:<br />

«Y usted, madame Junot, ¿no come aceitunas? Hace muy bien. Y doblemente<br />

bien si no imita a Madame Duchátel, que es inimitable.» <strong>La</strong> relación de <strong>Napoleón</strong><br />

con madame Duchátel dolió intensamente a Josefina. Lloró, rogó, indujo a sus hijos<br />

a que pidieran a <strong>Napoleón</strong> que renunciara a aquella mujer más joven. Al principio<br />

<strong>Napoleón</strong> se irritó, pero después, cuando pasó el entusiasmo inicial, comenzó a<br />

comprender que el episodio lastimaba mucho a su esposa. Unos meses más tarde<br />

le dijo a Josefina que su pasión se había agotado e incluso la invitó a que le<br />

ayudara a terminar la relación.<br />

María Walewska fue la menos bonita, pero la más sensible, fiel y apasionada de<br />

las amantes de <strong>Napoleón</strong>. Su padre había sido un valeroso noble polaco, que murió<br />

cuando María era niña como consecuencia de las heridas recibidas en Maciejowice,<br />

la batalla en que <strong>los</strong> polacos, armados con hoces y hachas, intentaron vanamente<br />

CAPÍTULO TRECE<br />

<strong>La</strong> reconstrucción de Francia<br />

Cuando fue designado primer cónsul, <strong>Napoleón</strong> encontró en el Tesoro<br />

exactamente 167.000 francos en efectivo y deudas que sumaban 474 millones. El<br />

país estaba inundado de papel moneda casi sin valor.<br />

Los sueldos de <strong>los</strong> funcionarios civiles soportaban un atraso de diez meses.<br />

Como deseaba saber cuál era exactamente la fuerza del ejército, <strong>Napoleón</strong><br />

interrogó a un oficial superior. El hombre no conocía el dato.<br />

—Pero puede saberlo gracias a las nóminas de pago —dijo <strong>Napoleón</strong>.<br />

—No pagamos al ejército —respondió el oficial.<br />

—Entonces, mediante las listas de raciones —insistió <strong>Napoleón</strong>.<br />

—No lo alimentamos —fue la respuesta —Gracias a las listas de uniformes,<br />

entonces.<br />

—Tampoco lo vestimos.<br />

<strong>La</strong> misma situación prevalecía en todo el territorio de Francia, e incluso en <strong>los</strong><br />

asi<strong>los</strong> de huérfanos, donde el año precedente la falta de fondos había determinado<br />

que centenares de niños muriesen de hambre.<br />

Sin duda, ante todo era esencial obtener efectivo. <strong>Napoleón</strong> consiguió dos<br />

millones en Genova, tres millones de <strong>los</strong> banqueros franceses y nueve millones<br />

mediante una lotería. De ese modo evitó la quiebra durante <strong>los</strong> primeros meses en<br />

su cargo, mientras organizaba la recaudación de fondos regulares. En teoría, el<br />

impuesto sobre las rentas debía aportar lo necesario para satisfacer sus<br />

necesidades; el problema consistía en que <strong>los</strong> hombres encargados de la<br />

recaudación lo consideraban una ocupación de dedicación parcial. Uno de <strong>los</strong><br />

primeros actos de <strong>Napoleón</strong> como cónsul fue crear un cuerpo especial de 840<br />

funcionarios, ocho por departamento, cuya tarea exclusiva era recaudar el<br />

impuesto.<br />

Exigía a cada funcionario el adelanto del 5 por ciento del ingreso anual previsto.<br />

De este modo, <strong>Napoleón</strong> obtuvo efectivo suficiente para diez días; hacia el año IX<br />

<strong>los</strong> diez días se habían convertido en un mes. Al mismo tiempo, prometió bautizar<br />

la plaza más hermosa de París con el nombre del departamento que pagara<br />

primero la totalidad de sus impuestos; y ésa sería la place des Vosges.<br />

El nuevo sistema de recaudación de impuestos fue eficaz. Durante el<br />

Consulado, <strong>Napoleón</strong> obtuvo anualmente 660 millones de francos del impuesto<br />

sobre las rentas y la propiedad pública, es decir 185 millones más de lo que el<br />

antiguo régimen conseguía de docenas de distintas gabelas en 1788. Con el<br />

tiempo, en lugar de elevar el impuesto sobre las rentas, <strong>Napoleón</strong> creó impuestos<br />

indirectos: en 1805 sobre el vino, <strong>los</strong> naipes y <strong>los</strong> carruajes; en 1806 sobre la sal;<br />

y en 1811 sobre el tabaco, convertido en monopolio oficial.<br />

A medida que comenzó a ingresar el dinero; <strong>Napoleón</strong> evitó el gasto excesivo.<br />

«Nadie —declaró—, debe decidir sus propias erogaciones o autoasignarse dinero»,<br />

y a partir de estos dos principios creó dos organismos: el Ministerio de Finanzas y<br />

el Tesoro, donde antes existía uno solo.<br />

«Mi presupuesto —explicó—, consigue que el Ministerio de Finanzas mantenga<br />

una guerra permanente con el Tesoro. Uno me dice: "Prometí tanto, y se debe<br />

tanto"; y el otro: "Se ha recaudado tanto". Al enfrentar<strong>los</strong> obtengo seguridad».

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