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La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

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a Estanislao, ese cachorro indolente, ese escritorzuelo elegante, de manos de<br />

Catalina de Rusia, de quien había sido amante.» Pero no era demasiado tarde para<br />

remediar la situación.<br />

Aunque Talleyrand le advirtió que Polonia no valía una sola gota de sangre<br />

francesa, <strong>Napoleón</strong> prometió a María el renacimiento de su patria. Cumplió su<br />

palabra en Tilsit, en julio de 1807, cuando fundó el Gran Ducado de Varsovia.<br />

<strong>Napoleón</strong> no pudo olvidar a María. El honor y el republicanismo se combinaron<br />

con la pasión, y de este modo tuvo lugar una de las relaciones importantes de su<br />

vida. De regreso en París escribió: «Tu recuerdo está siempre en mi corazón y tu<br />

nombre a menudo acude a mis labios.» En 1810 María le dio un hijo, Alexandre, y<br />

llevó al niño de visita a París. <strong>Napoleón</strong>, complacido porque al fin era padre, se<br />

preocupó y se dedicó mucho a su hijo, e insistió en que lo llevasen a pasear todos<br />

<strong>los</strong> días, con lluvia o con buen tiempo. Visitaba a María cuando <strong>los</strong> acontecimientos<br />

lo acercaban a Varsovia, y María se mantuvo fiel a <strong>Napoleón</strong> incluso en la<br />

adversidad.<br />

Además de estos amigos íntimos, hombres y mujeres, <strong>Napoleón</strong> mantuvo<br />

relaciones amistosas con elevado número de personas de cortes extranjeras y de<br />

su propia corte. Entre <strong>los</strong> reyes, el favorito de <strong>Napoleón</strong> era el rey de Sajonia, un<br />

hombre de principios a quien <strong>Napoleón</strong> eligió para gobernar el Gran Ducado de<br />

Varsovia.<br />

A diferencia de Francisco de Austria, el rey de Sajonia no era en absoluto<br />

ceremonioso y formal. Cierto día <strong>Napoleón</strong> llegó a Bautzen después de un viaje que<br />

se había prolongado la noche entera, y se encontró con una recepción palaciega de<br />

gran lujo. El rey de Sajonia llevó discretamente a <strong>Napoleón</strong> a una antecámara<br />

donde había un orinal, mientras le decía: «A menudo he comprobado que <strong>los</strong><br />

grandes hombres, como todos, a veces necesitan estar so<strong>los</strong>.» <strong>Napoleón</strong> se hallaba<br />

precisamente en esa situación, y siempre agradeció al rey esa muestra de<br />

consideración.<br />

<strong>La</strong> corte de <strong>Napoleón</strong> era la suma de la antigua nobleza y de <strong>los</strong> hombres<br />

nuevos que habían conquistado una posición encumbrada gracias a su talento.<br />

<strong>Napoleón</strong> atendía sus obligaciones, pero le desagradaba la charla intrascendente, y<br />

en realidad nunca prestaba mucha atención a las recepciones dominicales que<br />

ofrecía en las Tullerías. Él, que rara vez olvidaba el rostro de un soldado, pocas<br />

veces recordaba la de un invitado. Se cruzaba con la misma persona mes tras mes<br />

e insistía en preguntar: «Y usted, ¿cómo se llama?» El famoso compositor Andró<br />

Grétry, que entonces estaba en la sesentona, finalmente se cansó de que le<br />

formulase siempre la misma pregunta. Un domingo, <strong>Napoleón</strong> le preguntó como de<br />

costumbre: «Y usted, ¿cómo se llama?», a lo que él contestó: «Sire, todavía soy<br />

Grétry».<br />

<strong>Napoleón</strong> solía formular dos preguntas más; de qué región de Francia provenía<br />

su interlocutor, y cuál era su edad. Cuando llegó el día de la presentación en la<br />

corte de la duquesa de Brissac, esta dama, que era algo sorda, memorizó<br />

respuestas apropiadas, pues temía verse en la imposibilidad de oír las preguntas de<br />

<strong>Napoleón</strong>. El día señalado llegó la duquesa, con sombrero de plumas y vestido<br />

largo de reluciente dorado, fue anunciada y realizó sus tres reverencias. Pero esta<br />

vez <strong>Napoleón</strong> varió la fórmula. «Su marido sin duda es el hermano del duque de<br />

Brissac, masacrado en Versalles. ¿Heredó usted su propiedad?» <strong>La</strong> duquesa<br />

respondió: «Seine et Oise, Sire.» <strong>Napoleón</strong>, que se disponía a pasar a la persona<br />

siguiente, se detuvo sorprendido. «¿Tiene usted hijos?», preguntó, y la dama,<br />

siempre con la misma sonrisa amable, replicó:<br />

«Sire, cincuenta y dos.» <strong>Napoleón</strong> trataba de mostrarse especialmente amable<br />

con las esposas y las hijas de sus mariscales. <strong>La</strong> esposa del mariscal Lefebvre era<br />

una alegre mujer del pueblo, y decíase de ella que había sido lavandera. Una noche<br />

se presentó en la corte cargada de diamantes, perlas, flores y joyas de oro y plata,<br />

pues como ella misma explicaba, cuando se trataba de adornos personales quería<br />

<strong>Napoleón</strong> pronunciaba mal una serie de palabras, y continuó equivocándolas a<br />

pesar de que las había oído pronunciar bien centenares de veces. Decía rentes<br />

voyageres en lugar de rentes viageres, armistice en lugar de amnistié, point<br />

fulminan! por point culminan!; cometía errores especialmente graves cuando se<br />

trataba de <strong>los</strong> nombres de lugares: las Filipinas era las Philippiques; Zeitz era Siss;<br />

Hochkirsch, Oghirsch; y Conlouga se convertía en Calígula.<br />

Cuando <strong>Napoleón</strong> dictaba una carta se concentraba de tal modo que «era como<br />

si estuviésemos manteniendo una conversación en voz alta con el corresponsal,<br />

que estaba allí, en carne y hueso». Dos de <strong>los</strong> hombres que lo conocieron mejor,<br />

uno de el<strong>los</strong> un civil, y el otro un general, afirmaban cada uno por su parte que la<br />

concentración era el rasgo mental más peculiar de <strong>Napoleón</strong>. «Nunca lo vi<br />

distraerse del tema que estaba tratando para pensar en el que trató un instante<br />

antes o el que tratará después», dice Roederer. <strong>Napoleón</strong> formuló la misma idea<br />

con su acostumbrado vigor: «Cuando me apodero de una idea, la aferró por el<br />

cuello, por el trasero, por <strong>los</strong> pies, por las manos, por la cabeza, hasta que la he<br />

agotado».<br />

Solo en su estudio, con el secretario, <strong>Napoleón</strong> contestaba las cartas, impartía<br />

órdenes, redactaba notas acerca de <strong>los</strong> informes de <strong>los</strong> ministros, controlaba <strong>los</strong><br />

presupuestos, instruía a <strong>los</strong> embajadores, reclutaba soldados, desplazaba ejércitos<br />

y ejecutaba <strong>los</strong> mil deberes restantes que corresponden al jefe de gobierno,<br />

siempre totalmente enfrascado en la tarea que afrontaba, siempre terminándola<br />

antes de pasar a la siguiente.<br />

Y lo haría durante <strong>los</strong> cuatro años y medio de Consulado, de acuerdo con un<br />

promedio de ocho a diez horas diarias.<br />

Pero esto representaba sólo dos tercios del día de trabajo de <strong>Napoleón</strong>. Pasaba<br />

el tercio restante en la gran cámara del Consejo, en las Tullerías. Allí se reunía al<br />

Consejo de Estado. Durante <strong>los</strong> primeros meses del Consulado todos <strong>los</strong> días,<br />

después varios días por semana. <strong>Napoleón</strong> ocupaba una silla de brazos, flanqueado<br />

por Cambacérés y Lebrun, sobre una plataforma elevada, y frente a <strong>los</strong> consejeros,<br />

que ocupaban una mesa en forma de herradura revestida de paño verde. <strong>La</strong><br />

mayoría de <strong>los</strong> consejeros estaba integrada por civiles, y cada uno era un<br />

especialista en determinada área. De <strong>los</strong> veintinueve originales, sólo cuatro eran<br />

oficiales, y aunque la tarea de <strong>los</strong> Consejos era redactar leyes y decretos, sólo diez<br />

eran abogados.<br />

Habían sido elegidos por <strong>Napoleón</strong> en todos <strong>los</strong> rincones de Francia, y se <strong>los</strong><br />

había juzgado únicamente por su capacidad.<br />

<strong>La</strong> característica más importante del Consejo era que <strong>los</strong> miembros hablaban<br />

sentados. «Un miembro nuevo —dice el consejero Pelet—, que había conquistado<br />

prestigio en las Asambleas, trató de ponerse de pie y hablar como un orador; se<br />

rieron de él, y tuvo que adoptar un estilo usual de conversación. En el Consejo era<br />

imposible disimular la falta de idea con alardes de elocuencia».<br />

Cuando se presentaba un problema al Consejo, <strong>Napoleón</strong> permitía que <strong>los</strong><br />

miembros hablasen libremente, y formulaba su propia opinión sólo cuando la<br />

discusión estaba muy avanzada. Si no sabía nada del tema, lo decía y pedía a un<br />

experto que definiese <strong>los</strong> términos técnicos <strong>La</strong>s dos preguntas que formulaba con<br />

más frecuencia eran: «¿Es justo?» y «¿Es útil?». También preguntaba «¿Está<br />

completo? ¿Tiene en cuenta todas las circunstancias? ¿Cómo fue antes? ¿En Roma,<br />

en Francia? ¿Cómo es en el exterior?». Si tenía opinión negativa de un proyecto,<br />

afirmaba que era «singular» o «extraordinario», con lo cual quería decir sin<br />

precedentes, pues como dijo al consejero Mollien, «no temo buscar ejemp<strong>los</strong> y<br />

normas en el pasado; me propongo mantener las innovaciones útiles de la<br />

Revolución, pero no abandonar las instituciones beneficiosas si su destrucción<br />

representó un error».<br />

«A partir del hecho de que el primer cónsul siempre presidía el Consejo de<br />

Estado —dice el conde de Plancy—, algunas personas han supuesto que era un<br />

cuerpo servil y que obedecía en todo a <strong>Napoleón</strong>.

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