La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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su admiración. Los discursos de <strong>los</strong> tribunos eran ejercicios retóricos aduladores y<br />
aburridos, y desacreditaban a todo el gobierno. <strong>Napoleón</strong> detestaba la adulación<br />
casi tanto como detestaba <strong>los</strong> insultos, y precisamente porque el Tribunado exhibía<br />
esa tendencia a la adulación, <strong>Napoleón</strong> lo suprimió en 1807 y transfirió a sus<br />
miembros al Cuerpo Legislativo. Pero <strong>Napoleón</strong> comenzó a dejar de lado incluso a<br />
este organismo en favor del Senado. Podía tener la certeza de que el Cuerpo<br />
Legislativo aprobaría sus medidas y el presupuesto, pero tendió cada vez más a<br />
evitar incluso esta formalidad. Hubo años en que no convocó al Cuerpo Legislativo,<br />
y en una actitud que implicaba violar la Constitución sometió el presupuesto a la<br />
aprobación del Senado.<br />
Es indudable que la abrumadora mayoría de <strong>los</strong> franceses aprobaba estos<br />
cambios, aunque por supuesto eso no implica necesariamente que tuviesen razón y<br />
que <strong>los</strong> cambios fuesen acertados. Los franceses deseaban un gobierno que<br />
funcionara, un gobierno que aplicase <strong>los</strong> principios de la Revolución; y no<br />
manifestaban especial interés por <strong>los</strong> detalles de funcionamiento. Pero el asunto<br />
preocupaba a ciertos franceses, algunos de <strong>los</strong> cuales eran hombres de suma<br />
integridad, que creían que <strong>Napoleón</strong> había avanzado demasiado en el sentido del<br />
gobierno personal. Es probable que el problema nunca pueda resolverse en un<br />
sentido o en otro, pues nadie sabe lo que habría sucedido si se hubiera permitido<br />
que el Tribunado original bloquease sistemáticamente leyes esenciales y agitase<br />
antiguos odios. De todos modos, parece bastante evidente que tanto <strong>Napoleón</strong><br />
como sus críticos franceses eran absolutamente sinceros en lo que decían y hacían.<br />
Tres figuras se destacaban en la oposición: Lázaro Carnot, que había votado en<br />
favor de la muerte de Luis XVI, y que como tribuno rechazó consecuentemente las<br />
medidas destinadas a ampliar las atribuciones de <strong>Napoleón</strong>. Carnot simpatizaba<br />
personalmente con <strong>Napoleón</strong>, pero no puede decirse lo mismo de <strong>los</strong> dos restantes<br />
antagonistas políticos.<br />
Jean Bernadotte creía que <strong>Napoleón</strong> era una personalidad demasiado<br />
dominante; se negó a participar en el golpe de Estado del 19 Brumario y mantuvo<br />
una actitud crítica frente al Imperio hasta 1810, en que fue adoptado por el rey<br />
Car<strong>los</strong> XIII y salió de Francia con el fin de adquirir <strong>los</strong> conocimientos que le<br />
permitirían gobernar después en Suecia. Népomucéne Lemercier, autor de dramas<br />
en verso, tenía el brazo derecho atrofiado y detestaba las cualidades militares de<br />
<strong>Napoleón</strong>; en el Tribunado se pronunció valerosamente contra la creación de un<br />
Imperio. <strong>Napoleón</strong> no hizo nada para perjudicar personalmente a Lemercier, y en<br />
realidad siempre abrigó la esperanza de conquistarlo. Cierto día, durante una<br />
recepción en las Tullerías, lo acogió cálidamente. «Ah, monsieur Lemercier,<br />
¿cuándo nos escribirá otra tragedia?» «Sire, estoy esperando», replicó<br />
serenamente su interlocutor. Esto sucedía a principios de 1812.<br />
<strong>Napoleón</strong> creía que el análisis que hacía la oposición de las necesidades de<br />
Francia estaba equivocado, pero respetaba su sinceridad. Les permitía reunirse en<br />
<strong>los</strong> salones de París y manifestar sus opiniones. Pero nada más. Los sujetaba con<br />
rienda corta. «Dicen que soy severo, incluso duro —observó cierta vez a<br />
Caulaincourt—. ¡Tanto mejor! Eso me evita serlo en realidad. Se interpreta mi<br />
firmeza con insensibilidad...<br />
¿Usted cree realmente que no me agrada complacer a <strong>los</strong> hombres? Me<br />
reconforta ver una expresión feliz, pero me veo forzado a defenderme de esta<br />
inclinación natural, no sea que otros la aprovechen».<br />
<strong>La</strong> dama que afirmaba reflejar las opiniones de la oposición, pero en realidad<br />
manifestaba las suyas propias, era muy distinta de <strong>los</strong> antagonistas permanentes<br />
de <strong>Napoleón</strong>, que basaban su actitud en principios.<br />
Germaine de Stael no era francesa, sino suiza. Era una mujer de carácter<br />
dominante; sus países favoritos eran Inglaterra y Alemania. Contrajo matrimonio<br />
con un sueco y su alma, como ella misma no se cansaba de repetir, estaba<br />
envuelta en las brumas norteñas de la melancolía. Pane de la melancolía respondía<br />
al hecho de que tenía el rostro redondo, nariz ancha y labios gruesos. Estos rasgos<br />
se veían compensados en parte por unos luminosos ojos negros y unas hermosas<br />
entonces, con <strong>los</strong> cuernos bajos, las gacelas cargaban, y el tío Bibiche y el niño<br />
huían.<br />
<strong>Napoleón</strong> jugaba otros juegos con <strong>los</strong> niños, por ejemplo la gallina ciega y el<br />
juego de <strong>los</strong> prisioneros, en que él corría veloz con las medias caídas:<br />
«Napoléone di mezza calzetta!» Generalmente se llevaba bien con el<strong>los</strong>, y <strong>los</strong><br />
hacía reír con sus muecas. Pero con Napoléone, una pulcra niña de cinco años que<br />
era la hija de Elisa, no tenía tanto éxito. Una mañana le dijo en broma: «Señorita,<br />
¿qué has hecho? Parece que anoche te orinaste en la cama.» Napoléone se irguió<br />
rígida en su sillita. «Tío, si sólo sabes decir tonterías, saldré de la habitación».<br />
<strong>Napoleón</strong> también recibía en Malmaison a <strong>los</strong> miembros adultos de su familia.<br />
Joseph iba con frecuencia, lo mismo que Eugéne, ahora un apuesto y joven coronel<br />
de <strong>los</strong> Cazadores, y Hortense, la joven de ojos azules que en 1802 contrajo<br />
matrimonio con Louis, hermano de <strong>Napoleón</strong>. Si Josefina de hecho nunca abría un<br />
libro, Hortense compartía <strong>los</strong> gustos literarios de <strong>Napoleón</strong>, y una de las obras que<br />
ella le leyó en voz alta fue Génie du Christianisme (El espíritu del Cristianismo) de<br />
Chateaubriand, obra publicada en 1802. A todos les agradaban las funciones<br />
teatrales de aficionados. <strong>Napoleón</strong> asistía pero no representaba.<br />
Su aporte a la diversión general era relatar historias fabu<strong>los</strong>as. <strong>Napoleón</strong><br />
ordenaba que amortiguasen con gasa las luces del salón antes de abordar un relato<br />
corso acerca de <strong>los</strong> muertos que llegaban cubiertos con largas mortajas blancas,<br />
cascos puntiagudos y espectrales cuencas de <strong>los</strong> ojos, para rodear el ataúd de un<br />
muerto reciente, levantarlo y alejarse en silencio con él. A veces, esos espectros<br />
encapuchados se acercaban a la cama de uno, pronunciaban su nombre, gimiendo,<br />
gimiendo tenebrosamente, «¡Oh María, oh José!» y «aunque el corazón se nos<br />
partiera de pesar no debíamos contestarles —les contaba—, quien contestaba<br />
inevitablemente moría».<br />
Una de las historias terroríficas de <strong>Napoleón</strong> se relacionaba con un importante<br />
personaje de la corte de Luis XIV. Ese hombre estaba en la galería de Versalles<br />
cuando el rey leyó a sus cortesanos un despacho que acababa de recibir, y que<br />
narraba la victoria de Villars sobre <strong>los</strong> alemanes en Friedlingen. De pronto, al fondo<br />
de la galería, el cortesano vio el fantasma de su hijo, que luchaba a las órdenes de<br />
Villars.<br />
«¡Mi hijo ha muerto!», exclamó. Un momento después, el rey leyó en voz alta<br />
el nombre del hijo, incluido en la lista de oficiales caídos en acción.<br />
<strong>La</strong> explicación de <strong>Napoleón</strong> era que «existe un fluido magnético entre las<br />
personas que se aman». A su juicio, este fluido adoptaba la forma de la<br />
electricidad, un tema que le interesaba vivamente; había asistido a la conferencia<br />
de Volta en el Instituto, «acerca de la identidad del fluido eléctrico con el fluido<br />
galvánico», es decir de la electricidad corriente y estática, y había ofrecido un<br />
premio de sesenta mil francos a quien pudiese desarrollar la ciencia de la<br />
electricidad tanto como lo habían hecho Frankiin y Volta. <strong>Napoleón</strong> se interesaba<br />
también en la anatomía, hasta el día en que por solicitud del propio <strong>Napoleón</strong>, el<br />
doctor Corvisart quiso demostrar el funcionamiento del estómago. Corvisart<br />
desenvolvió un pañuelo de bolsillo con el cual había envuelto el estómago de un<br />
muerto. Después de echar una ojeada al nauseabundo objeto, <strong>Napoleón</strong> corrió al<br />
cuarto de baño y vomitó el contenido de su propio estómago.<br />
Una de las rarezas del carácter de <strong>Napoleón</strong> era que, casi invariablemente,<br />
hacía trampas en <strong>los</strong> juegos. En el juego de <strong>los</strong> prisioneros regresaba a la base sin<br />
formular la advertencia «¡Barre!»; en ajedrez, devolvía subrepticiamente al tablero<br />
una pieza comida. <strong>Napoleón</strong> hacía trampas en parte porque deseaba intensamente<br />
ganar. En su infancia, había deseado pertenecer al bando ganador, y en esas<br />
circunstancias consiguió que Joseph le cediese su lugar. Pero en esa actitud había<br />
algo más, pues si jugaba por dinero, al final de la partida reembolsaba lo que sus<br />
antagonistas habían perdido; y si lo descubrían, lejos de desconcertarse, era el<br />
primero que se echaba a reír. Solía decir: «Vicente de Paúl era un buen tramposo»,<br />
aludiendo a la costumbre del santo de hacer trampas a <strong>los</strong> ricos en <strong>los</strong> juegos de<br />
azar con el fin de alimentar a <strong>los</strong> pobres. <strong>Napoleón</strong> hacía trampas porque la trampa