La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia
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A las nueve de la noche, cuando el palacio ya estaba en calma, unos ochenta<br />
miembros volvieron a reunirse. Declararon el fin del Directorio y depositaron el<br />
gobierno en una comisión provisional: <strong>Napoleón</strong>, Sieyés y el quinto director, Roger<br />
Ducos. Al igual que sus colegas, <strong>Napoleón</strong> prestó juramento de fidelidad a la<br />
República —aquel día hubo muchos juramentos— y a las cuatro de la mañana lo<br />
repitió en presencia de <strong>los</strong> Ancianos. El golpe había concluido y no se había<br />
derramado sangre.<br />
En silencio, <strong>Napoleón</strong> volvió a París con su secretario Bourrienne.<br />
Sabía que había cometido un error al referirse al «dios de la victoria y el dios de<br />
la fortuna».<br />
Pero en un nivel más fundamental, el plan orientado hacia un cambio de<br />
gobierno totalmente legal había abortado. Quizás él y Sieyés subestimaban la<br />
oposición de <strong>los</strong> Quinientos; quizá todo respondía a la multitud de <strong>los</strong> operarios que<br />
debían amueblar la sala. Y sin embargo, el sesgo real de <strong>los</strong> hechos había<br />
beneficiado a <strong>Napoleón</strong>. Había utilizado de mala gana la fuerza, pero precisamente<br />
la fuerza era el factor que le aseguraba un lugar en la comisión. En lugar de<br />
esperar fuera, en el corredor, ahora el propio <strong>Napoleón</strong> intervendría directamente<br />
en la redacción de la Constitución.<br />
Al día siguiente, en el Luxemburgo, vestido con ropas civiles, <strong>Napoleón</strong><br />
comenzó a trabajar con Sieyés; Ducos fue un mero colaborador.<br />
Sieyés tenía una idea fundamental: creía que Francia necesitaba contar con un<br />
cuerpo de hombres sabios que no estuviesen sometidos a <strong>los</strong> caprichos del<br />
electorado, y cuya obligación sería salvaguardar <strong>los</strong> principios de la Revolución.<br />
Estos hombres sabios, que recibirían el nombre de Senado Conservador,<br />
designarían a <strong>los</strong> miembros del ejecutivo y del legislativo, y cumplirían la función<br />
de una suerte de guardianes, garantizando que todo lo que el ejecutivo y la<br />
legislatura hicieran, armonizara con la nueva Constitución. Bajo el Directorio las<br />
personas autorizadas designaban a <strong>los</strong> electores que a su vez elegían la legislatura.<br />
De acuerdo con la nueva Constitución, Sieyés deseaba que el electorado se limitase<br />
a redactar listas de candidatos, y entre <strong>los</strong> nombres incluidos en ella, el Senado<br />
elegiría la legislatura. <strong>Napoleón</strong> aceptó la idea de Sieyés de un Senado<br />
Conservador. Al mismo tiempo, formuló dos principios propios: el primero era el<br />
sufragio masculino universal. De acuerdo con las constituciones precedentes, sólo<br />
<strong>los</strong> propietarios tenían derecho a votar. <strong>Napoleón</strong> deseaba que todos <strong>los</strong> franceses<br />
mayores de veintiún años gozaran de ese derecho. Además, Sieyés había limitado<br />
la atribución del electorado a la preparación de listas de candidatos; para<br />
compensar esta restricción, <strong>Napoleón</strong> deseaba que el electorado expresase su<br />
voluntad acerca de la nueva Constitución y <strong>los</strong> miembros del nuevo ejecutivo.<br />
Se lograría este objetivo mediante plebiscitos. En resumen. <strong>Napoleón</strong> deseaba<br />
que la autoridad determinante se basase en la voluntad popular.<br />
En este punto, obtuvo el acuerdo de Sieyés.<br />
<strong>Napoleón</strong> y Sieyés creían que el ejecutivo debía estar formado por tres<br />
hombres, pero discrepaban acerca de las atribuciones asignadas a cada uno. Sieyés<br />
deseaba un sabio, un Gran Elector, que mediase discretamente en Versalles, y<br />
transmitiese su sabiduría a <strong>los</strong> dos colegas activos, uno consagrado a <strong>los</strong> asuntos<br />
domésticos, el otro a las relaciones exteriores. Con el propósito de liberarlo de las<br />
preocupaciones mundanas, el Gran Elector recibiría una enorme retribución, es<br />
decir un sueldo de seis millones de francos.<br />
<strong>Napoleón</strong> discrepó. Versalles representaba la corrupción, y el pueblo no<br />
aceptaría que se lo gobernase desde allí: «Francia se hundirá en un lago de<br />
sangre.» Segundo, ¿cuál era la verdadera función del Gran Elector? O gobernaba<br />
clandestinamente por intermedio de sus dos colegas, en cuyo caso, ¿por qué no se<br />
le otorgaba francamente la correspondiente autoridad? O recibía seis millones de<br />
francos por no hacer nada. «¿Cómo puede imaginar usted, ciudadano Sieyés, que<br />
un hombre de honor, que tenga talento y cierta capacidad, aceptará holgazanear<br />
en Versalles como un cerdo cebado?».<br />
En 1804 <strong>Napoleón</strong> discutió el tema con Lemercier, quien señaló que Inglaterra<br />
gozaba de la libertad de prensa —aunque podría haber agregado que se había visto<br />
obligada a suprimir el babeas corpus—. «El gobierno inglés es antiguo, el nuestro<br />
es nuevo —replicó <strong>Napoleón</strong>—.<br />
En Inglaterra existe una aristocracia poderosa, aquí no existe... <strong>La</strong>s clases<br />
superiores inglesas prestan escasa atención a <strong>los</strong> ataques periodísticos y <strong>los</strong><br />
ciudadanos privados que pertenecen a familias poderosas o gozan de su protección<br />
tampoco tienen mucho que temer; pero aquí, donde <strong>los</strong> diferentes grupos sociales<br />
aún no se han afirmado, donde el hombre de la calle es vulnerable, y el gobierno<br />
todavía es débil, <strong>los</strong> periodistas pueden destruir las instituciones, a <strong>los</strong> individuos y<br />
al propio Estado.» «Deberían existir leyes protectoras —objetó Lemercier—, y<br />
tribunales que indemnicen a <strong>los</strong> individuos y a <strong>los</strong> funcionarios civiles.» <strong>Napoleón</strong> le<br />
replicó: «En ese caso no hay libertad de prensa; pues si uno intenta impedir que la<br />
prensa se tome libertades, destruye su libertad.» El control de la prensa tiene otro<br />
aspecto que <strong>Napoleón</strong> no mencionó a Lemercier. Si <strong>Napoleón</strong> hubiera deseado<br />
realmente una prensa floreciente —como deseaba una Iglesia floreciente—<br />
probablemente la habría promovido. Pero no lo hizo. Como dijo cierta vez a<br />
Roederer:<br />
«Si el pueblo francés considera que yo le ofrezco ciertas ventajas, tendrá que<br />
soportar mis defectos. Y mi defecto es que no tolero <strong>los</strong> insultos.» <strong>Napoleón</strong> había<br />
reaccionado mal frente al trato que le dispensó la prensa inglesa, y aunque siempre<br />
alentaba la crítica honesta, no podía soportar la mezquindad de <strong>los</strong> periódicos<br />
franceses según eran entonces, y <strong>los</strong> insultos que acumulaban sobre él y el<br />
gobierno. Por supuesto, eso continuaría, incluso después de la eliminación por<br />
parte de <strong>Napoleón</strong> de <strong>los</strong> más irresponsables: el Joumal des Hommes Libres del 10<br />
de julio de 1800 criticó a <strong>Napoleón</strong> porque había usado las palabras «Francia» y<br />
«franceses» en lugar de «patria» y «ciudadanos».<br />
El mantenimiento de la censura era un signo de debilidad, tanto política como<br />
personal. <strong>Napoleón</strong> habría sido una figura más atractiva si hubiera sabido dominar<br />
esa debilidad. Pero, según él veía las cosas a principios del siglo XIX, la libertad de<br />
publicar era una de las libertades secundarias, y había que sacrificarla con el<br />
propósito de preservar libertades más importantes. Salvo un puñado de franceses,<br />
todos coincidieron. <strong>La</strong> libertad de publicar se convertiría en una cuestión importante<br />
sólo en un período mucho más avanzado del siglo XIX.<br />
Aunque ahora sabemos que la censura política es odiosa, cabe señalar que<br />
<strong>Napoleón</strong> la aplicó con un criterio mucho más liberal que sus predecesores. Anuló la<br />
prohibición que pesaba sobre obras teatrales como Tartufo, Poiyeucte, Athaliey<br />
Cinna, prohibidas por el Directorio a causa del pasaje que dice: «El peor de <strong>los</strong><br />
estados es el Estado popular», y aunque alentó a <strong>los</strong> dramaturgos a celebrar <strong>los</strong><br />
éxitos franceses, no utilizó la escena para difundir propaganda, como había hecho<br />
la Convención. «Debemos ofrecer a <strong>los</strong> propios ciudadanos la mayor libertad<br />
posible», dijo a Pelet de la Lozére. «Mostrarles excesiva solicitud no es bondad, ni<br />
mucho menos, pues no hay nada más tiránico que un gobierno aquejado de<br />
paternalismo».<br />
De hecho, el drama floreció bajo el Imperio, y no hubo pieza alguna de cierto<br />
valor literario que sufriese <strong>los</strong> efectos del lápiz azul de <strong>los</strong> censores. <strong>La</strong> tragedia<br />
tenía carácter neoclásico y heroico, y algunas de las mejores fueron Les Templiers,<br />
de Raynouard, Héctor, de Luce de <strong>La</strong>ncival, Don Senabe, de Brifaut, y Tippo-Saíb,<br />
de Jouy. En el teatro, como en la ópera y la pintura, el estilo imperial fue<br />
desvergonzadamente heroico. Pero no puede afirmarse que fuese monolítico. <strong>La</strong><br />
comedia pasó a primer plano, aunque éste fue un género que se amustió durante la<br />
Revolución y qué merecería el desdén de <strong>los</strong> románticos. Es grato hallar bajo el<br />
Consulado y el Imperio una serie de excelentes piezas cómicas, por ejemplo<br />
<strong>La</strong>petite ville, de Louis Benoit Picard, divertida descripción de la vida provinciana, y<br />
Edouarden Ecosse, de Alexandre Duval.<br />
Cuando volvemos <strong>los</strong> ojos hacia la literatura, descubrimos que <strong>Napoleón</strong> impuso<br />
en 1810 la censura de <strong>los</strong> libros como parte de un intento general de salvaguardar