La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia La observación atribuida a Napoleón «Conozco a los ... - Educabolivia

educabolivia.bo
from educabolivia.bo More from this publisher
17.05.2013 Views

A las tres y media el presidente abrió la sesión con la lectura de una carta que anunciaba la renuncia de los cuatro directores. Aquí, algunos oradores propusieron que los Quinientos preparasen una lista de directores apropiados, de modo que ellos, los Ancianos, adoptasen la decisión definitiva. La propuesta fue aceptada y se suspendió la sesión. Napoleón había confiado en que los Ancianos designarían un comité encargado de redactar una nueva Constitución. Cuando supo lo que habían votado, decidió acudir en persona a la Galerie d'Apollon. «Está usted en un hermoso embrollo», murmuró el general Augerau, con quien se encontró en el camino. «Tonterías —dijo Napoleón—. Fue mucho peor en Arcóle.» Acompañado por Berthier y Bourrienne, Napoleón entró en el grandioso salón dorado, se detuvo en el centro, y paseó la mirada por los doscientos cincuenta Ancianos con sus togas rojas y las tocas escarlatas. Muchos lo miraban con buenos ojos, pero se necesitaría un discurso eficaz para ganar la mayoría. «Representantes del pueblo —comenzó Napoleón—, ésta no es una situación normal. Estáis al borde de un volcán. Permitidme hablar con la franqueza de un soldado.» Desde el momento de asumir el mando. Napoleón había oído que lo llamaban el nuevo César, y el nuevo Cromweil. Esos nombres eran inmerecidos. «Juro que la patria no tiene defensor más celoso que yo... Estoy totalmente a vuestras órdenes... Salvemos a toda costa las dos cosas por las cuales hemos sacrificado tanto: la libertad y la igualdad». —¿Y la Constitución? —gritó Lenglet. —La Constitución —replicó Napoleón—, ya no es una garantía para el pueblo, ya que no se la respeta. En realidad, en su nombre se incuban conspiraciones. Conozco perfectamente los peligros que os amenazan. —¿Qué peligros? Queremos los nombres de los conspiradores. Barras y Moulins, dijo Napoleón, habían propuesto ponerlo a él mismo a la cabeza de un partido, con el fin de derrotar los principios liberales. Después, Napoleón elogió a los Ancianos y comparó sus opiniones moderadas con el peligroso jacobinismo de los Quinientos. Pero Napoleón percibió que no estaba dominando a su audiencia. Él, que hablaba con tanta seguridad a sus soldados, se sentía incómodo frente a estos oradores veteranos y vacilaba buscando las palabras. «Os defenderé de los peligros —dijo, intentando tocar una cuerda distinta, y dirigiendo una mirada a la puerta abierta— rodeado por mis camaradas de armas. Granaderos, veo vuestros morriones y vuestras bayonetas... Con ellos he fundado repúblicas». Los Ancianos, que habían estado esperando las palabras de un estadista, se encontraron frente a un soldado puesto a la defensiva. Comenzaron a murmurar. Napoleón repitió las últimas frases, y dirigió otra mirada a la puerta; después, al comprender que estaba fracasando, decidió probar el tipo de retórica de Lucien. «Si un orador a sueldo de una potencia extranjera propusiera declararme fuera de la ley, ¡que el rayo de la guerra lo aplaste instantáneamente! ¡Si propusiera ponerme fuera de la ley, los llamaría a ustedes, mis valerosos compañeros de armas!» Recordó la frase de un artículo publicado recientemente en cierto diario. «Recordad —exclamó con un gesto airoso—, que marcho acompañado por el dios de la victoria y el dios de la fortuna». Esto era demasiado para los Ancianos. Se oyeron gritos coléricos. Bourrienne murmuró: «Abandone la sala, general, no sabe lo que está diciendo.» Napoleón comprendió que había tocado precisamente la nota equivocada. Con un último pedido en el sentido de que los Ancianos «formasen una comisión y adoptasen medidas acordes con el peligro», salió de la sala. Napoleón nunca aceptaba la derrota. Decidió probar con los Quinientos, aunque preveía una recepción hostil, pues sus miembros habían pasado la tarde prestando, uno por uno, un juramento solemne de fidelidad a la Constitución. Pero ante todo, como era tarde, envió un mensaje a Josefina, para decirle que todo saldría bien. asume el papel de personaje de un libro, éste carece de valor.» Esta observación constituye la extrapolación a la literatura del axioma revolucionario de que en la esfera política merecen confianza los principios y no las personalidades. Napoleón miraba con desagrado el romanticismo, y quizá lo temía, pero paradójicamente un aspecto de su carrera —el espectacular ascenso de teniente segundo de origen provinciano a emperador— sería la inspiración de la idea fundamental de los románticos de que para el hombre nada es imposible. Además, varios románticos narrarían la vida de Napoleón como si él, un individuo equilibrado y modesto en la mayoría de sus actos, hubiese vivido guiado por una imaginación egocéntrica y febril. El hombre que creó el estilo Imperio, revestiría durante más de un siglo el disfraz de archirromántico.

los principios básicos. Napoleón consideró que los censores eran demasiados severos, y en diciembre de 1811 les ordenó que prohibiesen sólo las obras que eran verdaderos libelos; debían permitir que los escritores se manifestaran libremente en todo lo demás. En consecuencia los censores, que en 1811 habían rechazado el 12 por ciento de los manuscritos, en 1812 rechazaron sólo el 4 por ciento. Pero aun así sobrepasaron el criterio formulado por Napoleón. Tres ejemplos permiten determinar el tipo de libro que ellos prohibían: una biografía del general Monk, porque sólo un partidario de los Borbones podía sentir deseos de llamar la atención sobre el restaurador de los Estuardo; una obra de teología que aplaudía la doctrina de la Inmaculada Concepción, porque esos «trucos del siglo XIV» debían quedar relegados a la época que los produjo; y finalmente Souvenirs continuéis de 1'Etemité, escrito por cierto Lasausse, a quien los censores describían como «una suerte de misionero febril», porque su objetivo principal era aterrorizar a los lectores. La literatura propiamente dicha no sufría los efectos de la censura, exactamente como en tiempos de Luis XIV, y si el Imperio no fue uno de los grandes períodos de la literatura francesa, ciertamente no cabe atribuir la culpa a Napoleón. Al parecer, dos causas explican esta situación; en primer lugar, el antiguo público muy culto había desaparecido, y un nuevo público de clase media aún no había definido sus gustos literarios; segundo, la literatura está formada generalmente por dudas, vacilaciones, conflictos interiores y la añoranza de un pasado más feliz. Ahora bien, el Imperio fue un período caracterizado por la convicción, y estaba imbuido de un enérgico sentido de progreso y de misión. Estos elementos no se incorporan fácilmente a la literatura y es interesante comprobar que Jean Pierre de Béranger, el mejor de los poetas napoleónicos, compuso sus versos precisamente cuando el Imperio estaba amenazado o sucumbía, y el propio autor volvía la mirada con añoranza a los días gloriosos del pasado. Aunque desde el punto de vista de la literatura no fue un gran período, el Imperio puede compararse favorablemente con las décadas que lo precedieron y lo siguieron inmediatamente. El estilo y los valores predominantes retornaron nuevamente al clasicismo. Louis de Bonaid publicó una serie de libros acerca del tema del cristianismo como el gran aglutinante moral de la sociedad, y por su parte Pierre Simón Ballanche, el «Sócrates de Lyon», realizó un brillante intento de reconciliar la fe cristiana con las ideas modernas de progreso en Du sentiment consideré dans son rapport avec la littérature et les beaux arts. Se publicaron muchas obras de primera calidad acerca de temas históricos, y una de las pocas obras encargadas por Napoleón fue una historia de Mariborough y sus batallas, solicitada a Dutems. Chateaubriand publicó sus novelas Átala y Rene y su Viaje de París ajerusalén. A esta lista deben sumarse algunas proclamas y cartas de Napoleón, pues él sabía usar el francés con economía y vigor desusados. El estilo imperial cree en las reglas y antepone la sociedad —la res publica— al individuo. En la arquitectura, la decoración, la ópera, el teatro y la literatura hay una orientación perceptible hacia el honor, el patriotismo y la concordia, y la exaltación del coraje y el sacrificio personal, la amistad y la familia. Los colores preferidos son el escarlata por la sangre, y el oro por la gloria. Los resultados, con excepción en la arquitectura, la decoración y la ópera, no alcanzan el nivel más elevado, pero de ningún modo son mediocres, ni puede considerárselos el producto inferior que habría podido esperarse bajo una monarquía que usaba la censura. Creer tal cosa implicaría prestar oídos a los comentarios irritados de quienes, como Chateaubriand y madame de Stael, habrían deseado participar en los Consejos de gobierno de Napoleón, y se vieron rechazados. Durante el Imperio comenzaron a publicarse una serie de libros que asignaban al individuo preeminencia sobre la sociedad y prescindían de las normas; es decir, eran presagios del romanticismo. Napoleón, cuyos valores literarios eran completamente clásicos, de ningún modo miraba con agrado estas obras, y dijo lo siguiente de Corinne, de Germaine de Stael, publicada en 1807: «Cuando un autor Después, sosteniendo bajo el brazo su pequeña fusta con mango de plata, entró en la Orangerie. Era una sala desnuda y gris, muy distinta a la alegre Galerie d'Apollon, y los hombres que ocupaban el lugar tenían expresiones adustas. Casi inmediatamente sintió que Bigonnet, uno de los jacobinos, le aferraba el brazo. «¡Cómo se atreve! Salga enseguida. Usted está violando el santuario de la ley.» Hubo un escándalo. Los miembros se subieron sobre los bancos, y otros avanzaron hacia la figura de uniforme azul, descargando golpes, tratando de aterrarle el cuello alto, y gritando: «¡Fuera de la ley el dictador!». Una de las pocas cosas que Napoleón temía era una turba irritada. Inmediatamente palideció y comenzó a sentir que se le aflojaban las piernas. Respiraba pesadamente. Mientras desde el estrado Lucien rogaba por su hermano y pedía se le escuchase, los miembros, encolerizados, continuaban agolpándose alrededor de Napoleón. Trató de salir, pero encontró que le cerraban el paso. Finalmente, entraron cuatro soldados corpulentos acompañados por un oficial que tomó de los hombros a Napoleón y lo. condujo hacia la puerta. El rostro de Napoleón estaba arañado por dedos irritados, e hilos de sangre le caían por las mejillas. Cuando Napoleón se retiró, Lucien llamó al orden a los Quinientos. Afirmó que el general Bonaparte se había limitado a cumplir su deber de acudir a la sala del Consejo para comprobar cómo estaban las cosas. Pero los miembros acallaron a su presidente. Afirmaron que Bonaparte había mancillado su gloria, se había comportado como un rey, y Lucien debía declararlo fuera de la ley. Muy agitado, con lágrimas en los ojos, Lucien intentó uno de sus gestos retóricos. Puesto que él, que era el presidente, ya no podía lograr que lo escuchasen, y como «signo de duelo público», renunciaría a sus insignias. Se quitó la toca y la toga roja. Tal como preveía, los miembros le rogaron que volviese a ponérselas. Así lo hizo, y consciente de que ahora podía demorar el voto con el cual se pretendía poner fuera de la ley a Napoleón, garabateó un mensaje dirigido a su hermano: «Dispones de diez minutos para actuar.» Napoleón no había deseado apelar a la fuerza. Dos años antes, cuando los directores habían rodeado los Consejos con tropas, Napoleón había escrito a Talleyrand: «Es una grave tragedia que una nación de treinta millones de habitantes en el siglo XVIII deba convocar a las bayonetas para salvar al Estado.» Pero quedar fuera de la ley implicaba ser fusilado en la place de Grenelle. Napoleón descendió al patio, montó su caballo bayo y envió una escolta de soldados con órdenes de sacar de allí a Lucien. A una señal de Napoleón, redoblaron los tambores y Lucien habló a las tropas. Afirmó que los Quinientos estaban siendo aterrorizados por unos pocos miembros provistos de estiletes; correspondía al ejército, con sus bayonetas, salvar a la mayoría. Pero algunos de los Quinientos se asomaron a las grandes ventanas de la Orangerie y señalaron a Napoleón con dedos acusadores. «¡Proscrito!» gritaban. La guardia no sabía a quién creer. Sus hombres se mantenían indecisos. Entonces Napoleón habló. «Soldados, os conduje a la victoria, ¿no puedo contar con vosotros?» Napoleón recordó que cuatro veces se había jugado la vida por Francia —se refería a Tolón, Italia, Egipto y el viaje de retorno—, y ahora encontraba peligros más graves «en una asamblea de asesinos». Ciertamente tenía la cara manchada de sangre, y las tropas gritaron: «¡Viva Bonaparte!» Pero continuaron vacilando. Al fin, Lucien, con su sentido del drama, encontró el gesto necesario. Desenfundó la espada y apuntó solemnemente al pecho de Napoleón. «Juro —gritó—, que atravesaré a mi propio hermano si actúa contra la libertad de los franceses». Ahora, Napoleón tenía el apoyo de los soldados. Ordenó a su cuñado Leclerc y a Mural que lo llevasen a la Orangerie y la desalojaran. «Muramos por la libertad», gritaron algunos miembros, pero nadie quiso matarlos. En cambio, saltando por las grandes ventanas, huyeron hacia el parque.

<strong>los</strong> principios básicos. <strong>Napoleón</strong> consideró que <strong>los</strong> censores eran demasiados<br />

severos, y en diciembre de 1811 les ordenó que prohibiesen sólo las obras que<br />

eran verdaderos libe<strong>los</strong>; debían permitir que <strong>los</strong> escritores se manifestaran<br />

libremente en todo lo demás. En consecuencia <strong>los</strong> censores, que en 1811 habían<br />

rechazado el 12 por ciento de <strong>los</strong> manuscritos, en 1812 rechazaron sólo el 4 por<br />

ciento. Pero aun así sobrepasaron el criterio formulado por <strong>Napoleón</strong>. Tres<br />

ejemp<strong>los</strong> permiten determinar el tipo de libro que el<strong>los</strong> prohibían: una biografía del<br />

general Monk, porque sólo un partidario de <strong>los</strong> Borbones podía sentir deseos de<br />

llamar la atención sobre el restaurador de <strong>los</strong> Estuardo; una obra de teología que<br />

aplaudía la doctrina de la Inmaculada Concepción, porque esos «trucos del siglo<br />

XIV» debían quedar relegados a la época que <strong>los</strong> produjo; y finalmente Souvenirs<br />

continuéis de 1'Etemité, escrito por cierto <strong>La</strong>sausse, a quien <strong>los</strong> censores describían<br />

como «una suerte de misionero febril», porque su objetivo principal era aterrorizar<br />

a <strong>los</strong> lectores.<br />

<strong>La</strong> literatura propiamente dicha no sufría <strong>los</strong> efectos de la censura,<br />

exactamente como en tiempos de Luis XIV, y si el Imperio no fue uno de <strong>los</strong><br />

grandes períodos de la literatura francesa, ciertamente no cabe atribuir la culpa a<br />

<strong>Napoleón</strong>. Al parecer, dos causas explican esta situación; en primer lugar, el<br />

antiguo público muy culto había desaparecido, y un nuevo público de clase media<br />

aún no había definido sus gustos literarios; segundo, la literatura está formada<br />

generalmente por dudas, vacilaciones, conflictos interiores y la añoranza de un<br />

pasado más feliz.<br />

Ahora bien, el Imperio fue un período caracterizado por la convicción, y estaba<br />

imbuido de un enérgico sentido de progreso y de misión. Estos elementos no se<br />

incorporan fácilmente a la literatura y es interesante comprobar que Jean Pierre de<br />

Béranger, el mejor de <strong>los</strong> poetas napoleónicos, compuso sus versos precisamente<br />

cuando el Imperio estaba amenazado o sucumbía, y el propio autor volvía la mirada<br />

con añoranza a <strong>los</strong> días gloriosos del pasado.<br />

Aunque desde el punto de vista de la literatura no fue un gran período, el<br />

Imperio puede compararse favorablemente con las décadas que lo precedieron y lo<br />

siguieron inmediatamente. El estilo y <strong>los</strong> valores predominantes retornaron<br />

nuevamente al clasicismo. Louis de Bonaid publicó una serie de libros acerca del<br />

tema del cristianismo como el gran aglutinante moral de la sociedad, y por su parte<br />

Pierre Simón Ballanche, el «Sócrates de Lyon», realizó un brillante intento de<br />

reconciliar la fe cristiana con las ideas modernas de progreso en Du sentiment<br />

consideré dans son rapport avec la littérature et les beaux arts. Se publicaron<br />

muchas obras de primera calidad acerca de temas históricos, y una de las pocas<br />

obras encargadas por <strong>Napoleón</strong> fue una historia de Mariborough y sus batallas,<br />

solicitada a Dutems. Chateaubriand publicó sus novelas Átala y Rene y su Viaje de<br />

París ajerusalén. A esta lista deben sumarse algunas proclamas y cartas de<br />

<strong>Napoleón</strong>, pues él sabía usar el francés con economía y vigor desusados.<br />

El estilo imperial cree en las reglas y antepone la sociedad —la res publica— al<br />

individuo. En la arquitectura, la decoración, la ópera, el teatro y la literatura hay<br />

una orientación perceptible hacia el honor, el patriotismo y la concordia, y la<br />

exaltación del coraje y el sacrificio personal, la amistad y la familia. Los colores<br />

preferidos son el escarlata por la sangre, y el oro por la gloria. Los resultados, con<br />

excepción en la arquitectura, la decoración y la ópera, no alcanzan el nivel más<br />

elevado, pero de ningún modo son mediocres, ni puede considerárse<strong>los</strong> el producto<br />

inferior que habría podido esperarse bajo una monarquía que usaba la censura.<br />

Creer tal cosa implicaría prestar oídos a <strong>los</strong> comentarios irritados de quienes, como<br />

Chateaubriand y madame de Stael, habrían deseado participar en <strong>los</strong> Consejos de<br />

gobierno de <strong>Napoleón</strong>, y se vieron rechazados.<br />

Durante el Imperio comenzaron a publicarse una serie de libros que asignaban<br />

al individuo preeminencia sobre la sociedad y prescindían de las normas; es decir,<br />

eran presagios del romanticismo. <strong>Napoleón</strong>, cuyos valores literarios eran<br />

completamente clásicos, de ningún modo miraba con agrado estas obras, y dijo lo<br />

siguiente de Corinne, de Germaine de Stael, publicada en 1807: «Cuando un autor<br />

Después, sosteniendo bajo el brazo su pequeña fusta con mango de plata, entró en<br />

la Orangerie. Era una sala desnuda y gris, muy distinta a la alegre Galerie<br />

d'Apollon, y <strong>los</strong> hombres que ocupaban el lugar tenían expresiones adustas. Casi<br />

inmediatamente sintió que Bigonnet, uno de <strong>los</strong> jacobinos, le aferraba el brazo.<br />

«¡Cómo se atreve! Salga enseguida. Usted está violando el santuario de la ley.»<br />

Hubo un escándalo. Los miembros se subieron sobre <strong>los</strong> bancos, y otros avanzaron<br />

hacia la figura de uniforme azul, descargando golpes, tratando de aterrarle el cuello<br />

alto, y gritando:<br />

«¡Fuera de la ley el dictador!».<br />

Una de las pocas cosas que <strong>Napoleón</strong> temía era una turba irritada.<br />

Inmediatamente palideció y comenzó a sentir que se le aflojaban las piernas.<br />

Respiraba pesadamente. Mientras desde el estrado Lucien rogaba por su<br />

hermano y pedía se le escuchase, <strong>los</strong> miembros, encolerizados, continuaban<br />

agolpándose alrededor de <strong>Napoleón</strong>. Trató de salir, pero encontró que le cerraban<br />

el paso. Finalmente, entraron cuatro soldados corpulentos acompañados por un<br />

oficial que tomó de <strong>los</strong> hombros a <strong>Napoleón</strong> y lo.<br />

condujo hacia la puerta. El rostro de <strong>Napoleón</strong> estaba arañado por dedos<br />

irritados, e hi<strong>los</strong> de sangre le caían por las mejillas.<br />

Cuando <strong>Napoleón</strong> se retiró, Lucien llamó al orden a <strong>los</strong> Quinientos.<br />

Afirmó que el general Bonaparte se había limitado a cumplir su deber de acudir<br />

a la sala del Consejo para comprobar cómo estaban las cosas.<br />

Pero <strong>los</strong> miembros acallaron a su presidente. Afirmaron que Bonaparte había<br />

mancillado su gloria, se había comportado como un rey, y Lucien debía declararlo<br />

fuera de la ley. Muy agitado, con lágrimas en <strong>los</strong> ojos, Lucien intentó uno de sus<br />

gestos retóricos. Puesto que él, que era el presidente, ya no podía lograr que lo<br />

escuchasen, y como «signo de duelo público», renunciaría a sus insignias. Se quitó<br />

la toca y la toga roja.<br />

Tal como preveía, <strong>los</strong> miembros le rogaron que volviese a ponérselas.<br />

Así lo hizo, y consciente de que ahora podía demorar el voto con el cual se<br />

pretendía poner fuera de la ley a <strong>Napoleón</strong>, garabateó un mensaje dirigido a su<br />

hermano: «Dispones de diez minutos para actuar.» <strong>Napoleón</strong> no había deseado<br />

apelar a la fuerza. Dos años antes, cuando <strong>los</strong> directores habían rodeado <strong>los</strong><br />

Consejos con tropas, <strong>Napoleón</strong> había escrito a Talleyrand: «Es una grave tragedia<br />

que una nación de treinta millones de habitantes en el siglo XVIII deba convocar a<br />

las bayonetas para salvar al Estado.» Pero quedar fuera de la ley implicaba ser<br />

fusilado en la place de Grenelle. <strong>Napoleón</strong> descendió al patio, montó su caballo<br />

bayo y envió una escolta de soldados con órdenes de sacar de allí a Lucien.<br />

A una señal de <strong>Napoleón</strong>, redoblaron <strong>los</strong> tambores y Lucien habló a las tropas.<br />

Afirmó que <strong>los</strong> Quinientos estaban siendo aterrorizados por unos pocos miembros<br />

provistos de estiletes; correspondía al ejército, con sus bayonetas, salvar a la<br />

mayoría. Pero algunos de <strong>los</strong> Quinientos se asomaron a las grandes ventanas de la<br />

Orangerie y señalaron a <strong>Napoleón</strong> con dedos acusadores. «¡Proscrito!» gritaban. <strong>La</strong><br />

guardia no sabía a quién creer. Sus hombres se mantenían indecisos. Entonces<br />

<strong>Napoleón</strong> habló.<br />

«Soldados, os conduje a la victoria, ¿no puedo contar con vosotros?» <strong>Napoleón</strong><br />

recordó que cuatro veces se había jugado la vida por Francia —se refería a Tolón,<br />

Italia, Egipto y el viaje de retorno—, y ahora encontraba peligros más graves «en<br />

una asamblea de asesinos». Ciertamente tenía la cara manchada de sangre, y las<br />

tropas gritaron: «¡Viva Bonaparte!» Pero continuaron vacilando. Al fin, Lucien, con<br />

su sentido del drama, encontró el gesto necesario. Desenfundó la espada y apuntó<br />

solemnemente al pecho de <strong>Napoleón</strong>. «Juro —gritó—, que atravesaré a mi propio<br />

hermano si actúa contra la libertad de <strong>los</strong> franceses».<br />

Ahora, <strong>Napoleón</strong> tenía el apoyo de <strong>los</strong> soldados. Ordenó a su cuñado Leclerc y a<br />

Mural que lo llevasen a la Orangerie y la desalojaran.<br />

«Muramos por la libertad», gritaron algunos miembros, pero nadie quiso<br />

matar<strong>los</strong>. En cambio, saltando por las grandes ventanas, huyeron hacia el parque.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!