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larga y puntiaguda y voz débil; padecía hernia y venas varicosas. Pero no carecía de coraje. Cierta vez, un sacerdote descontento llamado Poule entró en las habitaciones de Sieyés y lo hirió en la muñeca y el estómago. Sieyés se limitó a decir tranquilamente a su portera: «Si cierto monsieur Poule vuelve a visitarme, dígale que no estoy en casa». Aunque físicamente eran muy distintos, Napoleón y Sieyés pronto descubrieron que desde el punto de vista intelectual tenían muchas cosas en común, y Sieyés poseía la experiencia de la alta política que faltaba a Napoleón. «Carecemos de gobierno porque no tenemos Constitución, por lo menos no el tipo de constitución que necesitamos. Toca a su genio elaborar una. Una vez hecho eso, nada será tan fácil como gobernar» le manifestó Napoleón. Por su parte, Sieyés se sintió impresionado por Napoleón. En agosto había dicho: «Necesitamos una espada»; y había hallado una. Dijo a un amigo: «Me propongo acompañar al general Bonaparte, porque de todos los soldados es el que más se parece a un civil.» Napoleón y Sieyés coincidieron en la táctica. Invitarían a los directores a presentar la renuncia, de modo que el ejecutivo quedase vacante; con el fin de reemplazar a los directores pedirían a los dos Consejos que designaran un comité de tres personas que prepararían una nueva Constitución. Como se anticipaba cierta oposición de los Quinientos, y las multitudes parisienses podían intervenir en el asunto, para impedir el derramamiento de sangre los amigos de Sieyés en los Ancianos trasladarían los dos Consejos al palacio de Saint-Cloud, en las afueras de París. Napoleón y Sieyés incorporaron al plan a importantes miembros de los Ancianos: Roederer, que era el principal periodista político de Francia; Talleyrand, Joseph y Lucien, quien se había beneficiado con la gloria de Napoleón y gracias a él había sido elegido presidente de los Quinientos. La tensión se agravó prontamente. Como sospechaba una conspiración, el 28 de octubre Gohier intentó obligar a Napoleón a asumir el mando de un ejército en el extranjero. Napoleón lo rechazó con la excusa de que no se sentía bien. Entonces también Barras comenzó a sospechar, y con uno de los directores, el general Moulins, oficial de Estado Mayor, trató de unir a Napoleón a su plan de restauración de Luis XVIII. Napoleón rechazó la propuesta. Napoleón tenía que depender exclusivamente de su propia personalidad si deseaba obtener apoyo. Estaba escaso de dinero, pues Josefina había derrochado de tal modo el sueldo de general, que su marido descubrió que tenía menos de cien luises en efectivo, y por el momento no contaba con bayonetas: los siete mil soldados del distrito de París estaban a las órdenes de los directores, tres de los cuales recelaban de él. De modo que, con el mayor secreto, dijo a Roederer que imprimiese carteles que serían fijados el día elegido para el golpe. En una referencia a las dos ocasiones en que los directores habían eliminado a diputados elegidos recientemente, los carteles estaban encabezados así: «Se han comportado de tal modo que ya no existe la Constitución». La mañana del 18 Brumario —es decir, el sábado 9 de noviembre de 1799— amaneció fría y gris, con retazos de niebla. Napoleón se levantó temprano en la rué de la Victoire, 6 —se había cambiado el nombre de la rué Chantereine en honor a las victorias que él había cosechado— y vistió prendas civiles, pues ahora era un general con medio sueldo. Es evidente que estaba muy ansioso, pues su escritura, que empeoraba durante los períodos de inquietud, había llegado a ser casi ilegible; sin embargo trataba de rechazar ese estado de ánimo, pues durante los últimos días se le había escuchado cantar fragmentos de la canción que ahora era su favorita: Ecoutez, honorable assistance. Había enviado mensajes a los altos jefes para invitarlos a que se reuniesen con él en «un viaje»; y a cada uno de los que llegaban los invitaba a su estudio para explicarles en qué consistía el viaje. Después, esperaban fuera, y formaban parejas que se paseaban en un ir y venir por los senderos del jardín, los sables golpeando las losas, las espuelas tintineando cuando se volvían. emperador Francisco de Austria, pero se vio desairado; después intentó lo mismo con Federico Guillermo de Prusia, y comprobó que este monarca era tan variable como la arena movediza. Dos veces Federico Guillermo le hizo la guerra, y durante el verano de 1807 Napoleón se encontraba a casi 1.500 kilómetros de París, y estaba llevando a una culminación triunfante la segunda de estas guerras. Había conquistado Prusia, derrotado decisivamente a Rusia, aliado de Prusia, y en la tarde del 25 de junio de 1807 estaban trasladándolo a fuerza de remos, embarcado en una balsa en medio del río fronterizo Niemen, en Tilsit, con el propósito de reunirse por primera vez con Alejandro, emperador de todas las Rusias. Alejandro era un joven agraciado, de ojos azules y rizos rubios, que vestía el uniforme de los Guardias; tenía treinta años, era tímido y aniñado, de carácter suave, pues desde la niñez se había visto mimado por su abuela Catalina la Grande, y por su hermosa madre. Tenía opiniones liberales, y le habría agradado liberar a los siervos. Napoleón lo halló físicamente atractivo; «Si Alejandro hubiera sido una mujer, creo que me habría enamorado apasionadamente», y llegó a la conclusión de que allí estaba el amigo fiel tanto tiempo deseado. Napoleón se propuso seducir a Alejandro. ¿Cuál era, preguntó cortésmente, la producción peletera anual de Rusia? ¿Cuánto obtenía del impuesto sobre el azúcar? Paseó con el soldado bisoño, respondió a sus preguntas ansiosas y elementales acerca de cuestiones estratégicas, y le formuló una promesa: «Si en el futuro de nuevo me veo obligado a luchar contra Austria, usted dirigirá un cuerpo de ejército de treinta mil hombres bajo mis órdenes. De ese modo aprenderá el arte de la guerra.» Durante la cena Napoleón habló de sus campañas, y reveló el secreto del éxito: «Lo esencial es ser el último en tener miedo.» Como advirtió que había en Alejandro cierto sentido de lo sobrenatural, incluso habló de su buena suerte. Recordó que en Egipto cierta vez se había dormido al abrigo de un antiguo muro, y de pronto éste se había derrumbado; sin embargo despertó ileso, y tenía en la mano lo que al principio parecía una piedra; pero según se vio después, era una imagen maravillosamente bella de Augusto. «¿Por qué no lo conocí antes?... —dijo Alejandro a un diplomático francés—. Se ha desgarrado el velo, y pasó el momento del error.» Invitó a Napoleón a visitar su alojamiento para tomar su infusión favorita, té chino, y los dos, absolutamente solos, comenzaron a redactar un tratado de paz. «Yo seré su secretario —dijo Napoleón—, y usted será el mío.» Sobre el mapa desplegado Napoleón vio tres estados que varias veces habían hecho la guerra a Francia: Austria, Prusia y Rusia. Contra Austria y Prusia, Napoleón ya había creado un estado tapón —la Confederación del Rin—. Decidió crear otro. Napoleón quitó a Prusia los territorios que había arrebatado a Polonia desde 1772, y los convirtió en el Gran Ducado de Varsovia, que sería un estado tapón entre el Imperio y Rusia. Pero no pidió dinero ni territorios al derrotado Alejandro; más aún, no se opuso a que Alejandro se anexionase Finlandia. Sorprendido y complacido, Alejandro dijo a su hermana: «¡Dios nos ha salvado! En lugar de imponernos sacrificios, la guerra nos ha conferido cierto prestigio». Napoleón había tenido una actitud intencionada al mostrarse generoso. Contaba con esa amistad con Alejandro para ofrecer a Europa un prolongado período de paz. De regreso en París, envió a Alejandro muchos regalos y cartas afectuosas, incluso un servicio completo de Sévres, a lo cual Alejandro replicó con un regalo de pieles, y se autodenominó modestamente «vuestro peletero». Napoleón pagó un millón de francos por la casa de Murat, destinada a residencia del nuevo embajador ruso en París, y envió las últimas modas a Marie Anronovna, la amante de Alejandro, una hermosa polaca que adoptaba la pose de la Venus de Médicis, la cabeza levemente inclinada y el brazo derecho doblado frente a su propio busto. «Los elegí yo mismo —informó Napoleón a su propio enviado—. Como usted sabe, conozco bien las modas.» Napoleón advirtió complacido que Alejandro designó consejero a Speransky, hijo de un sacerdote, y un hombre pacífico que deseaba

CAPÍTULO VEINTE El camino a Moscú Los arcos de triunfo, la sala del trono revestida de oro y violeta, los derechos del hombre ofrecidos a Europa, eran todos elementos en cierto sentido tan tenues como la última producción en la Opera. Napoleón percibió con absoluta claridad que estas y sus restantes realizaciones perdurarían sólo si podía establecer una paz duradera en Europa. Pero era difícil llegar a la paz. Las cortes lo odiaban, y ese sentimiento anidaba sobre todo en los ingleses, que se reían de su título de emperador y juraban destruir el Imperio. Napoleón comprendió que Inglaterra sólo podía ser derrotada en el mar, y al alcanzar el poder inició un programa acelerado de construcción de barcos, y sobre todo de grandes naves armadas con enormes cañones. Pero no podía alcanzar el número de navios de la flota inglesa. En abril de 1804 Francia tenía 225 barcos, mientras que Inglaterra, solamente en los mares europeos, contaba con 402. A Napoleón, que en su niñez había deseado incorporarse a la marina, le gustaban los barcos y la navegación. Aprendió el nombre de todos los elementos de un barco y los aspectos más detallados de la guerra en el mar, pero nunca llegó a consustanciarse con su marina, y jamás la convirtió en un instrumento de guerra formidable. Una de las razones de esta situación es que pensaba excesivamente con referencia a la artillería, de ahí los cañones de gran alcance, y muy poco con referencia a la audacia de los capitanes. Tuvo la mala suerte de perder a su mejor marino, Latouche Tréville, que murió en tierra en agosto de 1804; pero cometió un error al retener a Villeneuve, que aunque valeroso, era un pesimista nato, y nunca infundía en sus hombres el sentimiento de que triunfarían. El 20 de octubre de 1805 Villeneuve partió de Cádiz con una flota francoespafiola de treinta y tres barcos, y al día siguiente combatió contra Nelson, que tenía veintisiete. Nelson infringió todas las reglas, más o menos como Napoleón había hecho durante su primera campaña de Italia; atacó en dos columnas, y dividió en tres a la flota de Villeneuve. El último mensaje enviado por Nelson desde el Victory fue: «Acerqúense más al enemigo», y en este tipo de combate los grandes cañones franceses eran inútiles. Diecisiete barcos de Villeneuve fueron capturados, uno estalló y Villeneuve, agobiado por el remordimiento, más tarde se suicidó. La derrota de Napoleón en Trafalgar es un momento crucial en la situación militar y de la búsqueda de la paz emprendida por el emperador. Se vio obligado a abandonar definitivamente sus planes de invasión, y en adelante, a utilizar su armada para mantener fuera de los puertos continentales a los barcos ingleses. En el mar adoptó una actitud defensiva, y en cambio Inglaterra, liberada del temor a la invasión, pudo representar un papel más activo en tierra, y reforzar con dinero, pólvora y granaderos a los enemigos continentales de Napoleón. Ciertamente, la batalla naval librada frente a la costa de España contribuyó a atraer a Napoleón hacia el corazón de Rusia. Napoleón comprendió que podía mantener la paz en el continente sólo si contaba con un aliado firme. Como cumple a un corso, entendía que ese aliado debía ser un amigo fiel y permanente. En primer lugar, intentó ser amigo del Llegó el general Lefebvre, que era el oficial más importante; en 1789 había sido sargento mayor, y ahora ocupaba el cargo de gobernador militar de París. Era un hombre de pueblo, corpulento y hosco, con una mandíbula prominente, y miró a los ojos de Napoleón cuando dijo con su espeso acento aisaciano: «¿Qué demonios sucede aquí?» Napoleón le explicó que debían salvar a la República. Lefebvre frunció el entrecejo y retrocedió, pero Napoleón sabía que esa actitud gruñona ocultaba un corazón cálido. «Mire —dijo—, aquí está la espada que porté en la batalla de las Pirámides. Se la ofrezco como una prenda de mi estima y confianza.» Entregó la espada a Lefebvre, que se sintió conmovido. Un momento después dijo: «Estoy dispuesto a arrojar al río a esos malditos abogados». Entretanto, los Ancianos se habían reunido en sesión urgente. Cornet, amigo de Sieyés, anunció que se había descubierto una conspiración, y que tenían apenas unos instantes para salvar al Estado: «A menos que aprovechéis este momento — advirtió utilizando la retórica contemporánea—, la República será destruida, y su esqueleto entregado a los buitres que se disputarán sus miembros arrancados.» Cornet propuso que los Consejos se trasladasen a Saint-Cloud, donde se reunirían al día siguiente, y que Napoleón fuese designado comandante del distrito de París, con el fin de garantizar la seguridad de los Consejos. Las dos medidas fueron aprobadas. Apenas Cornet lo notificó de su designación, Napoleón vistió el uniforme de general: pantalones blancos, levita azul con anchas solapas recamadas de oro, y en la cintura una faja roja, blanca y azul. Montado en un fogoso corcel español negro que le habían prestado, llevó a París a sus amigos los oficiales, dejó atrás la place de la Concorde, con su estatua de yeso de la Libertad, y se acercó a las Tullerías. A las diez entró en el palacio y juró fidelidad a los Ancianos, como comandante del distrito de París. Después, envió a trescientos hombres de sus nuevas tropas al Luxemburgo, para «proteger» a los directores. Alarmados, Gohier y Moulins trataron de llegar hasta Barras, pero éste les informó de que estaba bañándose. Y en eso continuó, con la esperanza de que Napoleón se le acercara en el último momento. Esa reunión no llegó a producirse, Gohier y Moulins renunciaron, y más avanzado el día, Talleyrand entró cojeando en el Luxemburgo, habló con Barras, negoció como sólo él sabía hacerlo, y finalmente obtuvo su renuncia; el precio fue medio millón de francos. Aquella misma noche Barras se dirigió a su casa de campo escoltado por los dragones de Napoleón. El propio Napoleón permaneció en las Tullerías hasta tarde, conversando con Sieyés. Llegaron a la conclusión de que las cosas no habían salido demasiado mal y los parisienses opinaron lo mismo, pues los bonos de la deuda nacional subieron de 11,35 a 12,88. A la mañana siguiente, Napoleón salvó los doce kilómetros hasta Saint-Cloud, un palacio alto y pesado con pilastras en la fachada principal y un complicado techo curvo. Sus hombres ya estaban allí, las tiendas montadas a los lados del camino. Había unos pocos y belicosos granaderos, pero la gran mayoría estaba formada por los plácidos veteranos a quienes se encomendaba el papel de guardia parlamentaria. Estaban reunidos en grupo, y se pasaban unos a otros una sola pipa: hacía meses que no recibían su paga y pocos podían comprar tabaco. Napoleón preguntó si todo estaba listo. Le dijeron que nada estaba listo. Los obreros informaron que aún estaban instalando bancos, sillas, colgaduras, estrados y plataformas adornados con la figura de Minerva, pues los Consejos se mostraban muy puntillosos con los decorados. La noticia representó un contratiempo para Napoleón, porque daba tiempo para organizarse a aquellos de sus enemigos que pertenecían al grupo de los Quinientos. Se reunió con Sieyés en un estudio del primer piso, y se preparó para una larga espera. Caminaba de un extremo a otro de la habitación, y a veces removía el fuego con un pedazo de madera. Finalmente concluyó el arreglo de las habitaciones. Los Ancianos desfilaron hacia la Galerie d'Apollon, con sus lujosos frescos de Mignard que celebraban al dios Sol, e indirectamente al Rey Sol, mientras la orquesta ejecutaba La Marsellesa.

larga y puntiaguda y voz débil; padecía hernia y venas varicosas. Pero no carecía<br />

de coraje. Cierta vez, un sacerdote descontento llamado Poule entró en las<br />

habitaciones de Sieyés y lo hirió en la muñeca y el estómago. Sieyés se limitó a<br />

decir tranquilamente a su portera: «Si cierto monsieur Poule vuelve a visitarme,<br />

dígale que no estoy en casa».<br />

Aunque físicamente eran muy distintos, <strong>Napoleón</strong> y Sieyés pronto descubrieron<br />

que desde el punto de vista intelectual tenían muchas cosas en común, y Sieyés<br />

poseía la experiencia de la alta política que faltaba a <strong>Napoleón</strong>. «Carecemos de<br />

gobierno porque no tenemos Constitución, por lo menos no el tipo de constitución<br />

que necesitamos. Toca a su genio elaborar una. Una vez hecho eso, nada será tan<br />

fácil como gobernar» le manifestó <strong>Napoleón</strong>. Por su parte, Sieyés se sintió<br />

impresionado por <strong>Napoleón</strong>. En agosto había dicho: «Necesitamos una espada»; y<br />

había hallado una. Dijo a un amigo: «Me propongo acompañar al general<br />

Bonaparte, porque de todos <strong>los</strong> soldados es el que más se parece a un civil.»<br />

<strong>Napoleón</strong> y Sieyés coincidieron en la táctica. Invitarían a <strong>los</strong> directores a presentar<br />

la renuncia, de modo que el ejecutivo quedase vacante; con el fin de reemplazar a<br />

<strong>los</strong> directores pedirían a <strong>los</strong> dos Consejos que designaran un comité de tres<br />

personas que prepararían una nueva Constitución. Como se anticipaba cierta<br />

oposición de <strong>los</strong> Quinientos, y las multitudes parisienses podían intervenir en el<br />

asunto, para impedir el derramamiento de sangre <strong>los</strong> amigos de Sieyés en <strong>los</strong><br />

Ancianos trasladarían <strong>los</strong> dos Consejos al palacio de Saint-Cloud, en las afueras de<br />

París.<br />

<strong>Napoleón</strong> y Sieyés incorporaron al plan a importantes miembros de <strong>los</strong><br />

Ancianos: Roederer, que era el principal periodista político de Francia; Talleyrand,<br />

Joseph y Lucien, quien se había beneficiado con la gloria de <strong>Napoleón</strong> y gracias a él<br />

había sido elegido presidente de <strong>los</strong> Quinientos. <strong>La</strong> tensión se agravó prontamente.<br />

Como sospechaba una conspiración, el 28 de octubre Gohier intentó obligar a<br />

<strong>Napoleón</strong> a asumir el mando de un ejército en el extranjero. <strong>Napoleón</strong> lo rechazó<br />

con la excusa de que no se sentía bien. Entonces también Barras comenzó a<br />

sospechar, y con uno de <strong>los</strong> directores, el general Moulins, oficial de Estado Mayor,<br />

trató de unir a <strong>Napoleón</strong> a su plan de restauración de Luis XVIII. <strong>Napoleón</strong> rechazó<br />

la propuesta.<br />

<strong>Napoleón</strong> tenía que depender exclusivamente de su propia personalidad si<br />

deseaba obtener apoyo. Estaba escaso de dinero, pues Josefina había derrochado<br />

de tal modo el sueldo de general, que su marido descubrió que tenía menos de cien<br />

luises en efectivo, y por el momento no contaba con bayonetas: <strong>los</strong> siete mil<br />

soldados del distrito de París estaban a las órdenes de <strong>los</strong> directores, tres de <strong>los</strong><br />

cuales recelaban de él.<br />

De modo que, con el mayor secreto, dijo a Roederer que imprimiese carteles<br />

que serían fijados el día elegido para el golpe. En una referencia a las dos<br />

ocasiones en que <strong>los</strong> directores habían eliminado a diputados elegidos<br />

recientemente, <strong>los</strong> carteles estaban encabezados así: «Se han comportado de tal<br />

modo que ya no existe la Constitución».<br />

<strong>La</strong> mañana del 18 Brumario —es decir, el sábado 9 de noviembre de 1799—<br />

amaneció fría y gris, con retazos de niebla. <strong>Napoleón</strong> se levantó temprano en la rué<br />

de la Victoire, 6 —se había cambiado el nombre de la rué Chantereine en honor a<br />

las victorias que él había cosechado— y vistió prendas civiles, pues ahora era un<br />

general con medio sueldo.<br />

Es evidente que estaba muy ansioso, pues su escritura, que empeoraba durante<br />

<strong>los</strong> períodos de inquietud, había llegado a ser casi ilegible; sin embargo trataba de<br />

rechazar ese estado de ánimo, pues durante <strong>los</strong> últimos días se le había escuchado<br />

cantar fragmentos de la canción que ahora era su favorita: Ecoutez, honorable<br />

assistance. Había enviado mensajes a <strong>los</strong> altos jefes para invitar<strong>los</strong> a que se<br />

reuniesen con él en «un viaje»; y a cada uno de <strong>los</strong> que llegaban <strong>los</strong> invitaba a su<br />

estudio para explicarles en qué consistía el viaje. Después, esperaban fuera, y<br />

formaban parejas que se paseaban en un ir y venir por <strong>los</strong> senderos del jardín, <strong>los</strong><br />

sables golpeando las <strong>los</strong>as, las espuelas tintineando cuando se volvían.<br />

emperador Francisco de Austria, pero se vio desairado; después intentó lo mismo<br />

con Federico Guillermo de Prusia, y comprobó que este monarca era tan variable<br />

como la arena movediza.<br />

Dos veces Federico Guillermo le hizo la guerra, y durante el verano de 1807<br />

<strong>Napoleón</strong> se encontraba a casi 1.500 kilómetros de París, y estaba llevando a una<br />

culminación triunfante la segunda de estas guerras.<br />

Había conquistado Prusia, derrotado decisivamente a Rusia, aliado de Prusia, y<br />

en la tarde del 25 de junio de 1807 estaban trasladándolo a fuerza de remos,<br />

embarcado en una balsa en medio del río fronterizo Niemen, en Tilsit, con el<br />

propósito de reunirse por primera vez con Alejandro, emperador de todas las<br />

Rusias.<br />

Alejandro era un joven agraciado, de ojos azules y rizos rubios, que vestía el<br />

uniforme de <strong>los</strong> Guardias; tenía treinta años, era tímido y aniñado, de carácter<br />

suave, pues desde la niñez se había visto mimado por su abuela Catalina la<br />

Grande, y por su hermosa madre. Tenía opiniones liberales, y le habría agradado<br />

liberar a <strong>los</strong> siervos. <strong>Napoleón</strong> lo halló físicamente atractivo; «Si Alejandro hubiera<br />

sido una mujer, creo que me habría enamorado apasionadamente», y llegó a la<br />

conclusión de que allí estaba el amigo fiel tanto tiempo deseado.<br />

<strong>Napoleón</strong> se propuso seducir a Alejandro. ¿Cuál era, preguntó cortésmente, la<br />

producción peletera anual de Rusia? ¿Cuánto obtenía del impuesto sobre el azúcar?<br />

Paseó con el soldado bisoño, respondió a sus preguntas ansiosas y elementales<br />

acerca de cuestiones estratégicas, y le formuló una promesa: «Si en el futuro de<br />

nuevo me veo obligado a luchar contra Austria, usted dirigirá un cuerpo de ejército<br />

de treinta mil hombres bajo mis órdenes. De ese modo aprenderá el arte de la<br />

guerra.» Durante la cena <strong>Napoleón</strong> habló de sus campañas, y reveló el secreto del<br />

éxito: «Lo esencial es ser el último en tener miedo.» Como advirtió que había en<br />

Alejandro cierto sentido de lo sobrenatural, incluso habló de su buena suerte.<br />

Recordó que en Egipto cierta vez se había dormido al abrigo de un antiguo muro, y<br />

de pronto éste se había derrumbado; sin embargo despertó ileso, y tenía en la<br />

mano lo que al principio parecía una piedra; pero según se vio después, era una<br />

imagen maravil<strong>los</strong>amente bella de Augusto.<br />

«¿Por qué no lo conocí antes?... —dijo Alejandro a un diplomático francés—. Se<br />

ha desgarrado el velo, y pasó el momento del error.» Invitó a <strong>Napoleón</strong> a visitar su<br />

alojamiento para tomar su infusión favorita, té chino, y <strong>los</strong> dos, absolutamente<br />

so<strong>los</strong>, comenzaron a redactar un tratado de paz. «Yo seré su secretario —dijo<br />

<strong>Napoleón</strong>—, y usted será el mío.» Sobre el mapa desplegado <strong>Napoleón</strong> vio tres<br />

estados que varias veces habían hecho la guerra a Francia: Austria, Prusia y Rusia.<br />

Contra Austria y Prusia, <strong>Napoleón</strong> ya había creado un estado tapón —la<br />

Confederación del Rin—. Decidió crear otro. <strong>Napoleón</strong> quitó a Prusia <strong>los</strong> territorios<br />

que había arrebatado a Polonia desde 1772, y <strong>los</strong> convirtió en el Gran Ducado de<br />

Varsovia, que sería un estado tapón entre el Imperio y Rusia.<br />

Pero no pidió dinero ni territorios al derrotado Alejandro; más aún, no se opuso<br />

a que Alejandro se anexionase Finlandia. Sorprendido y complacido, Alejandro dijo<br />

a su hermana: «¡Dios nos ha salvado! En lugar de imponernos sacrificios, la guerra<br />

nos ha conferido cierto prestigio».<br />

<strong>Napoleón</strong> había tenido una actitud intencionada al mostrarse generoso. Contaba<br />

con esa amistad con Alejandro para ofrecer a Europa un prolongado período de<br />

paz. De regreso en París, envió a Alejandro muchos rega<strong>los</strong> y cartas afectuosas,<br />

incluso un servicio completo de Sévres, a lo cual Alejandro replicó con un regalo de<br />

pieles, y se autodenominó modestamente «vuestro peletero». <strong>Napoleón</strong> pagó un<br />

millón de francos por la casa de Murat, destinada a residencia del nuevo embajador<br />

ruso en París, y envió las últimas modas a Marie Anronovna, la amante de<br />

Alejandro, una hermosa polaca que adoptaba la pose de la Venus de Médicis, la<br />

cabeza levemente inclinada y el brazo derecho doblado frente a su propio busto.<br />

«Los elegí yo mismo —informó <strong>Napoleón</strong> a su propio enviado—. Como usted sabe,<br />

conozco bien las modas.» <strong>Napoleón</strong> advirtió complacido que Alejandro designó<br />

consejero a Speransky, hijo de un sacerdote, y un hombre pacífico que deseaba

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