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La posición de Napoleón al día siguiente de Abukir era bastante buena. En el lapso de trece meses desde que había puesto el pie en suelo egipcio había ocupado el país, iniciado una amplia gama de mejoras y reunido un considerable caudal de conocimientos nuevos. Sólo se había frustrado el segundo propósito de la expedición: no había posibilidades inmediatas de asestar un golpe a la India. Pero gracias a su victoria entre las arenas y el mar, Napoleón había contenido la amenaza proveniente de Turquía, y al parecer nada impedía que permaneciese en Egipto y continuase pacíficamente su labor de promoción del desarrollo. Poco después de la batalla de Abukir, Napoleón recibió algunos periódicos, entre ellos una Gazette franfaise de Francfort correspondiente al 10 de junio de 1799. Hojeó ávidamente el periódico, pues hacía seis meses que no tenía noticias de Europa. Descubrió que Francia había caído en una situación tan desastrosa que parecía casi inconcebible. En lugar de un enemigo, Inglaterra, ahora tenía cinco: Inglaterra, Turquía, Napóles, Austria y Rusia. Un ejército anglorruso había invadido Suiza y ocupado Zürich. Una flota turcorrusa había capturado Corfú, orgullo de las islas Jónicas. Un ejército austrorruso había invadido el norte de Italia, derrotado a los franceses en Cassano y desmantelado la República Cisalpina, de manera que, por el momento, toda la labor constructiva de Napoleón estaba reducida a la nada. Peor todavía: Francia se encontraba en estado de colapso económico. De acuerdo con los periódicos, era sólo cuestión de tiempo antes de que Luis XVIII ocupase el trono. «¿Es posible? —exclamó Napoleón—. ¡Pobre Francia...! ¿Qué han hecho esos canallas?» Todo lo que él apreciaba parecía derrumbarse, junto con los valores que él había resumido en su brindis durante un banquete francoegipcio: «¡Por el año 300 de la República!» ¿Qué debía hacer? O permanecer donde estaba y esperar órdenes de París, las mismas órdenes que probablemente nunca conseguirían atravesar el bloqueo inglés; o bien podía tratar de burlar personalmente ese bloqueo con la esperanza de retornar a Francia, y una vez allí, adoptar las medidas ordenadas por el Directorio para salvar a la patria y la República, pues ellas eran lo que importaba por encima de todo. Egipto era nada más que un episodio secundario. Los inconvenientes de esta actitud eran evidentes: se lo acusaría de abandonar a su ejército, de adoptar una decisión que era del ámbito exclusivo de los directores. De todos modos, Napoleón decidió adoptar el segundo de los criterios mencionados. «Debía afrontar todos los riesgos, pues mi lugar estaba donde pudiera ser más útil». Napoleón llamó al almirante Ganteaume y supo que estaban disponibles cuatro pequeñas naves, entre ellas la fragata que él había bautizado Muirán, en recuerdo de su ayudante de campo favorito que había caído en Arcóle. En secreto, Napoleón realizó los arreglos con el fin de viajar a Francia con estos cuatro barcos, en los que viajaría sólo un reducido grupo de oficiales y civiles. El 23 de agosto de 1799, después de catorce meses en Egipto, Napoleón entregó el mando del ejército a Kléber y partió rumbo a Francia. Napoleón no volvería a Egipto. Pero en el lapso de catorce enérgicos meses había dejado su impronta sobre la arena, que borra la mayoría de las marcas humanas. El final allí puede narrarse brevemente: el ejército francés sufrió derrotas a manos de los turcos y los ingleses, y fue repatriado de acuerdo con los términos de un tratado firmado en 1801. Después de un período anárquico, Egipto surgió como una nación independiente bajo Mehemet Alí, uno de los sobrevivientes de la batalla de Abukir. Mantuvo el estrecho vínculo con Francia, y hasta los tiempos de Lesseps fueron científicos franceses los que impulsaron el desarrollo de Egipto. Por otra pane, los «perros pequineses» perdieron su situación privilegiada después de la partida de Napoleón. De todos modos, en condiciones muy difíciles, continuaron observando y recolectando, y partieron en dirección a Francia llevando todos sus tesoros excepto uno: la Piedra Rosetta, que fue a parar a Londres. Cuando volvieron a Francia, Napoleón nuevamente les otorgó su protección y los a Josefina, que le había enviado sus felicitaciones: «Tengo un hijo robusto y sano... Tiene mi pecho, mi boca y mis ojos». El padre creía que este nuevo Napoleón reconciliaría a los pueblos y los reyes. Por sus venas corría sangre francesa y austríaca, y por lo tanto era europeo en un sentido distinto. También era símbolo de continuidad, de lo que sería el Imperio en el futuro. Finalmente, y lo que era más importante, era el emblema viviente de esa alianza entre Francia y Austria que al parecer mantendría tal como estaba a Europa, Con razón dijo Napoleón: «Me siento en la cumbre de la felicidad». ¿Qué sucedía entretanto con el zar Alejandro? Aún se mostraba bien dispuesto hacia Napoleón, pero todavía no reinaba en el sentido total de la palabra. Los nobles y la corte lo obligaron a abandonar un plan que contemplaba la creación del gobierno parlamentario y el impuesto sobre las rentas; incluso lo forzaron a exiliar a su consejero liberal Speransky; «fue como cortarme el brazo derecho», dijo Alejandro. Sobre todo, contemplaron alarmados la aplicación por parte de Napoleón del Código Civil en el Gran Ducado de Varsovia. Allí, en los umbrales mismos de la Santa Rusia, se otorgaban derechos políticos a los judíos y la libertad a los siervos. Si estos principios igualitarios se difundían, los siervos de la nobleza rusa, los millones de campesinos mal alimentados atados a perpetuidad al suelo, que cambiaban de manos por millares, como saquitos de diamantes, sobre las mesas de juego de San Petersburgo, esos mismos siervos pronto reclamarían la libertad y la tierra. Los nobles exhortaron a Alejandro a combatir esos principios «hostiles» mediante la restauración de Polonia, con el propio zar en el trono real. Al principio, Alejandro se resistió a la idea, pues aún se aferraba a su amistad con Napoleón. Pero los nobles lo acusaron de traidor y partidario de los franceses. Como dijo Nicolás Tolstoy: «Sire, si no modificáis vuestros principios, acabaréis como vuestro padre... ¡estrangulado!» Alejandro fue cediendo paulatinamente. Exploró la posibilidad de un tratado con Inglaterra y planeó un ataque a Varsovia. Napoleón replicó enviando a Davout al frente de tropas francesas. Entonces Alejandro pidió a Napoleón que le cediera una extensa porción del Gran Ducado de Varsovia, con medio millón de subditos. Napoleón ya le había cedido en 1809 pane de la provincia austríaca de Galitzia, una recompensa generosa por la desdeñable ayuda rusa contra Austria, y se enfureció cuando recibió esta nueva reclamación. El 15 de agosto de 1811, en las Tullerías, apostrofó al embajador ruso Kurakin, como otrora había apostrofado al inglés Whitwonh. «Aunque vuestros ejércitos acamparan en las alturas de Montmanre, no cedería ni un centímetro de Varsovia... ni una aldea, ni un molino... ¡Ustedes saben que tengo ochocientos mil soldados! ¿Cuenta con la ayuda de aliados? ¿Dónde están? Me miran como liebres que recibieron una perdigonada en la cabeza y están despavoridas, sin saber adonde huir». Como Napoleón comprendió entonces, Alejandro había modificado totalmente su actitud. Se había comprometido con la antigua política expansionista de Catalina, y de hecho se proponía hacer honor a su nombre. Después de concenar una alianza con Carlos XIII de Suecia, donde estaba Bernadotte, enemigo de Napoleón, en abril de 1812 Alejandro consideró que tenía fuerza suficiente para manifestar dureza; Napoleón debía evacuar sus tropas de Prusia y el Gran Ducado como preliminar de una reorganización de las fronteras europeas. De modo que Napoleón afrontaba un terrible dilema. Había dado una Constitución a los polacos y también les había prometido asegurar la existencia del Gran Ducado. Los propios polacos deseaban permanecer en el Imperio. Pero además creía que el Gran Ducado era esencial para mantener la paz de Europa. Si retiraba sus tropas, Rusia se apoderaría del ducado y después, si había que hacer caso a la historia, presionaría sobre Prusia y Austria. A su vez, éstas tratarían de encontrar cierta compensación en la Confederación del Rin y en Italia. Sería el fin del Imperio, y Francia retornaría a sus vulnerables fronteras del período prerrevolucionario. Napoleón se resistía a hacer la guerra a Rusia. «La historia no ofrece ejemplos de que los pueblos del sur hayan invadido el norte; siempre fueron los pueblos del

que ella cumpliese dieciocho. La forma cortés no engañó a Napoleón: era sin duda un rechazo. Napoleón se sintió ofendido, y decepcionado en cuanto que gobernante de Francia. El rechazo descalabró totalmente su plan maestro. Pero quizá todavía fuera posible afirmar la paz sobre un matrimonio. El principio de Napoleón era que necesitaba tener un aliado seguro, y que éste debía ser una de las potencias continentales. Si Alejandro renunciaba a su amistad, el amigo bien podía ser Francisco de Austria. El 6 de febrero de 1810 Napoleón ordenó a Eugene que se presentase al embajador austríaco para pedir la mano de la hija del emperador Francisco; la joven María Luisa tenía entonces dieciocho años. La petición no fue mal recibida. Francisco había perdido varias provincias después de la última y desafortunada guerra, y abrigaba la esperanza de que una alianza matrimonial induciría a Napoleón a devolver algunas. Era lamentable que Napoleón fuese un advenedizo, pero de todos modos Francisco otorgó su consentimiento, y salvó su conciencia con la afirmación de que el emperador francés era descendiente directo de los duques de Toscana. Napoleón se sintió muy complacido. Preparó un itinerario en virtud del cual María Luisa debía llegar en la fecha más temprana posible, es decir el 27 de marzo de 1810. Encargó un traje nuevo a Léger, un sastre de moda. En una demostración de tacto, ordenó que los cuadros de sus victorias austríacas fuesen retirados de todas las paredes del palacio. Había dejado de bailar el año precedente, «después de todo, cuarenta son cuarenta», pero comenzó a recibir lecciones de vals, con el fin de complacer a su joven esposa. El maestro de ceremonias de Napoleón cubrió diez páginas enteras con el detalle del ceremonial de la llegada de Su Alteza; pero en definitiva esa tarea resultó inútil, pues en su impaciencia por tener un hijo Napoleón interceptó el carruaje de María Luisa, y se la llevó directamente a Compiégne. María Luisa era rubia, con ojos azules y gatunos, el cutis rosado, y las manos y los pies pequeños. Le agradaban las comidas sustanciosas, y especialmente la crema agria, la langosta y el chocolate, y era más sensual que Josefina. La noche de bodas, complacida por la técnica amatoria de Napoleón, lo invitó a «hacerlo de nuevo». Pero la principal diferencia entre las dos esposas tenía que ver con el carácter y la educación; Josefina había sido una mujer valerosa y libre; María Luisa era un ser temeroso, y se había criado en una corte servil bajo la autoridad de un padre riguroso. Llegó a Francia colmada de temores. Incluso temía a los fantasmas, y no podía dormirse si no había media docena de velas encendidas. Como sabemos, a Napoleón le agradaba la oscuridad total, y de ahí que después de hacer el amor se dirigiese a su propio dormitorio. Conquistar a esa mujer nerviosa, tonta y sensual no era la tarea más fácil del mundo. Muchos miembros de la corte la juzgaban severamente, pero Napoleón concentró la atención en las buenas cualidades de María Luisa, lo que él denominaba su frescura de capullo de rosa y su virtud de la veracidad. Como sabía que era extranjera y tenía miedo. Napoleón le consagraba una parte considerable de su precioso tiempo, y apoyaba su inclinación a la pintura. Gracias a su fuerza y su firmeza, a la energía con que atraía a las mujeres, y a su bondad, al cabo de pocas semanas la había conquistado. María Luisa se quedó embarazada en julio, y en el curso de los meses siguientes Francia entera aguardó expectante las salvas: 21 si era niña; 101 si era varón. El 20 de marzo de 1811 comenzó el parto de María Luisa. El ginecólogo preveía un parto difícil, y Napoleón le dijo que si era necesario elegir entre la vida de la madre y la del hijo, debía salvar a la madre; una orden que siempre sería recordada con gratitud por María Luisa. Efectivamente, el parto fue difícil, pero el niño nació vivo. Cuando oyó la salva de 101 cañonazos, los ojos de Napoleón derramaron lágrimas de alivio y alegría. Al fin tenía heredero. Escribió lo siguiente puso a trabajar en la compilación de la crónica más suntuosa y detallada de un país extranjero que se hubiera elaborado hasta ese momento: la Description de 1'Egypte. En diez volúmenes infolio bellamente ilustrados, que abordaban todos los temas, de las antigüedades a la zoología Napoleón reveló al mundo los descubrimientos realizados por el Instituí d'Egypte, y de hecho todo lo que valía la pena saber acerca del pasado y el presente de Egipto. Más que las banderas turcas capturadas en el monte Tabor y Abukir, estos libros fueron los trofeos de su campaña egipcia.

<strong>La</strong> posición de <strong>Napoleón</strong> al día siguiente de Abukir era bastante buena. En el<br />

lapso de trece meses desde que había puesto el pie en suelo egipcio había ocupado<br />

el país, iniciado una amplia gama de mejoras y reunido un considerable caudal de<br />

conocimientos nuevos. Sólo se había frustrado el segundo propósito de la<br />

expedición: no había posibilidades inmediatas de asestar un golpe a la India. Pero<br />

gracias a su victoria entre las arenas y el mar, <strong>Napoleón</strong> había contenido la<br />

amenaza proveniente de Turquía, y al parecer nada impedía que permaneciese en<br />

Egipto y continuase pacíficamente su labor de promoción del desarrollo.<br />

Poco después de la batalla de Abukir, <strong>Napoleón</strong> recibió algunos periódicos,<br />

entre el<strong>los</strong> una Gazette franfaise de Francfort correspondiente al 10 de junio de<br />

1799. Hojeó ávidamente el periódico, pues hacía seis meses que no tenía noticias<br />

de Europa. Descubrió que Francia había caído en una situación tan desastrosa que<br />

parecía casi inconcebible. En lugar de un enemigo, Inglaterra, ahora tenía cinco:<br />

Inglaterra, Turquía, Napóles, Austria y Rusia. Un ejército anglorruso había invadido<br />

Suiza y ocupado Zürich. Una flota turcorrusa había capturado Corfú, orgullo de las<br />

islas Jónicas. Un ejército austrorruso había invadido el norte de Italia, derrotado a<br />

<strong>los</strong> franceses en Cassano y desmantelado la República Cisalpina, de manera que,<br />

por el momento, toda la labor constructiva de <strong>Napoleón</strong> estaba reducida a la nada.<br />

Peor todavía: Francia se encontraba en estado de colapso económico. De acuerdo<br />

con <strong>los</strong> periódicos, era sólo cuestión de tiempo antes de que Luis XVIII ocupase el<br />

trono.<br />

«¿Es posible? —exclamó <strong>Napoleón</strong>—. ¡Pobre Francia...! ¿Qué han hecho esos<br />

canallas?» Todo lo que él apreciaba parecía derrumbarse, junto con <strong>los</strong> valores que<br />

él había resumido en su brindis durante un banquete francoegipcio: «¡Por el año<br />

300 de la República!» ¿Qué debía hacer? O permanecer donde estaba y esperar<br />

órdenes de París, las mismas órdenes que probablemente nunca conseguirían<br />

atravesar el bloqueo inglés; o bien podía tratar de burlar personalmente ese<br />

bloqueo con la esperanza de retornar a Francia, y una vez allí, adoptar las medidas<br />

ordenadas por el Directorio para salvar a la patria y la República, pues ellas eran lo<br />

que importaba por encima de todo. Egipto era nada más que un episodio<br />

secundario. Los inconvenientes de esta actitud eran evidentes: se lo acusaría de<br />

abandonar a su ejército, de adoptar una decisión que era del ámbito exclusivo de<br />

<strong>los</strong> directores. De todos modos, <strong>Napoleón</strong> decidió adoptar el segundo de <strong>los</strong><br />

criterios mencionados.<br />

«Debía afrontar todos <strong>los</strong> riesgos, pues mi lugar estaba donde pudiera ser más<br />

útil».<br />

<strong>Napoleón</strong> llamó al almirante Ganteaume y supo que estaban disponibles cuatro<br />

pequeñas naves, entre ellas la fragata que él había bautizado Muirán, en recuerdo<br />

de su ayudante de campo favorito que había caído en Arcóle. En secreto, <strong>Napoleón</strong><br />

realizó <strong>los</strong> arreg<strong>los</strong> con el fin de viajar a Francia con estos cuatro barcos, en <strong>los</strong> que<br />

viajaría sólo un reducido grupo de oficiales y civiles. El 23 de agosto de 1799,<br />

después de catorce meses en Egipto, <strong>Napoleón</strong> entregó el mando del ejército a<br />

Kléber y partió rumbo a Francia.<br />

<strong>Napoleón</strong> no volvería a Egipto. Pero en el lapso de catorce enérgicos meses<br />

había dejado su impronta sobre la arena, que borra la mayoría de las marcas<br />

humanas. El final allí puede narrarse brevemente: el ejército francés sufrió derrotas<br />

a manos de <strong>los</strong> turcos y <strong>los</strong> ingleses, y fue repatriado de acuerdo con <strong>los</strong> términos<br />

de un tratado firmado en 1801. Después de un período anárquico, Egipto surgió<br />

como una nación independiente bajo Mehemet Alí, uno de <strong>los</strong> sobrevivientes de la<br />

batalla de Abukir.<br />

Mantuvo el estrecho vínculo con Francia, y hasta <strong>los</strong> tiempos de Lesseps fueron<br />

científicos franceses <strong>los</strong> que impulsaron el desarrollo de Egipto.<br />

Por otra pane, <strong>los</strong> «perros pequineses» perdieron su situación privilegiada<br />

después de la partida de <strong>Napoleón</strong>. De todos modos, en condiciones muy difíciles,<br />

continuaron observando y recolectando, y partieron en dirección a Francia llevando<br />

todos sus tesoros excepto uno: la Piedra Rosetta, que fue a parar a Londres.<br />

Cuando volvieron a Francia, <strong>Napoleón</strong> nuevamente les otorgó su protección y <strong>los</strong><br />

a Josefina, que le había enviado sus felicitaciones: «Tengo un hijo robusto y sano...<br />

Tiene mi pecho, mi boca y mis ojos».<br />

El padre creía que este nuevo <strong>Napoleón</strong> reconciliaría a <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong> y <strong>los</strong> reyes.<br />

Por sus venas corría sangre francesa y austríaca, y por lo tanto era europeo en un<br />

sentido distinto. También era símbolo de continuidad, de lo que sería el Imperio en<br />

el futuro. Finalmente, y lo que era más importante, era el emblema viviente de esa<br />

alianza entre Francia y Austria que al parecer mantendría tal como estaba a<br />

Europa, Con razón dijo <strong>Napoleón</strong>: «Me siento en la cumbre de la felicidad».<br />

¿Qué sucedía entretanto con el zar Alejandro? Aún se mostraba bien dispuesto<br />

hacia <strong>Napoleón</strong>, pero todavía no reinaba en el sentido total de la palabra. Los<br />

nobles y la corte lo obligaron a abandonar un plan que contemplaba la creación del<br />

gobierno parlamentario y el impuesto sobre las rentas; incluso lo forzaron a exiliar<br />

a su consejero liberal Speransky; «fue como cortarme el brazo derecho», dijo<br />

Alejandro. Sobre todo, contemplaron alarmados la aplicación por parte de <strong>Napoleón</strong><br />

del Código Civil en el Gran Ducado de Varsovia.<br />

Allí, en <strong>los</strong> umbrales mismos de la Santa Rusia, se otorgaban derechos políticos<br />

a <strong>los</strong> judíos y la libertad a <strong>los</strong> siervos. Si estos principios igualitarios se difundían,<br />

<strong>los</strong> siervos de la nobleza rusa, <strong>los</strong> millones de campesinos mal alimentados atados<br />

a perpetuidad al suelo, que cambiaban de manos por millares, como saquitos de<br />

diamantes, sobre las mesas de juego de San Petersburgo, esos mismos siervos<br />

pronto reclamarían la libertad y la tierra.<br />

Los nobles exhortaron a Alejandro a combatir esos principios «hostiles»<br />

mediante la restauración de Polonia, con el propio zar en el trono real. Al principio,<br />

Alejandro se resistió a la idea, pues aún se aferraba a su amistad con <strong>Napoleón</strong>.<br />

Pero <strong>los</strong> nobles lo acusaron de traidor y partidario de <strong>los</strong> franceses. Como dijo<br />

Nicolás Tolstoy: «Sire, si no modificáis vuestros principios, acabaréis como vuestro<br />

padre... ¡estrangulado!» Alejandro fue cediendo paulatinamente. Exploró la<br />

posibilidad de un tratado con Inglaterra y planeó un ataque a Varsovia. <strong>Napoleón</strong><br />

replicó enviando a Davout al frente de tropas francesas. Entonces Alejandro pidió a<br />

<strong>Napoleón</strong> que le cediera una extensa porción del Gran Ducado de Varsovia, con<br />

medio millón de subditos. <strong>Napoleón</strong> ya le había cedido en 1809 pane de la provincia<br />

austríaca de Galitzia, una recompensa generosa por la desdeñable ayuda rusa<br />

contra Austria, y se enfureció cuando recibió esta nueva reclamación. El 15 de<br />

agosto de 1811, en las Tullerías, apostrofó al embajador ruso Kurakin, como otrora<br />

había apostrofado al inglés Whitwonh. «Aunque vuestros ejércitos acamparan en<br />

las alturas de Montmanre, no cedería ni un centímetro de Varsovia... ni una aldea,<br />

ni un molino... ¡Ustedes saben que tengo ochocientos mil soldados! ¿Cuenta con la<br />

ayuda de aliados? ¿Dónde están? Me miran como liebres que recibieron una<br />

perdigonada en la cabeza y están despavoridas, sin saber adonde huir».<br />

Como <strong>Napoleón</strong> comprendió entonces, Alejandro había modificado totalmente<br />

su actitud. Se había comprometido con la antigua política expansionista de<br />

Catalina, y de hecho se proponía hacer honor a su nombre. Después de concenar<br />

una alianza con Car<strong>los</strong> XIII de Suecia, donde estaba Bernadotte, enemigo de<br />

<strong>Napoleón</strong>, en abril de 1812 Alejandro consideró que tenía fuerza suficiente para<br />

manifestar dureza; <strong>Napoleón</strong> debía evacuar sus tropas de Prusia y el Gran Ducado<br />

como preliminar de una reorganización de las fronteras europeas.<br />

De modo que <strong>Napoleón</strong> afrontaba un terrible dilema. Había dado una<br />

Constitución a <strong>los</strong> polacos y también les había prometido asegurar la existencia del<br />

Gran Ducado. Los propios polacos deseaban permanecer en el Imperio. Pero<br />

además creía que el Gran Ducado era esencial para mantener la paz de Europa. Si<br />

retiraba sus tropas, Rusia se apoderaría del ducado y después, si había que hacer<br />

caso a la historia, presionaría sobre Prusia y Austria. A su vez, éstas tratarían de<br />

encontrar cierta compensación en la Confederación del Rin y en Italia. Sería el fin<br />

del Imperio, y Francia retornaría a sus vulnerables fronteras del período<br />

prerrevolucionario.<br />

<strong>Napoleón</strong> se resistía a hacer la guerra a Rusia. «<strong>La</strong> historia no ofrece ejemp<strong>los</strong><br />

de que <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong> del sur hayan invadido el norte; siempre fueron <strong>los</strong> pueb<strong>los</strong> del

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